miércoles, 27 de junio de 2012

CAPÍTULO 16.2 FORDISMO Y TAYLORISMO EN LOS "CUADERNOS DE LA CÁRCEL"



Segunda parte




En la hipótesis que Gramsci configura de una “élite” --que, a través de su hegemonía cultural y política puede restablecer una relación de consenso entre “gobernantes” y “gobernados” que, en cierta medida, legitima la coerción en los contrastes con el gobierno-- se describe en esencia una forma de “revolución pasiva” que puede “imponerse” a una clase por parte de la expresión de la élite de esa misma clase. Y, en otro sentido, las connotaciones de una u otra élite dominante no constituyen ni siquiera la condición discriminante para conseguir exitosamente esa revolución pasiva, no sólo en la organización de la producción sino de las costumbres y en todas las manifestaciones de la vida individual y social. La condición discriminante se convierte así –como ya hemos visto--  en la capacidad de producir “con una consciencia de los objetivos nunca vista en la historia de un trabajador y un hombre nuevos”. Según Gramsci, ésta ha sido la gran fuerza del fordismo en los Estados Unidos. Lo que es, sin embargo, según nuestro autor, el elemento substancialmente ausente –incluso por la aparición de obstáculos objetivos--  en los intentos poco realistas de convertir el fordismo en un conjunto de monos por parte de las viejas clases dirigentes europeas.  

Es a partir de un juicio similar sobre la substancial impotencia de las clases dominantes europeas (y, en particular, las italianas) que imponen --incluso con la mediación forzosa del fascismo,  la convulsión taylorista a las viejas “castas parasitarias” y, ¿por qué no?, incluso al corporativismo sindical como lo supo hacer la onda expansiva fordista en los Estados Unidos --como Gramsci repropone, aunque en unos términos diferentes a los utilizados en los tiempos ordinovistas, la temática del proceso de substitución de las viejas clases dirigentes por parte de la élite de la clase obrera (66). De hecho, en este caso, no tiene en cuenta una visión catastrofista o “colapsista” del desarrollo en el sistema capitalista, ni vuelve con el énfasis del pasado a la invocación de la tradición liberal contra las rentas financieras que sofocan la intradependencia del “capitán de industria”. Ni la “convulsión” provocada por el taylorismo y el fordismo es visto como una organización jerárquica racional  del trabajo.

En este caso se tiene en cuenta, sobre todo, la crisis de la capacidad hegemónica de las viejas clases dirigentes europeas y de manera especial la de los grupos dirigentes fascistas y su capacidad de construir un modelo de sociedad e incluso una “ética” del trabajo y de la vida cotidiana que estén a la altura de la ambición del desafío fordista. Esta crisis de hegemonía, en razón de la cual “la virtud se define genéricamente, pero no se practica ni por convicción ni por coerción”, es la que puede determinar una “perspectiva catastrófica” dejando espacio a una “oleada de pánico social, de disolución, de desesperación y al “intento de reacciones inconscientes de quien es impotente para reconstruir y se aprovecha de los aspectos negativos de la convulsión” (67). No es por casualidad que Gramsci remacha: “No es por los grupos sociales condenados por el nuevo orden [¿se refiere al fordismo?] de donde cabe esperar la reconstrucción sino de quienes están creando por imposición y con su propio sufrimiento, las bases materiales del nuevo orden: ellos deben encontrar el sistema de vida ´original´ que no puede ser de marca americana para alcanzar la libertad que hoy es una necesidad” (69). 

