sábado, 2 de junio de 2012

CAPÍTULO 3 (2) ¿CAMBIAR EL TRABAJO O, ANTES, CONQUISTAR EL PODER?




    

Segunda parte 

En aquellos tiempos, como ya lo he recordado anteriormente, tomó cuerpo una cultura de la organización del trabajo que sometió a una dura crítica los pilares del taylorismo y de las sociologías “motivacionales”  que se inspiraban en dicho modelo. Y no faltaron interesantes tentativas de verificar el fundamento de tal revisión crítica del taylorismo: en concreto, los experimentos de recomposición del trabajo que fue esponsorizado por algunas grandes empresas industriales italianas, públicas y privadas. En aquellos años apareció un reducido círculo de investigadores, estudiosos y científicos sociales con un interés renovado por la literatura americana, francesa, inglesa y alemana que se orientaba a una radical reconsideración del taylorismo. Pero este nuevo “curso” influyó sólo de manera esporádica en la cultura oficial de los partidos de izquierda y no caló, substancialmente, en el corazón de la cultura –o, mejor dicho--  de las culturas marxistas italianas. En todo caso, todo ello fue rápidamente superado y removido.        

De los contenidos reivindicativos específicos y las aportaciones culturales y políticas de este proceso de luchas sociales  no quedaba casi nada, diez años más tarde,  en la memoria de los partidos de la izquierda italiana. E incluso las desordenadas transformaciones que sufrieron, tras 1989, no recuperaron aquellas experiencias y sus mensajes. Contrariamente, desde finales de los años sesenta, la socialdemocracia sueca elaboraba su propia estrategia, incluso legislativa, de la transformación de la organización del trabajo en las actividades productivas y en la participación (no sólo financiera) de los trabajadores y de los sindicatos  en el gobierno de la empresa y de sus inversiones; e, incluso, la socialdemocracia alemana, que ponía la “humanización del trabajo” en el centro de su Programa fundamental (18).

De hecho, este tipo de falsa memoria parece haber removido todas las embarazosas novedades del otoño caliente, reconduciendo las luchas de los años sesenta y de principios de los setenta en el cauce tranquilizador de un proceso redistributivo (alguna que otra vez para criticar sus excesos),  haciendo realmente de los salarios una auténtica irrupción del conflicto social en la política desde los centros de trabajo.

A pesar de todo, en aquellos años, alguien --preocupado por tener una posición más radical en la orientación de la izquierda--  resucitará algunas de las “categorías” más dogmáticas y rituales del leninismo hablando, incluso, del “deseo del comunismo” que se expresaba en las reivindicaciones salariales igualitarias y en las luchas por la eliminación de los viejos sistemas de trabajo a destajo, cuando ya muchas empresas tayloristas, de las más avanzadas, lo habían abandonado. O, con la intención de reproponer una prelación de la política como gestión “ilustrada” del Estado y una “autonomía de lo político” de marca lassalleana en las confrontaciones entre los  rozze  y los sane, alguien --ante estas confrontaciones y revueltas sindicales, siempre acéfalas-- albergó la ilusión de promover, mediante la lucha social, “un nuevo modelo de producir el automóvil” o la superación de la cadena de montaje y el descubrimiento utópico del conflicto para cambiar la organización del trabajo y los poderes en la empresa como una de las vías para imprimir nuevos contenidos a la lucha política en la sociedad civil. Mientras, los que se situaban en posiciones más moderadas u “ortodoxas” se limitaban, verdaderamente, a reasumir la vieja ética socialista del trabajo que, a la espera de su lejana transformación, ennoblecía toda actividad subalterna, incluso las más humildes; y, sin embargo, redescubrían el peligro de un nuevo “pansindicalismo” en las reivindicaciones y en las iniciativas de los sindicatos que no se limitaban a la tradicional práctica salarial y distributiva.    

