Si en estas páginas hemos
intentado una revisitación crítica que podrá parecer puntillosa y pedante y, en
cualquier caso, demasiado poco generosa, del “productivismo” de Gramsci en los
elementos de continuidad y discontinuidad que representa –desde el periodo
ordinovista hasta el de los Cuadernos de la Cárcel-- es porque
seguimos convencidos de que, en esta investigación gramsciana sobre la
naturaleza y las perspectivas del taylorismo y del fordismo persiste un límite
de fondo que, como ya hemos recordado, es común a los diversos intentos de
superar la “crisis del marxismo” a principios del siglo XX. Esto es, el haber
asumido como racional e inmutable las formas históricas de organización y
subordinación del trabajo humano. Y, sobre todo, porque pensamos que dichos
límites –con todas sus derivaciones, en términos de reconstrucción “ideológica”
del conflicto social y creciente separación entre el quehacer “político” y la
actividad “social” (perdiendo así la comprensión del alcance político de los
conflictos que maduraban en la sociedad civil, como había intuido Gramsci) y en
términos de absolutización del rol prometeico, más o menos autoritario y
totalizante, de las élites políticas o de las “clases políticas” como más
crudamente las definirá un escritor reaccionario como Gaetano
Mosca--
han marcado en gran medida una considerable parte de la experiencia del
movimiento obrero en este siglo XX (80).
El juicio de fondo al que
llegó Gramsci --tras haber buscado valorar los costes humanos que comportaba el
taylorismo y el fordismo (pero, se podría añadir, incluso los de las anteriores
formas de “división técnica” del trabajo con las de la producción en masa, que
ya investigaba Marx) sobre la irrefutable e incontrastable “racionalidad” de
estos sistemas y sobre la necesidad, más bien, de compensar y resarcir sus
efectos más alienantes, mediante la “persuasión” y los altos salarios--
constituirá la inspiración dominante del comportamiento de los sindicatos y de
las fuerzas de izquierda, incluso en el periodo posterior al segundo conflicto
mundial. Con la excepción (¡tan significativa!) de las oposiciones obreras en
los países del socialismo real y del “taylorismo realizado” (81).
En estos límites –es decir,
en el axioma de la inmodificabilidad de la relación del trabajo subordinado y,
al menos, por un “largo periodo” que, con la prueba de los hechos se proyectará
hacia el infinito, y también de la inmodificabilidad de la prestación del
trabajo asalariado y de la organización de la producción de bienes y
servicios-- encuentran sus orígenes no sólo una concepción ampliamente
dominante, durante casi un siglo, que confina el conflicto social en un
horizonte meramente distributivo. Pero incluso en aquella dicotomía que fue tan
típica de gran parte de la literatura política de la izquierda en estos últimos
años: la disociación entre el debate teórico (y las estrategias políticas que
lo inspiran) y la observación de la realidad. En particular, la disociación
entre las “ciencias” de la conquista del poder político del Estado y el atento
examen de los acontecimientos y de los contenidos específicos de los conflictos
sociales; de las transformaciones en la composición social de las clases y en
las culturas de los sujetos sociales que dichos conflictos evidencian a través
de sus cambiantes objetivos.
Es una dicotomía que señala,
en verdad, una relevante separación del paciente y minucioso esfuerzo de
recomposición entre el análisis de la sociedad civil y la construcción teórica
que tanta fatiga le costaba a Marx, señalando incluso su evolución y sus
facetas. La historia de los conflictos sociales
y, ante todo, de los conflictos de clase en los centros de producción se fue
convirtiendo, andando el tiempo, en una
“historia menor”. Y, lo que es peor para una “investigación de izquierdas”, en
una “historia paralela” con respecto a la que es considerada como esencial (y
de por si resumida en los procesos sociales) de las ideologías, de los
partidos, de las instituciones y de los Estados. Esta fractura entre economía y
política se ha consumó nuevamente en los años de la segunda posguerra, incluso
en gran parte de la cultura de origen o tradición marxista.
En definitiva, ¿qué sucedió?
