miércoles, 13 de junio de 2012

CAPÍTULO 10 (2) LA HEGEMONÍA CULTURAL DEL "SCIENTIFIC MANAGEMENT"



Segunda parte



Diego Rivera fue invitado en 1931 por Henry Ford para que pintara unos murales en el Detroit Institut of Arts. Tras su estancia proclamó: “Marx estableció la teoría, Lenin la aplicó y Henry Ford ha hecho posible su concreción en el Estado socialista” (74). Nadie le contradijo desde la izquierda más radical de los Estados Unidos.

Con las limitaciones impuestas por la economía de guerra y la entrada de nuevas generaciones de trabajadores descualificados (y, sobre todo, de trabajadoras) en substitución de los que estaban en el frente  y los primeros intentos de planificación de la producción de los ministerios de suministros bélicos (a veces dirigidos por socialistas, como el francés Albert Thomas, que más tarde fue fundador de la OIT), las filosofías tayloristas y las diversas teorías de la racionalización “científica” del trabajo, que se inspiraban en Taylor, fueron el objeto de una experimentación de masas en los principales países de la Europa Occidental, empezando por Francia, Gran Bretaña y Alemania. Nuevos teóricos y nuevos empresarios, una nueva generación de ejecutivos y tecnócratas abrirán el camino utilizando y enriqueciendo la experiencia del “scientific management”. En el caso de Francia, basta citar los nombres de Henry Le Chatelier, Ernest Mattern y Henry Fayol (75). En otros países europeos, la oleada taylorista dejará su huella en las transformaciones industriales en el inmediato periodo postbélico, por ejemplo en Italia. Como observa Robert Reich, Europa adoptó en un primer momento las enseñanzas de Taylor de la organización jerárquica de la empresa y las potencialidades planificadoras de la “unidad de mando”, basada en la “objetividad” de los parámetros de sus decisiones (76).  

Incluso en Europa, el movimiento sindical y los partidos de tradición socialista, aunque superando ásperas discusiones, reconocieron rápidamente “la organización científica del trabajo” como un factor fundamental de progreso, no sólo para el conjunto de la sociedad sino para la misma clase trabajadora, con la condición, naturalmente, de que “los beneficios de la racionalización se distribuyeran mediante acuerdos entre empresarios y trabajadores”. Así lo afirmaban en Francia tanto la SFIO como la CGT. El Partido comunista francés y la CGTU sostenían que el taylorismo era el “método de producción del futuro”: no se podía estar en contra, en tanto que tal, aunque sí debía tener como contrapartida una diferente distribución de las rentas para limitar su “uso capitalista” (77).  

Por lo demás, la desparpajada apología de Lenin, Trostky y Stalin de los contenidos objetivos del taylorismo y del “americanismo” (o sea, el fordismo) como culturas organizativas que permitían la construcción, a marchas forzadas, de una industria socialista y de una nueva disciplina del trabajo –y al mismo tiempo una reducción del horario de trabajo, conectada al aumento de la productividad y la liberación de “un tiempo  para la actividad política y sindical”--  no permitía a los sindicatos socialdemócratas y a los de inspiración comunista de la Europa occidental adoptar una actitud diferente sin cuestionar su misma ideología “igualitaria” (78).   

Los comunistas italianos de la Cgil, los partidos italianos socialista y comunista asumen esta orientación tras la Primera guerra mundial y también personalidades de gran prestigio de la izquierda democrática y radical como Piero Gobetti y Gaetano Salvemini. Incluso,  con la llegada del fascismo los dirigentes comunistas y de la Cgil en el exilio denunciaron con fuerza el uso exasperado de los sistemas de destajo (el “Bedaux”) y el autoritarismo de fábrica, contraponiéndolo a la “esencia” del “taylorismo” (79). Solamente el sindicalismo revolucionario y el movimiento anarquista, en Francia e Italia, mantuvieron en la primera postguerra una lucha abierta contra las “condiciones sociales más negativas”. Pero su papel fue convirtiéndose rápidamente en marginal en los movimientos sociales de los años veinte y treinta (80).        

La hegemonía cultural del “scientific management” y de la racionalización industrial en las ideologías dominantes de la izquierda europea y el productivismo autoritario del socialismo real, que había surgido en la fase del “comunismo de guerra”, no se debió solamente a la identificación de las nuevas formas de la división técnica del trabajo y de las funciones con las fuerzas productivas objetivas y “neutras” de las máquinas o de las tecnologías perfeccionadas. Que se apoyaban sobre otras dos concepciones de la organización de la actividad humana que parecían emanar de un desarrollo en cualquier caso obligado e “imparable” de las fuerzas productivas.

