Con las revoluciones políticas de 1989 que, en
contra de muchas previsiones, se desarrollaron bajo las banderas de los
derechos civiles, de las libertades y de la autodeterminación (y no a partir de
una revuelta social de tipo tradicional y de una latente crisis económica) se
abre ciertamente una larga fase de reelaboración y redefinición no sólo de las
ideologías del movimiento socialista sino, incluso, de las políticas económicas y de la misma
organización social de las naciones del Occidente europeo.
El mito del Estado propietario se derrumba, incluso
en las formas que asumió en el reformismo gradualista. También se derrumba el
mito de acceso, aunque sea parcialmente, a la propiedad de los medios de
producción como prerrogativa soberana de los Estados nacionales y, sobre todo,
como condición imprescindible para influir en las opciones de poder del
management.
Se cuestiona radicalmente la confianza acrítica de las
potencialidades objetivamente “progresivas” (si no revolucionarias) del
incesante desarrollo de las “fuerzas productivas” groseramente asumidas como un
“conjunto integrado” y no, sin embargo,
como una conflictiva acumulación de impulsos, incluso, muy contradictorios.
Madura, de hecho, una conciencia difusa: no sólo el desarrollo sin reglas de las “fuerzas productivas” puede
acentuar los factores de subordinación y mutilación del trabajo humano o puede
tener efectos devastadores sobre el medio ambiente, la naturaleza y el hecho de
vivir en el territorio, sino que –de por sí--
no suscita un cambio en las “relaciones de producción”; ni, tampoco, una
ampliación de los espacios de democracia y las libertades individuales.
También, dondequiera que el imperativo del desarrollo tuvo el viento de cara --respetando
los derechos individuales y sus “abundantes” reglas democráticas—exigió para
sostenerse la consolidación de formas, cada vez más autoritarias y burocráticas
del gobierno de las sociedades y de las empresas; y tras los primeros y rápidos
éxitos ha acabado por traducirse en una incontenible degradación económica y social.
Incluso los diversos modelos de “redistribución” de
las rentas y de la propiedad que dominaron las culturas de las fuerzas de
izquierda más gradualistas no podían no resentirse del impacto de una crisis de
ideas de tal alcance: la “solidaridad oculta”, gestionada por un Estado de
bienestar frecuentemente muy centralizado, no llevaba, de por sí, a la
extensión de nuevos derechos y poderes a favor del universo del trabajo
subordinado, cada vez más marcado por una mayor diversificación en las
expectativas de trabajo, de información, de salud e incluso de vida, y de
amplios procesos de exclusión. Mientras, las dificultades cada vez mayores de
su financiación, incluso debido a su gestión centralista (con las no
infrecuentes degeneraciones asistenciales y clientelares) y su creciente
“pérdida de sentido”, tendían a reducir los espacios de erogación de servicios
sociales suficientes para garantizar el
ejercicio –con unos mínimos— de los derechos universales de los trabajadores y
de los ciudadanos en los campos de la salud, la protección social y la
enseñanza (28).
Por lo general, tienden a reducirse los espacios
para una política redistributiva más favorable al trabajo dependiente, en
presencia de la inestabilidad de los cambios y de las recurrentes tensiones
inflacionistas; en presencia del fuerte (fortísimo en Italia) endeudamiento de
los Estados y de la conexión de la redistribución de los recursos a favor de
nuevas clases de rentiers y de la
especulación financiera; y en presencia de las primeras señales (incluso en
términos de la ralentización cíclica de las tasas de productividad en las
grandes naciones industriales) de la crisis generalizada del sistema fordista y
de su matriz taylorista.
Así se multiplican y diversifican, hasta
personalizarse, las necesidades y las demandas que expresa el trabajo
subordinado, producidas a su vez por los crecientes costes sociales del sistema
de management todavía imperante, por la rampante inseguridad del futuro del
empleo; por la precarización de muchas situaciones del trabajo y por el aumento
del desempleo de larga duración. Por otro lado, se reducen las posibilidades de
responder a estas demandas con las reglas de la universalidad y la solidaridad.
