Primera parte
En la recurrente separación entre los motivos más profundos y periódicos del conflicto social que implica siempre, incluso en el caso de reivindicaciones salariales, una respuesta a la división entre dirigentes y ejecutores, entre gobernantes y gobernados –en primer lugar en los centros de trabajo— y su interpretación y gestión política por parte de las fuerzas de la cultura y de las organizaciones del movimiento obrero, incluso en la época en que Gramsci volvía a pensar, en Americanismo y fordismo, la experiencia de los consejos de fábrica y el papel prometeico del “Príncipe moderno”, es decir, el partido de vanguardia, la nueva dimensión que asumía el papel del Estado en las sociedades y en las economías de la primera posguerra parecía haber tenido un peso determinante (86).
En la recurrente separación entre los motivos más profundos y periódicos del conflicto social que implica siempre, incluso en el caso de reivindicaciones salariales, una respuesta a la división entre dirigentes y ejecutores, entre gobernantes y gobernados –en primer lugar en los centros de trabajo— y su interpretación y gestión política por parte de las fuerzas de la cultura y de las organizaciones del movimiento obrero, incluso en la época en que Gramsci volvía a pensar, en Americanismo y fordismo, la experiencia de los consejos de fábrica y el papel prometeico del “Príncipe moderno”, es decir, el partido de vanguardia, la nueva dimensión que asumía el papel del Estado en las sociedades y en las economías de la primera posguerra parecía haber tenido un peso determinante (86).
Si, de hecho, se sitúa más atentamente la sufrida
búsqueda de Gramsci (con sus importantes elementos de novedad y ruptura con el
marxismo “vulgar” y el determinismo) en el debate sobre las profundas
transformaciones del Estado que atraviesa, en los años de la primera posguerra,
todas las componentes del movimiento socialista (incluso otras orientaciones
reformadoras), no es difícil vislumbrar cómo la reflexión de Gramsci y algunas
de sus más fecundas intuiciones (la revolución pasiva, la autonomía del
gobierno consejista sobre la “guerra de posiciones” y la conquista de
“fortificaciones” en el cuerpo vivo de la sociedad civil) han permanecido casi
secuestradas por la deriva estatalista y elitista (la “revolución por arriba”)
que ha impregnado a una gran parte de la izquierda de derivación marxista (87).
Se trata de un proceso que viene acentuándose, tras
la “crisis del marxismo” de finales del siglo XIX, con la búsqueda de una
solución (revolucionaria o reformista) al problema de la distribución de los
recursos y a la modificación de los estratos propietarios, a través de la
intervención y la mediación preliminar del Estado central como punto fuerte y
de resolución de una cuestión social que ya no podía expresarse mediante una
transformación desde debajo de la sociedad civil y del Estado mismo. Se trataba
de un proceso que asumirá un peso dominante en las ideologías de los
movimientos revolucionarios y reformadores y en sus experiencias concretas
–políticas y de gobierno-- cuando las
concentraciones técnicas, organizativas y financieras entre las grandes
industrias y la intervención reguladora de los Estados en la economía de guerra
abrieron la época del “planismo” y del gobierno “racionalizado” de las empresas
y la economía (88).
Con la opción de situar “la relación del
proletariado con el Estado en el centro de su política” y de asumir la
tendencia a la “estatalización” como el “el elemento absolutamente nuevo que no
conoce Marx” se supera una ambigüedad que persistía en las reflexiones del
mismo Marx, a propósito del vínculo entre “alienación / opresión” y
“explotación” en la relación de trabajo subordinado y las vías a seguir para atacar dicho vínculo.
