Primera parte
Para
darle algún fundamento a una reconstrucción tan drástica de alguna de las
causas esenciales de la auténtica crisis de proyecto y de valores que afecta a
la izquierda, puede ser de una cierta utilidad el análisis de la aventura
intelectual y política de un grupo de militantes y dirigentes de la izquierda
italiana desde el 68 hasta el final de la década de los ochenta. Seguiremos,
pues, la parábola completa de una investigación que se inició con la
teorización de la revuelta social en nombre del “salario político”, concebido
como independiente de las reglas, vínculos y compatibilidades del sistema
capitalista. Una teorización que, además, se trasmutaba en el descubrimiento de
la autonomía de lo político con relación
a las transformaciones sociales, completándolo con el apoyo apologético de las
teorías del “neocorporativismo” como forma completa de un intercambio político
entre las clases sociales en conflicto (aunque políticamente subalternas) y el
“Estado central”.
De
hecho, es posible leer en esta parábola el paradigma de la experiencia vivida
por una parte muy consistente de la izquierda italiana, en la que los “profetas
de la autonomía de lo político” –incluso en términos siempre exasperados y,
algunas veces, caricaturescos— representaron un “alma”. Que era el revelador y
el termómetro de sus aporías y crecientes contradicciones. Lo demuestran las no
infrecuentes convergencias entre esta corriente extrema del “salarialismo” y la
“revolución por arriba” con las posiciones políticas que, de vez en cuando,
planteaban las corrientes más moderadas y tradicionalistas de los partidos de
izquierdas ante la cuestión social.
La
aventura de los profetas de “la autonomía de lo político” que se inició en un
periodo de luchas sociales por la transformación de las condiciones de trabajo
y de libertad en las empresas industriales, tras un periodo de larga
incubación, alcanzó su punto culminante
de 1968 a
1970. De hecho en el transcurso de estos años, bajo el impulso de las nuevas
generaciones de inmigrados del Sur de Italia que engrosaron las filas de los
trabajadores descualificados en las fábricas del Norte y fueron empleados en
tareas repetitivas y fragmentadas, se cuestionaron no sólo (como ocurrió en el
pasado) los bajos salarios sino también los destajos, las cadencias y ritmos
del trabajo, el régimen de horarios, las condiciones de seguridad y salud en
contra de las producciones peligrosas y extenuantes. Y, sobre todo, se cuestionaron
los centros de decisión que, hasta
entonces, determinaban unilateralmente la “condición obrera”, mediante el pacto
“liberador” del “resarcimiento salarial”
negociado. Fueron los años en que, por primera vez, la experiencia de los consejos
de gestión de la inmediata posguerra, se contestaba el monopolio que la empresa
reivindicaba para sí misma en materia de organización del trabajo; y durante
los cuales, a pesar de todos los dogmas del positivismo historicista, emergía
una voluntad de masas e incluso una confusa confianza de masas en la
posibilidad de cambiar el modo de
trabajar. Para gestionar estos
objetivos y no ciertamente para subrogar las tradicionales mediaciones
salariales del sindicato se constituyeron los primeros “delegados de línea” y,
sucesivamente, los consejos de fábrica con los delegados de grupo
homogéneo.
Frente
a la convulsión del sistema de relaciones industriales que derivó de la
difusión de la negociación descentralizada de las condiciones de trabajo –y
ante el fracaso de Lotta Continua de
contraponer una guerrilla salarial bajo el modelo de la CGT francesa, que fue
sumariamente confuso con la utopía liberadora del movimiento estudiantil de
mayo del 68-- los intelectuales de
“Classe Operaia” y “Contropiano”, por su parte, intentaron redefinir las bases
teóricas de un conflicto social (en el que habían participado sobre todo como
espectadores) y poner, así, las bases de una nueva concepción del quehacer
político. Una nueva concepción del quehacer político que, de un lado,
redefiniese los roles, en términos de una diferenciación radical –cuando no de
contraposición-- al movimiento social de
clase con su irreducible autonomía de la “política” y del sindicato; y de otro
lado, del partido político capaz de coger
el testigo y llevar la demanda del cambio al “corazón del Estado”.
