jueves, 28 de junio de 2012

CAPÍTULO 17. GRAMSCI Y MARX





Si en estas páginas hemos intentado una revisitación crítica que podrá parecer puntillosa y pedante y, en cualquier caso, demasiado poco generosa, del “productivismo” de Gramsci en los elementos de continuidad y discontinuidad que representa –desde el periodo ordinovista hasta el de los Cuadernos de la Cárcel--   es porque seguimos convencidos de que, en esta investigación gramsciana sobre la naturaleza y las perspectivas del taylorismo y del fordismo persiste un límite de fondo que, como ya hemos recordado, es común a los diversos intentos de superar la “crisis del marxismo” a principios del siglo XX. Esto es, el haber asumido como racional e inmutable las formas históricas de organización y subordinación del trabajo humano. Y, sobre todo, porque pensamos que dichos límites –con todas sus derivaciones, en términos de reconstrucción “ideológica” del conflicto social y creciente separación entre el quehacer “político” y la actividad “social” (perdiendo así la comprensión del alcance político de los conflictos que maduraban en la sociedad civil, como había intuido Gramsci) y en términos de absolutización del rol prometeico, más o menos autoritario y totalizante, de las élites políticas o de las “clases políticas” como más crudamente las definirá un escritor reaccionario como Gaetano Mosca-- han marcado en gran medida una considerable parte de la experiencia del movimiento obrero en este siglo XX (80).  

El juicio de fondo al que llegó Gramsci --tras haber buscado valorar los costes humanos que comportaba el taylorismo y el fordismo (pero, se podría añadir, incluso los de las anteriores formas de “división técnica” del trabajo con las de la producción en masa, que ya investigaba Marx) sobre la irrefutable e incontrastable “racionalidad” de estos sistemas y sobre la necesidad, más bien, de compensar y resarcir sus efectos más alienantes, mediante la “persuasión” y los altos salarios-- constituirá la inspiración dominante del comportamiento de los sindicatos y de las fuerzas de izquierda, incluso en el periodo posterior al segundo conflicto mundial. Con la excepción (¡tan significativa!) de las oposiciones obreras en los países del socialismo real y del “taylorismo realizado” (81).

En estos límites –es decir, en el axioma de la inmodificabilidad de la relación del trabajo subordinado y, al menos, por un “largo periodo” que, con la prueba de los hechos se proyectará hacia el infinito, y también de la inmodificabilidad de la prestación del trabajo asalariado y de la organización de la producción de bienes y servicios--  encuentran sus  orígenes no sólo una concepción ampliamente dominante, durante casi un siglo, que confina el conflicto social en un horizonte meramente distributivo. Pero incluso en aquella dicotomía que fue tan típica de gran parte de la literatura política de la izquierda en estos últimos años: la disociación entre el debate teórico (y las estrategias políticas que lo inspiran) y la observación de la realidad. En particular, la disociación entre las “ciencias” de la conquista del poder político del Estado y el atento examen de los acontecimientos y de los contenidos específicos de los conflictos sociales; de las transformaciones en la composición social de las clases y en las culturas de los sujetos sociales que dichos conflictos evidencian a través de sus cambiantes objetivos.

Es una dicotomía que señala, en verdad, una relevante separación del paciente y minucioso esfuerzo de recomposición entre el análisis de la sociedad civil y la construcción teórica que tanta fatiga le costaba a Marx, señalando incluso su evolución y sus facetas.  La historia de los conflictos sociales y, ante todo, de los conflictos de clase en los centros de producción se fue convirtiendo,  andando el tiempo, en una “historia menor”. Y, lo que es peor para una “investigación de izquierdas”, en una “historia paralela” con respecto a la que es considerada como esencial (y de por si resumida en los procesos sociales) de las ideologías, de los partidos, de las instituciones y de los Estados. Esta fractura entre economía y política se ha consumó nuevamente en los años de la segunda posguerra, incluso en gran parte de la cultura de origen o tradición marxista.

En definitiva, ¿qué sucedió?