Pero la disolución de la ambigüedad de Marx en una
frontera que, durante un largo periodo, alejará el movimiento socialista y
comunista de la atención de la rápida transformación de los contenidos
alienantes y opresivos de la relación del trabajo subordinado en la época de la
gran “racionalización” y la búsqueda de los fundamentos de una reforma, incluso
institucional, de la sociedad civil y de sus formas de participación en las decisiones de la comunidad, incluso
cuando estas decisiones se toman en el ámbito de de una relación de trabajo “privado”. Con la consecuencia de oscurecer casi
completamente, en la búsqueda y en el debate de los movimientos socialistas y
reformadores, en nombre de la doble primacía de la “clase” y del “Estado”, la
dimensión de los derechos humanos. Y, sobre todo, la conciencia, que no
disminuirá tampoco en Marx, de las raíces individuales,
personales, de la libertad y de su
represión como “autorrealización” de la persona, ante todo en el trabajo.
La expropiación de los medios de producción,
mediante la acción legitimadora del Estado (incluso si está ocupado por una
nueva capa dirigente), como una etapa preliminar y propedéutica para una lejana
liberación del trabajo y su superación, que se reenvía a la llegada del
comunismo, de las restricciones y de la opresión que pesan sobre el trabajador
subordinado, debía resolver el problema de una conquista del poder que ya no
podía madurar más que con una espontánea radicalización del “conflicto
redistributivo” en la sociedad civil.
La ruptura con el determinismo vendrá en nombre del
Estado como lugar exclusivo de la política y como sede de legitimación de la
acción reformadora; como lugar de mediación y superación del conflicto social
(¿de qué manera es posible hacerle una huelga al Estado y contra sus retoños?);
y como la única institución capaz de plasmar
y transformar la sociedad civil.
Ciertamente, este proceso que llevará a redefinir,
incluso el rol del partido como representante único de la clase llamada a
ejercer –siempre a través del Estado— su
propia “dictadura” alcanzará su ápice con la metamorfosis del marxismo que
Lenin llevó a cabo y del primer grupo dirigente bolchevique, incluido Trostky.
Sobre todo tras la conquista del poder en Rusia. Pero se trataba de un proceso
mucho más vasto y plural. No sólo porque tenía sus propias raíces incluso en la
ambigüedad, en las contradicciones y en los errores del análisis y las
previsiones de Marx, sino porque también se limita a considerar la historia del
movimiento socialista y— teniendo en cuenta la influencia de Ferdinand Lassalle
en la cultura socialdemócrata europea y en el mismo Lenin-- la deriva ideológica hacia el
redescubrimiento de la primacía del Estado (como posible terreno “neutro” de
redistribución de los recursos, de propiedad y de legitimación de las políticas
sociales de los partidos reformadores) implicará, en primer lugar, a algunos
entre los más desprejuiciados críticos de Marx en la socialdemocracia: Eduard
Bernstein, Karl Renner y Hans Kelsen.
Es en ese contexto que la cuestión de la liberación
del trabajo --cada vez más inseparable
de la salvaguarda de la libertad en una sociedad compleja y de la temática de
los derechos de la persona en las modernas organizaciones “racionalizadas”-- será removida (e, incluso, combatida),
durante un largo periodo, por las ideologías dominantes del movimiento
socialista.
Hemos
hablado –tras muchos otros-- de una
ambigüedad nunca resuelta en el análisis marxista de la “génesis” del proceso
de acumulación en las grandes sociedades industriales y de la relación
existente entre la instauración de un dominio y una coerción sobre el
trabajador (la opresión), a través de una organización del trabajo basada en la
separación entre dirección y ejecución, de un lado, y la posibilidad de sacar
un superávit al trabajo de ese trabajador con respecto al valor del mercado de
la mercancía de trabajo, de otro lado.
En efecto, desde los escritos juveniles de Marx
hasta los de edad madura, la génesis de la relación de explotación es vista en
el proceso de alienación y opresión incluso como una condición recurrente. Y
también es recurrente la tendencia a repetir la expropiación del trabajador de
sus instrumentos de producción y de sus saberes a toda transformación de las
tecnologías y de la organización del trabajo. De igual manera, también es
recurrente la tendencia a basar sobre una relación de autoridad y coerción toda
adaptación del trabajador a las cambiantes condiciones de la prestación
laboral. Y de esta redefinición histórica del concepto de alienación y deshumanización
del trabajo, Marx señala una contradicción insanable entre el trabajador --como
individuo, como persona concreta que aspira a realizarse en ella-- y un sistema de producción que, eliminando
todo sentido a su trabajo y toda posibilidad de intervenir conscientemente en
su desarrollo, lo transforma en una “horrenda monstruosidad”, en una “cosa”, en
un “esclavo de las cosas” (91).
