martes, 5 de junio de 2012

CAPÍTULO 5. EL RETORNO DE LOS DERECHOS


Con las revoluciones políticas de 1989 que, en contra de muchas previsiones, se desarrollaron bajo las banderas de los derechos civiles, de las libertades y de la autodeterminación (y no a partir de una revuelta social de tipo tradicional y de una latente crisis económica) se abre ciertamente una larga fase de reelaboración y redefinición no sólo de las ideologías del movimiento socialista sino, incluso,  de las políticas económicas y de la misma organización social de las naciones del Occidente europeo.

El mito del Estado propietario se derrumba, incluso en las formas que asumió en el reformismo gradualista. También se derrumba el mito de acceso, aunque sea parcialmente, a la propiedad de los medios de producción como prerrogativa soberana de los Estados nacionales y, sobre todo, como condición imprescindible para influir en las opciones de poder del management.

Se cuestiona radicalmente la confianza acrítica de las potencialidades objetivamente “progresivas” (si no revolucionarias) del incesante desarrollo de las “fuerzas productivas” groseramente asumidas como un “conjunto integrado”  y no, sin embargo, como una conflictiva acumulación de impulsos, incluso, muy contradictorios. Madura, de hecho, una conciencia difusa: no sólo el desarrollo  sin reglas de las “fuerzas productivas” puede acentuar los factores de subordinación y mutilación del trabajo humano o puede tener efectos devastadores sobre el medio ambiente, la naturaleza y el hecho de vivir en el territorio, sino que –de por sí--  no suscita un cambio en las “relaciones de producción”; ni, tampoco, una ampliación de los espacios de democracia y las libertades individuales. También, dondequiera que el imperativo del desarrollo tuvo el viento de cara --respetando los derechos individuales y sus “abundantes” reglas democráticas—exigió para sostenerse la consolidación de formas, cada vez más autoritarias y burocráticas del gobierno de las sociedades y de las empresas; y tras los primeros y rápidos éxitos ha acabado por traducirse en una incontenible degradación económica  y social.

Incluso los diversos modelos de “redistribución” de las rentas y de la propiedad que dominaron las culturas de las fuerzas de izquierda más gradualistas no podían no resentirse del impacto de una crisis de ideas de tal alcance: la “solidaridad oculta”, gestionada por un Estado de bienestar frecuentemente muy centralizado, no llevaba, de por sí, a la extensión de nuevos derechos y poderes a favor del universo del trabajo subordinado, cada vez más marcado por una mayor diversificación en las expectativas de trabajo, de información, de salud e incluso de vida, y de amplios procesos de exclusión. Mientras, las dificultades cada vez mayores de su financiación, incluso debido a su gestión centralista (con las no infrecuentes degeneraciones asistenciales y clientelares) y su creciente “pérdida de sentido”, tendían a reducir los espacios de erogación de servicios sociales suficientes  para garantizar el ejercicio –con unos mínimos— de los derechos universales de los trabajadores y de los ciudadanos en los campos de la salud, la protección social y la enseñanza (28).

Por lo general, tienden a reducirse los espacios para una política redistributiva más favorable al trabajo dependiente, en presencia de la inestabilidad de los cambios y de las recurrentes tensiones inflacionistas; en presencia del fuerte (fortísimo en Italia) endeudamiento de los Estados y de la conexión de la redistribución de los recursos a favor de nuevas clases de rentiers y de la especulación financiera; y en presencia de las primeras señales (incluso en términos de la ralentización cíclica de las tasas de productividad en las grandes naciones industriales) de la crisis generalizada del sistema fordista y de su matriz taylorista.