Parece que vuelve a aflorar en estas notas el planteamiento conceptual de la teoría consejista  que formulara Gramsci en los años veinte. Ciertamente en unos términos más ricos y articulados.  Pero con la misma extraordinaria ambivalencia que entonces. De un lado, su fascinante anticipación de las potencialidades de dirección y gobierno de la clase obrera que se manifiestan en el interior del conflicto social; la cultura de gestión que puede expresar cuando el conflicto invierte el terreno del poder; su capacidad de ejercer un papel hegemónico sobre el plano político, cultural e incluso moral en el interior de la vieja sociedad; la necesidad de que asuma --con sus propios objetivos, pero que se identifican con las necesidades “nacional-populares”— los problemas del desarrollo, de la reconstrucción y, también, de la reconversión productiva. Pero, de otro lado, los errores que, de hecho, conlleva la naturaleza “científica” del taylorismo, su univocidad progresista de la revolución fordista, tales como: la naturaleza específica de la alienación del trabajo obrero en la fábrica taylorista y sobre la naturaleza del proceso “posible” de formación de una consciencia y una identidad de clase en el trabajo. Que debe partir, y no prescindir, de la naturaleza concreta de la relación de explotación y opresión.

Cierto, como en sus escritos del periodo ordinovista e incluso en los Cuadernos, Gramsci parece a veces darse cuenta de la existencia de una aporía en la construcción de un proceso liberador del trabajo, oprimido por la parcelación de las prestaciones, y la expropiación de los saberes, que debería realizarse a través de una consciencia de los vínculos que impone el necesario desarrollo de las fuerzas productivas, absolutamente neutras con respecto al conflicto de clase; y, a través, también, de una especie de ese “ascetismo”  que representa la autocoerción del trabajador, mediado por la intervención ilustrada y educadora de la élite. Y así emerge en las páginas de los Cuadernos el lúcido reconocimiento de un problema irresuelto: el inherente a la relación que se debe construir entre la liberación del hombre en la sociedad, a través del acceso de la clase trabajadora al poder, en el gobierno de la empresa y del Estado (aunque sea por la élite) y la liberación concreta del hombre en el trabajo y en la lucha para superar las restricciones más “alienantes” de una particular división técnica del trabajo como la que se deriva de la experimentación del taylorismo.

Gramsci no se substrae a un análisis lúcido e, incluso, despiadado, aunque todavía en la superficie, de la selección darwinista, introducida también en los estratos de los trabajadores cualificados por los procesos de parcelación y nivelación profesional del trabajo y los ritmos embrutecedores que han fomentado el proceso de difusión del modelo taylorista. Y consigue a tener en cuenta el sacrificio --consciente ahora— de enteras generaciones en el curso de la “convulsión” taylorista y fordista. No ignora la metáfora taylorista del gorila amaestrado. 

Pero, al mismo tiempo --no pudiendo identificar la recuperación de una identidad del trabajador y la maduración de una consciencia de la clase “per se” en la respuesta a un proceso de racionalización “objetivamente necesario”, al igual que un acontecimiento natural (y objetivamente progresivo, basado en la ciencia y en la expansión “in se” liberadora de las fuerzas productivas)-- Gramsci buscará repetir la operación conceptual que estaba en la raíz de su tesis de la autocoerción. 

Y así lo hace cuando intenta identificar las razones que pueden llevar a la persona concreta que trabaja a sufrir la coerción del “trabajo a trozos” y aceptar este momento de opresión y destitución de los saberes como la etapa necesaria de su futura liberación. Retorna así, en este caso, el esquema voluntarista que entrevé la “liberación”, el tránsito de la “necesidad” a la “libertad” en una especie de misticismo y de “negación-superación” puramente subjetiva de la propia condición y la propia identidad cotidiana. 

En las páginas de los Cuadernos Gramsci persiste en la “mecanización del trabajador” como obra del taylorismo, analizando en particular las transformaciones que está destinado a padecer el trabajo de categorías “intelectuales”, tales como los tipógrafos y los linotipistas donde, como es sabido, este intento de transmutación posible del trabajo alienado lleva a sus más extremas e imaginativas prefiguraciones. De hecho, para Gramsci “los industriales americanos han comprendido […] que el “gorila amaestrado” es una mera frase, que el obrero sigue siendo ´desgraciadamente´  un hombre, y que incluso durante el trabajo piensa más o, por lo menos, tiene más posibilidades de pensar. Al menos cuando ha superado la fase de adaptación sin quedar eliminado (70). 