La “recomposición del
trabajo a través de la comunidad” sigue siendo, de hecho, la preocupación de la
reflexión de Marx a lo largo de toda su obra. Y ello explica la simpatía con la
que el “socialista científico” que era Marx mira los escritos y experiencias de
trabajo comunitario de un “utópico” como Robert
Owen y las batallas por la
libertad del movimiento “cartista”, tan influenciado por el owenismo.
No sólo. Marx, incluso en
las obras de madurez, los Grundisse y
El
Capital, buscará más veces las señales posibles de una
recomposición del trabajo alienado y parcelado en las transformaciones de la
organización social promovidas por las luchas de los trabajadores y por las
iniciativas legislativas de los reformadores liberales. Se trata de la
reconstrucción de una profesionalidad “compleja” a través de la movilidad del
trabajo y la alternancia de las
prestaciones, de la función “revolucionaria” de la formación profesional y de
las primeras leyes de limitación y reducción de los horarios de trabajo. De
hecho, Marx habló –a propósito de estas trasformaciones estructurales de la condición de trabajo (y no de los aumentos
salariales)-- de una “economía política
de la fuerza de trabajo”.
Pero, simultáneamente, Marx
pareció más preocupado por restablecer una especie de jerarquía, lógica y no histórica, entre las
categorías que definen “las relaciones de producción”: propiedad de los medios
de producción y extracción de la plusvalía; estructura y superestructura;
división social del trabajo y división técnica del trabajo. Con la consecuencia
de situar el proceso de alienación y la división técnica del trabajo en el
reino de la “necesidad”, de la colocación objetiva de las “fuerzas
productivas”, tomadas globalmente, en un sistema de relaciones sociales que
habría podido ser afectado solamente con un cambio radical de las relaciones de
propiedad como única fuente, en última instancia, de las relaciones de poder.
En ese sentido, Marx acabó
abandonando su investigación sobre la “economía política de la fuerza de
trabajo”, volviendo siempre a confrontarse con la “economía política del
capital”. Y sin llegar a compartir las tesis de cuantos sostienen que Marx
advirtió “que no había solución antes de la pérdida de del ´sí´ en el trabajo intrínseco de la
tecnología” y que “de hecho se debía aceptar no sólo la división del trabajo
sino incluso su organización jerárquica”, es cierto que Marx acabó por reenviar
a un futuro lejano, y a una utopía del trabajo totalmente liberado, la solución
de la que había señalado como la primera contradicción lacerante de la
identidad de la persona en la relación del trabajo subordinado.
Así Marx pudo acercarse –en
contradicción con todo su análisis anti idealista del proceso de alienación en
el trabajo-- a la revalorización del Estado como instrumento de emancipación,
aunque fuera en términos escasamente profundos desde el punto de vista teórico.
Del Estado como necesario instrumento de cambio de las relaciones de propiedad
y de transición hacia la liberación del trabajo y a una sucesiva e improbable
extinción de las funciones del Estado como “administrador de hombres”.
También en la famosa Crítica al Programa de Gotha que
refutaba el “estatalismo” jacobino de Lassalle y sus seguidores, Marx tendrá
que plegarse a una visión del momento de la ocupación y transformación del
Estado no como un hecho conclusivo de un proceso real de la trasformación y
reforma de la sociedad civil sino como premisa. Como punto de partida de una
gradual y lejana liberación del trabajo que habría tenido –como insuperables
etapas intermedias-- la modificación de
las relaciones de propiedad y de las relaciones de poder en el sistema
económico, la superación de la división social del trabajo y de la estructura
de clase que ella determina. Y, por último, la modificación de las formas
dominantes de división técnica del trabajo, es decir: la relación entre
gobernantes y gobernados en los centros de trabajo.
