martes, 12 de junio de 2012

CAPÍTULO 10 (1) LA HEGEMONÍA CULTURAL DEL "SCIENTIFIC MANAGEMENT"





Primera parte


Con toda probabilidad, la prevalencia del enfoque, ante todo “distributivo”,  en la “emancipación del trabajo” (es decir, una orientación dirigida a “compensar”, a través de políticas distributivas, los costes sociales cada vez más macroscópicos de la organización científica del trabajo), en la cultura y en la práctica de los movimientos de inspiración socialista no fue sólo el resultado de una visión substancialmente determinista del progreso tecnológico y de sus necesarias “implicaciones” en la división técnica del trabajo y en su organización. Fue también la rúbrica de la persistencia de antiguos atavismos que dominaron durante un siglo y medio (con excepciones muy minoritarias y paréntesis muy breves) en la cultura de la izquierda occidental y en las organizaciones sindicales.  Atavismos como, en primer lugar,  aquella relación del trabajo que identificaba la fuente de una “injusta” distribución de la riqueza y una desigual distribución de los resultados de la actividad productiva; o de aquel atavismo que se burlaba del carácter puramente “formal” (o mistificador) de los derechos y libertades proclamados en las sucesivas constituciones tras la ruptura revolucionaria en los Estados Unidos y Francia, afirmando que la prioridad no sólo en el conflicto social sino en la acción reformadora de la legislación –o, incluso, en el acto revolucionario--  era la expropiación de los medios de producción, la reparación parcial o total de la injusta distribución.

Esta “injusta distribución” fue considerada no sólo el origen del empobrecimiento de amplias masas trabajadoras y de los excluidos del trabajo sino incluso el fenómeno que, en primer lugar, resumía el carácter y las implicaciones de lo que se definía en el “sentido común” de la izquierda –más allá del análisis contradictorio--  como la “relación de explotación”. Según este “sentido común”, la conquista de una mayor igualdad en la distribución de los resultados obtenidos por la producción de beneficios, mediante la relación del trabajo asalariado, debía anteceder no sólo a la conquista de una mayor igualdad sino también para desvelar el carácter engañoso (o ilusorio) de su mero reconocimiento formal,  creando las condiciones imprescindibles para abrir el camino a la era de la libertad y de los derechos reales. En definitiva, así (y no sólo en los programas de los levellers* ingleses o de los sanscoulottes igualitarios), la primacía de la justicia social sobre la libertad --y la asunción de  la justicia social a conseguir gradualmente— eran la precondición necesaria de la instauración del auténtico reino de la libertad y de una democracia basada en el consenso de los ciudadanos (no “informados”, pero sí “satisfechos). Todo ello se convirtió, más allá de las sofisticadas elaboraciones  de las culturas socialistas influenciadas por Marx, en un elemento común de las diversas ideologías de la izquierda. Un elemento común que acabó condicionando drásticamente y encorsetando la investigación cultural de los teóricos de los movimientos reformadores.  

Paradójicamente, en ese “sentido común” de la primacía de la justicia social sobre la libertad, el redescubrimiento de la cuestión del “poder”, de la ampliación de la esfera de los derechos (como el de la asociación o el de votar) volvía a aparecer, sin embargo, la necesidad inderogable de la libertad, que emergía de vez en cuando –incluso encerrada en un ámbito meramente instrumental respecto al objetivo “final” de la consecución de una mayor “igualdad de los resultados” y de la reducción de las injusticias sociales. Así, el papel del Estado –convirtiéndose incluso en un instrumento posible de redistribución “igualitaria” de la riqueza--  acabaría por cambiar su propia naturaleza de superestructura orgánicamente inseparable del mecanismo capitalista de acumulación y distribución para asumir un papel, una dimensión y un peso, que antes parecía impensable tanto para los teóricos del viejo liberalismo antidemocrático como para los profetas socialistas de la extinción del Estado. Y todavía más paradójico con relación a unos presupuestos similares era, sin embargo, ajustar las cuentas a la gran enseñanza (trágica para las ideologías socialistas igualitarias) que viene de la larga experiencia vivida por la izquierda a lo largo de sus ciento cincuenta años de historia.

