Primera
parte
El
repliegue de la acción política del movimiento obrero de la Europa occidental (y de
muchas luchas sociales que han conducido los sindicatos) sobre temáticas
meramente distributivas, asumiendo como inmutables –al menos durante un largo
periodo-- las formas en que se
organizaba la producción y el trabajo estaba ligado orgánicamente a la
ideología de la “transición al socialismo”. Una ideología de la transición
diversamente conjugada por las diversas corrientes culturales y por los
partidos que se reclamaban “de la emancipación de la clase obrera”, pero en
substancia férreamente dominantes en todas las versiones del socialismo
occidental.
Cierto,
para las socialdemocracias de la
Europa del norte, al menos en la primera posguerra, no se
identificaba con la fase que precede al salto cualitativo, representado por la
conquista “definitiva” del Estado y las “irreversibles” expropiaciones de los
medios de producción por el Estado. Sino con una larga y gradual marcha de
acercamiento, sin discontinuidades violentas, al cambio cualitativo para
conseguir una sociedad socialista completa. Que debía ser construida día a día
con el auxilio de una acción legislativa, por la actividad del gobierno y las
luchas sociales coordinadas con el proyecto político del partido. Lo que
explica por qué --en los países donde
tal tradición socialdemócrata ha sido dominante en algunos periodos del siglo
XX-- se haya experimentado, sobre la base de un proyecto orgánico, la mayor
conquista social del movimiento obrero tras la segunda guerra mundial: el
welfare state*.
Así
como también explica el esfuerzo (a veces intermitente) de la izquierda
socialdemócrata poniendo en marcha una legislación de derechos sociales que
introdujo algunas importantes innovaciones en el mercado laboral y en los
sistemas de formación profesional. Un empeño que, a veces, consiguió legislar
experiencias de cogestión y codeterminación en algunos aspectos de las
estrategias empresariales (como en la República Federal
Alemana o Suecia) y en la promoción de instituciones orientadas a incentivar la
adopción de nuevas normativas sobre las condiciones de trabajo. En algunos
casos con la creación de organismos públicos nacionales, articulados en el
territorio, explícitamente financiados para conseguir tales objetivos: en
Alemania, Suecia, Francia, Holanda e Irlanda.
Pero
el tema central del cambio de la organización de la producción y del trabajo, y
de la transformación de las relaciones de subordinación que caracterizaban el
trabajo asalariado en todas sus formas (que se consideraban de naturaleza
estructural) permanecía y no formaba parte de la agenda política de los
partidos socialistas y del movimiento reformador de la izquierda. Para los partidos y los movimientos de
tradición socialdemócrata, el único espacio disponible para la intervención
reformadora en este campo era la puesta en marcha de amortizadores sociales,
orientados a la atenuación o compensación –en términos de políticas formativas
o procesos redistributivos o a través de una legislación de apoyo a los
sindicatos— de los efectos opresivos del poder discrecional del management, que
estaba considerado como inmutable en su núcleo general. Al menos durante un
largo periodo y bajo cualquier régimen.
Para
los partidos de la izquierda más radical, sobre todo en la Europa del sur –ya fueran
los partidos comunistas y algunos partidos socialistas-- la ideología de la “transición” se asumía, no
obstante, como línea de conducta en sus formas más rígidas. Como, por ejemplo,
entre los que, de un lado, no tardaron en interpretar la “transición” como la
fase anterior a la dirección efectiva del gobierno del Estado; y, de otro lado,
quienes la concibieron durante mucho tiempo como la fase que separaba
drásticamente una sociedad capitalista de la llegada revolucionaria (pacífica,
por supuesto) de la sociedad socialista. Una sociedad socialista que se podía
construir solamente tras la conquista del Estado “en su conjunto”, y no
sólo del poder ejecutivo.
En
las realidades nacionales donde se consolidó esta ideología de la transición,
en las formaciones de izquierda prevaleció, naturalmente, una estrategia de
tipo esencialmente redistributivo. Así pues, las transformaciones de la
organización del trabajo y los cambios de las relaciones de poder entre el trabajo
de ejecución y el management en el interior de las empresas (incluso las
públicas) se dejaron de lado por razones de realismo político. O, con más
frecuencia, era considerado un error a combatir. Porque cuestionar el
ordenamiento jerárquico de la empresa –y de la división técnica del trabajo,
que se asumía como fuerza productiva— hubiera significado comprometer las
mismas bases materiales y sociales de la “nueva sociedad” que constituía “el
horizonte de las estrategias políticas y sindicales dominantes”.