Así se multiplican y diversifican, hasta personalizarse, las necesidades y las demandas que expresa el trabajo subordinado, producidas a su vez por los crecientes costes sociales del sistema de management todavía imperante, por la rampante inseguridad del futuro del empleo; por la precarización de muchas situaciones del trabajo y por el aumento del desempleo de larga duración. Por otro lado, se reducen las posibilidades de responder a estas demandas con las reglas de la universalidad y la solidaridad. Incluso, aunque no sólo, en razón de la contraofensiva liberal de las fuerzas conservadoras y del populismo de derechas. La tendencia a la predeterminación de los salarios por parte de las empresas con la idea de programar a largo plazo sus costes y sus inversiones; el impulso a la comprensión del coste del trabajo y los servicios sociales ante una prevalencia cada vez más acentuada  de la inversión financiera (o de la pura especulación) sobre la inversión productiva de bienes y servicios; los crecientes vínculos que condicionan (en ausencia de profundas reformas en los sistemas fiscales y en la gestión del gasto) la autonomía de las políticas financieras de los Estados… concurren a cuestionar los modelos distributivos del pasado. Sobre todo en la medida en que dichos modelos continúan moviéndose en el ámbito de un cuadro estratégico que asume, como inmutable, la actual organización de la actividad productiva y del trabajo subordinado y la huella que ha impreso en la organización de la sociedad civil y en la misma organización del Estado. En este aspecto nos confrontamos incluso, y al mismo tiempo, con la crisis del pacto y del compromiso social entre trabajadores en los que se basaba en última instancia la función de la representación general y de solidaridad que se atribuía a los sindicatos. Y sobre lo que se fundamentaba la legitimación de la candidatura de los partidos de izquierda al gobierno de la nación para poder conciliar las aspiraciones de las clases trabajadoras con los intereses generales de la colectividad.

Sin embargo, se puede afirmar, esquemáticamente, que los partidos de izquierda, en sus diversas articulaciones (incluso en el interior de ellas mismas) y las organizaciones sindicales –al menos hasta ahora--  han intentado reaccionar a este aprieto, a la restricción de los espacios para practicar una política preferentemente redistributiva y a los riesgos consecuentes de una desarticulación corporativa del conflicto distributivo, a través de dos maneras substancialmente distintas, pero ambas de corto respiro. Particularmente en el caso italiano con líneas de conducta, incluso radicalmente contrapuestas que se revelan, no obstante, en sus diversas opciones, igualmente incapaces de escaparse del impasse al que le han llevado las estrategias clásicas del pasado.

De un lado, la necesaria consideración de los vínculos que pone la crisis financiera de los Estados y del peso del endeudamiento público orienta a una componente de las fuerzas de izquierda al intento de conciliar una (ciertamente inevitable) política de saneamiento financiero y rigor fiscal mediante compromisos transitorios, casi coyunturales, orientados a salvaguardar, por lo menos, una parte de los derechos adquiridos del Estado de bienestar. Pero sin proponer el diseño completo de una reforma radical. Sobre todo en lo atinente a organizar los servicios de modo transparente y fuertemente descentralizado;  en lo referente a  la reunificación de las reglas sobre la base del principio de igualdad de oportunidades a favor de los sujetos con “posiciones de partida”, incluso muy diversas, y del carácter universal de los derechos a la protección social y el acceso a la educación; y en lo relativo a sus formas de financiación.  Pero sin la intención de afrontar los desafíos de la gestión del gasto público, la organización de la sociedad civil, la crisis del sistema taylorista-fordista  y la necesidad de que la democracia entre en la empresa. Y, de esta manera, sin poder ofrecer una contrapartida visible (en términos de derechos reconocidos, de poderes progresivos y democracia “difusa”) que pusiera en marcha, aquí y ahora,  unas primeras medidas embrionarias  favorables a las clases trabajadoras, inevitablemente penalizadas en sus intereses inmediatos por una política de rigor financiero. Lo demuestra la dificultad misma o la renuencia de los partidos de izquierda para definir un programa de reformas institucionales que subordine y oriente la reforma del Estado y de los sistemas electorales a una legislación de nuevos derechos civiles y sociales (con acciones positivas para promover su ejercicio) y una auténtica reforma institucional de la sociedad civil.  De este modo, la izquierda –frente a los mensajes demagógicos de la derecha conservadora sobre el retorno a la milagrosa “mano invisible” del mercado o frente a la promesa de “cambio” y de radical desregulación de la sociedad civil que ha relanzado el populismo reaccionario— corre el riesgo de no poder disponer de la fuerza alternativa de un proyecto de sociedad explícitamente reformador y, al mismo tiempo, creíble por el rigor y la transparencia de sus objetivos y sus medios, capaces de garantizar su realización gradual sin incurrir en la venganza inflacionista del sistema económico.