De hecho, la constatación que podemos hacer a finales del siglo XX es que las grandes conquistas duraderas que consiguieron  las luchas sociales y políticas de los movimientos socialistas y las fuerzas sindicales –aquellas que han dejado huellas indelebles en las sociedades contemporáneas y en sus ordenamientos institucionales, condicionando todavía el porvenir--  han sido las que en la vulgata socialista desarrollaban una mera función “subsidiaria” respecto a la conquista de una mayor “igualdad de resultados” y a la reducción, por dicha vía, de la “relación de explotación” de los trabajadores asalariados. Han sido las que, lejos de sancionar un compromiso con el Estado autoritario a cambio de concesiones económicas –tal como intentó hacer Ferdinand Lassalle— ampliaron los espacios de libertad en el trabajo y democracia en la sociedad. Primero con las leyes sobre el trabajo infantil y las mujeres, la reducción legal y contractual del horario de trabajo y, después, con el derecho de asociación y huelga hasta la conquista gradual del sufragio universal. Esta última conquista, aunque en formas todavía limitadas y discriminadoras, estaba ya en el enfoque de las duras batallas de los Cartistas ingleses que fue saludada por Marx en 1852 así:   “la introducción del sufragio universal en Inglaterra sería por consiguiente una medida mucho más ‘socialista’ que las que han sido honradas con este nombre en el continente” (70).

En las formulaciones principalmente igualitarias y “de resarcimiento” de la vulgata socialista y de las ideologías prevalentes en la izquierda social de Occidente –y en la convicción de la substancial obligatoriedad de las formas de la división “técnica” del trabajo, cada vez más funcionales en el imperativo del máximo desarrollo de las “fuerzas productivas”— pueden encontrarse algunas razones de fondo del substancial determinismo con el que las fuerzas de izquierda y del movimiento socialista occidental se confrontaron con las profundas transformaciones de la organización del trabajo que se desarrollará en la industria americana a principios del siglo XX, tras décadas de caída de la productividad del trabajo y de recurrentes crisis económicas.

La base material de construcción de la riqueza –es decir, la erogación de la fuerza de trabajo, el capital acumulado en máquinas y equipamientos, que formaban parte de la división técnica del trabajo--  no se ponía en discusión. Su papel en el progreso económico y social de la humanidad se asumía como insubstituible a pesar de las distorsiones inherentes a su “uso capitalista”. Más bien era un dogma a retener que el incesante desarrollo de las fuerzas productivas habría sido la causa y la condición de una crisis irreversible de las relaciones de producción y de las relaciones de propiedad y, en consecuencia, de las relaciones de explotación. Tampoco era imaginable, para el catecismo de la vulgata marxista, que la división técnica del trabajo (que parecía derivarse objetivamente de las nuevas tecnologías introducidas cíclicamente en las grandes industrias de vanguardia) pudiese recorrer muchas vías que dictaban los empresarios y sus “científicos” del trabajo, incluso con resultados social o económicamente equivalentes o mejores. Y mucho menos se podía imaginar que la tecnología y la investigación aplicada podían orientarse a hacia objetivos diferentes a los que “objetivamente” dictaban los procesos de acumulación. O que pudieran plantearse distintas opciones de las que marcó la servidumbre de la riqueza tecnológica a una determinada forma de división técnica del trabajo, considerada, a su vez, una derivación ineluctable del factor humano, irremediablemente reducido, no como categoría teórica, por la vulgata marxista a “trabajo abstracto”, sin calidad.