Incluso, aunque no sólo, en razón de la contraofensiva liberal de las fuerzas
conservadoras y del populismo de derechas. La tendencia a la predeterminación
de los salarios por parte de las empresas con la idea de programar a largo
plazo sus costes y sus inversiones; el impulso a la comprensión del coste del
trabajo y los servicios sociales ante una prevalencia cada vez más acentuada de la inversión financiera (o de la pura
especulación) sobre la inversión productiva de bienes y servicios; los
crecientes vínculos que condicionan (en ausencia de profundas reformas en los
sistemas fiscales y en la gestión del gasto) la autonomía de las políticas
financieras de los Estados… concurren a cuestionar los modelos distributivos
del pasado. Sobre todo en la medida en que dichos modelos continúan moviéndose
en el ámbito de un cuadro estratégico que asume, como inmutable, la actual
organización de la actividad productiva y del trabajo subordinado y la huella
que ha impreso en la organización de la sociedad civil y en la misma organización
del Estado. En este aspecto nos confrontamos incluso, y al mismo tiempo, con la
crisis del pacto y del compromiso social entre
trabajadores en los que se basaba en última instancia la función de la
representación general y de solidaridad que se atribuía a los sindicatos. Y
sobre lo que se fundamentaba la legitimación de la candidatura de los partidos
de izquierda al gobierno de la nación para poder conciliar las aspiraciones de
las clases trabajadoras con los intereses generales de la colectividad.
Sin embargo, se puede afirmar, esquemáticamente, que
los partidos de izquierda, en sus diversas articulaciones (incluso en el
interior de ellas mismas) y las organizaciones sindicales –al menos hasta
ahora-- han intentado reaccionar a este
aprieto, a la restricción de los espacios para practicar una política
preferentemente redistributiva y a los riesgos consecuentes de una
desarticulación corporativa del conflicto distributivo, a través de dos maneras
substancialmente distintas, pero ambas de corto respiro. Particularmente en el
caso italiano con líneas de conducta, incluso radicalmente contrapuestas que se
revelan, no obstante, en sus diversas opciones, igualmente incapaces de
escaparse del impasse al que le han
llevado las estrategias clásicas del pasado.
De un lado, la necesaria consideración de los
vínculos que pone la crisis financiera de los Estados y del peso del
endeudamiento público orienta a una componente de las fuerzas de izquierda al
intento de conciliar una (ciertamente inevitable) política de saneamiento
financiero y rigor fiscal mediante compromisos transitorios, casi coyunturales,
orientados a salvaguardar, por lo menos, una parte de los derechos adquiridos
del Estado de bienestar. Pero sin proponer el diseño completo de una reforma
radical. Sobre todo en lo atinente a organizar los servicios de modo
transparente y fuertemente descentralizado;
en lo referente a la
reunificación de las reglas sobre la base del principio de igualdad de
oportunidades a favor de los sujetos con “posiciones de partida”, incluso muy
diversas, y del carácter universal de los derechos a la protección social y el
acceso a la educación; y en lo relativo a sus formas de financiación. Pero sin la intención de afrontar los
desafíos de la gestión del gasto público, la organización de la sociedad civil,
la crisis del sistema taylorista-fordista
y la necesidad de que la democracia entre en la empresa. Y, de esta
manera, sin poder ofrecer una contrapartida visible (en términos de derechos
reconocidos, de poderes progresivos y democracia “difusa”) que pusiera en
marcha, aquí y ahora, unas primeras
medidas embrionarias favorables a las
clases trabajadoras, inevitablemente penalizadas en sus intereses inmediatos
por una política de rigor financiero. Lo demuestra la dificultad misma o la
renuencia de los partidos de izquierda para definir un programa de reformas
institucionales que subordine y oriente la reforma del Estado y de los sistemas
electorales a una legislación de nuevos derechos civiles y sociales (con
acciones positivas para promover su ejercicio) y una auténtica reforma
institucional de la sociedad civil. De
este modo, la izquierda –frente a los mensajes demagógicos de la derecha
conservadora sobre el retorno a la milagrosa “mano invisible” del mercado o
frente a la promesa de “cambio” y de radical desregulación de la sociedad civil
que ha relanzado el populismo reaccionario— corre el riesgo de no poder
disponer de la fuerza alternativa de un proyecto de sociedad explícitamente
reformador y, al mismo tiempo, creíble por el rigor y la transparencia de sus
objetivos y sus medios, capaces de garantizar su realización gradual sin
incurrir en la venganza inflacionista del sistema económico.