La crítica del
“catastrofismo” y de la teoría del “empobrecimiento” (absoluto o relativo), a
pesar de que ha sido obstinadamente contestada por los ideólogos más radicales
(ya sea en sus conclusiones revisionistas o en el planteamiento gradual y
reformista) ha sido –o, al menos, así nos parece-- interiorizada en sus presupuestos por todas
las “escuelas” del socialismo desde la socialdemócrata a la comunista. Hasta
llegar a confundir, de cualquier modo, en el “sentido común” del militante
tanto la despreciada gimnasia salarial del sindicato como los intentos de
legislación social con el conjunto de los contenidos específicos del conflicto
social, vivido cotidianamente en la fábrica y en los centros de trabajo. Y
constatando, con el tiempo, que el conflicto entre salario y beneficio con sus
altibajos y, sobre todo, las leyes
sociales del resarcimiento de las formas más gravosas de la prestación laboral,
podían traducirse en mejoras reales, incluso duraderas, de las retribuciones y
las condiciones de vida de las clases trabajadoras sin producir rupturas
catastróficas en las relaciones con otras clases, la literatura social y las
ideologías de la política socialista acabó considerando el conflicto
distributivo –y la misma lucha salarial--
el dato más representativo del conflicto social; y, sobre todo, el que
lo resumía en su totalidad. De ese modo se cancelaba, por parte del quehacer
político, la percepción de la extrema complejidad de las contradicciones y
conflictos que maduraban en los centros de trabajo, especialmente en la fase
fordista. De ahí que se viera el conflicto social, en esa fase, como una sola
componente y, a veces, como una componente funcional para conseguir los
objetivos de otra naturaleza. O sea,
se minusvaloró la posibilidad de que pudieran emerger nuevos y, a veces
predominantes, objetivos reivindicativos y políticos en el corazón mismo del
sistema productivo con el desarrollo de estas contradicciones y estas luchas.
Con tal clave de lectura de
los conflictos sociales, siempre reconducidos a una recurrente contención
distributiva, la historia del conflicto de clase es progresivamente asumida
como un factor conocible a priori, a través de unos parámetros unilaterales ya
consolidados en sus estereotipos. Y, en consecuencia, como un factor no
susceptible de evoluciones cualitativas. Un factor ya conocido en sus posibles efectos sobre los equilibrios
sociales y en sus límites insuperables. Es decir, en su incapacidad de irrumpir sin la mediación de los partidos, en la
“arena” de la política, siendo substancialmente no influyente en los
desarrollos de la “consciencia de clase” y sobre la identidad misma de las
autollamadas organizaciones de “vanguardia” (el partido) de la clase
obrera.
La atención de la literatura
política del movimiento obrero y de la sociología de la izquierda se orientó,
cada vez más, en el momento de la formación de las ideologías tanto de las
clases dominantes como de las subalternas; sobre la formación, en la sociedad
civil, ante todo, de una consciencia autónoma y hegemónica en de las clases
subalternas, en el momento en que asumían conciencia, aunque fuera en términos
meramente ideológicos, de su propio papel en el proceso productivo.
Gramsci fue más lejos que
muchos otros en esta búsqueda dibujando una “filosofía de la revolución y de la
sustitución de las viejas figuras sociales dominantes” que “describe”, como dice
Badaloni, “una fase de la revolución en Occidente que no parece que pueda ser
“evitada” (82). Sin embargo, su análisis
de la sociedad civil –como centro de toda historia y conflicto político-- lejos de estar superado, con el paso del
tiempo será gradualmente relegada por la mayor parte de la cultura política de
la izquierda en un fondo indiferenciado del quehacer político. Con una
posterior separación entre la “ciencia” o el “arte” de la política, de una
parte, y la ciencia de la sociedad, de otra. Y ello pudo ocurrir porque, tal
vez, con esta operación teórica tan relevante, llevada a cabo por Gramsci, se
rompió el hilo, el cordón umbilical, incluso en el plano de la teoría: el
cordón umbilical que unía, en la primera fase de la historia del movimiento
obrero, la teoría del quehacer político y el desarrollo de las contradicciones
específicas (y cambiantes en su cualidad) que se expresan a través del
conflicto social.
De hecho, en el mejor de los
casos, la reflexión teórica acabó por “esperar” los momentos más agudos del
conflicto de clase con el fin de hacer una verificación general de tales
cuestiones sobre la base de una clave de lectura ya consolidada y osificada: en
la cita de las grandes crisis cíclicas y de las alteraciones que crearon la
economía de guerra y las fases sucesivas de “readaptación”.
Así, se pudo verificar –no
una sino varias veces-- que el
surgimiento de los cambios cualitativos en los contenidos del conflicto social
(inducidos por unas transformaciones substanciales en el equilibrio de poder en
los centros de trabajo y en la sociedad civil) y las significativas evoluciones
de la cultura política de la fuerza social subordinada no fueron percibidas como tales por las organizaciones
políticas y sindicales del movimiento obrero y las fuerzas de la cultura. Y no
se trasmutaron en verdaderos proyectos políticos generales, capaces de
construir una mediación no genérica de las nuevas demandas que emergían en el
curso de aquel conflicto. En el mejor de los casos se captó la importancia de
las formas que asumía la traducción
del conflicto social en nuevas –y alguna que otra vez— y muy significativas
experiencias de organización y representación, como en el caso de los consejos.
Pero ignorando y descuidando aquellos objetivos y contradicciones específicos que,
en el curso de las luchas sociales, “exigieron” estas formas de organización.