La crítica del “catastrofismo” y de la teoría del “empobrecimiento” (absoluto o relativo), a pesar de que ha sido obstinadamente contestada por los ideólogos más radicales (ya sea en sus conclusiones revisionistas o en el planteamiento gradual y reformista) ha sido –o, al menos, así nos parece--  interiorizada en sus presupuestos por todas las “escuelas” del socialismo desde la socialdemócrata a la comunista. Hasta llegar a confundir, de cualquier modo, en el “sentido común” del militante tanto la despreciada gimnasia salarial del sindicato como los intentos de legislación social con el conjunto de los contenidos específicos del conflicto social, vivido cotidianamente en la fábrica y en los centros de trabajo. Y constatando, con el tiempo, que el conflicto entre salario y beneficio con sus altibajos  y, sobre todo, las leyes sociales del resarcimiento de las formas más gravosas de la prestación laboral, podían traducirse en mejoras reales, incluso duraderas, de las retribuciones y las condiciones de vida de las clases trabajadoras sin producir rupturas catastróficas en las relaciones con otras clases, la literatura social y las ideologías de la política socialista acabó considerando el conflicto distributivo –y la misma lucha salarial--  el dato más representativo del conflicto social; y, sobre todo, el que lo resumía en su totalidad. De ese modo se cancelaba, por parte del quehacer político, la percepción de la extrema complejidad de las contradicciones y conflictos que maduraban en los centros de trabajo, especialmente en la fase fordista. De ahí que se viera el conflicto social, en esa fase, como una sola componente y, a veces, como una componente funcional para conseguir los objetivos de otra naturaleza. O sea, se minusvaloró la posibilidad de que pudieran emerger nuevos y, a veces predominantes, objetivos reivindicativos y políticos en el corazón mismo del sistema productivo con el desarrollo de estas contradicciones y estas luchas.

Con tal clave de lectura de los conflictos sociales, siempre reconducidos a una recurrente contención distributiva, la historia del conflicto de clase es progresivamente asumida como un factor conocible a priori, a través de unos parámetros unilaterales ya consolidados en sus estereotipos. Y, en consecuencia, como un factor no susceptible de evoluciones cualitativas. Un factor ya conocido  en sus posibles efectos sobre los equilibrios sociales y en sus límites insuperables. Es decir,  en su incapacidad de irrumpir  sin la mediación de los partidos, en la “arena” de la política, siendo substancialmente no influyente en los desarrollos de la “consciencia de clase” y sobre la identidad misma de las autollamadas organizaciones de “vanguardia” (el partido) de la clase obrera.            

La atención de la literatura política del movimiento obrero y de la sociología de la izquierda se orientó, cada vez más, en el momento de la formación de las ideologías tanto de las clases dominantes como de las subalternas; sobre la formación, en la sociedad civil, ante todo, de una consciencia autónoma y hegemónica en de las clases subalternas, en el momento en que asumían conciencia, aunque fuera en términos meramente ideológicos, de su propio papel en el proceso productivo.

Gramsci fue más lejos que muchos otros en esta búsqueda dibujando una “filosofía de la revolución y de la sustitución de las viejas figuras sociales dominantes” que “describe”, como dice Badaloni, “una fase de la revolución en Occidente que no parece que pueda ser “evitada” (82).  Sin embargo, su análisis de la sociedad civil –como centro de toda historia y  conflicto político--  lejos de estar superado, con el paso del tiempo será gradualmente relegada por la mayor parte de la cultura política de la izquierda en un fondo indiferenciado del quehacer político. Con una posterior separación entre la “ciencia” o el “arte” de la política, de una parte, y la ciencia de la sociedad, de otra. Y ello pudo ocurrir porque, tal vez, con esta operación teórica tan relevante, llevada a cabo por Gramsci, se rompió el hilo, el cordón umbilical, incluso en el plano de la teoría: el cordón umbilical que unía, en la primera fase de la historia del movimiento obrero, la teoría del quehacer político y el desarrollo de las contradicciones específicas (y cambiantes en su cualidad) que se expresan a través del conflicto social.

De hecho, en el mejor de los casos, la reflexión teórica acabó por “esperar” los momentos más agudos del conflicto de clase con el fin de hacer una verificación general de tales cuestiones sobre la base de una clave de lectura ya consolidada y osificada: en la cita de las grandes crisis cíclicas y de las alteraciones que crearon la economía de guerra y las fases sucesivas de “readaptación”.

Así, se pudo verificar –no una sino varias veces--  que el surgimiento de los cambios cualitativos en los contenidos del conflicto social (inducidos por unas transformaciones substanciales en el equilibrio de poder en los centros de trabajo y en la sociedad civil) y las significativas evoluciones de la cultura política de la fuerza social subordinada no fueron percibidas como tales por las organizaciones políticas y sindicales del movimiento obrero y las fuerzas de la cultura. Y no se trasmutaron en verdaderos proyectos políticos generales, capaces de construir una mediación no genérica de las nuevas demandas que emergían en el curso de aquel conflicto. En el mejor de los casos se captó la importancia de las formas que asumía la traducción del conflicto social en nuevas –y alguna que otra vez— y muy significativas experiencias de organización y representación, como en el caso de los consejos. Pero ignorando y descuidando aquellos objetivos y contradicciones específicos que, en el curso de las luchas sociales, “exigieron” estas formas de organización.