En primer lugar, la posibilidad de introducir –mediante una nueva organización del trabajo y de las funciones de las personas--  elementos de programación y planificación de las actividades de la empresa que podían extenderse a toda forma de organización social y a la administración del Estado, incluso aquellas que estaban sometidas a las leyes “científicas” de la sociedad empresarial (81). En segundo lugar, la posibilidad de liberar en las fuerzas del trabajo fragmentado –reducidas concretamente (y no como puro metro de medida) a “trabajo abstracto”-- un formidable potencial de socialización del trabajo y de crecimiento de su actividad con la idea de producir los recursos necesarios para aliviar las condiciones de vida de los menos favorecidos.  El trabajo, en aquellas condiciones podía --incluso si estaba expuesto a unas duras “aunque transitorias” leyes de la racionalización y fragmentación--  ser investido de un nuevo rol social y de una “nueva misión”, perfectamente compatible con la actividad política revolucionaria y con la autorrealización (fuera del trabajo) en la militancia, ya fuera revolucionaria o reformista.  

La posibilidad de planificar la dirección y la actividad de grandes servicios y grandes sistemas económicos a partir de la gran empresa pensante (la soulfoul corporation), sobre la base de parámetros “científicos” confiados a la dirección de un nuevo ejército de “especialistas de la organización”, aparecía a las diversas fuerzas de izquierda (renuentes a aceptar la utopía de la “revolución tecnocrática” de James Burnham) como una ocasión inédita de experimentar nuevas formas de intervención pública en la economía, aunque orientadas a unos objetivos de una mejor redistribución de los recursos producidos. Y, sobre todo, parecían hacer posible y eficiente una intervención racional del Estado, capaz de reducir las incógnitas del ciclo económico, corregir las desviaciones de la economía de mercado  y permitir el uso óptimo de todos los recursos existentes, comprendido el trabajo.     

La obra de Keynes no puede ser considerada, ciertamente, como una filiación teórica del taylorismo y del fordismo. Pero su impacto en la cultura económica, surgida de la derrota de la gran crisis de 1929 y de las orientaciones de los gobiernos democráticos de Occidente, hubiera sido diferente si no hubiera coincidido con la afirmación imparable de las culturas del “scientific management” (82).

Las tardías revoluciones leninistas de la disciplina del trabajo y de la dirección única de la fábrica, su drástica decisión de confiar la gestión de algunos grandes aparatos de la Unión Soviética no a una “ama de casa”* sino a especialistas de la organización y a mánagers (ya fueran rusos o extranjeros) y su sueño de plasmar la organización del Estado socialista sobre el modelo del “sistema postal” o de una gran sociedad ferroviaria norteamericana, reflejaban también un recorrido político autónomo que, por otra parte, tenía sus orígenes no demasiado lejanos en las culturas del movimiento socialista tanto de Lassalle como de Marx. ¿Cómo no ver, en tal recorrido, el impacto determinante de la “revolución” taylorista y su mística del racionalismo organizativo que destronaron a los soviets de fábrica –el alma obrera de la revolución— que se habían convertido en inútiles fuentes de despilfarro y anarquía?

La cultura taylorista y fordista, tras el primer conflicto mundial, se convirtió en una especie de “ideología del progreso” que estaba destinada a plasmar no sólo los intentos de organizar la empresa, las grandes redes de servicios y el Estado en el país del capitalismo avanzado donde nació sino en la vieja Europa y en los países cuyos regímenes autoritarios pretendían construir el socialismo expropiando al “capitalismo”  sus “medios de producción” a partir de la conquista revolucionaria y de la transformación del Estado. Dicha cultura estaba orientada a incidir, profunda y duraderamente, en diversos campos de la investigación científica, la sociología, la literatura y las artes. Y en muchos casos fueron incluso los intelectuales próximos a los movimientos democráticos, socialistas y comunistas los principales exponentes de esta “revolución cultural pasiva” (83).  

