Primera Parte
Debemos constatar que, mientras en la periferia de
la izquierda italiana muchos huérfanos del fordismo y de un sistema capitalista
homogéneo y omniabarcante --al que combatíamos y con el que convivíamos-- mantienen, indefensos, un debate académico y
repetitivo sobre la “verdadera naturaleza” del “diseño del capital”; y que,
mientras luchaba por establecer la conciencia de la
existencia de una pluralidad de capitalismos –y de su relevante capacidad de
transformación—, debemos constatar, decíamos, que todavía sobreviva una cultura
muy difusa que identifica el capitalismo (o capitalismos) con una determinada
estructura de propiedad y una determinada distribución de las rentas. Sin que,
por otra parte, se preocupe por indagar las razones que expliquen las enormes
diferencias existentes (en las formas y en la medida) de la eliminación del
“excedente” erogado por los trabajadores
con relación al nivel de sus retribuciones. Hay, de hecho, una gran diferencia
entre el excedente expropiado a tantos trabajadores del tercer mundo, a los
trabajadores forzados de ciertas empresas chinas y al excedente expropiado por la socialización de los
saberes que conforma el “general intellect”, referido por Marx, en un laboratorio
de investigación en Los Ángeles, Tokio o Seul. Y sobre todo sin que esta
cultura demuestre percibir, por el contrario, el agravamiento general –incluso
en la segunda mitad del siglo XX— de las características opresivas y alineantes
del trabajo heterodirigido, a la par de la difusión y consolidación del sistema taylorista (15).
También debemos constatar que, cuando comienza a
agrietarse, y a veces desarticularse, lo que fue el tejido unificador de todas
las sociedades industriales conocidas (de los diversos capitalismos y de los
diferentes socialismos reales), o sea, la “racionalización taylorista”, en una
amplia parte de las culturas socialistas (europeas y particularmente italiana),
salvo pocas y meritorias excepciones, le resulta difícil advertir el alcance epocal
de dicha crisis y sus implicaciones para el futuro de una izquierda
democrática en el mundo occidental.
Una primera explicación de esta desproporción (discrasia) entre cultura política y
transformaciones sociales que puede encontrarse, sobre todo en el caso
italiano, en la influencia de un historicismo a menudo esquemático y hasta
dogmático. Por ejemplo, mientras que a principio de los sesenta una parte de la literatura social y de las
investigaciones sobre política industrial empieza a interrogarse, en algunos
países europeos (como Gran Bretaña, Suecia, Alemania, Francia) y en los Estados
Unidos sobre los crecientes límites del taylorismo como the one best way de la
organización del trabajo y sus funciones; mientras toman cuerpo en Italia, más allá de
las primeras reflexiones críticas, incluso algunos intentos de experimentar
concretamente formas posibles de recomposición y enriquecimiento del trabajo
(en la siderurgia y en la mecánica pesada, entre otras) … una extensa parte de
la izquierda italiana –en las que predominaban diversas corrientes del
marxismo— está generalmente distraída e incluso manifiesta desconfianza frente
al hecho de interrogarse sobre los límites del taylorismo (16).
De hecho, en aquellos años dominaba todavía,
explícita o implícitamente, este dogma: la emancipación del trabajo estaba
destinada a recorrer unas etapas obligadas, cuyo orden está grabado en la
historia y, por ello, es inmutable. Este dogma sanciona que es absurdo (o en
todo caso, erróneo) imaginar que es posible cambiar, aunque sea parcialmente,
la naturaleza subordinada y fragmentada del trabajo antes de conquistar el Estado y la “socialización” de los medios de
producción a través de la propiedad estatal y antes que se haya operado una aceleración del desarrollo
de las fuerzas productivos y la creación
de las bases materiales para iniciar un proceso redistributivo, que reduzca
ante todo el desfase entre el producto del trabajo y su retribución. Sólo de
modo sucesivo se puede conseguir una atenuación de los contenidos opresivos del
trabajo subordinado.
Las luchas sociales de la primera y segunda
posguerra contra la difusión de las formas burocráticas y exasperadas del
sistema fordista en las industrias italianas, con el famoso “sistema Bedaux”,
fueron en todo caso luchas principalmente defensivas: intentaban limitar y
contener las consecuencias de lo que significativamente en los años cincuenta se llamaba la “sobreexplotación”.
Ciertamente, incluso mediante la respuesta a los tiempos muy severos y a los
ritmos intensísimos reivindicando la reducción de los horarios de trabajo.
Pero, sobre todo, para conseguir una mejor compensación salarial del trabajo
prestado sobre la base del mecanismo de la parcelación y predeterminación de
las funciones y tiempos, de los que se
denunciaba no sólo el uso sino el abuso.