Evidentemente es Gramsci quien hace esas afirmaciones. Recorriendo a la cita de unos imaginarios industriales americanos;  removiendo (o ignorando) que Taylor, en su frío realismo, tenía in mente que, en el “paréntesis” del trabajo, el hecho de pensar sólo podía llevar al trabajador  a unos rendimientos fallidos. Pero se trata de una observación de importancia secundaria que no puede dañar la organicidad de la construcción de Gramsci. Él será más explícito cuando insiste en el esfuerzo de los tipógrafos “para aislar del contenido intelectual del texto […] su simbolización gráfica y aplicarse sólo a ésta”. Gramsci observa, de manera verdaderamente singular, que esto “es el esfuerzo más grande que ha sido exigido por un oficio”. Fue cuando Taylor explique que esto es el esfuerzo más grande a poner en marcha para eliminar el idiotismo de oficio y el oficio mismo. Pero incluso de ahí parte Gramsci para formular su tesis central: “Sin embargo, ese esfuerzo se realiza y no mata espiritualmente al hombre. Una vez consumado el proceso de adaptación, ocurre en realidad que el cerebro del obrero, en vez de momificarse, alcanza un estado de completa libertad […] se dirige automáticamente, y al mismo tiempo, piensa en todo lo que quiere” (71). 

Nos volvemos encontrar, así, frente a una “autocoerción” del trabajador que liberando el pensamiento, a través de una violencia contra la persona y la identidad del trabajador  (aunque sea con la mediación o la autoridad de otros) configura una especie de ascesis, increíblemente próxima a la “mortificación de la carne” que aprisiona la fe. Y es singular el hecho de que, abrumado de la fascinación de tal visión, Gramsci quiera ser intérprete riguroso de lo que retiene que es el nudo del taylorismo, llevándole, sin embargo, a unas conclusiones que Taylor –como buen pragmático— nunca habría compartido: “Si sólo está mecanizado el gesto físico” –escribirá todavía Gramsci, a propósito del tipógrafo afectado por la convulsión taylorista --  “la memoria del oficio, reducido a gestos simples, repetidos con un ritmo intenso se ha ´anidado´ en los haces musculares y nerviosos que ha dejado el cerebro del trabajador libre y desocupado para otras actividades (72).

Aquí Gramsci contradice a Taylor que siempre insistió, sin embargo, en la necesidad de que el cerebro del trabajador estuviera limpio de toda preocupación que no fuera la realización de la tarea que le ha sido señalada, siendo todo pensamiento extraño –aunque estuviera conectado con un “saber” profesional-- y un obstáculo para la realización del trabajo “reglado” por otros.

Pero aquí no importa  tanto examinar la concordancia de las observaciones de Gramsci con la teoría y la práctica del modelo taylorista y del sistema fordista. Sin embargo, puede ser materia de reflexión útil valorar en qué medida sus tesis se desvían de cuanto ha sido verificado concretamente en las condiciones físicas y mentales de los trabajadores en los primeros experimentos del taylorismo; y, sobre todo, qué implicaciones han tenido dichos experimentos sobre los contenidos sociales y políticos del conflicto entre las clases, entre el trabajo asalariado y el capitalismo managerial. De hecho, es difícil negar un fenómeno que alcanzó dimensiones de masas, dada la amplísima literatura social, sociológica y psicológica, producida a lo largo de más de sesenta años por escuelas de pertenencia teórica y política, incluso radicalmente distintas. A excepción de la literatura oficial de la escuela pavloviana que dominó en la psicología y psiquiatría en los periodos más oscuros de la Unión Soviética. La expropiación de los saberes profesionales y del “saber hacer” de los trabajadores concretos y de los grupos de ellos sometidos a la práctica del “trabajo por piezas”  y a una jerarquía capilar de vigilancia, cada vez más ayuna de ductilidad y profesionalidad, determinaron en vastos estratos de trabajadores unos comportamientos que oscilaron entre el absentismo, la rebelión, la respuesta reivindicativa, la abulia o el escaqueo, más o menos clandestinos de las normas tayloristas. Y así sigue siendo.