Por otra parte, es difícil no ver la influencia de estas culturas fordistas en la prevalencia, sobre todo tras la Primera guerra mundial, de una versión determinista del historicismo marxista, que asumía la clase obrera o, más tarde, las mismas clases trabajadoras como entidad, categorías sociales históricamente determinadas en cuanto función y rol en el proceso productivo prescindiendo de los individuos concretos y de tantas culturas profesionales específicas que fueron trastocadas por las ideologías de la racionalización “científica”.  

Al mismo tiempo encuentra una explicación clarificadora el éxito que tuvo, en los Estados Unidos y después en Europa, las nuevas teorías psicológicas como el “behaviorismo”, banalizado como “ciencia del comportamiento humano” o “Gestalt Theorie” (84). ¿Y cómo no ver las conexiones entre tales teorías “del comportamiento” que guiaron la actividad de millares de sociólogos y psicólogos del trabajo en Occidente con la revalorización teórica en la vulgata marxista-leninista (no sólo entre los psicólogos soviéticos) del pavlovismo y  de las posibilidades inéditas que abría el hecho de predeterminar los comportamientos humanos, incluso en el trabajo, sobre la base de circuitos relacionales, gobernados sobre la base de unos parámetros que se basaban en la clasificación de los estímulos que podían inducir a “reacciones” previsibles y “programables”   en personas obligadas a una mayor especialización de su actividad a través de una creciente simplificación y heterodirección de ésta? (89). 

Por supuesto, estamos ante una diferente longitud de onda (aunque relativamente) de las provocadoras afirmaciones de Taylor sobre las posibilidades de utilizar un chimpancé amaestrado en una cadena de montaje. Pero no puede no sorprender la coincidencia histórica entre los inicios de las teorías tayloristas de la racionalización del trabajo, mediante la subdivisión y simplificación extremas –o sea, su despersonalización--  y el descubrimiento del fundador de la psicología “behaviorista”, John B. Watson, que en 1913, como recuerda Robert Reich, teorizaba brutalmente la existencia de causas meramente objetivas del comportamiento humano y preveía la posibilidad de formar (adiestrar) el comportamiento de los seres humanos mediante regímenes estructurales de estímulos y respuestas (86). Aunque Watson y otros teóricos del “behaviorismo” y, sobre todo, algunos de sus intérpretes críticos enriquecieron su postulado con el “descubrimiento” de vínculos relacionales más dialécticos entre el impulso y las reacciones, en la búsqueda de momentos de comunicación más complejos en los centros de trabajo mediante un proceso de “integración” del trabajador, confiado en su posibilidad de participar en formas ritualizadas (pero “creativas”) se superación de los conflictos (87).

Naturalmente, la reducción del trabajo de ejecución  a una prestación abstracta, fungible y predeterminada, a través de su progresiva simplificación, la separación sistemática entre “pensadores” y “ejecutantes”, según dejó dicho Robert Reich, habría exigido, en las personas de carne y hueso, la puesta en marcha de una “psico-sociología del trabajo”, capaz de volver a concretar (no sólo con una y “objetivamente definida” política retributiva) el “estatus social” del nuevo trabajador.

En primer lugar, mediante la definición de unas reglas neutras substraídas al arbitrio y a la improvisación para ofrecer, al menos, la aparición de una “justicia” impersonal. Como escribía Taylor: “El hombre que está a la cabeza de la empresa con el sistema del “scientific management” la gestiona con reglas y leyes que han sido definidas mediante centenares de experimentos, exactamente igual que el trabajador de ejecución. Las cuestiones que, bajo otros sistemas, están referidas a juicios arbitrarios y son fuente de desacuerdos, no tienen cabida en mi sistema, ya que en éste han participado el manager y el trabajador”. Por eso, Louis D. Brandeis veía en las ideas de Taylor un camino de reforma social y de racionalización de la sociedad, sosteniendo que “bajo el ´scientific management´ nada se ha dejado a la improvisación” (88). 

