Primera parte
Como ya hemos
dicho, a finales de los años ochenta y
con la derrota del sindicato en la
Fiat (1980) tras una desesperada batalla defensiva contra la
nueva oleada de reestructuraciones industriales, los teóricos de la “autonomía
de lo político” llegaron al final de la última etapa de su parábola
improvisándose, primero, como ideólogos del “intercambio político” y, después, como apologetas del
corporativismo.
Aunque en esta
ocasión no se trataba de harina de su propio costal, los mencionados teóricos
se apoderaron de los modelos sociológicos de estudiosos como Alessandro
Pizzorno y Colin Crouch, basados en algunas tendencias que estaban presentes en
la evolución de los sistemas de relaciones industriales donde la intervención
del Estado adquiría una dimensión relevante; ahí encontraron un balón de
oxígeno, claramente impracticable como obra sólo del partido-Estado. La teoría
del intercambio político aparece, de hecho, como el instrumento “ideal” de un
sistema de gobierno del conflicto social en el que un partido --delegado por la
“clase” para ejercer a través del Estado una mediación entre intereses sociales en conflicto— pudiese adquirir todos los títulos para formar parte
de la clase política dirigente.
A decir
verdad, el “intercambio político” (o “mercado político”) se planteó, al menos
durante un primer tiempo, sólo como una de las posibles transformaciones del
sistema tradicional de la negociación colectiva con la que tendría algunas
diferencias esenciales. Los “beneficios” se obtendrían a cambio de renunciar a
la “amenaza del orden social”; el “poder del intercambio” estaría en función
del “deseo del acuerdo” y no de las demandas del trabajo; y, finalmente, otros
sectores debían acompañar al sindicato para mediar el acuerdo (55). Pero, iba más
allá de algunos de sus sucesivos apologetas la demostración de que, en los
hechos, toda “negociación” entre las partes sociales en las que interviene el
Estado como mediador, se convierte en un intercambio entre bienes no
“comercializados” (como el principio de autoridad o la retirada de colaborar en
el orden social existente) y, por ello, en un “intercambio político”. En eso se
convierte la ideología del “intercambio político” y su proyecto político que no
tardarán a expresarse en las experiencias concretas que los gobiernos, empresarios y
sindicatos (más o menos divididos según las circunstancias) darán vida a partir
de 1982.
De este modo se
descubrió la verdadera naturaleza del “intercambio político” concretamente realizable. Que no
consistía, en absoluto, en renunciar a la “amenaza del orden social” para
conseguir algunos beneficios sociales, sancionados por la autoridad del Estado (lo
que hubiera sido la negación in nuce
de la noción misma de “mercado”). Sino que se expresaba de manera mucho más
prosaica: en la sustitución o subrogación de una representatividad efectiva del
sindicato (que atravesaba una fuerte caída en todos los países industriales,
debido también al proceso de corporativización de las sociedades civiles,
inducido en parte por la misma intervención del Estado) con su legitimación
como “interlocutor privilegiado” (o como único interlocutor) por parte del
Estado y, a través suyo, por las organizaciones empresariales. Con dicha
legitimación, es decir, mediante una nueva validación (exógena) de autoridad en
las discusiones con sus propios representantes –ya fueran verdaderos, supuestos
o potenciales— tal como teorizaban los de la “autonomía de lo político” en las relaciones entre partido y “clase”, la
autoridad del Estado acaba substituyendo el “consenso” entre los trabajadores
afectados por la negociación colectiva en el que el sindicato basaba su propio
poder de iniciativa y contractualidad.
Un
“intercambio político”, “realmente
existente”, de esta naturaleza presuponía, sin embargo, la verificación de tres
condiciones fundamentales o, si se prefiere, de tres modalidades operativas que
constituían la verdadera razón de su adopción como instrumento de composición
de los conflictos sociales por parte del empresariado y, según los casos,
incluso de los sindicatos.
En primer
lugar, una centralización del sistema de relaciones industriales como elemento
determinante que debía ser garantizada por la autoridad del Estado en el
proceso de “concertación”; con un Estado que es, a la vez, parte, mediador y
garante. Se trata de una centralización que, en la cultura de las asociaciones
empresariales italianas, siempre fue entendida como un dique necesario; y, en
algunos casos, como una verdadera alternativa a toda forma de negociación
descentralizada en los centros de trabajo y en el territorio.