De hecho, en tiempos de Gramsci, el trabajador, sometido a la “convulsión” taylorista y a las leyes fordistas de la producción estandarizada, cuando no se convertía en algo esquizofrénico (y es la tesis más próxima a las tesis gramscianas) estaba constreñido a padecer –como una violencia que nunca cesaba--  la expropiación de su saber y de su mínima autonomía de decisión en la determinación y erogación de su propio trabajo. Su “proceso de adaptación, como escribe Gramsci, y su “mayor tormento”, al decir de Marx, nunca se acaban.  Ambos procesos están destinados a acentuarse incesantemente con el incremento de las contradicciones entre sus capacidades intelectuales y culturales en aumento, su experiencia profesional de autodidacta, sus “astucias” de autodefensa para adaptar y corregir la organización “científica” del trabajo y su “gesto físico mecanizado” (73). Sorprende que Gramsci --en su agria polémica contra los nostálgicos de la “cualidad” de la producción (tan enfatizada en los tiempos de crisis del fordismo), ya que para él la “cualidad significa solamente la voluntad de emplear mucho trabajo en poca materia y “alto precio”--  no se dé cuenta que una parte de aquella “cualidad” es también la identidad del trabajador de media y alta cualificación; y, más en general, la posibilidad de un trabajador subordinado de dar un sentido a su propio trabajo, conservando una mirada crítica a los preceptos del sistema jerárquico de la fábrica taylorista.

Sin embargo, lo que sobre todo es necesario señalar es, cómo --en esa reflexión de Gramsci sobre el taylorismo y el fordismo-- se opera una verdadera y clara ruptura con toda una parte de la investigación de Marx sobre la alienación obrera y la formación de su consciencia de clase “per se” en lo más vivo de la relación de explotación y opresión. Con serias implicaciones negativas en la posibilidad de  identificar las vías y los objetivos a perseguir para reconstruir los nexos entre la sociedad civil con sus conflictos y la acción política (revolucionaria o reformista) orientada a cambiar las orientaciones y la organización del Estado.

La liberación del trabajador de la relación de dominio (y no sólo la reducción o abolición teórica o la “socialización” de su explotación a través de la propiedad estatal de los medios de producción) no se describirá más, en las notas de Gramsci, mediante la reconciliación del trabajador con un trabajo recompuesto o a recomponer en la consciencia o en la creatividad concreta de las personas. Será básicamente mediante una verdadera emancipación intelectual por el trabajo: “el cerebro libre para otras preocupaciones”. Una de sus connotaciones básicas de la relación del trabajo alienado –es decir, la relación de “opresión”, que precede y organiza la relación de explotación--  es liquidada como causa fundamental del conflicto social y su transformación en conflicto político.

Para Marx,  el conflicto social cambia de sentido (más allá de sus erróneas teorías sobre el empobrecimiento relativo y absoluto de las clases trabajadoras) cuando el trabajo alienado consigue responder a los mecanismos de opresión que determinan las formas específicas de la división técnica del trabajo. Y cuando los trabajadores oprimidos, constituyéndose en asociación, por ese mismo hecho, ponen en cuestión un sistema de poder establecido y hacen asumir al conflicto que ha originado la asociación una dimensión inmediatamente política.  

Sin embargo, para Gramsci el tránsito del conflicto social al conflicto político parece que encuentra su propia génesis en un proceso esencialmente voluntarista y permanece enredado en un improbable proceso psicológico que madura fuera del trabajo y contra el trabajo concretamente vivido: “[…] el obrero […] sigue siendo desgraciadamente un hombre, y que incluso durante el trabajo piensa más o, por lo menos, tiene más posibilidades de pensar  […] y no sólo piensa, sino que, además, el hecho de no tener una satisfacción inmediata en el trabajo y comprender que le quieren reducir a la condición de gorila amaestrado,  le puede llevar precisamente a un hilo de pensamiento poco conformista” (75). No la lucha contra el trabajo alienado  y contra una relación de trabajo opresivo, a través de la asociación, sino la lucha contra quien quiere reducir al trabajador a un gorila amaestrado, incluso aceptando con la elección voluntarista de la coerción (como un hombre libre, no como un gorila) las leyes alienantes de la producción parcelada para afrontar, fuera de los confines de la fábrica, el conflicto de poder que divide gobernantes y gobernados, actuando para la substitución de una clase dirigente.