La
acción distributiva en sus formas más tradicionales --intercalada con la
intención de extender el control de Estado sobre la propiedad de las
empresas, vislumbrado como instrumento
principal de una política de ocupación— era, pues, la manifestación prioritaria, no sólo de una política orientada a compensar
“los costes sociales del progreso técnico, sino incluso una estrategia “social”
con la idea de legitimar la participación de los “partidos de la clase obrera”
en el gobierno del país, como necesaria etapa de la transformación del
Estado. Y esto en las dos versiones
posibles (no siempre contradictorias) de tal estrategia: a) la de una acción
distributiva desestabilizadora, con la clase obrera en la oposición y una
fuerza política de izquierda destinada a conquistar, ante todo, una
consistencia representativa y un poder contractual en las negociaciones con los
partidos del gobierno (una tentación que vuelve estos días en Italia con la división de la izquierda de origen
comunista); y b) la de aquella que propone su candidatura explícita al gobierno
de la nación, esto es: las fuerzas
políticas que, por sus lazos “históricos” con el trabajo asalariado habrían
sido las únicas capaces de conseguir una moderación del conflicto
redistributivo y la “gobernabilidad de la cuestión social”.
Desde
este punto de vista, Italia puede
considerarse como un caso típico. Y ello a pesar de (o en base a) las
abundantes y ricas diversidades que, durante un largo periodo, han marcado la
experiencia de la izquierda italiana en Europa, particularmente la “cultura de
gobierno” de su partido “mas fuerte”, el Partido comunista. Que venía marcada,
sin duda desde la caída del fascismo, por una concepción de la transición
profundamente diversa de la de los demás partidos comunistas de Occidente.
La
construcción de un partido de masas (y no de “vanguardia”); la búsqueda de una
vía democrática y parlamentaria al socialismo; el intento reiterado de formular
una estrategia de reformas “de estructura”, capaces de llegar a soluciones, con
el concurso de la industria del Estado en lo atinente a la “cuestión
meridional”; la conquista progresiva de una independencia real del Partido
comunista de la Unión Soviética ;
y la prefiguración de un modelo de socialismo totalmente autónomo del que se
experimentaba en los países del Este, como peculiaridad fuerte del comunismo
italiano (y, en una primera fase, por el mismo Partido socialista italiano)… no
comportaron, sin embargo, la superación completa de una concepción de la
transición. Una concepción, que separaba como una muralla china, las dos fases
radicalmente distintas de la lucha social y política del movimiento obrero: la
acción propedéutica de la transformación socialista y el momento de la
conquista (por la vía pacífica y democrática) del Estado por parte del partido
o de los partidos que representaban a la “clase obrera” y sus “aliados”. Ni
nunca comportó la completa superación de una idea del “progreso” económico y
social y de la historia de la sociedad
civil, marcada por su irreductible separación por etapas y en rígidos ritmos. Que,
a su vez, venían dictadas por el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas
y las transformaciones de las relaciones de producción ampliamente
identificadas con las relaciones de propiedad. Unas etapas y unos ritmos que, con
la oportunidad de la conquista del gobierno por las fuerzas
políticas cercanas a la clase obrera, podían ser eliminadas. Incluso si el
acceso de la izquierda al gobierno podía acelerar su superación, asumiendo los
partidos obreros el papel que podía corresponder a la gran burguesía
capitalista, frecuentemente considerada como “absentista” y siempre
parasitaria, sobre todo en el caso italiano. Desde este punto de vista, el
“diagnóstico” de los grupos dirigentes del Partido comunista italiano sobre el
irremediable atraso, el parasitismo burocrático y la involución “monopolista”
del capitalismo italiano permaneció substancialmente inmodificable desde los
años veinte hasta los sesenta del siglo XX, al margen de la anomalía del
paréntesis fascista**.
