Al
final de la parábola que va del “salario político” al neocorporativismo (que
sirve aquí como ejemplo, aunque extremo y quizá caricaturesco, de una auténtica
crisis de la izquierda italiana) podemos interrogarnos sobre las responsabilidades
más profundas y duraderas de tal aventura, de su ajuste de cuentas con esta
sociedad y la intervención política concreta de las capas dominantes de este
país.
Esas
responsabilidades no consisten solamente en las singulares experiencias políticas
y sindicales que este tipo de ideología acabó legitimando: los acuerdos
centralizados sobre el salario; la creciente corporativización del conflicto
social; y el desgaste de la experiencia más original del movimiento sindical
italiano, por ejemplo, en lo referente a la negociación sistemática de las
condiciones y las reglas en el interior de las empresas y, a veces, en el
territorio. Ciertamente, el coste social de dichas experiencias fue altísimo.
Tal vez no era inevitable; o evitable sólo en parte, de un lado, dadas las
profundas modificaciones que desplazaron las relaciones de fuerza entre los
trabajadores y sus organizaciones; de otro lado, el sistema de las empresas, en
aquellos años duros de la crisis económica, con un nuevo desempleo y de ofensiva
neoliberal. Pero la historia siguió adelante. Y no nos llevará a las soluciones
del pasado.
El
acuerdo de 1993, que por primera vez se sometió a referéndum entre los
trabajadores, acabó restaurando la práctica de la negociación colectiva en los
centros de trabajo (incluso sobre condiciones de trabajo y empleo) que el
acuerdo estipulado un año antes con el gobierno Amato había demorado
explícitamente. En 1993, por primera vez en la historia de este país, se
codificó un sistema electivo de representación sindical unitaria en los centros
de trabajo, que naturalmente era mejorable, pero que sigue operativo en todos
los sectores del trabajo dependiente. Y, tras la eliminación de la escala
móvil, se consiguió la recuperación del salario real en el curso de la
negociación colectiva en todos los sectores. La cosa quedó abierta en un
escenario diferente al de los viejos pactos neocorporativos. El sindicato
volvió a basarse, aunque con inmensas dificultades y divisiones, en los temas
de la política industrial, el empleo, las reformas del mercado de trabajo y
del Estado de bienestar, en la enseñanza
y la formación, en las “reglas del trabajo” y en una política salarial y
normativa funcional a la liberación de elementos de autonomía de la prestación
del trabajo. La constante distracción de la izquierda ante estas novedades no
eliminó su importancia.
No,
las responsabilidades de la práctica progresiva de la “autonomía de lo
político” fueron sobre todo otras, y se refieren a la política y a sus contenidos: a su capacidad de ser factor de
identidad de una orientación política y social, pero no un factor de homogeneización
de una “clase política” o de una burocracia de Estado. Sobre todo, en la
izquierda italiana parecía abrirse camino, insensiblemente, una política “sin
adjetivos y sin calidad” dada su progresiva pérdida de referencias y de un
análisis crítico de la sociedad civil y del conflicto social en sus específicas
–y, a veces, contradictorias— manifestaciones y articulaciones y en sus
incesantes transformaciones. Este proceso de “separación” estuvo siempre
presente y se manifestó de manera recurrente en la segunda posguerra. Y sufrió
una fuerte aceleración en Italia con las primeras grandes crisis económicas y
sociales de los años setenta. Dicho proceso puso fin en todo el mundo
industrializado al “golden age” del que habla Eric Hobsbawm y al controvertido
milagro italiano (68). Solamente, y tal
vez en la Gran Bretaña ,
podemos observar un fenómeno similar, tras la histórica derrota de los laboristas y el triunfo del
thatcherismo, en amplios estratos de la clase trabajadora.
En
la formación de las estrategias reformadoras de la izquierda durante la famosa
fase de transición al socialismo se ha ido perdiendo la pasión por la
transformación del presente que se desprende de una atenta lectura de las
implicaciones potencialmente existentes en algunos contenidos específicos de
las luchas sociales o de las transformaciones de la sociedad civil que también estaban
presentes en la primera tradición socialista y marxista. (Piénsese en la
observación de Marx sobre el alcance político
de algunas reivindicaciones sociales como, por ejemplo, la reducción de la
jornada laboral; o de algunas transformaciones de las incipientes
organizaciones industriales que desplazaban a la manufactura, tales como la
creciente movilidad del trabajo y la tendencia a la recomposición de
profesiones complejas para muchos trabajadores, aunque a través de procesos
sociales dramáticos; o del papel emancipador que, por primera vez, podía asumir
la formación profesional). Sin embargo, empezó a faltar la atención a los
mensajes políticos que venían de unas luchas sociales concretas y de sus
objetivos específicos. Y con ello, la preocupación por construir, junto a los
protagonistas de estas luchas, soluciones políticas e institucionales que
transformaran estas señales, estas demandas, en proyectos orientados a
introducir reformas amplias en la sociedad civil. De manera progresiva la
izquierda acabó perdiendo, en la sociedad civil y en sus transformaciones, el
primer referente de su propia elaboración estratégica. Y sus programas asumían,
cada vez más, unos enunciados y unas premisas para demostrar, haciéndose cargo
de los intereses preferentes de una cambiante y heterogénea orientación social, que eran fuerza
de gobierno y con capacidad de gobierno. Pero no una decidida, aunque realista
y rigurosa, voluntad reformadora.