Desde este punto de vista, a
pesar de su lúcida polémica con el mito del Estado “neutral” y contra la tesis
lassalliana de un Estado “libre” y “titular autoritario de una función general
de la formación ético-pedagógica del cuerpo social”, no se puede decir que la
reproposición, en la Crítica al Programa de Gotha, del “Estado de la
dictadura del proletariado”, como forma
política de transición al socialismo, constituya una contradicción fortuita en
el planteamiento de la reflexión marxiana (93). Como tampoco, en aquel
contexto, son fortuitas la ausencia la
exigencia de pluralismo en el movimiento socialista en el Marx de la Primera Internacional ;
el carácter transitorio de los partidos; la riqueza de las formas del
asociacionismo del movimiento de los trabajadores y la necesidad de no
subordinar los sindicatos a un partido político.
Marx, sobre todo en sus
últimos escritos, no parece haber resuelto la relación entre “historia” y
“lógica” del sistema capitalista y su superación, ni tampoco la relación entre
la transformación de la sociedad civil y los microcosmos comunitarios que se
constituyen en los centros de trabajo y la transformación (no la extinción) del
Estado. Tal vez por esta razón Marx acaba adhiriéndose a una concepción de
partido como “arma” que tiene como objetivo la conquista del Estado antes que
la transformación “corpuscular” de la sociedad civil.
¿Cómo entender diversamente
la reproposición del “Estado de la dictadura del proletariado”, negador de
derechos individuales universales? ¿Y aquel partido, salpicado de lassalleismo,
que nacerá de la unificación del Congreso de Gotha, que Marx criticará con
tanta vehemencia, no era tal vez incluso el hijo de sus ambigüedades e
incertidumbres? No es posible, pues, sorprenderse si el mismo Engels provocará
una decidida torsión hacia una “vía estatal” que relega en la utopía la
contestación de las características opresivas y alienantes del trabajo
subordinado. “Dado que todo partido político se propone conquistar el dominio
del Estado, se desprende que el Partido Socialdemócrata Alemán persigue su propio dominio político, el dominio
político de la clase obrera y, así, un “dominio de clase” (94). Y en polémica
con algunos anarquistas italianos: “Al menos en lo concerniente a las horas de
trabajo se puede escribir en las puertas de las fábricas: lasciate ogni autonomia voi che entrate. Si el hombre, a través del
conocimiento y su genio inventivo ha sometido las fuerzas de la naturaleza,
estas fuerzas se vuelven contra él, sometiéndolo hasta que se sirve de ellas, a un auténtico
despotismo que no depende de ninguna
organización social. Querer abolir
la autoridad de la industria, a gran escala, equivale a abolir la industria misma, a
destruir el telar mecánico para volver al hilado” [las cursivas son de
Trentin] (95).
Notas
(86) Cornelius Castoriades. L´expérience
du mouvement ouvrier. Union General d´Editions, 1974.
(87) A. Gramsci. Cuadernos
de la Cárcel.
(88) Mario Telò. La socialdemocrazia europea nella crisis
degli anni trenta. Franco Angeli, 1985.
(89) Karl Renner. Marxismos, Krieg
und Internationale (Sttugart, 1917)
(90) Karl Polanyi. Libertà e tecnologia. Bollati
Boringhieri, 1987
(91) Eric Fromm. L´uomo secondo Marx. Franco Angeli, 1980
(92) Daniel Bell. La
riscoperta dell´alienazione. Obra ya citada.
(93) Danilo Zolo. Marx e il Programma di Gotha. Fondazione
Basso, 1981
(94) F. Engels. La questione
delle abitazioni. Citado en el Congresso di Gotha.
(95) F. Engels. Dell´autoritá. Editori Riuniti, 1971
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