En el movimiento sindical, la contraofensiva de las organizaciones empresariales –tras las crisis petrolíferas y el inicio de los nuevos procesos de reestructuración--  determinó un enroque defensivo en las trincheras tradicionales de las reivindicaciones salariales y la rápida eliminación de la cultura reivindicativa centrada en la transformación de las condiciones de trabajo y las relaciones de poder en las empresas. De un lado, volvió a prevalecer en las culturas dominantes de las grandes organizaciones sindicales el interclasismo  de origen católico en su versión neocorporativa de la centralización de la negociación y de la participación de los trabajadores en el capital de la empresa; y, de otro lado, una concepción del sindicato como agente salarial, reconducida a una función de tutela del núcleo más protegido de la clase trabajadora. Estos diez años de práctica y de memoria reivindicativa de la defensa de los valores y los derechos de la persona en la prestación concreta del trabajo sólo fueron un paréntesis, y pronto se olvidaron.

Igualmente fue sintomática, en aquellos años, la reacción de las diversas articulaciones de la izquierda política (salvo algunas relevantes excepciones, aunque siempre minoritarias) y de las mismas direcciones de las confederaciones sindicales (al menos en su mayoría) contra la decisión que se tomó en 1970 por los sindicatos metalúrgicos de concretar en los consejos de delegados la estructura sindical unitaria en los centros de trabajo.     

De un lado, se manifestó no por casualidad, la aversión visceral pero lúcida de un movimiento como Lotta Continua en el choque contra el “delegado bidón” que, con su papel en la negociación de las condiciones de trabajo oscurecía  no sólo la primacía de una lucha salarial “a la francesa” sino la misma razón de ser –espontaneísta y vanguardista a la vez— de aquel movimiento. Por otro lado, hubo quien, entre los más rigurosos y prestigiosos exponentes del ala moderada y conservadora del Partido comunista italiano combatió enérgicamente esta deriva de “democratitis”, con el fuerte apoyo de algunos importantes aparatos locales, la supervivencia de las viejas comisiones internas que ya estaban divididas e impotentes. Y también hubo quien, desde el lado opuesto, denunciaba con vehemencia la apropiación burocrática del sindicato de un “fruto espontáneo de la democracia de masas”; éstos buscaban, no demasiado paradójicamente, aliados válidos en los partidos de izquierda y en las confederaciones sindicales: sostenían la necesidad de una rígida diferenciación de los roles del sindicato y los consejos de delegados para evitar que el sindicato se contaminara de una experiencia heterodoxa de una democracia de base que, por otra parte, se esperaba que fuera efímera (19).   

En ninguno de estos caso, por un tipo de impedimento ideológico –ya fuera por una pereza intelectual o por un mero reflejo de “autodefensa”— se retuvo, como digna de atención y reflexión, la “matriz histórica” de lo que será, aunque por un breve periodo, el “sindicato de los consejos”: un cambio del eje reivindicativo y de proyecto de la acción de los trabajadores y del sindicato, ante todo en los centros de trabajo. Con la superación (seguramente aquí tuvieron su peso, también, los movimientos reivindicativos espontáneos) de una tradición meramente distributiva y de “resarcimiento” de los efectos más demoledores del uso unilateral y autoritario de una organización del trabajo, de por sí frecuentemente opresiva y alienante; y con la afirmación de objetivos que --no persiguiendo todavía una transformación radical de dicha organización del trabajo-- contestaban su uso unilateral y discrecional, oponiéndolas a la “rigidez” y certidumbre de la prestación del trabajo, no la invocación de un salario político o el salario como “variable independiente”, sino la persona y su integridad  psicofísica como valores centrales, y desde ahí repensar incluso las formas técnicas de la división del trabajo.

Por las mismas razones no podían, ni siquiera, estar incluidas y ser aceptadas las implicaciones que este nuevo curso de la acción reivindicativa habría comportado para la naturaleza del sindicato como sujeto político y, en un corto periodo, para sus formas de democracia y representación. No podían ser comprendidos ni aceptados los “consejos de delegados” como estructura del sindicato ya que no podían ser admitidos como instrumento legitimado en la respuesta (incluso generacional) de los viejos procesos de decisión y las tendencias centralizadoras de las confederaciones sindicales.

Por ello, en mi opinión --y a propósito del “marxismo de los años setenta” en Italia, que fue objeto de una serie de seminarios y de muchos intentos de reflexión crítica--  se puede hablar de la sensación de una auténtica separación entre, de un lado, la búsqueda teórica, las investigaciones filosófica, sociológica y económica y la doctrina política;  y, de otro lado, la expresión y el devenir del conflicto social.                     