Así caemos (a través de una vía mucho más rica y compleja que la de un determinado leninismo) en la torsión voluntarista que había señalado uno de los intentos de salir de la “crisis del marxismo” a principios del siglo XX y que abrió una profunda fractura entre las diversas culturas del movimiento obrero. Y que, sobre todo, provocó nuevas y profundas contradicciones entre muchas de estas culturas, con la osificación en ideologías (como la del partido de vanguardia o la del partido-Estado) y los contenidos reales de los conflictos sociales que evolucionaban con las impetuosas transformaciones de la sociedad civil, injertadas por la difusión  del sistema fordista en todo el mundo industrializado.

Así pues, tiene razón Nicola Badaloni cuando subraya que el historicismo absoluto de Gramsci --que planea sobre “una radical politización de las fuerzas productivas” y configura la sustitución de las “prédicas extrañas a la realidad de los viejos dirigentes intelectuales y morales de la sociedad” con la “moral austera de los productores y su control-- acaba por asumir “en bloque”  las fuerzas productivas heredadas del sistema capitalista. Escribe Badaloni que Gramsci “intenta demostrar que no hay solución de continuidad en lo atinente al desarrollo de las fuerzas productivas”. El gobierno de los productores se limita, de hecho, a disolver “los elementos de restricción externa de las fuerzas productivas” (76).          

Pero, entonces, vuelve la pregunta de la que hemos partido, cuando intentábamos comprender el problema, que seguía abierto, de la crisis del marxismo de principios del siglo XX: ¿donde reside si no en un puro acto de voluntad (en el rol prometéico del partido leninista o en la revolución moral y en la autocoerción de Gramsci, aunque mediados por una educación necesariamente “profética”) el factor determinante de la “escisión” gramsciana? En suma, ¿cuál es el factor que, para Gramsci, puede injertar la separación “preliminar” entre las fuerzas productivas, entre el saber acumulado del trabajador y el capital fijo, entre el “trabajo vivo” y el “trabajo muerto”, entre el “trabajo concreto” y el “trabajo abstracto” en el que se le quiere aprisionar , entre las fuerzas del trabajo y las del capital? ¿Y dónde reside el elemento motor de las trasformaciones de las “relaciones de trabajo” y de la “metamorfosis del trabajo humano”?

Si, de hecho, tal “escisión” se ha verificado realmente en una determinada fase histórica, ella no puede no dejar sus estigmas en el trabajo humano y lo vivido por los hombres y mujeres que están obligados a prestarlo en condiciones de subordinación y coerción. Ella no puede ser revivida dramáticamente, incluso en sus formas subjetivamente diversas, en el interior de las fuerzas productivas, fragmentando aquel “bloque” indiferenciado que asocia, en una especie de continuum el trabajo humano, su saber hacer, las tecnologías, la investigación aplicada, la organización del trabajo y el capital inmovilizado en máquinas e instalaciones. 

La génesis de la “escisión” reside, de hecho, --no es posible olvidarlo--  en la separación, que se repite hasta el infinito,  entre el trabajador y sus instrumentos de producción, de sus saberes acumulados, de su bagaje profesional y de su saber hacer. Y ello se expresa, en formas siempre nuevas, en la acumulación del trabajo y de saber, realizados por el trabajador que “se rebela contra una fuerza extraña y enemiga”, como decía Karl Marx. En consecuencia, al menos según Marx --del que Gramsci parte para construir su teoría de la “sustitución de las figuras sociales” en el gobierno de las fuerzas productivas--  el momento de la “convulsión” y de la “metamorfosis” no puede no invertir las mismas fuerzas productivas y proponer, como condición para su desarrollo, su “descomposición”, su transformación y su recomposición en un nuevo orden.          

