Segunda parte
En aquellos tiempos, como ya lo he recordado
anteriormente, tomó cuerpo una cultura de la organización del trabajo que
sometió a una dura crítica los pilares del taylorismo y de las sociologías
“motivacionales” que se inspiraban en
dicho modelo. Y no faltaron interesantes tentativas de verificar el fundamento
de tal revisión crítica del taylorismo: en concreto, los experimentos de
recomposición del trabajo que fue esponsorizado por algunas grandes empresas
industriales italianas, públicas y privadas. En aquellos años apareció un
reducido círculo de investigadores, estudiosos y científicos sociales con un
interés renovado por la literatura americana, francesa, inglesa y alemana que
se orientaba a una radical reconsideración del taylorismo. Pero este nuevo
“curso” influyó sólo de manera esporádica en la cultura oficial de los partidos
de izquierda y no caló, substancialmente, en el corazón de la cultura –o, mejor
dicho-- de las culturas marxistas
italianas. En todo caso, todo ello fue rápidamente superado y removido.
De los contenidos reivindicativos específicos y las
aportaciones culturales y políticas de este proceso de luchas sociales no quedaba casi nada, diez años más tarde, en la memoria de los partidos de la izquierda
italiana. E incluso las desordenadas transformaciones que sufrieron, tras 1989,
no recuperaron aquellas experiencias y sus mensajes. Contrariamente, desde
finales de los años sesenta, la socialdemocracia sueca elaboraba su propia
estrategia, incluso legislativa, de la transformación de la organización del
trabajo en las actividades productivas y en la participación (no sólo
financiera) de los trabajadores y de los sindicatos en el gobierno de la empresa y de sus
inversiones; e, incluso, la socialdemocracia alemana, que ponía la
“humanización del trabajo” en el centro de su Programa fundamental (18).
De hecho, este tipo de falsa memoria parece haber
removido todas las embarazosas novedades del otoño caliente, reconduciendo las
luchas de los años sesenta y de principios de los setenta en el cauce
tranquilizador de un proceso redistributivo (alguna que otra vez para criticar
sus excesos), haciendo realmente de los
salarios una auténtica irrupción del conflicto social en la política desde los
centros de trabajo.
A pesar de todo, en aquellos años, alguien
--preocupado por tener una posición más radical en la orientación de la
izquierda-- resucitará algunas de las
“categorías” más dogmáticas y rituales del leninismo hablando, incluso, del
“deseo del comunismo” que se expresaba en las reivindicaciones salariales
igualitarias y en las luchas por la eliminación de los viejos sistemas de
trabajo a destajo, cuando ya muchas empresas tayloristas, de las más avanzadas,
lo habían abandonado. O, con la intención de reproponer una prelación de la
política como gestión “ilustrada” del Estado y una “autonomía de lo político”
de marca lassalleana en las confrontaciones entre los rozze y los sane,
alguien --ante estas confrontaciones y revueltas sindicales, siempre
acéfalas-- albergó la ilusión de promover, mediante la lucha social, “un nuevo
modelo de producir el automóvil” o la superación de la cadena de montaje y el
descubrimiento utópico del conflicto para cambiar la organización del trabajo y
los poderes en la empresa como una de las vías para imprimir nuevos contenidos
a la lucha política en la sociedad civil. Mientras, los que se situaban en
posiciones más moderadas u “ortodoxas” se limitaban, verdaderamente, a reasumir
la vieja ética socialista del trabajo que, a la espera de su lejana
transformación, ennoblecía toda actividad subalterna, incluso las más humildes;
y, sin embargo, redescubrían el peligro de un nuevo “pansindicalismo” en las
reivindicaciones y en las iniciativas de los sindicatos que no se limitaban a
la tradicional práctica salarial y distributiva.
En el movimiento sindical, la contraofensiva de las
organizaciones empresariales –tras las crisis petrolíferas y el inicio de los
nuevos procesos de reestructuración--
determinó un enroque defensivo en las trincheras tradicionales de las
reivindicaciones salariales y la rápida eliminación de la cultura
reivindicativa centrada en la transformación de las condiciones de trabajo y
las relaciones de poder en las empresas. De un lado, volvió a prevalecer en las
culturas dominantes de las grandes organizaciones sindicales el
interclasismo de origen católico en su
versión neocorporativa de la centralización de la negociación y de la
participación de los trabajadores en el capital de la empresa; y, de otro lado,
una concepción del sindicato como agente salarial, reconducida a una función de
tutela del núcleo más protegido de la clase trabajadora. Estos diez años de
práctica y de memoria reivindicativa de la defensa de los valores y los
derechos de la persona en la prestación concreta del trabajo sólo fueron un
paréntesis, y pronto se olvidaron.