Por otro lado, vuelve a la escena el intento de
responder a la “estrechez distributiva” con el repliegue de reivindicaciones
maximalistas (mas que radicales), evocando el fordismo, pero que acaban
paradójicamente favoreciendo a los grupos más privilegiados y más corporativos
del trabajo asalariado. Sobre el plano de la legislación, con el rechazo de
medirse con la regulación y tutela de millones de relaciones de los trabajos
informales o precarios, incluso no asumiendo la responsabilidad de reconocer la
existencia de una creciente desarticulación del mercado laboral; y con la renuencia
a adoptar medidas de oposición al trabajo clandestino y a las decisiones
unilaterales de la empresa mediante un sistema de reglas que restablezca la
primacía de la negociación colectiva y la implementación de nuevos derechos
individuales. O en el plano de las políticas salariales (o de reducción del
horario de trabajo) a partir del redescubrimiento, deliberadamente engañoso, de
que no existen compatibilidades y vínculos a respetar para los trabajadores y
sus sindicatos; que estas compatibilidades son cosa del “sistema” y, por ello,
del “patrón”.
Esta regresión cultural y política de una parte de
la izquierda fue irremediablemente rechazada y derrotada cuando
intentó influenciar la conducta de un
conflicto social de alcance general (en la empresa o en el sector). También
porque chocaba contra una consciencia de masas adquirida a un duro precio. Es
una consciencia difusa que conoce bien los límites y las prioridades a respetar
(cuando tales límites y prioridades se han definido autónomamente por los sindicatos
y los partidos de izquierda, sobre la base de su reconocimiento del contexto
económico existente) para conjurar los desastrosos efectos sobre el plano
económico y social (entre ellas, las tensiones inflacionarias); y, sobre todo,
para exorcisar la aparición de una ruptura explícita de la solidaridad entre los
trabajadores. Una ruptura que, cuando se verifica, siempre ha llevado al
aislamiento y a un jaque mate de todo conflicto social de carácter general. Pero tal regresión cultural puede conllevar un
papel muy peligroso en esta difícil fase de tránsito y redefinición de las
estrategias de la izquierda. Ante todo, porque con su legitimación del
extremismo reivindicativo, repropone una concepción subalterna y corporativa
del conflicto social y del sindicato en una situación en la que todavía no ha
madurado una revisión completa de las culturas de la izquierda en todas sus
orientaciones. Muy particularmente en lo que se refiere al reconocimiento de la
autonomía cultural y política del sindicato general
y de su papel objetivo como sujeto político. En segundo lugar, porque
repropone un esquema viejo de la lucha política del que la izquierda en su conjunto todavía no se ha liberado plenamente: la
escisión entre economía y política que, en la tradición de la izquierda
occidental, ha llevado a considerar el conflicto social como mero terreno de
“educación” y “adiestramiento” político de los trabajadores; y, sobre todo,
como instrumento de promoción y apoyo del partido político. En una palabra,
como trampolín para llegar al poder.