El
punto de partida de esta reconstrucción, totalmente ideológica, del conflicto
social a finales de los años sesenta (que, en verdad, se presentaba como una visión finalmente
“laica”, “desencantada” y “estructuralista” de la lucha de clases) fue el
redescubrimiento, bajo la experiencia vivida por la izquierda alemana durante la República de Weimar, de
una nueva “composición política” de la clase obrera. De hecho, esta nueva
composición política había encontrado su más significativa expresión en la
primacía (a pesar de que la realidad demostraba que constituía una minoría,
aunque activa y aguerrida) del obrero especializado (el famoso “obrero masa” de
cuño fordista), en las viejas vanguardias de los trabajadores altamente
cualificados que, desde hacía un siglo, eran la fuerza hegemónica de los
sindicatos y de los partidos obreros.
La
“nueva composición política” de los obreros industriales acercaba, al menos en
el terreno de la ideología, toda la
clase trabajadora (que, en aquel momento histórico, era extremadamente
diversificada en sus condiciones laborales, en su profesionalidad, en sus
rentas y en sus derechos) al “trabajador abstracto” de Marx. Y, así,
contrariamente a ciertos epígonos del marxismo, como György Lukács, pudieron
profetizar (configurando la “clase” como un sujeto político que surge en razón
de una predestinación revolucionaria, “revelada” por el partido), los teóricos
de “la nueva composición política” de la clase redescubrieron una clase
puramente “económica” que, en sus razones elementales de existencia (de
naturaleza exclusivamente económica), reencontraba
las raíces de su propia autonomía e identidad. No solamente frente al “Capital”
sino ante las “instituciones”, que habían arrojado fuera de la historia a esta
clase pura.
Es
difícil ignorar la raíz idealista de dicha construcción. Sin embargo, es verdad
que, a diferencia de otros modelos idealistas y teleológicos del conflicto
social, con el descubrimiento de una clase obrera que encuentra en el conflicto
puramente económico las bases independientes de la propia autonomía del
“sistema” y de sus instituciones –vale decir, de la “política-partido”, de la
“política-sindicato” y de la “política-Estado”-- se tiende a sancionar la existencia de dos
mundos autosuficientes: el de la economía y el de la política. Tan autosuficientes que pueden expresarse
mediante organizaciones y lenguajes absolutamente impenetrables la una de la
otra, y pueden aparecer en la historia de manera paralela. A veces la una
sirviéndose de la otra, así de claro. De hecho, con esta nueva escisión entre
economía y política que retorna puntualmente en la historia de las ideologías
del movimiento obrero (que, en aquel periodo
se hizo eco singularmente de volver a proponer la “autonomía de lo
social” por parte de algunos teóricos ortodoxos de la CSIL ), el “obrero masa” de
los años sesenta –con sus múltiples orígenes sociales y culturales, con sus
diversas tradiciones y creencias, de los que era incluso portador, con sus
diversas potencialidades profesionales y con sus diferentes necesidades-- “el obrero masa”, digo, cuando coincidía con
personas de carne y hueso, volvía a ser una “categoría” ideológica sin historia
cultural, organizativa y política: sin ninguna posibilidad de recuperar,
incluso aunque fuera críticamente y a través de momentos de crisis y ruptura,
un indeterminado patrimonio cultural y
político de las luchas obreras del pasado, una memoria del movimiento obrero organizado.
El
“obrero masa”, imaginado por los intelectuales de “Classe Operaia” y “Contropiano”,
nacía puro y sin pasado. Y venía oportunamente a darle acomodo al aspecto
teórico que estaba en la raíz del
“descubrimiento” de la “nueva composición política de la clase”. Es decir, la
tendencia histórica de la clase obrera a perder, --junto a las características
del trabajo manufacturero, a la cualificación individual como “oficio”, al
trabajo ordenado según una previsible progresión profesional (un proceso sin
duda presente en cierta medida en la
Italia de los años sesenta y setenta)-- también cualquier interés material y político
por la modificación de sus propias condiciones de trabajo, de la organización
de las condiciones en que tal condición está aprisionada y las mismas relaciones
de poder presentes en la “relación de producción”.
El
divorcio del “obrero masa” de la vieja cualificación profesional coincide, para
los futuros teóricos de la “autonomía de lo político”, con su definitivo
divorcio de la producción como centro de intereses y como terreno del
conflicto. Pero también del trabajo mismo, al menos como terreno donde
recuperar un poder de decisión, una posibilidad de autorrealización y una
identidad. La condición de trabajo pierde, de este modo, toda especificidad apreciable
que justifique una acción concreta orientada a modificarla. En esto, el “obrero
masa” –parido por los teóricos de Contropiano-- se sitúa rigurosamente y sin
mucha fantasía en el esquema imaginado,
cincuenta años antes, por Frederick W. Taylor y, posteriormente, por Henry
Ford.