Así las cosas, se pudo verificar una verdadera ruptura (y una singular paradoja) en la relación entre la práctica y la ideología del “marxismo militante” en los países capitalistas de economía madura y una parte importante de del análisis de Marx sobre la génesis de las relaciones capitalistas de producción.

Para Marx, el carácter irreducible de la contradicción entre capital y trabajo --y la misma génesis de la acumulación capitalista-- no residían ciertamente en la cantidad de apropiación de un “surplus” respecto a la remuneración de la fuerza de trabajo “abstracta”. Sino, en primer lugar, en la separación entre el trabajador concreto y sus específicos instrumentos (materiales y culturales) de producción. La apropiación de la plusvalía y la cantidad de plusvalía tomada por el trabajo vivo eran una condición esencial (aunque con el tiempo decreciente) para la reproducción del capital. Pero la “contradicción primaria”, determinada por la expropiación del trabajador (solamente “libre” de vender su fuerza de trabajo) de sus instrumentos de producción y de su saber hacer, estaba destinada no sólo a permanecer y reproducirse, sino a acentuarse con las transformaciones de las fuerzas sociales de la división técnica del trabajo, confirmando –a diferencia de la contradicción entre salario y beneficio--  su carácter primordial y su naturaleza estructural.

Con extraordinaria clarividencia, Marx supo captar –a pesar de su errónea previsión del empobrecimiento absoluto de la clase obrera— el papel rupturista  que habría tenido en la formación de una conciencia social de las clases trabajadoras tanto en la movilidad del trabajo de un sector productivo a otro como los primeros rudimentos de formación profesional y cultural de la clase obrera que el capitalismo inglés desde la mitad del siglo XIX había sido obligado a conceder, exasperando así, de cualquier manera, incluso en las jóvenes generaciones obreras la conciencia de una separación coercitiva entre el trabajador y sus instrumentos de producción, entre el trabajador y el objeto de su trabajo (83).

Es verdad que Marx pensaba –al menos en una parte de sus escritos--  que el conflicto entre capital y trabajo se manifestaría, en primer lugar y hasta su salida “resolutiva”, sobre el terreno de los “efectos” y no de las causas primeras de la relación de explotación y opresión. O sea, en razón del empobrecimiento tendencial del trabajador en el plano material y moral, e incluso bajo la forma de una recurrente caída del salario medio, próximo al nivel mínimo de subsistencia (84). Sin embargo, Marx nunca deja de subrayar, en los textos más discutibles sobre el empobrecimiento y el papel jugado por el ejército industrial de reserva en dicho proceso, la necesidad de que concurren dos condiciones fundamentales para que el conflicto social pueda conseguir resultados no meramente transitorias. Primero, que la radicalización del conflicto coincida con una de las crisis cíclicas que hacía madurar el proceso de acumulación. Segundo, que el conflicto alcance un cambio cualitativo, trasmmutándose la  lucha puramente distributiva (en la defensa del salario real) en lucha explícitamente política por la defensa y legitimación de la asociación obrera y por la afirmación de unos objetivos capaces de incidir directamente, de manera irreversible, en las condiciones de trabajo y en las oportunidades de emancipación cultural y moral de los trabajadores: como la reducción de la jornada laboral o la conquista del acceso a la enseñanza y la formación profesional.

En una parte de su análisis y previsiones Marx, en todo caso, ha sido desmentido por la historia del desarrollo capitalista que ya se iba configurando a finales del siglo XIX. Pero ante la confutación que oponían los hechos a la “ley” de la caída tendencial del salario medio hacia el nivel mínimo de subsistencia y de reproducción de los trabajadores ocupados, una gran parte de la cultura marxista –en primer lugar, el propio Marx— acabaron por abandonar a su suerte las otras contradicciones específicas que surgían de la relación de producción que habían constituido, especialmente en el análisis de Marx, la “génesis” de la relación de explotación. Así, acabaron refugiándose, en cierta medida, en el terreno más “seguro” de la famosa contradicción general entre fuerzas productivas y relaciones de producción: a la espera de que consiguiera madurar o en el intento de anticipar la solución. Pero confiando siempre en el papel “objetivamente” revolucionario de las fuerzas productivas, en el “viejo topo” que iba socavando.

Así pudo suceder que, en determinadas fases del conflicto social, se convirtiese en preeminente la contradicción inherente a la separación del trabajador de sus instrumentos de producción (85), y que tendiese a convertirse en prioritaria, incluso respecto al tradicional conflicto distributivo sin que las fuerzas del movimiento obrero organizadas en “vanguardia política” –o las mismas direcciones sindicales—advirtieran en la mayoría de los casos la importancia de este salto de cualidad y se captasen todas las potencialidades y las implicaciones, sociales y políticas.