De hecho, el “partido-guía” sabe perfectamente que
si accediera al gobierno debe ajustar las cuentas con tales vínculos,
compatibilidades y alianzas. Y también sabe que una infravaloración de dichos vínculos
puede lleva al país a la ruina y a la marginación de la fuerza política que es
la causante de ello. Pero en este esquema que subtiende una relación entre
“vanguardias”, gobernantes ilustrados y gobernados sin conciencia política y
sin responsabilidad, el sindicato y los trabajadores, orientados al conflicto social, los trabajadores son
relegados a un papel subalterno, a una válvula de escape y expuestos a las
peores consecuencias de la economía y de la sociedad civil. Con graves
consecuencias incluso para el posible desarrollo de una política reformadora
que intente identificarse con la ampliación de
espacios de democracia. De hecho, en una democracia política moderna o
en el tipo de democracia pluralista y transparente que la izquierda está
interesada en construir, el “comunismo de guerra”, “la colectivización de la
tierra o la NEP
se anuncian y “programan” a la luz del
sol primero y no tras la conquista del Palacio de Invierno. So pena de
reconducir la política a una ciencia elitista de la ocupación del poder y de la
utilización del conflicto de clases con el fin de conseguir los objetivos que
nada tienen que ver con los que se predican a la “ruda
classe pagana”, pero incapaces de
pensar y proyectarse (*). Este maximalismo reivindicativo, cuando se convierte
en estrategia, señala el retorno a la cultura elitista y “golpista” del partido
de vanguardia que ya ha mostrado sus efectos devastadores cuando se transforma,
primero, en un instrumento de manipulación y, después, de opresión de los
trabajadores.
El tercer elemento: dado que no estamos en 1917 o en
los años treinta, desde el punto de vista de la complejidad de la economía y la
sociedad y desde el punto de vista de la experiencia metabolizada de amplios
estratos de trabajadores, tal regresión maximalista –no pudiendo obtener un
apoyo difuso en los actores del conflicto social-- puede convertirse, y así
ocurrió en muchos casos, en un peligroso factor de legitimación de la diáspora
corporativa del conflicto social. Si el maximalismo reivindicativo, el
salarismo –entendido como vía a la desestabilización del “sistema”-- nunca podrá conquistar el apoyo de amplias
masas de trabajadores y, sobre todo, nunca conseguirá una solidaridad entre los
diversos sujetos del mercado laboral, puede legitimar legitimar minorías
fuertes con intereses conservadores como la defensa de privilegios
discriminadores o la defensa del oficio y del estatus contra un proceso de
recualificación de masas, la movilidad profesional y las formas posibles de
recomposición del trabajo. O la defensa de mecanismos exclusivos de monopolios
arcaicos y discriminadores de cara al empleo. Tales minorías fuertes con
intereses conservadores son con frecuencia las que utilizan la retórica del
maximalismo reivindicativo para la consecución o el mantenimiento de privilegios reales perjudicando a la mayoría de los trabajadores, como lo
demuestra la experiencia concreta de estos años.
Así se explica el guión de los huérfanos del
fordismo, hoy teóricos de la “liberación del conflicto social” con su empacho, mistificador e interclasista,
representados por las sedicentes “compatibilidades” con una apología
desprejuiciada de todos los movimientos de tipo corporativo, metiendo de matute
las señales de la validez del conflicto de clase. Es entonces cuando estos
movimientos se revelan, con sorprendente rapidez, como factores poderosos de
disgregación y desarticulación de los derechos generales conquistados en las
luchas sociales de las pasadas décadas y de las divisiones de la nueva clase trabajadora que nace de la crisis del
fordismo.
La jungla de los derechos y privilegios que existe
en el mercado laboral o en la gestión del Estado de bienestar en Italia es
también la consecuencia del momentáneo predominio de los intereses y
privilegios de las minorías fuertes del mundo del trabajo. Así, el
corporativismo de las minorías fuertes, por su intrínseca naturaleza
conservadora, puede manifestar, en muchos casos, un verdader fermento para las contraofensivas
de marca reaccionaria. De hecho, éstas siempre han encontrado en este siglo su
propia base de masas en las corporaciones y en los trabajadores desempleados y
precarios.
Notas.
(28) Véanse, entre otras muchas investigaciones
sobre la crisis del Estado de bienestar “contributivo”, las Actas de la Conferencia de
Programa de la Cgil
sobre la reforma del Estado de bienestar (junio 1995), en Rassegna sindacale 27, del 17 de julio de 1995, y Pierre
Rosanvallon, La nouvelle questión social, Seuil, París 1995.
(*) Véase Mario Tronti en Operai
e capitale, Einaudi, Torino 1966. De hecho, los párrafos siguientes
son una dura crítica de Trentin al obrerismo de Mario Tronti. [Nota de JLLB]
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