En
tal cuadro conceptual, para “la nueva clase obrera” no se trata ya de cambiar
el trabajo sino de reencontrar su propia identidad negando el trabajo mismo.
Porque ineluctablemente esta nueva clase obrera “identifica el trabajo con el
capital” (29). Y para esta clase obrera, que construye su autonomía sobre la
base de intereses sólo materiales inmediatos
sin interponer “ningún diafragma, ninguna interpretación de las fuerzas
organizadas y de su lógica”, el modo más drástico y simple es, sobre todo, más
unificador de la negación del trabajo, el aumento del salario como
resarcimiento ilimitado de un trabajo extraño y maldito (30). También, por qué
no, un “salario político” autónomo tanto de su conformación por las condiciones
de la fábrica capitalista como de las mediaciones entre reivindicaciones
diversas que propone el sindicato. Algo parecido a la “justa distribución” de
la doctrina social católica. Porque hablar del “precio político” de la fuerza
de trabajo (una de tantas versiones del salario como “variable independiente”)
“no es tan peligroso como podría aparecer a simple vista: de hecho, el capital
paga al trabajo abstracto (es decir, al obrero masa) no una remuneración por la
cualidad […] sino el hecho de que sea trabajo vivo y que, con su presencia,
pueda garantizar la producción del capital pero también negarla” (31).
En
estas condiciones –o, si se quiere, en esta metafísica fordista, puesta al
servicio de una rebelión subalterna a la primacía de aquel capital que crea y
recrea al “obrero masa”-- el enemigo a
batir es el sindicato con su intento “ilusorio”, aunque episódico, de
cuestionar, controlar e incluso cambiar la organización del trabajo. Y, de esta
manera, poner en cuestión los centros de poder que la determinan sin negar, por
ello, su existencia y relevancia. Pero, al mismo tiempo, sin asumir su
“objetividad” como un dato inmutable, “orgánicamente” connatural con la
“esencia” del capital. Se alteraba, pues, la veleidad presente en el movimiento
sindical “en sus sectores más avanzados” de construir, contra la “ruda
concreción” de la clase obrera “real”, el conflicto de clase sobre la
contradicción (inexistente para nuestros fordistas revolucionarios) entre la
organización capitalista del trabajo y la profesionalidad colectiva potencial
de la clase obrera (32).
Y
esto por dos razones esenciales, según los partidarios del “salario
político”. Porque, según ellos, sólo el
poder del Estado puede substituir al poder del capital. Pero también –y ante
todo-- porque la objetividad de la organización taylorista del trabajo y del modelo
fordista de producción y distribución habría sido ya introyectada en la “nueva
clase obrera”: “la cualificación genérica rechaza la hipótesis de su participación
en el proceso de producción que se aleja de los modelos minimalistas de la prestación de la fuerza de trabajo”. Y “la nueva
clase obrera” tiene que reaccionar negativamente ante lo que representa un
ataque a sus actuales niveles de fuerza, es decir, a los caracteres dominantes
de su actual manera de ser. En otras palabras, ello parece intuir que un
proceso de recomposición del proceso de trabajo podría dar lugar a un proceso
de descomposición como clase y a una
nueva forma de sometimiento a las leyes de producción capitalista” [Nota del
traductor. La fatigante repetición de la palabra “proceso” está en el texto
original de estos entrecomillados que, todos ellos, son citas del libro de
Alberto Asor Rosa]. (33)
Notas
(29)
Alberto Asor Rosa en Composizione di classe e movimento operaio, en Contropiano
(febrero de 1979): “La clase obrera actual tiene trazos altamente autónomos y
antagonistas, pero identifica el trabajo
con el capital” (cursivas nuestras)
(30)
Ibidem.
(31)
Ibidem. Extrañamente se ignoraban en este descubrimiento del “salario político”
los precursores de esta “teoría” como
varios profetas (reformistas) del socialismo de Estado como Rudolf Hilferding
en la Alemania
de la primera posguerra.
(32)
Ibidem. Los equívocos “ideológicos” a explicar, en las posiciones presentes del
movimiento obrero italiano, “y quizá con una mayor acentuación en lo atinente a
sus sectores más avanzados” son: “la continua
concepción del obrero como productor consciente, aunque alienado; la tendencia
a considerar un problema digno de resolver la gestión directa del proceso de
producción por parte de los productores asociados; el convencimiento de que las
modificaciones inducidas en el sistema de cualificaciones representan un pasaje
útil y necesario para una diferente organización del trabajo en la fábrica.
(33)
Ibidem.
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