Así las cosas, se pudo
verificar una verdadera ruptura (y una singular paradoja) en la relación entre
la práctica y la ideología del “marxismo militante” en los países capitalistas
de economía madura y una parte importante de del análisis de Marx sobre la
génesis de las relaciones capitalistas de producción.
Para Marx, el carácter
irreducible de la contradicción entre capital y trabajo --y la misma génesis de
la acumulación capitalista-- no residían ciertamente en la cantidad de
apropiación de un “surplus” respecto a la remuneración de la fuerza de trabajo
“abstracta”. Sino, en primer lugar, en la separación entre el trabajador
concreto y sus específicos instrumentos (materiales y culturales) de producción.
La apropiación de la plusvalía y la cantidad de plusvalía tomada por el trabajo
vivo eran una condición esencial (aunque con el tiempo decreciente) para la
reproducción del capital. Pero la “contradicción primaria”, determinada por la
expropiación del trabajador (solamente “libre” de vender su fuerza de trabajo)
de sus instrumentos de producción y de su saber hacer, estaba destinada no sólo
a permanecer y reproducirse, sino a acentuarse con las transformaciones de las
fuerzas sociales de la división técnica del trabajo, confirmando –a diferencia
de la contradicción entre salario y beneficio--
su carácter primordial y su naturaleza estructural.
Con extraordinaria
clarividencia, Marx supo captar –a pesar de su errónea previsión del
empobrecimiento absoluto de la clase obrera— el papel rupturista que habría tenido en la formación de una
conciencia social de las clases trabajadoras tanto en la movilidad del trabajo
de un sector productivo a otro como los primeros rudimentos de formación
profesional y cultural de la clase obrera que el capitalismo inglés desde la
mitad del siglo XIX había sido obligado a conceder, exasperando así, de
cualquier manera, incluso en las jóvenes generaciones obreras la conciencia de
una separación coercitiva entre el trabajador y sus instrumentos de producción,
entre el trabajador y el objeto de su trabajo (83).
Es verdad que Marx pensaba
–al menos en una parte de sus escritos--
que el conflicto entre capital
y trabajo se manifestaría, en primer lugar y hasta su salida “resolutiva”,
sobre el terreno de los “efectos” y no de las causas primeras de la relación de
explotación y opresión. O sea, en razón del empobrecimiento tendencial del
trabajador en el plano material y moral, e incluso bajo la forma de una
recurrente caída del salario medio, próximo al nivel mínimo de subsistencia
(84). Sin embargo, Marx nunca deja de subrayar, en los textos más discutibles
sobre el empobrecimiento y el papel jugado por el ejército industrial de
reserva en dicho proceso, la necesidad de que concurren dos condiciones
fundamentales para que el conflicto social pueda conseguir resultados no
meramente transitorias. Primero, que la radicalización del conflicto coincida
con una de las crisis cíclicas que hacía madurar el proceso de acumulación.
Segundo, que el conflicto alcance un cambio cualitativo, trasmmutándose la lucha puramente distributiva (en la defensa
del salario real) en lucha explícitamente política por la defensa y
legitimación de la asociación obrera y por la afirmación de unos objetivos capaces
de incidir directamente, de manera irreversible, en las condiciones de trabajo
y en las oportunidades de emancipación cultural y moral de los trabajadores:
como la reducción de la jornada laboral o la conquista del acceso a la
enseñanza y la formación profesional.
En una parte de su análisis
y previsiones Marx, en todo caso, ha sido desmentido por la historia del
desarrollo capitalista que ya se iba configurando a finales del siglo XIX. Pero
ante la confutación que oponían los hechos a la “ley” de la caída tendencial
del salario medio hacia el nivel mínimo de subsistencia y de reproducción de
los trabajadores ocupados, una gran parte de la cultura marxista –en primer
lugar, el propio Marx— acabaron por abandonar a su suerte las otras
contradicciones específicas que surgían de la relación de producción que habían
constituido, especialmente en el análisis de Marx, la “génesis” de la relación
de explotación. Así, acabaron refugiándose, en cierta medida, en el terreno más
“seguro” de la famosa contradicción general entre fuerzas productivas y
relaciones de producción: a la espera de que consiguiera madurar o en el
intento de anticipar la solución. Pero confiando siempre en el papel
“objetivamente” revolucionario de las fuerzas productivas, en el “viejo topo”
que iba socavando.
Así pudo suceder que, en
determinadas fases del conflicto social, se convirtiese en preeminente la
contradicción inherente a la separación del trabajador de sus instrumentos de
producción (85), y que tendiese a convertirse en prioritaria, incluso respecto
al tradicional conflicto distributivo sin que las fuerzas del movimiento obrero
organizadas en “vanguardia política” –o las mismas direcciones
sindicales—advirtieran en la mayoría de los casos la importancia de este salto
de cualidad y se captasen todas las potencialidades y las implicaciones,
sociales y políticas.