Igualmente fue sintomática, en aquellos años, la
reacción de las diversas articulaciones de la izquierda política (salvo algunas
relevantes excepciones, aunque siempre minoritarias) y de las mismas
direcciones de las confederaciones sindicales (al menos en su mayoría) contra la
decisión que se tomó en 1970 por los sindicatos metalúrgicos de concretar en
los consejos de delegados la estructura sindical unitaria en los centros de
trabajo.
De un lado, se manifestó no por casualidad, la
aversión visceral pero lúcida de un movimiento como Lotta Continua en el choque
contra el “delegado bidón” que, con su papel en la negociación de las
condiciones de trabajo oscurecía no sólo
la primacía de una lucha salarial “a la francesa” sino la misma razón de ser
–espontaneísta y vanguardista a la vez— de aquel movimiento. Por otro lado, hubo
quien, entre los más rigurosos y prestigiosos exponentes del ala moderada y
conservadora del Partido comunista italiano combatió enérgicamente esta deriva
de “democratitis”, con el fuerte apoyo de algunos importantes aparatos locales,
la supervivencia de las viejas comisiones internas que ya estaban divididas e
impotentes. Y también hubo quien, desde el lado opuesto, denunciaba con
vehemencia la apropiación burocrática del sindicato de un “fruto espontáneo de
la democracia de masas”; éstos buscaban, no demasiado paradójicamente, aliados
válidos en los partidos de izquierda y en las confederaciones sindicales:
sostenían la necesidad de una rígida diferenciación de los roles del sindicato
y los consejos de delegados para evitar que el sindicato se contaminara de una
experiencia heterodoxa de una democracia de base que, por otra parte, se
esperaba que fuera efímera (19).
En ninguno de estos caso, por un tipo de impedimento
ideológico –ya fuera por una pereza intelectual o por un mero reflejo de
“autodefensa”— se retuvo, como digna de atención y reflexión, la “matriz
histórica” de lo que será, aunque por un breve periodo, el “sindicato de los
consejos”: un cambio del eje reivindicativo y de proyecto de la acción de los
trabajadores y del sindicato, ante todo en los centros de trabajo. Con la superación
(seguramente aquí tuvieron su peso, también, los movimientos reivindicativos
espontáneos) de una tradición meramente distributiva y de “resarcimiento” de
los efectos más demoledores del uso unilateral y autoritario de una
organización del trabajo, de por sí frecuentemente opresiva y alienante; y con
la afirmación de objetivos que --no persiguiendo todavía una transformación
radical de dicha organización del trabajo-- contestaban su uso unilateral y
discrecional, oponiéndolas a la “rigidez” y certidumbre de la prestación del
trabajo, no la invocación de un salario político o el salario como “variable
independiente”, sino la persona y su
integridad psicofísica como valores
centrales, y desde ahí repensar incluso las formas técnicas de la división del
trabajo.
Por las mismas razones no podían, ni siquiera, estar
incluidas y ser aceptadas las implicaciones que este nuevo curso de la acción
reivindicativa habría comportado para la naturaleza del sindicato como sujeto
político y, en un corto periodo, para sus formas de democracia y
representación. No podían ser comprendidos ni aceptados los “consejos de
delegados” como estructura del sindicato ya que no podían ser admitidos como
instrumento legitimado en la respuesta (incluso generacional) de los viejos procesos
de decisión y las tendencias centralizadoras de las confederaciones sindicales.
Por ello, en mi opinión --y a propósito del
“marxismo de los años setenta” en Italia, que fue objeto de una serie de
seminarios y de muchos intentos de reflexión crítica-- se puede hablar de la sensación de una
auténtica separación entre, de un lado, la búsqueda teórica, las
investigaciones filosófica, sociológica y económica y la doctrina política; y, de otro lado, la expresión y el devenir
del conflicto social.