Pero esta lucha de “resistencia” dará un alto
cualitativo a finales de los años sesenta con la participación de millones de
trabajadores con la conquista de algunos derechos formalmente reconocidos: la
negociación colectiva de las condiciones de trabajo en la fábrica donde se
prestaba y organizaba el trabajo subordinado. De la negociación de los sistemas
de destajo y de los procedimientos de la determinación de los tiempos y cadencias del trabajo se pasa a la conquista
de la mayor reducción del horario semanal de la posguerra: las cuarenta y
cuatro horas. Y se afirman objetivos inéditos en la historia del sindicato
italiano: el control y la prevención de la salud y la seguridad en el trabajo;
el estudio de masas para identificar los efectos del sistema taylorista en la
salud física y psíquica y sobre la vida cotidiana del trabajador; la superación
y la prohibición de las tecnologías nocivas y peligrosas; la negociación de las
inversiones orientadas a la remoción de las causas de peligrosidad y malestar o
a la conquista de nuevos “espacios” arquitectónicos de una organización del
trabajo menos fragmentaria y opresiva.
Hablo de un cambio de cualidad porque --incluso en el curso de las grandes
movilizaciones del otoño de 1969 se caracterizó por el intento de eliminar los efectos del sistema taylorista
forzando el camino hacia los primeros experimentos de recomposición del trabajo
(las islas de producción, los grupos homogéneos y los equipos polivalentes) y
hacia una limitación del poder discrecional de las jerarquías intermedias-- el
mismo conflicto social empieza a expresar una nueva cultura de la
negociación y de la defensa de los
intereses de los trabajadores subordinados. Era una cultura de la negociación y
de los derechos de la persona que ya no estaba limitada a lo salarial; que ya
no se centraba en la simple compensación, mediante las políticas salariales y
distributivas de los “efectos sociales” (así se llamaban entonces) de una
organización del trabajo que hasta entonces se confundía con el “progreso
técnico”.
La misma prioridad que se concretaba a principios de
los sesenta con el objetivo de la reducción de los horarios de trabajo con
respecto a las reivindicaciones de los incrementos salariales, en un país con
bajos salarios como era la
Italia de entonces; la importancia que asumió en aquel
periodo la defensa de la salud física y psíquica contra toda forma de
compensación salarial o de “monetariación” de su degradación, se tradujo en
muchas fábricas en la práctica de una verdadera tutela, individual y colectiva,
de la salud que se traducirá en un encuentro entre los trabajadores organizados
y el mundo de la ciencia médica imprimiendo un nuevo curso en la investigación
de la medicina del trabajo (el único ejemplo de “cultura alternativa que
produjo el movimiento de 1968 en las escuelas y universidades). Todos estos
acontecimientos serían inexplicables si no se hubiera reconducido a una
auténtica transformación de las culturas reivindicativas y contractuales del
movimiento sindical italiano.
Esta transformación, a su vez, sería difícilmente
comprensible e interpretable si no se tuviera en cuenta en todo su alcance el
encuentro que tuvimos sobre estos temas las diversas “almas” y diferentes
tradiciones del movimiento obrero y del sindicalismo. Un encuentro durante la
fase culminante del taylorismo en Italia, con la entrada de nuevas generaciones
más escolarizadas y las batallas libertarias del movimiento estudiantil que
terminó imponiendo un nuevo camino a las burocracias sindicales y rompió las fortalezas
ideológicas y culturales que legitimaban la “división tácitamente acordada”
entre las grandes centrales confederales. De hecho, hablo del encuentro –de un debate
de ideas y en la práctica del conflicto social-- entre una tradición de origen marxista y
obrerista capaz de contestar tanto la fragilidad del interclasismo de tradición
católica como el carácter mistificador de las diversos intentonas (desde el
“capitalismo popular” a las “relaciones humanas”) para evitar, con el mito de
la empresa-comunidad, la cuestión ineliminable de los contenidos
opresivos de la condición obrera, que todavía estaba anclada a la espera de un
cambio de régimen, lo que se seguía considerando como el presupuesto
insuperable de la transformación del
trabajo subordinado. Y por otro lado, estaba el “núcleo duro” de una cultura de
tradición cristiana; en ella, la defensa de la
integridad física y moral de la persona humana asumía –incluso en la
confrontación de la seudocientificidad de la máquina taylorista-- una potencialidad subversiva del orden
establecido, que ignoraba los “imperativos de la historia”.
Cierto, la herencia del personalismo cristiano
(desde Jacques Maritain a Emmanuel
Mounier) y el descubrimiento de los escritos de Simone Weil sobre la condición
obrera, que tanto influyeron en las orientaciones de de las nuevas generaciones
de la CSIL y
las ACLI tenían que buscar alguna
mediación no sólo con el pragmatismo de las ideologías americanas del
sindicalismo que constituyeron la precipitada marca de origen de la CSIL sino sobre todo con la
tradición de la doctrina social de la iglesia católica, todavía permeabilizada
de interclasismo, la búsqueda de la equidad (el salario “justo”) y la práctica
de la caridad. Todo ello asumido como medios esenciales para combatir la
pobreza.