En segundo
lugar, la posibilidad de seleccionar –con la intervención resolutiva del
Estado— los sujetos que debían ser admitidos en la mesa de negociaciones del
“intercambio político” que, más tarde se llamará “neocorporativismo”, un
término más crudo y franco. Era un poder de decisión de la inclusión o la
exclusión de determinados sujetos sociales (y no sólo de algunas organizaciones
sindicales) que, junto al objetivo declarado de legitimar las organizaciones
sindicales y patronales reconocidas como “más representativas”, consolidaba el poder del Estado y de su
burocracia “competente” en la gestión selectiva y centralizada del conflicto
social. Y, añadimos nosotros: en la
corporativización selectiva de la sociedad civil (56).
En tercer
lugar, incluso mediante la contención de la negociación descentralizada en los
centros de trabajo y la marginación de las reivindicaciones que, en esos
lugares, se refieren más directamente a las condiciones de trabajo, a los
regímenes de los horarios, a los derechos individuales y colectivos. Lo que se
hacía mediante un filtro de las demandas sociales, reconducidas a una unidad de
“intercambio” homogénea y administrada, dentro de ciertos límites, por arriba.
Por ejemplo, la retribución directa e indirecta y la cantidad de resarcimiento,
en vez de modificar la cualidad del trabajo, cada vez menos reducible a salario
(57).
Estas
condiciones se plantearon brutalmente a
los sindicatos en 1983 y 1984 con el decreto de la escala móvil, y en 1992 con
la ofensiva de la patronal contra la escala móvil, aunque en realidad y sobre
todo era contra la negociación articulada. De ahí emana la “creatividad” de la
“autonomía de lo político” que surge no del análisis de la sociedad real y de
sus demandas múltiples y diversas sino de la “libertad de decisión” del “poder
de decisión” que se deriva del asentamiento del Estado. Solamente en estas
condiciones el sindicato puede ser invitado a participar de manera subalterna
en la aventura del “partido-Estado”. “La identidad es la dimensión del
comportamiento de la forma de intervenir gracias a la cual un sujeto aprende
´quién es´ experimentando lo que ´puede hacer´. Y ´poder´ (en el sentido de
poder hacer) no está solamente en indicar los límites de la acción sino también
en explorar un campo de chances sin
complejos sin potencia ni impotencia …”.
De un modo más incomparablemente forzado en el caso de la identidad
individual, la identidad colectiva experimenta (bajo la tutela del Estado) “los
límites de su poder con un proceso que cambia objetivos, estructuras,
tácticas…”. “El intercambio político es uno de esos grandes mecanismos que
permite ese proceso” (58). Es también gracias a esta “cobertura ideológica” –a
este nivel del “corporativismo” que hizo
fortuna en Italia, precisamente cuando declinaba en otros países, sin haberlo
proclamado en los años cincuenta y sesenta— que la gran patronal italiana,
durante más de diez años, consiguió que plegara velas toda la acción
reivindicativa del sindicato que estuviese orientada a cambiar las condiciones
de trabajo y de empleo frente a los procesos de reestructuración, la llegada de
la tecnología informática y la crisis del sistema taylorista (59).
Notas
(55) Alessandro
Pizzorno. Scambio politico e identità
collettiva nel conflicto di classe.
Etas Libri, Milano 1977.
(56) Phillippe
C. Schmitter, define con ascética lucidez, el modelo neocorporativo: “modelo de
representación de los intereses donde las unidades que lo constituyen están
organizadas en un número limitado de categorías únicas, obligatorias; no
competitivas entre ellas; ordenadas jerárquicamente y diferenciadas
funcionalmente; reconocidas o autorizadas (o creadas) por el Estado que
deliberadamente concede el monopolio de
la representación en el interior
de las respectivas ramos de la producción y los servicios a cambio de la
observancia de ciertos controles en la elección de sus dirigentes y en la
articulación de sus demandas y de los apoyos que éstas deben recibir. Véase en Ancora il secolo del corporativismo? Il Mulino, 1981.
(57) Se trata,
en otras palabras, de la manifestación “casera” de las “teorías de la Comisión Trilateral
que, en aquellos tiempos, situaba en el centro de las funciones de un gobierno
“fuerte” la “selección y simplificación de las demandas sociales”, conjurando,
así, la proliferación de demandas desestabilizadoras y amenazadoras para la estabilidad de los poderes tecnocráticos.
Véase Michel J. Crozier, Samuel P. Huttington, Joji Watanuki, La crisi della democracia. Rapporto sulla
stabilità delle democrazie alla Commisione Trilaterale. Franco Angeli,
1975.
(58) Gian
Enrico Rusconi. Scambio politico.
Laboratorio politico, 2. Marzo-abril 1981
(59) Donald
Saasson. Contratto sociale e Stato
sociale. Sindacato e sistema politico nella esperienza britannica.
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