Por otro lado, vuelve a la escena el intento de responder a la “estrechez distributiva” con el repliegue de reivindicaciones maximalistas (mas que radicales), evocando el fordismo, pero que acaban paradójicamente favoreciendo a los grupos más privilegiados y más corporativos del trabajo asalariado. Sobre el plano de la legislación, con el rechazo de medirse con la regulación y tutela de millones de relaciones de los trabajos informales o precarios, incluso no asumiendo la responsabilidad de reconocer la existencia de una creciente desarticulación del mercado laboral; y con la renuencia a adoptar medidas de oposición al trabajo clandestino y a las decisiones unilaterales de la empresa mediante un sistema de reglas que restablezca la primacía de la negociación colectiva y la implementación de nuevos derechos individuales. O en el plano de las políticas salariales (o de reducción del horario de trabajo) a partir del redescubrimiento, deliberadamente engañoso, de que no existen compatibilidades y vínculos a respetar para los trabajadores y sus sindicatos; que estas compatibilidades son cosa del “sistema” y, por ello, del “patrón”.

Esta regresión cultural y política de una parte de la izquierda  fue  irremediablemente rechazada y derrotada cuando intentó influenciar  la conducta de un conflicto social de alcance general (en la empresa o en el sector). También porque chocaba contra una consciencia de masas adquirida a un duro precio. Es una consciencia difusa que conoce bien los límites y las prioridades a respetar (cuando tales límites y prioridades se han definido autónomamente por los sindicatos y los partidos de izquierda, sobre la base de su reconocimiento del contexto económico existente) para conjurar los desastrosos efectos sobre el plano económico y social (entre ellas, las tensiones inflacionarias); y, sobre todo, para exorcisar la aparición de una ruptura explícita de la solidaridad entre los trabajadores. Una ruptura que, cuando se verifica, siempre ha llevado al aislamiento y a un jaque mate de todo conflicto social de carácter general.  Pero tal regresión cultural puede conllevar un papel muy peligroso en esta difícil fase de tránsito y redefinición de las estrategias de la izquierda. Ante todo, porque con su legitimación del extremismo reivindicativo, repropone una concepción subalterna y corporativa del conflicto social y del sindicato en una situación en la que todavía no ha madurado una revisión completa de las culturas de la izquierda en todas sus orientaciones. Muy particularmente en lo que se refiere al reconocimiento de la autonomía cultural y política del sindicato general y de su papel objetivo como sujeto político. En segundo lugar, porque repropone un esquema viejo de la lucha política  del que la izquierda en su conjunto  todavía no se ha liberado plenamente: la escisión entre economía y política que, en la tradición de la izquierda occidental, ha llevado a considerar el conflicto social como mero terreno de “educación” y “adiestramiento” político de los trabajadores; y, sobre todo, como instrumento de promoción y apoyo del partido político. En una palabra, como trampolín para llegar al poder. 