De esta manera sucedió que la contradicción primaria que estaba en el origen de la de la relación de explotación se convirtiese, incluso, en la contradicción específica que alumbraba una nueva fase del conflicto social, volviendo a proponer –bajo diversos puntos de vista--  una cuestión: la demanda de poder. Ya fuera porque cuestionaba la autoridad exclusiva del empresario sobre la organización de los factores productivos y la prestación del trabajo; ya fuera porque se oponía a esa autoridad una voluntad colectiva organizada, portadora de propuestas alternativas a las opciones del empresario en una asociación de trabajadores, con el objetivo explícito del control de la organización del trabajo.

Sin embargo, como decíamos, en la generalidad de los casos, tales transformaciones del conflicto social y de sus objetivos prioritarios no fueron captados por las fuerzas prevalentes en la dirección de los movimientos políticos y sindicales como la posible matriz de un proyecto político, con los cambios y las contradicciones que emergían en la sociedad civil.  De hecho, en algunas ocasiones, estos cambios en los contenidos y en las formas de organización y representación del conflicto social fueron confundidos, pura y simplemente, con los momentos alternativos, con los “ciclos” de la práctica reivindicativa, a reconducir en todo caso en el esquema tradicional de la contención distributiva. E ilustrarla, más bien, con la acción educadora de la vanguardia política, sin que la iniciativa del proyecto de tal vanguardia estuviese mínimamente influenciada por los contenidos específicos que había asumido el conflicto social.

En otras ocasiones, si las fuerzas organizadas que reivindicaban para sí un papel de vanguardia política conseguían vislumbrar al menos algunas de las novedades y de las potencialidades políticas expresadas por las formas inéditas de organización y representación del conflicto de clase (como los consejos), ellas, sin embargo, incurren  frecuentemente en el error de minusvalorar los procesos reivindicativos que estaban en el origen de estas formas organizativas, en la separación entre el instrumento y los objetivos específicos que lo legitimaban y, de esa manera, agrietaban desde la fase inicial el cemento de la participación consciente de masas que se había creado en torno a dichos instrumentos en los centros de trabajo.

De una parte, incluso en razón de la separación que se había ido cristalizando, mediante la cada vez mayor distinción entre los roles del partido y del sindicato, entre la “guerrilla” económica y social y el nivel de la política, la fuga del conflicto de clase --y de sus formas de organización en los “raíles” donde se había construido una larga tradición política y cultural--  suscitó, sistemáticamente, algo así como una “crisis de rechazo” en el interior de los estratos dirigentes de las organizaciones del movimiento obrero: en el partido o en los partidos que aspiraban a la dirección del movimiento obrero que veían la descomposición de las viejas reglas del juego, y reaccionaron contra lo que aparecía como un cuestionamiento de las prerrogativas que les eran atribuidas; en el sindicato o en los sindicatos que veían amenazados sus “confines” con sus cuotas de poder y contestadas sus tradicionales estrategias reivindicativas, su “oficio”, sus formas de organización y representación, sus mecanismos de decisión. De esa manera, la tan proclamada reunificación entre política y economía, buscada desde el inicio del siglo XX en la primacía del “partido obrero” (incluso en las formas de subordinación, bajo diversas maneras, del sindicato al partido) cuando se presentaba  como posibilidad una concreta –a través de un cambio de los objetivos inmediatos del conflicto de clase--  acababa asumiendo las apariencias de un hecho abnorme, con una peligrosa deriva al utopismo y al espontaneismo; de un contrasentido institucional. E incluso en los casos donde la “crisis de rechazo” se iba superando sucesivamente, la incorporación de nuevos objetivos reivindicativos y nuevas formas de organización del conflicto social, en los programas de los partidos “obreros” o de los sindicatos permanecía siempre marcado por la aproximación o la precariedad. El reflejo de “un retorno al orden normal de las cosas” siempre se afronta cuando se ha superado la fase más aguda del conflicto social y comienza el declive. También por la ausencia de una proyección y una mediación de sus objetivos en los proyectos políticos de los partidos y los sindicatos.

Pensándolo bien esta ha sido la historia de los movimientos consejistas y de sus objetivos sociales y políticos.            


Notas

(80) A. Gramsci. Cuadernos de la Cárcel.

(81) Gramsci. Americanismo y fordismo.

(82) Badaloni. Obra citada.

(83) Karl Marx. El Capital.

(84) Armando de Palma. Le macchine e l´industrie da Smith a Marx. Einaudi, 1971

(85) Armando de Palma. Obra citada.





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