Por
estos motivos, no carece de fundamento la tesis, conscientemente parcial y
unilateral, de que el historicismo marxista sufrió en Italia una torsión muy
acentuada que expresaba también una
híbrida asociación entre, de un lado, una notable ductilidad en la búsqueda de
alianzas sociales, culturales y políticas, capaces de consolidar los espacios
de democracia y convivencia civil; y, de otro lado, una persistente sordera a
los impulsos que provenían de las infravaloradas transformaciones de la
sociedad civil, que cuestionaban el esquema rígido de la “fase de transición” y
de sus estadios separados de la historia social.
Asumido
un determinado modelo de sociedad capitalista como inmutable para toda una fase
histórica y, sobre todo, inmutable desde
su interior; y asumidas como variables las únicas que dicho modelo podía
presentar en sus “retrasos de maduración”, su atraso (o sus contradicciones
“nacionales”), la estrategia de la transición podía considerar como definitivos
(no como próximos a una transformación cualitativa) algunos factores
determinantes de la evolución y de la acción social como, por ejemplo, la composición social de
la clase trabajadora. Y no podía remover por un largo periodo los
acontecimientos que contradecían la división de la historia en etapas
predeterminadas. Como, por ejemplo, la emergencia de nuevas subjetividades en
el mismo cuerpo de las clases trabajadoras y la “ruptura feminista”; la
aparición en la sociedad civil de nuevas demandas que se escapaban de las
lógicas del conflicto distributivo y la articulación de nuevos intereses y
nuevas contradicciones, que podían abrirse camino en las clases propietarias y
en el interior del mundo empresarial, incluso fuera de las viejas distinciones
rituales entre pequeño y gran empresario, entre agricultor rico y campesino
pobre, entre rentas y beneficios. Y,
sobre todo, las contradicciones que podían emerger dentro del mundo capitalista
de la producción y del modo de producción industrial tout court. Tanto en relación con los límites que este modelo
de producir encontraba en la explotación de los recursos naturales “finitos”,
unos límites crecientes que suscitaban la aparición de nuevos sujetos políticos
radicales, como en relación a los límites que dicho modelo tenía en su
capacidad de encontrar una relación “general” y conflictiva de subordinación,
explotación y valoración con el factor humano.
Sólo
teniendo en cuenta las señas de esta ideología de la “transición” hacia un
Estado socialista, primero, y a una
sociedad socialista, después, que
prescinde de cualquier posibilidad de transformación endógena del modelo de
producción existente, es posible entender la singular desatención de una parte
tan grande de la izquierda italiana siempre empeñada en la búsqueda de una
nueva legitimación democrática de la batalla por el socialismo ante las
transformaciones y la crisis de los modelos industriales dominantes; también de
las evoluciones del mercado laboral que se han registrado a lo largo de los
últimos cuarenta años; de las constantemente
novedosas articulaciones económicas, sociales, culturales y políticas
que aparecían en las clases trabajadoras; de los cambios cualitativos de las
condiciones laborales de los asalariados; y, de igual manera, de los
movimientos sociales y por los derechos civiles, que constituían la otra cara
de estas transformaciones.
Notas.
*
En Suecia ya en 1932 el sindicato y la
patronal firman el famoso acuerdo de Saltsjöbaden, que establece un código
práctico para regular la negociación colectiva y la regulación de las
relaciones laborales y paulatinamente van consiguiendo una clara intervención
en materias como el mercado laboral y las políticas sociales. Una de las
personalidades de mayor relieve fue Ernst Wigfors con propuestas y
realizaciones que más tarde popularizaría Keynes y otros en el Reino Unido [Nota
de JLLB].
**
En esta ocasión, Bruno Trentin tiene la elegancia de no traer a cuento aquello
de “Os lo dije hace tiempo”. Véase, la ponencia de nuestro autor en “Le dottrine neocapitalistiche l´ideologie
delle forze dominante nella politica italiana”. Atti del Convegno dell´Istituto Gramsci,
1962. en Bruno Trentin “Lavoro e libertà”, Ediesse 2008. En aquel encuentro
Trentin tuvo un áspero encontronazo con Giorgio Amendola y otros miembros del
grupo dirigente del PCI. [Nota de JLLB]
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