De hecho, el “partido-guía” sabe perfectamente que si accediera al gobierno debe ajustar las cuentas con tales vínculos, compatibilidades y alianzas. Y también sabe que una infravaloración de dichos vínculos puede lleva al país a la ruina y a la marginación de la fuerza política que es la causante de ello. Pero en este esquema que subtiende una relación entre “vanguardias”, gobernantes ilustrados y gobernados sin conciencia política y sin responsabilidad, el sindicato y los trabajadores, orientados al  conflicto social, los trabajadores son relegados a un papel subalterno, a una válvula de escape y expuestos a las peores consecuencias de la economía y de la sociedad civil. Con graves consecuencias incluso para el posible desarrollo de una política reformadora que intente identificarse con la ampliación de  espacios de democracia. De hecho, en una democracia política moderna o en el tipo de democracia pluralista y transparente que la izquierda está interesada en construir, el “comunismo de guerra”, “la colectivización de la tierra o la NEP se anuncian  y “programan” a la luz del sol primero y no tras la conquista del Palacio de Invierno. So pena de reconducir la política a una ciencia elitista de la ocupación del poder y de la utilización del conflicto de clases con el fin de conseguir los objetivos que nada tienen que ver con los que se predican a la  “ruda classe pagana”, pero incapaces de pensar y proyectarse (*). Este maximalismo reivindicativo, cuando se convierte en estrategia, señala el retorno a la cultura elitista y “golpista” del partido de vanguardia que ya ha mostrado sus efectos devastadores cuando se transforma, primero, en un instrumento de manipulación y, después, de opresión de los trabajadores.

El tercer elemento: dado que no estamos en 1917 o en los años treinta, desde el punto de vista de la complejidad de la economía y la sociedad y desde el punto de vista de la experiencia metabolizada de amplios estratos de trabajadores, tal regresión maximalista –no pudiendo obtener un apoyo difuso en los actores del conflicto social-- puede convertirse, y así ocurrió en muchos casos, en un peligroso factor de legitimación de la diáspora corporativa del conflicto social. Si el maximalismo reivindicativo, el salarismo –entendido como vía a la desestabilización del “sistema”--  nunca podrá conquistar el apoyo de amplias masas de trabajadores y, sobre todo, nunca conseguirá una solidaridad entre los diversos sujetos del mercado laboral, puede legitimar legitimar minorías fuertes con intereses conservadores como la defensa de privilegios discriminadores o la defensa del oficio y del estatus contra un proceso de recualificación de masas, la movilidad profesional y las formas posibles de recomposición del trabajo. O la defensa de mecanismos exclusivos de monopolios arcaicos y discriminadores de cara al empleo. Tales minorías fuertes con intereses conservadores son con frecuencia las que utilizan la retórica del maximalismo reivindicativo para la consecución o el mantenimiento de privilegios reales perjudicando  a la mayoría de los trabajadores, como lo demuestra la experiencia concreta de estos años.

Así se explica el guión de los huérfanos del fordismo, hoy teóricos de la “liberación del conflicto social”  con su empacho, mistificador e interclasista, representados por las sedicentes “compatibilidades” con una apología desprejuiciada de todos los movimientos de tipo corporativo, metiendo de matute las señales de la validez del conflicto de clase. Es entonces cuando estos movimientos se revelan, con sorprendente rapidez, como factores poderosos de disgregación y desarticulación de los derechos generales conquistados en las luchas sociales de las pasadas décadas y de las divisiones de la nueva clase trabajadora que nace de la crisis del fordismo.

La jungla de los derechos y privilegios que existe en el mercado laboral o en la gestión del Estado de bienestar en Italia es también la consecuencia del momentáneo predominio de los intereses y privilegios de las minorías fuertes del mundo del trabajo. Así, el corporativismo de las minorías fuertes, por su intrínseca naturaleza conservadora, puede manifestar, en muchos casos,  un verdader fermento para las contraofensivas de marca reaccionaria. De hecho, éstas siempre han encontrado en este siglo su propia base de masas en las corporaciones y en los trabajadores desempleados y precarios.



Notas.


(28) Véanse, entre otras muchas investigaciones sobre la crisis del Estado de bienestar “contributivo”, las Actas de la Conferencia de Programa de la Cgil sobre la reforma del Estado de bienestar (junio 1995), en Rassegna sindacale 27, del 17 de julio de 1995, y Pierre Rosanvallon, La nouvelle questión social, Seuil, París 1995.         

(*) Véase Mario Tronti en Operai e capitale, Einaudi, Torino 1966. De hecho, los párrafos siguientes son una dura crítica de Trentin al obrerismo de Mario Tronti. [Nota de JLLB]


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