De esta manera sucedió que
la contradicción primaria que estaba en el origen de la de la relación de
explotación se convirtiese, incluso, en la contradicción
específica que alumbraba una nueva fase del conflicto social, volviendo a
proponer –bajo diversos puntos de vista--
una cuestión: la demanda de
poder. Ya fuera porque cuestionaba la autoridad exclusiva del empresario sobre
la organización de los factores productivos y la prestación del trabajo; ya
fuera porque se oponía a esa autoridad una voluntad colectiva organizada,
portadora de propuestas alternativas a las opciones del empresario en una
asociación de trabajadores, con el objetivo explícito del control de la organización
del trabajo.
Sin embargo, como decíamos, en
la generalidad de los casos, tales transformaciones del conflicto social y de
sus objetivos prioritarios no fueron captados por las fuerzas prevalentes en la
dirección de los movimientos políticos y sindicales como la posible matriz de
un proyecto político, con los cambios y las contradicciones que emergían en la
sociedad civil. De hecho, en algunas
ocasiones, estos cambios en los contenidos y en las formas de organización y
representación del conflicto social fueron confundidos, pura y simplemente, con
los momentos alternativos, con los “ciclos” de la práctica reivindicativa, a
reconducir en todo caso en el esquema tradicional de la contención
distributiva. E ilustrarla, más bien, con la acción educadora de la vanguardia
política, sin que la iniciativa del proyecto de tal vanguardia estuviese
mínimamente influenciada por los contenidos específicos que había asumido el
conflicto social.
En otras ocasiones, si las
fuerzas organizadas que reivindicaban para sí un papel de vanguardia política
conseguían vislumbrar al menos algunas de las novedades y de las
potencialidades políticas expresadas por las formas inéditas de organización y
representación del conflicto de clase (como los consejos), ellas, sin embargo,
incurren frecuentemente en el error de
minusvalorar los procesos reivindicativos que estaban en el origen de estas
formas organizativas, en la separación entre el instrumento y los objetivos
específicos que lo legitimaban y, de esa manera, agrietaban desde la fase
inicial el cemento de la participación consciente de masas que se había creado
en torno a dichos instrumentos en los centros de trabajo.
De una parte, incluso en
razón de la separación que se había ido cristalizando, mediante la cada vez mayor
distinción entre los roles del partido y del sindicato, entre la “guerrilla”
económica y social y el nivel de la política, la fuga del conflicto de clase
--y de sus formas de organización en los “raíles” donde se había construido una
larga tradición política y cultural--
suscitó, sistemáticamente, algo así como una “crisis de rechazo” en el
interior de los estratos dirigentes de las organizaciones del movimiento
obrero: en el partido o en los partidos que aspiraban a la dirección del
movimiento obrero que veían la descomposición de las viejas reglas del juego, y
reaccionaron contra lo que aparecía como un cuestionamiento de las
prerrogativas que les eran atribuidas; en el sindicato o en los sindicatos que
veían amenazados sus “confines” con sus cuotas de poder y contestadas sus
tradicionales estrategias reivindicativas, su “oficio”, sus formas de
organización y representación, sus mecanismos de decisión. De esa manera, la
tan proclamada reunificación entre política y economía, buscada desde el inicio
del siglo XX en la primacía del “partido obrero” (incluso en las formas de
subordinación, bajo diversas maneras, del sindicato al partido) cuando se
presentaba como posibilidad una concreta
–a través de un cambio de los objetivos inmediatos del conflicto de
clase-- acababa asumiendo las
apariencias de un hecho abnorme, con una peligrosa deriva al utopismo y al
espontaneismo; de un contrasentido institucional. E incluso en los casos donde
la “crisis de rechazo” se iba superando sucesivamente, la incorporación de
nuevos objetivos reivindicativos y nuevas formas de organización del conflicto
social, en los programas de los partidos “obreros” o de los sindicatos
permanecía siempre marcado por la aproximación o la precariedad. El reflejo de
“un retorno al orden normal de las cosas” siempre se afronta cuando se ha
superado la fase más aguda del conflicto social y comienza el declive. También
por la ausencia de una proyección y una mediación de sus objetivos en los
proyectos políticos de los partidos y los sindicatos.
Pensándolo bien esta ha sido
la historia de los movimientos consejistas y de sus objetivos sociales y
políticos.
Notas
(80) A. Gramsci. Cuadernos
de la Cárcel.
(81) Gramsci. Americanismo y fordismo.
(82) Badaloni. Obra citada.
(83) Karl Marx. El Capital.
(84) Armando de Palma. Le macchine e l´industrie da Smith a Marx.
Einaudi, 1971
(85) Armando de Palma. Obra
citada.
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