Este intento de mediación dio a menudo frutos
híbridos y engañosos. Que se expresó al
principio, mediante un fuerte voluntarismo cultural que --removiendo las causas
estructurales de la alienación y la opresión del trabajo-- concentró dicho
esfuerzo en la superación o eliminación de sus efectos o de sus manifestaciones
más llamativas. Como, por ejemplo, el destajo que se quiere eliminar sin
intentar cuestionar la predeterminación del trabajo fragmentado. O, también, el
sistema de cualificaciones que impone la “cualificación única”, ignorando no
sólo el surgimiento de nuevas categorías
profesionales sino la división
técnica del trabajo relamente existente y de sus funciones. O, aun más, las
diferencias salariales que se intentaban superar sin incidir, mediante la
negociación colectiva, en el gobierno de las remuneraciones, que sancionaba una
amplia, y cada vez más articulada, diferenciación del tratamiento de los
salarios: no sólo los profesionales y de todo tipo y la diversa “fidelidad” a
los imperativos de la empresa.
Este imperativo cultural constituyó, sin embargo,
una potente y fecunda provocación que consiguió remover, al menos en las filas
del sindicalismo italiano, el mecanismo historicista en el que estaba embebido el sentido común de
la izquierda de tradición socialista y marxista. Y ello logró hacer valer en el
movimiento sindical italiano –incluso más allá de las intenciones conscientes
de sus teóricos-- aquel trozo de verdad irreductible, expresada en la dura
respuesta del “personalismo cristiano”, del carácter “objetivo” y “científico”
de un sistema basado en la destrucción de la creatividad del trabajo que
parcelaba los conocimientos y las tareas, en la negación de la persona como
entidad total e indivisible, rechazando representar la defensa de la persona
humana y de sus valores, de sus potencialidades creativas y su innata libertad
de elección a una pretendida objetividad y neutralidad de un sistema opresivo
de organización del trabajo; tal voluntarismo ponía en discusión el caracter
mistificatorio de un historicismo ya osificado en sus etapas obligadas, en su
insuperables “fases de transición” y en
sus mismas categorías conceptuales.
Queda, en todo caso, el hecho de que aquel encuentro
forzado y el contagio recíproco de las dos culturas y tradiciones, que los
cambios concretos de la condición obrera y de la misma conciencia obrera
sometían duramente a discusión, provocaron un verdadero y auténtico giro en la
forma de concebir la acción reivindicativa en importantes sectores del
movimiento sindical y una primera ruptura con todas las “sub ideologías”
(católicas y marxistas) que, en nombre de la separación entre la economía y la
política, o de la “neutralidad política” del sindicato, lo habían situado siempre
(y con ello el conflicto social) en una posición subalterna. Así pues, será
este giro quien legitime el protagonismo de los nuevos sujetos del conflicto
social –el obrero especializado, el técnico y el investigador— a la cabeza del
movimiento sindical y de sus luchas reivindicativas, donde estos sujetos
substituyeron con frecuencia el papel histórico del obrero de oficio.
La puesta en marcha, a finales de los sesenta, de
los “consejos de delegados” en la industria y los servicios es inexplicable (de
aquella forma y en aquel periodo) si se prescinde --como lo ha hecho una buena
parte de la cultura de la izquierda-- de
los objetivos reivindicativos concretos
que justificaban y exigían la creación de este particular instrumento de
representación y negociación. Y que para conseguirlos reclamaban un modelo de
democracia sindical distinto. O sea, la consecución de modelos de decisión
inéditos con la entrada de nuevos sujetos capaces de orientar el proceso de
decisión y de la iniciativa reivindicativa hacia los lugares concretos donde se
verificaban las condiciones de trabajo en el sistema taylorista; no sólo en la
fábrica sino también en la sección, el ciclo productivo y el grupo de
trabajadores que estaban directamente implicados en el segmento específico del
grupo productivo. De hecho, para dirigir una acción generalizada por los
salarios y mantener al sindicato en sus objetivos tradicionales no había
necesidad de un consejo de fábrica o un delegado de línea.
