Primera parte
Con toda probabilidad, la prevalencia del enfoque,
ante todo “distributivo”, en la
“emancipación del trabajo” (es decir, una orientación dirigida a “compensar”, a
través de políticas distributivas, los costes sociales cada vez más
macroscópicos de la organización científica del trabajo), en la cultura y en la
práctica de los movimientos de inspiración socialista no fue sólo el resultado
de una visión substancialmente determinista del progreso tecnológico y de sus
necesarias “implicaciones” en la división técnica del trabajo y en su
organización. Fue también la rúbrica de la persistencia de antiguos atavismos que
dominaron durante un siglo y medio (con excepciones muy minoritarias y
paréntesis muy breves) en la cultura de la izquierda occidental y en las
organizaciones sindicales. Atavismos como,
en primer lugar, aquella relación del
trabajo que identificaba la fuente de una “injusta” distribución de la riqueza
y una desigual distribución de los resultados de la actividad productiva; o de aquel
atavismo que se burlaba del carácter puramente “formal” (o mistificador) de los
derechos y libertades proclamados en las sucesivas constituciones tras la
ruptura revolucionaria en los Estados Unidos y Francia, afirmando que la prioridad no sólo en el conflicto social
sino en la acción reformadora de la legislación –o, incluso, en el acto
revolucionario-- era la expropiación de
los medios de producción, la reparación parcial o total de la injusta
distribución.
Esta “injusta distribución” fue considerada no sólo
el origen del empobrecimiento de amplias masas trabajadoras y de los excluidos
del trabajo sino incluso el fenómeno que, en primer lugar, resumía el carácter
y las implicaciones de lo que se definía en el “sentido común” de la izquierda
–más allá del análisis contradictorio--
como la “relación de explotación”. Según este “sentido común”, la
conquista de una mayor igualdad en la distribución de los resultados obtenidos
por la producción de beneficios, mediante la relación del trabajo asalariado,
debía anteceder no sólo a la conquista de una mayor igualdad sino también para
desvelar el carácter engañoso (o ilusorio) de su mero reconocimiento formal,
creando las condiciones imprescindibles para abrir el camino a la era de
la libertad y de los derechos reales.
En definitiva, así (y no sólo en los programas de los levellers* ingleses o de los sanscoulottes
igualitarios), la primacía de la justicia social sobre la libertad --y la
asunción de la justicia social a
conseguir gradualmente— eran la precondición necesaria de la instauración del
auténtico reino de la libertad y de una democracia basada en el consenso de los
ciudadanos (no “informados”, pero sí “satisfechos). Todo ello se convirtió, más
allá de las sofisticadas elaboraciones
de las culturas socialistas influenciadas por Marx, en un elemento común
de las diversas ideologías de la izquierda. Un elemento común que acabó
condicionando drásticamente y encorsetando la investigación cultural de los
teóricos de los movimientos reformadores.
Paradójicamente, en ese “sentido común” de la
primacía de la justicia social sobre la libertad, el redescubrimiento de la
cuestión del “poder”, de la ampliación de la esfera de los derechos (como el de
la asociación o el de votar) volvía a aparecer, sin embargo, la necesidad
inderogable de la libertad, que emergía de vez en cuando –incluso encerrada en
un ámbito meramente instrumental
respecto al objetivo “final” de la consecución de una mayor “igualdad de los
resultados” y de la reducción de las injusticias sociales. Así, el papel del
Estado –convirtiéndose incluso en un instrumento posible de redistribución
“igualitaria” de la riqueza-- acabaría
por cambiar su propia naturaleza de superestructura orgánicamente inseparable
del mecanismo capitalista de acumulación y distribución para asumir un papel,
una dimensión y un peso, que antes parecía impensable tanto para los teóricos
del viejo liberalismo antidemocrático como para los profetas socialistas de la
extinción del Estado. Y todavía más paradójico con relación a unos presupuestos
similares era, sin embargo, ajustar las cuentas a la gran enseñanza (trágica
para las ideologías socialistas igualitarias) que viene de la larga experiencia
vivida por la izquierda a lo largo de sus ciento cincuenta años de historia.