Sin embargo, parece que dejando de lado la cuestión fundamental del “factor determinante” y del “elemento motor”, que en la concepción de Marx tenía una raíz objetiva (ya se trate de la relación de explotación que conduce al empobrecimiento o de la relación de opresión que siempre le sobrevive), incluso Gramsci –como el resto de de muchos teóricos de la Segunda y Tercera Internacional— acaba por sobreponerse al concepto de contradicción / conflicto (que está efectivamente presente y es continuamente revivido subjetivamente en el interior de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción), al concepto de “sustitución de las figuras sociales”, tomando como “terreno neutro”  que debe asumirse el sin soluciones de continuidad el bloque indistinto de las fuerzas productivas. O, como dirá en otra ocasión: el “mercado determinado” (77). Y de tal modo a la contradicción marxiana, objetiva y específica, que tiende a reproducirse en formas siempre nuevas en la gran fábrica taylorista entre el trabajo y su saber expropiado, entre el saber hacer y la norma impuesta jerárquicamente, entre el hombre entero y el hombre dividido por la parcelación coercitiva, el acto de voluntad puede sustituirse y superponerse, con un procedimiento improbable y seguramente abstracto:  la ruptura voluntarista con las viejas “figuras sociales” y su substitución por nuevas figuras o por sus élites. Con la inevitable  confirmación de la restricción del trabajo a cargo de una élite ilustrada, capaz de prefigurar un nuevo tipo de sociedad y de Estado, a través de de una pedagogía profética.

De esta manera, (ya tendremos ocasión de detectar un procedimiento similar en el Gramsci ordinovista) el momento del conflicto de clase, subjetiva y conscientemente vivido por los trabajadores, en cierta medida, sería “pospuesto para más adelante”. Es decir, desenganchándolo de las formas específicas que asumen tanto el proceso de acumulación como de explotación; y, sobre todo, de la relación de opresión y subordinación en las diversas situaciones y épocas históricas.

Pero, al hacerlo, se corre el riesgo de falsear totalmente, incluso el terreno de observación del conflicto social, tan importante en la teoría gramsciana de la fábrica como “microcosmos” de la sociedad. O, por lo menos, se acaba por perder (o verlo a través de una lente deformada) las contradicciones específicas que emergen, de vez en cuando, en lo más vivo de la relación de opresión y explotación en el interior de las fuerzas productivas y los contenidos que imprimen dichas contradicciones –directa o indirectamente, de manera abierta o desviada--  al conflicto social y a sus objetivos contingentes. Así las cosas, se acaba perdiendo el conocimiento del posible punto de ruptura –concreto, vivido y no solamente querido--,  a partir del cual, de vez en cuando, puede tomar cuerpo aquella consciencia alternativa de productores, cuya formación constituía la dificultad de Gramsci. Y con este “punto de ruptura”, o con aquel elemento motor, se puede incluso, en consecuencia, perder el conocimiento de la relevancia de los objetivos específicos que dan corposidad al conflicto social; y que constituyen, en la realidad concreta,  el tránsito obligado para construir una mediación entre el conflicto y el proyecto, reformador o revolucionario.                              

Estamos hablando de los objetivos y del proyecto que pueden darle la razón a la sustitución de las “figuras sociales” y que sólo pueden justificar el “sacrificio momentáneo”, las necesarias “autocoerciones” y el compromiso de intereses con otras fuerzas sociales, interesadas en un proceso de liberación de las pesadas restricciones de derechos civiles esenciales  y la igualdad de oportunidades de “realización de cada uno” (78).

De hecho, falta en este punto de referencia objetivo y específico, el objetivo inmediato del cambio, incluso en un solo aspecto de la compleja relación entre gobernantes y gobernados. Falta el esfuerzo subjetivo y consciente para realizar ese objetivo; y si el proyecto político que lo legitima –situándolo en un proyecto de transformación social de amplio aliento—no lleva los “estigmas” de sus orígenes y de su maduración la centralidad de la fábrica y del modo de producción que Gramsci no dejó de privilegiar  (como lugar donde se forma y autoeduca la consciencia del  cambio), acaba convirtiéndose en una pura abstracción, y conjuntamente en una contradicción en los términos. Porque presupone la existencia de un protagonista consciente de su propio rol “revolucionario” cuando asume la permanencia, durante un largo periodo, de una clase obrera mutilada y enajenada sólo por la relación de trabajo que debería transformar. De una clase obrera mutilada y oprimida que solamente, a través de un “ascetismo” y una negación de si misma debería proyectar al exterior de su concreta relación de trabajo la propia vocación de gobierno hacia la sociedad y el Estado, eliminando la fábrica.