Así pues, se puede afirmar que, a finales de los
años sesenta, fue tomando cuerpo --en lo más vivo del conflicto social, y en un
área muy articulada de la investigación teórica y empírica-- una nueva idea de
la izquierda: el esbozo de un proyecto de sociedad que tenía en cuenta los
movimientos del trabajo y de sus transformaciones posibles. Era un proyecto de
sociedad que estaba filtrado por los esquemas redistributivos y de
resarcimiento, propias de las
tradicionales ideologías de la “transición” que asumían como inmutables las
relaciones de poder inherentes a un sistema de organización del trabajo,
todavía considerado “objetivamente” inseparable de la idea del progreso. En
suma, el testimonio de la emergencia de otra concepción de la izquierda y del
socialismo posible y de su “diálogo” con las temáticas de la liberación del trabajo,
los derechos individuales, del valor y el papel de la persona. Este esbozo de
un proyecto de sociedad (todavía confuso y lleno de contradicciones) planteaba la posibilidad y la necesidad de fundar una estrategia de la acción de la
izquierda con la programación de una transformación de las relaciones de
trabajo y de la organización de la sociedad civil bajo una nueva legislación de
los derechos civiles y sociales a experimentar aquí y ahora; de construir –en
la reforma del trabajo y de la vida cotidiana— nuevas bases de consenso en
torno a una política económica de expansión de las oportunidades productivas y
de las ocasiones de empleo; y de superación de la cuestión meridional (17).
Frente a estas transformaciones reales de la
naturaleza del conflicto social y de sus prioridades reivindicativas la
conquista de las cuarenta horas, por ejemplo, comportará un cambio substancial
en la política de inversiones de las empresas; los consejos de delegados se
constituirán en muchas empresas duplicando en número a aquellas en las que
todavía existían las viejas “commissioni interne” [algo así como los viejos
Jurados de empresa del sindicato vertical español, N. del T.]; y frente a las
corrientes de reflexión crítica sobre los límites de las viejas ideologías de
la transición, la “reacción” de las fuerzas políticas de la izquierda y de una
buena parte de la cultura “social” de izquierdas fue, como se acostumbra a
decir hoy a propósito de algunos conflictos militares, de “baja intensidad”.
Por lo general fue una reacción orientada a
reconducir el conflicto social –tan
anómalo en sus objetivos y en sus formas de organización-- por caminos
trillados, dentro de los roles del pasado. Lo que testimoniaba, incluso en
aquellos años relativamente cercanos, la extrema dificultad, y también la
enorme reticencia, de una buena parte de la izquierda italiana para medirse, en términos de política redistributiva, con la
cuestión cada vez más dramáticamente emergente: el cambio de aquel tipo de
organización del trabajo, de los saberes y poderes que, partiendo de la gran
industria, había permeabilizado todos los ganglios de la sociedad civil y, en
ocasiones caricaturescamente, a la misma administración del Estado en todas sus
articulaciones.
Notas
(15) Karl
Marx. Grundisse, cuaderno VII
(16) Todavía
provoca sorpresa, por ejemplo, que todo el filón de investigación de la
sociología francesa --siguiendo la estela de lejanas reflexiones de Émile
Durkeim sobre las “formas anómalas” de la división del trabajo como el
propuesto por los estudios de Georgeos Freedemann, por no hablar de los
escritos de Simene Weil sobre la condición obrera en la fábrica taylorista-- no
haya sido nunca metabolizado por las culturas prevalentes de la izquierda
italiana.
Véase Simone Weil, La condition ouvriére (escritos entre 1934 y 1942) sobre nuevas
formas de opresión del asalariado “en nombre de la función”: Taylor ne
recherchait pas une méthode de rationaliser le travail, mais un moyen de
contrôl vis a vis des ouvriers; et s´il a trouvé en même temps le moyen de
simplifier le travail, ce sont des choses tout a fair différents” (pág 225).
Véase Gerorges Freedmann, Où va le
travail humaine, Gallimard, 1954; Problémes
humanins du machinisme industriel, Gallimard 1955; Le travail en miettes, Gallimard 1956; La puissance et la sájese, Gallimard 1970.
Los más coherentes críticos de una desviación de las
luchas sindicales, orientadas a la negociación y a la modificación de la
organización del trabajo con respecto a los cánones leninistas de la “primacía
de la política”, denunciaron en tiempos más recientes la errónea influencia que
esta literatura. Por ejemplo, véase Aris Accornero en Operaismo e sindacato, en
Operaismo e centralitá operaia, Actas del Seminario de la sección véneta del
Instituto Gramsci, 27 de noviembre de 1977, Editori Riuniti, 1978. Accornero
afirma que “ha perjudicado una interpretación de la explotación [no se habla
aquí de, estén atentos, de “subordinación o de opresión”, como problema humano del maquinismo industrial más en
Simone Weil que en Freedmann donde se entrevé la cara populista del obrerismo
católico”.
(17) Nota del traductor. El autor nos ofrece
una amplísima bibliografía de autores y textos que desgraciadamente no han sido
traducidos al castellano. Hacemos la excepción de la obra de Franco Momigliano, publicada por Nova terra.