Las reflexiones que venían, no por casualidad, de la
cultura radical americana apenas si influyeron en la investigación teórica y
política de las fuerzas más significativas de la izquierda italiana. La
contribución de Braverman, y las tesis más radicales de Stephen A. Marglin
(20), tal vez por su propensión a reconducir sumariamente la afirmación de una
división del trabajo cada vez más parcelada y condenada de antemano a una
voluntad de dominio de las clases empresariales –sin una real y fundada
motivación de orden económico--
reforzaron las convicciones, incluso en las corrientes de la extrema
izquierda italiana, que se había consolidado un “sistema de dominio” que ya no
podía cuestionarse a través de la simple iniciativa de los asalariados en el
interior del centro de trabajo, si no era mediante formas neoluditas de
resistencia pasiva, desde la salvaguardia de los secretos profesionales al
absentismo e, incluso, el pequeño sabotaje. Y que sólo la introducción, a
través de la conquista del Estado, de nuevas reglas de democracia política y de
nuevas relaciones de propiedad habría podido, al menos, acelerar un proceso de
liberación en el trabajo y no del
trabajo.
Otros, en Europa, empezaron sin embargo a
convencerse, incluso tras el despertar de las tesis radicales, del irremediable
destino del trabajo industrial a estar sujeto a una organización
“militarizada” y alienante. Y buscaron,
como André Gorz, una salida en la
reducción progresiva del tiempo de trabajo (destinado a convertirse en una
especie de “tasa” a pagar para el desarrollo general de la sociedad) y en la
autorrealización de la persona, fuera
del trabajo organizado con otras actividades, comunitarias o individuales,
emancipadas de las leyes del mercado (21).
Por otra parte, es significativo reflexionar sobre
el cambio que se operó en la izquierda italiana en los debates de los
contenidos específicos que asumió la crisis de las sociedades de socialismo
real y de los mensajes que provenían de los países del Este europeo. No sólo a
través de las luchas y las revueltas de masas en Polonia y en la Alemania oriental, en
Hungría y Checoeslovaquia, y otra vez después
en Polonia; no sólo mediante el retorno de los consejos de delegados
(como institución democrática anclada en los centros de trabajo y dictada por
la necesidad de recuperar algunas formas de gobierno de la prestación de
trabajo) y las primeras experiencias de autogestión de la Primavera de Praga. Sino
también por los escritos tan luminosos de los intelectuales polacos, húngaros,
checoeslovacos o alemanes, como Rudolf Bahro (22) que redescubrían en el
taylorismo, erigido como dogma, la expresión más completa de los caracteres más
opresivos del socialismo real.
Es, en verdad, sorprendente que tales mensajes no
influyeran en las orientaciones dominantes de la izquierda italiana. Ésta, de
hecho, seguía considerando todavía que era prioritario, sobre todo en los
países de socialismo real, el problema del máximo desarrollo de las fuerzas
productivas, aunque “deseablemente” acompañado de las necesarias
“compensaciones” y “correctivos”, mediante una más justa distribución de los
recursos y aflojando las formas totalitarias que se expresaba en cada país en
la relación entre el partido único y las instituciones.
Así pues, no es casual que –en el marxismo italiano
de los años setenta-- las numerosas
revisiones críticas del leninismo no consiguieran una íntegra originalidad en
lo relativo a las formas de transición al socialismo, que tenía en el
pensamiento de Gramsci su más completa
expresión. En aquellos años sus escritos, recogidos en Americanismo y fordismo, indudablemente importantes bajo muchos
aspectos, aunque no heterodoxos en su núcleo central (o sea, el análisis
apologético del taylorismo, que se asume como una forma necesaria de desarrollo
de las fuerzas productivas) fueron un punto firme de referencia del análisis
marxista en Italia que en aquellos años fueron todo un redescubrimiento. [Sobre
“Americanismo y fordismo”, véase Antonio
Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán.
Siglo XXI Editores]
NOTAS
(19) Véase Bruno Trentin en Il sindacato dei consigli.
Editori Riuniti, Toma 1980.
(20)
Braverman
y Marglin en What Do
Bosses Do? The Origins and Functions of Hierarchy in Capitalist Production,
Harvard University , 1974.
(21) André Gorz. Adieux
au proletariat; Metamorphoses du travail. Quête de sens,
Editions Galilée, París 1988.
(22)
Rdolf Bahro. L´alternative. Stock,
París 1979.
No hay comentarios:
Publicar un comentario