En segundo lugar, mediante la revalorización “social” del trabajo de ejecución y su función insustituible en las sociedades modernas. Escribía Taylor: “Es necesario testimoniar a los trabajadores de ejecución una justa consideración y mantener con ellos unas relaciones amistosas” (89). Esta “función insustituible” tiene necesidad de ser reconocida, de ser sujeto de una atención “solidaria” y, también, de unos reconocimientos específicos capaces de valorizar nuevos símbolos (la voluntad de colaboración, la antigüedad en el trabajo, la emulación en la consecución de resultados en la medida que se siente observado y “comprendido”) como sostenía Elton Mayo, el primer teórico de las relaciones humanas, tras su famosa encuesta en la Western Electric´s Hawthorne; incluso si estos reconocimientos son el resultado de una mayor responsabilidad o de una mayor autonomía de decisión en la prestación del trabajo. Unos intentos similares acompañaron la adaptación del sistema “científico” en la URSS y en los países del socialismo real. ¿Qué otra cosa fue el estajanovismo, el “sistema” de los “héroes del trabajo” o los “círculos de emulación socialista” que fueron magnificados en la República popular china, y quién podría reclamar la primogenitura  a los círculos de calidad que se introdujeron en Japón en los años setenta?                     

A partir de los años treinta se fue considerando –incluso en los movimientos socialistas y comunistas de los países de la Europa occidental-- una especie de nueva ética del trabajo que presentaba muchas similitudes con la vieja prédica de la doctrina social cristiana. Una ética del trabajo basada en viejos y nuevos cánones. Antiguos como el valor y la dignidad incluso del trabajo más humilde. Nuevos como el que afirmaba la compatibilidad de este nuevo tipo de trabajo de ejecución (expropiado al menos como principio de cualquier posibilidad de incidir sobre las condiciones y de favorecer de cualquier modo la autorrealización de la persona) con la conquista de autonomía en el trabajo, en el curso mismo de la prestación laboral o fuera de la relación de trabajo, con la “vida militante”, la participación política y sindical. Para transformar, como sostenía un marxista-leninista ortodoxo como Lucien Sève, “las relaciones sociales [en “esta necesaria fase de transición y admitiendo esta necesaria división del trabajo, de los saberes y de los poderes] en una vida militante donde se percibe ya en positivo la grandiosa figura del trabajo desalienado de mañana” (90).    


Notas


(74) Giuseppe Leuzzi. Céline l´americanoIntroducción a Céline, i sotto uomini. Ya citado. 
(75) Maurice de Montmoulin, Actualité du taylorismo. Editions La Découvert, París, 1984.
(76) Robert Reich. The Nexe American Frontier. Peguin Books, New York 1984.     
(77) Robert Boyer, L´introduction du taylorisme en France à la lumière de recherches récents, CNRS – CEPREPAM, París, 1983.
Para los comunistas franceses (véase el congreso de la Cgtv de 1927), para la Internacional Sindical Roja y para el Comité ejecutivo ampliado de la III Internacional (Informe de Ercoli – Togliatti) diciembre de 1926, una de las consecuencias positivas de la “racionalización” es su contribución a “instaurar la unidad de la gran mayoría de la clase obrera y limitar la base de masas del reformismo”. En todo caso, se trataba de luchar contra las “consecuencias negativas de la racionalización” y no contra las nuevas tecnologías y sus implicaciones organizativas.
“Decir que se está contra el trabajo en cadena me hace pensar  que alguien fuera contrario a la lluvia [ … ] Estamos por los principios de la organización científica del trabajo, comprendido  el trabajo en cadena y las normas de producción”. (Intervención de Rabaté, militante comunista en el congreso de la Federación de Metalúrgicos de la Cgtv, diciembre 1927.
(78) V.I. Lenin. Las tareas del poder soviético, 1918
(79) Giuseppe Di Vittorio. Un nuevo piano nei confronti del processo di razionalizzazione. Stato operaio, 8 de agosto de 1932
(80) Simone Weil. Revolution prolétarienne  
(81) Mario Telò. Riforme di strutture e problemática istituzionale nel socialismo pianista. De Donato, 1979.
(82) Hanna Arendt, ya citada en otros capítulos.
* Alusión a Lenin, El Estado y la revolución: “Cada ama de casa tiene que estar preparada para dirigir el Estado”. [Nota de JLLB]
(83) Jean-Louis Maury. L´actualité du Taylor. Marabout, 1967
(84) Franco Bucci y Pierluigi Tavecchio. Gli anni du Taylor e Ford. Sobre la influencia de Taylor en arquitectos como Louis Khan y Le Corbusieur.
(85) Hanna Arendt, ya citada.
(86) Robert Reich. The Next American Frontier. Ya citada.
(87) Mary Parker Follet. L´esperienza creative. Ediesse, 1994
(88) Lavoro, solidarietà, conflitti, 1983
(89) Societé française de Psichologie. Entreprise moderne, 1978
(90) Lucien Sève.  

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