Ciertamente,
no faltaron “los programas”, y no faltaron fragmentos de programa, cada vez más
inspirados en la “gobernabilidad” de lo existente frente a la crisis fiscal del
Estado y la dramática reducción de los espacios de la política redistributiva,
ante la necesidad de defender (aunque fuera pagando el precio de alguna
renuncia) algunas conquistas históricas del movimiento obrero (por ejemplo, el
sistema de protección social o el sistema sanitario). O, sobre todo, la
necesidad de redefinir las reglas del sistema político. Pero, progresivamente, con el obscurecimiento de la perspectiva de
transformación radical del cuadro social existente (que no era inmóvil como se
suponía) y con la “pérdida de sentido” de la estrategia de la transición, que
empezó mucho antes de la caída del Muro de Berlín, faltó la capacidad y la
voluntad de arriesgar la propuesta de un
nuevo proyecto de sociedad.
Hablo,
en este caso, de un proyecto de sociedad capaz de dar sentido, coherencia,
valor y perspectiva a las medidas concretas, incluso las de carácter inmediato,
que se proponían ante exigencias contingentes. De un proyecto de sociedad que,
abierto a todas las modificaciones y transformaciones, podría imponer la exigencia y las reglas de
la democracia. De un proyecto de sociedad que sepa asumir e incorporar los
nuevos, gigantescos vínculos que vienen de las transformaciones de las grandes
sociedades industrializadas del fordismo y de la mundialización de los sistemas
de comunicación, producción y distribución. Pero que, al mismo tiempo, sepa
asumir los vínculos que vienen de la reconstrucción gradual de una solidaridad
en la que participan los diversos segmentos del inmenso universo del trabajo
subordinado. Hablo de un pacto de solidaridad entre los trabajadores que vuelva
a construir el primer e ineludible punto de referencia y factor de identidad de
una fuerza de izquierda, esto es, el perno de una estrategia de las más amplias
agregaciones sociales. Hablo, en definitiva, de una capacidad de proyecto que
produzca no solamente un mosaico de programas sectoriales o de propuestas
particulares (técnicamente completas, pero neutras en sus implicaciones sociales)
sino, sobre todo, nuevos valores y nuevas motivaciones de ideas para una acción
política “desinteresada”. Hablo de una capacidad de proyecto que no oculte –por
miopes preocupaciones tácticas-- hacia
dónde se dirige su propia búsqueda.
Solamente
un proyecto de este aliento podrá basarse en las grandes cuestiones que se
escapan de las estrechas preocupaciones de la gobernabilidad o de la
“normalidad” de la convivencia entre los partidos. Por ejemplo, la reforma
global del Estado de bienestar, fundada en los derechos universales de la
persona; la eliminación de la tendencia a la privatización y corporativización
de la gestión del Estado de bienestar, poniéndolo las condiciones para
garantizar en todos los campos (en la protección social, en la asistencia y
prevención sanitarias, pero ante todo en la enseñanza y en el gobierno del
mercado de trabajo) una solidaridad transparente de toda la colectividad. Todo
ello dirigido a remover las nuevas desigualdades y las nuevas exclusiones que
se producen incesantemente por las mismas transformaciones de la sociedad
civil. O con una nueva legislación de los derechos civiles y sociales que asuma
entre sus objetivos fundamentales la promoción de un trabajo liberado de los
cepos de la burocratización parasitaria y de la subordinación cultural y
profesional que ha impuesto el taylorismo a los trabajadores asalariados.
La
“autonomía de lo político” y la política
sin referencias sociales que la funden han llevado insensiblemente a la
izquierda a dividirse entre tensiones opuestas de una práctica política y de
una “exhibición programática” instrumentalmente inspiradas, de un lado, a
legitimar la autoconservación, en todas las contingencias, de un partido y una
determinada área electoral; y, de otro lado, a una política y una elaboración
programática orientada a justificar, ante todo, la entrada en el área de
gobierno. Para unos, la entrada en el área de gobierno y, para otros, la
conservación del “monopolio” de las áreas de protesta más radical y
desresponsabilizada fueron la premisa fundadora de una política que, en ambos
casos, debería –sólo en segundo lugar--
transformarse en proyecto responsable.
Esta
es la enfermedad que la izquierda en su conjunto ha heredado del ocaso de la
ideología de la transición, de la crisis caótica de la economía y de las
sociedades fordistas, del fracaso de las ideologías de la “revolución por
arriba” que en la provincia italiana
solamente intentaron ennoblecer los viejos axiomas democristianos: “se gobierna
desde el centro” o “el poder corrompe a
quien no lo tiene”. Se trata de una enfermedad que puede tener funestas salidas
si no se atacan con coraje sus causas y raíces culturales.