Más todavía, la necesaria y consciente asunción de los sacrificios inherentes a todo proceso de cambio, la auto restricción de la nueva “clase de productores”, en la difícil fase de transición que acompaña el cambio, acaba perdiendo su motivo original, su objetivo y el metro de medida en los hombres de carne y hueso. Acaba sufriendo una pérdida (como diríamos hoy) de “sentido”, y acaba siendo un sermón, dirigido a una clase real, por parte de una élite ilustrada y potencialmente autoritaria.

Ningún imperativo categórico que afirme el destino de la clase obrera a convertirse en clase dirigente (“interiorizando” una psicología de productores”) nunca podrá sustituir, en la conciencia de los trabajadores concretos, el esfuerzo de buscar, en cada momento de su prestación de trabajo, en todo momento de su trabajo vivido en condiciones de opresión y subalternidad,  la necesidad y la legitimidad de actuar por el cambio de la situación existente.

En suma, ninguna pedagogía de la emancipación, ninguna educación de la clase obrera, una vez adquirida la “consciencia de productor”, puede soslayar (ni con relación a la clase obrera ni tampoco con las otras fuerzas sociales subalternas) un proyecto político que saque su primera legitimación, no tanto de la “ausencia” o de las incapacidades de las viejas clases dirigentes, sino de las contradicciones específicas que nacen en la organización de la producción y en el trabajo subordinado, alienado y oprimido, y del extrañamiento de los derechos fundamentales que comportan tales contradicciones.

Ciertamente, tenemos presente la observación fundamental de Gramsci: “no es productivo realmente  un instrumento que deja, como destino o separación, la voluntad colectiva en su primera y elemental fase de su formación (79). Pero esta última no puede no llevar en sí la marca de la separación, de la ruptura consciente. Es decir, no sólo de su ser que ha nacido de un acto de separación sino incluso de los contenidos específicos de las contradicciones primarias y subjetivamente vividas que las han originado  y motivado culturalmente.

De ahí la necesidad de superar siempre –aunque sea  gradualmente-- estas contradicciones (como la del trabajador libre de vender “la jornada” de su fuerza de trabajo y su profesionalidad, y su obligación de someterse al dominio indiscriminado de la jerarquía empresarial, a través de la expropiación de toda su autonomía de decisión y de sus saberes) y exigir, en vez de la “ausencia” de las viejas clases dirigentes, una diversa dislocación del poder en la fábrica y en la sociedad (antes incluso que en el Estado); y en ese objetivo –no por predeterminación histórica--  la reapropiación de una consciencia de productores por parte de la clase oprimida.  


Notas

(66) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(67) Ibidem

(68) Ibidem

(69) A. Gramsci. Passato e presente.  En los Cuadernos

(70) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(71) Ibidem

(72) Ibidem

(73) Simone Weil. La condición obrera. Nova Terra, 1962

(74) Antonio Gramsci. Cantidad y cualidad. Antología de Gramsci, a cargo de Manuel Sacristán. 

(75) Ibidem

(76) Badaloni. Obra citada.

(77) Nota del Traductor. Mercado determinado equivale a decir una “determinada relación de fuerzas sociales en una determinada estructura del aparato de producción”.

(78) Se puede entender la importancia, e incluso los límites, de la famosa observación de Gramsci sobre los “sacrificios de orden económico-corporativo”  necesarios para ejercer la hegemonía de la clase obrera sobre otros grupos sociales teniendo en cuenta “los intereses y las tendencias de los grupos sobre los que la hegemonía se ejercerá”.

(79) Badaloni. Obra citada. 

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