Las reflexiones que venían, no por casualidad, de la cultura radical americana apenas si influyeron en la investigación teórica y política de las fuerzas más significativas de la izquierda italiana. La contribución de Braverman, y las tesis más radicales de Stephen A. Marglin (20), tal vez por su propensión a reconducir sumariamente la afirmación de una división del trabajo cada vez más parcelada y condenada de antemano a una voluntad de dominio de las clases empresariales –sin una real y fundada motivación de orden económico--  reforzaron las convicciones, incluso en las corrientes de la extrema izquierda italiana, que se había consolidado un “sistema de dominio” que ya no podía cuestionarse a través de la simple iniciativa de los asalariados en el interior del centro de trabajo, si no era mediante formas neoluditas de resistencia pasiva, desde la salvaguardia de los secretos profesionales al absentismo e, incluso, el pequeño sabotaje. Y que sólo la introducción, a través de la conquista del Estado, de nuevas reglas de democracia política y de nuevas relaciones de propiedad habría podido, al menos, acelerar un proceso de liberación en el trabajo  y no del trabajo.

Otros, en Europa, empezaron sin embargo a convencerse, incluso tras el despertar de las tesis radicales, del irremediable destino del trabajo industrial a estar sujeto a una organización “militarizada”  y alienante. Y buscaron, como André Gorz,  una salida en la reducción progresiva del tiempo de trabajo (destinado a convertirse en una especie de “tasa” a pagar para el desarrollo general de la sociedad) y en la autorrealización de la persona, fuera del trabajo organizado con otras actividades, comunitarias o individuales, emancipadas de las leyes del mercado (21).       

Por otra parte, es significativo reflexionar sobre el cambio que se operó en la izquierda italiana en los debates de los contenidos específicos que asumió la crisis de las sociedades de socialismo real y de los mensajes que provenían de los países del Este europeo. No sólo a través de las luchas y las revueltas de masas en Polonia y en la Alemania oriental, en Hungría y Checoeslovaquia, y otra vez después  en Polonia; no sólo mediante el retorno de los consejos de delegados (como institución democrática anclada en los centros de trabajo y dictada por la necesidad de recuperar algunas formas de gobierno de la prestación de trabajo) y las primeras experiencias de autogestión de la Primavera de Praga. Sino también por los escritos tan luminosos de los intelectuales polacos, húngaros, checoeslovacos o alemanes, como Rudolf Bahro (22) que redescubrían en el taylorismo, erigido como dogma, la expresión más completa de los caracteres más opresivos del socialismo real.

Es, en verdad, sorprendente que tales mensajes no influyeran en las orientaciones dominantes de la izquierda italiana. Ésta, de hecho, seguía considerando todavía que era prioritario, sobre todo en los países de socialismo real, el problema del máximo desarrollo de las fuerzas productivas, aunque “deseablemente” acompañado de las necesarias “compensaciones” y “correctivos”, mediante una más justa distribución de los recursos y aflojando las formas totalitarias que se expresaba en cada país en la relación entre el partido único y las instituciones.

Así pues, no es casual que –en el marxismo italiano de los años setenta--  las numerosas revisiones críticas del leninismo no consiguieran una íntegra originalidad en lo relativo a las formas de transición al socialismo, que tenía en el pensamiento de  Gramsci su más completa expresión. En aquellos años sus escritos, recogidos en Americanismo y fordismo, indudablemente importantes bajo muchos aspectos, aunque no heterodoxos en su núcleo central (o sea, el análisis apologético del taylorismo, que se asume como una forma necesaria de desarrollo de las fuerzas productivas) fueron un punto firme de referencia del análisis marxista en Italia que en aquellos años fueron todo un redescubrimiento. [Sobre “Americanismo y fordismo”, véase Antonio Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI Editores]               
       

NOTAS

(19) Véase Bruno Trentin en Il sindacato dei consigli. Editori Riuniti, Toma 1980. 

(20)        Braverman y Marglin en What Do Bosses Do? The Origins and Functions of Hierarchy in Capitalist Production, Harvard University, 1974.

(21) André Gorz. Adieux au proletariat; Metamorphoses du travail. Quête de sens, Editions Galilée, París 1988. 

(22) Rdolf Bahro. L´alternative. Stock, París 1979.   
      

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