Si en algunas ideologías inspiradas por el marxismo (como el marxismo-leninismo) permaneció durante mucho tiempo el absurdo dogma de una ciencia aplicada, ya degradada a ciencia orientada a la apología del capitalismo (con los efectos devastadores que ello comportó incluso para la libertad y los progresos de la cultura y la ciencia en los países del socialismo real), la innovación tecnológica y, sucesivamente, la misma organización del trabajo disfrutaron, sin embargo, del reconocimiento de su específica neutralidad.  Ello se asumió, a la par que las máquinas existentes, como factores de producción y “base” de todo ordenamiento social de cualquier sistema de de distribución de la riqueza: Einstein o Freíd podían constituir la expresión de una ideología apologética del ordenamiento burgués. Sin embargo, el ingeniero Frederick W. Taylor fue solamente el revelador del ordenamiento óptimo de la “máquina productiva”, comprendidos los hombres y las mujeres. Las eventuales y despreciables consecuencias sociales de la puesta en marcha de su teoría “científica” sólo podían imputarse a su desregulado “uso” capitalista.  Henry Ford, con su drástica decisión de aumentar la paga a  “cinco dólares como mínimo al día”  a “no importa quién” trabajase en sus cadenas de montaje para hacer posible una producción estandarizada de masas, basada en la parcelación de las tareas, desafiando todas las “leyes” del mercado, confirmaba en el fondo la plena compatibilidad del “sistema” con una economía planificada por el Estado (71).

Así fue como, desde los orígenes, el taylorismo y el movimiento de los técnicos, sociólogos y empresarios alimentaron el mito de la organización científica del “management”  “finalmente encontrada” y pusieron en marcha una auténtica hegemonía cultural y política no sólo en las fuerzas democráticas y progresistas en los Estados Unidos sino, y sobre todo con la Primera guerra mundial, en una gran parte de la izquierda y los movimientos socialistas, incluso en la vieja Europa.

Si Peter Ducker no se cansaba de recordar que “el objetivo de Taylor estuvo, desde sus inicios, estrechamente conectado con el enfoque más humanista del trabajo” (72), y si el mismo Taylor subrayaba que sus propuestas de nueva organización del trabajo, “eliminando las pérdidas de los movimientos manuales, habría permitido al trabajador estar menos exhausto al final de la jornada tanto física como mentalmente --aunque para Taylor y Drucker la expropiación de los saberes y de toda autonomía de decisión no era, en sí, un factor de fatiga mental ni física (73)-- ¿por qué había que extrañarse si un gran jurista como Louis D. Brandeis (tal vez el que acuñó la expresión “scientific management”) considerase las nuevas formas de organización del trabajo, que se experimentaban a principios del siglo XX, un extraordinario impulso al progreso tecnológico y, al mismo tiempo, una fuente de certeza e, incluso, de derechos para los trabajadores: la “neutralidad” de la ciencia del management salvaba a los trabajadores de la arbitrariedad, de las incoherencias y de los errores inherentes  a las opciones improvisadas de las viejas generaciones empresariales?

El mismo movimiento sindical americano --al menos en su organización hegemónica, la American Federation of Labour--  se apresuró a reconocer que la organización científica del trabajo y sus implicaciones en el plano retributivo (con nuevos sistemas de destajos) permitían la estipulación de reglas concretas en la prestación del trabajo y, así, determinar el inicio de una nueva etapa de la negociación colectiva, aunque Taylor consideraba que, dada la cientificidad de la organización del trabajo, era superfluo el papel de los sindicatos. Y para muchos intelectuales, dirigentes de los partidos de izquierda, el taylorismo y el sistema fordista coincidían con el amanecer de un progreso initerrumpido de la técnica y la producción de masas. Lo que permitiría –al menos para los empresarios ilustrados--  reducir la pobreza y, al mismo tiempo, garantizar al trabajador un mayor salario y unas reglas no arbitrarias, sino “científicas” de erogación de su trabajo, incluso el reconocimiento de su papel y su dignidad.     


Notas


* Me permito (JLLB) introducir esta nota sobre los levellers:  Niveladores
70) Karl Marx. Los Cartistas ingleses. New York Daily Tribune, 25 de agosto de 1852.
(71) Louis-Ferdinand Céline. I sotto uomini. Edizioni Shakespeare and Company. Romma, 1993. 
(72) Peter Drucker. Management: Taks, Responsabilities, Practices. Harper Collins, New York, 1985 
(73) Taylor ilustraba en estos términos su  concepción “humanista” del trabajo, diciendo que el trabajador “prototipo” de su modelo de organización era una persona a la que se le reclamaba ser “tan estúpido flemático que se asemeja más a un buey que a cualquier otro individuo”. The Principes of Scientific Management, Northon, New York 1967.    


                   

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