Alguien
ha visto en esta progresiva separación entre la forma (el gobierno neocorporativo de los conflictos promovido desde
la ocupación del Estado) y los contenidos
de una política reformadora (un proyecto explícito de gobierno de las
transformaciones que preceda y legitime la candidatura democrática al gobierno
del país) una reedición en su versión “fin de siglo” del transformismo italiano
(69). Seguramente, en la medida que tal separación en la política italiana
tiende a acentuarse a partir de los años ochenta, refleja una crisis ya
irreversible de la “estrategia de la transición” y sus metas. Disolviéndose esta estrategia, la
izquierda parece incapaz de fijar una meta, un proyecto en clave de reforma de
la sociedad civil; y da la impresión de que no dispone de una vara de medir que
le permita definir y justificar, privilegiar y contrastar incluso moralmente,
las opciones políticas cotidianas, las alianzas, las los movimientos sociales
que deben ser apoyados. Es decir, la identidad visible de una orientación
reformadora.
Sin
embargo, esta crisis se hace más profunda cuando decae también el otro presupuesto
de la “estrategia de la transición”: la inmutabilidad substancial de las
estructuras que soportan la sociedad civil; y, en primer lugar, los modelos de
producción de mercancías y servicios, la organización de los poderes y saberes
de los sistemas de empresa y todas las formas que asume la “racionalización”
weberiana de los centros organizados por la actividad colectiva (desde la
industria al Estado). Mientras tanto, tarda en afirmarse en la cultura de la
izquierda la conciencia que el desarrollo “imparable” de las fuerzas
productivas puede encontrarse con límites crecientes, y puede seguir –sobre
todo hoy-- diferentes caminos que
aquellos que se consideraban “científicamente” obligados y “neutrales”.
En
suma, todo ello sucede bajo el impulso de potentes transformaciones de las
tecnologías, en los contenidos del trabajo y en el cuadro de los mercados
internacionales, la organización dominante de la producción y de los hombres, y
los procesos de racionalización “científica” de los centros de actividad colectiva
revelan sus propios límites y su concreta “irracionalidad” respecto a las
nuevas potencialidades abiertas por las transformaciones tecnológicas y
sociales; cuando se impone, en las sociedades modernas –con o sin la izquierda—
la búsqueda de nuevos caminos; cuando mientras el antiguo objetivo se disuelve
–al menos como certeza en el devenir histórico-- se resquebraja el “pavimento”, o sea, un
cuadro estructural que se creía cualitativamente inmutable para un largo
periodo y, por ello, tercamente descuidado en investigar sus premonitores
cambios; y cuando se sitúa, aquí y ahora, la necesidad de fijar un proyecto
para el presente que intente definir –sin certezas preconstituidas-- las grandes líneas del gobierno de las
transformaciones, capaz de salvaguardar y ampliar las oportunidades que
dispongan las personas de establecer una realización con el mundo de la
producción y la organización de la vida colectiva.
Si
la izquierda no toma conciencia de la amplitud y la profundidad de la crisis de
identidad en que se encuentra –que es anterior al colapso definitivo de las experiencias del socialismo
real (que desde décadas habían dejado de representar una perspectiva creíble),
si no se libera de la cultura “fordista”, “desarrollista” y taylorista, de la que
ha estado impregnada, y medirse con las fatigas de una política basada en la
democracia y en un proyecto de sociedad –realimentándose con nuevas demandas
que se desprenden del conflicto social--- estará inevitablemente condenada a
sufrir una nueva revolución pasiva de proporciones más vastas y de una mayor
duración que la analizada lúcidamente por Antonio Gramsci en los años veinte.
Porque,
hoy, el mundo moderno no está modelado en absoluto por un sistema de saberes y
poderes hegemónicos y triunfadores en el campo de la producción como lo fueron
el taylorismo y el fordismo cuando Gramsci escribía. Hoy el mundo moderno se
haya confrontado, sin embargo, con una situación terriblemente abierta a muchas
salidas muy diversas entre ellas. Y sin la izquierda no se compromete en
favorecer y construir una salida, al final del “recorrido” se arriesga a quedar
marginada, al menos en sus formas actuales y en sus grandes tradiciones.
Ninguna “autonomía de lo político”, ninguna invocación del decisionismo
schimittiano podrán substraerla de ese destino.
No
obstante, para dar ese paso, la izquierda debe reconocer las raíces de su
actual crisis cultural y política; debe tomar conciencia de la abrumadora
hegemonía que el taylorismo, el fordismo, el racionalismo y el decisionismo
carismático de la cultura weberiana han
ejercitado en la historia del siglo XX, y asumir conscientemente la desgracia.
Notas
(68)
Eric Hobsbawm. Op. Citada
(69)
Giulio Bollati. L´italiano. Einaudi.
Torino, 1983
No hay comentarios:
Publicar un comentario