De
hecho, la constatación que podemos hacer a finales del siglo XX es que las
grandes conquistas duraderas que consiguieron las luchas sociales y políticas de los
movimientos socialistas y las fuerzas sindicales –aquellas que han dejado
huellas indelebles en las sociedades contemporáneas y en sus ordenamientos
institucionales, condicionando todavía el porvenir-- han sido las que en la vulgata socialista
desarrollaban una mera función “subsidiaria” respecto a la conquista de una
mayor “igualdad de resultados” y a la reducción, por dicha vía, de la “relación
de explotación” de los trabajadores asalariados. Han sido las que, lejos de
sancionar un compromiso con el Estado autoritario a cambio de concesiones
económicas –tal como intentó hacer Ferdinand Lassalle— ampliaron los espacios
de libertad en el trabajo y democracia en la sociedad. Primero con las leyes
sobre el trabajo infantil y las mujeres, la reducción legal y contractual del
horario de trabajo y, después, con el derecho de asociación y huelga hasta la
conquista gradual del sufragio universal. Esta última conquista, aunque en
formas todavía limitadas y discriminadoras, estaba ya en el enfoque de las
duras batallas de los Cartistas ingleses que fue saludada por Marx en 1852 así:
“la introducción del
sufragio universal en Inglaterra sería por consiguiente una medida mucho más
‘socialista’ que las que han sido honradas con este nombre en el continente”
(70).
En las formulaciones principalmente
igualitarias y “de resarcimiento” de la vulgata socialista y de las ideologías
prevalentes en la izquierda social de Occidente –y en la convicción de la
substancial obligatoriedad de las formas de la división “técnica” del trabajo,
cada vez más funcionales en el imperativo del máximo desarrollo de las “fuerzas
productivas”— pueden encontrarse algunas razones de fondo del substancial
determinismo con el que las fuerzas de izquierda y del movimiento socialista
occidental se confrontaron con las profundas transformaciones de la
organización del trabajo que se desarrollará en la industria americana a
principios del siglo XX, tras décadas de caída de la productividad del trabajo
y de recurrentes crisis económicas.
La base material de construcción de la
riqueza –es decir, la erogación de la fuerza de trabajo, el capital acumulado
en máquinas y equipamientos, que formaban parte de la división técnica del
trabajo-- no se ponía en discusión. Su
papel en el progreso económico y social de la humanidad se asumía como
insubstituible a pesar de las distorsiones inherentes a su “uso capitalista”.
Más bien era un dogma a retener que el incesante desarrollo de las fuerzas
productivas habría sido la causa y la condición
de una crisis irreversible de las relaciones de producción y de las relaciones
de propiedad y, en consecuencia, de las relaciones de explotación. Tampoco era
imaginable, para el catecismo de la vulgata marxista, que la división técnica del trabajo (que parecía
derivarse objetivamente de las nuevas
tecnologías introducidas cíclicamente en las grandes industrias de vanguardia)
pudiese recorrer muchas vías que dictaban los empresarios y sus “científicos”
del trabajo, incluso con resultados social o económicamente equivalentes o
mejores. Y mucho menos se podía imaginar que la tecnología y la investigación
aplicada podían orientarse a hacia objetivos diferentes a los que
“objetivamente” dictaban los procesos de acumulación. O que pudieran plantearse
distintas opciones de las que marcó la servidumbre de la riqueza tecnológica a
una determinada forma de división técnica del trabajo, considerada, a su vez,
una derivación ineluctable del factor humano, irremediablemente reducido, no
como categoría teórica, por la vulgata marxista a “trabajo abstracto”, sin
calidad.
Si en algunas ideologías inspiradas por el
marxismo (como el marxismo-leninismo) permaneció durante mucho tiempo el
absurdo dogma de una ciencia aplicada, ya degradada a ciencia orientada a la
apología del capitalismo (con los efectos devastadores que ello comportó
incluso para la libertad y los progresos de la cultura y la ciencia en los
países del socialismo real), la innovación tecnológica y, sucesivamente, la
misma organización del trabajo disfrutaron, sin embargo, del reconocimiento de
su específica neutralidad. Ello se asumió,
a la par que las máquinas existentes, como factores de producción y “base” de
todo ordenamiento social de cualquier sistema de de distribución de la riqueza:
Einstein o Freíd podían constituir la expresión de una ideología apologética
del ordenamiento burgués. Sin embargo, el ingeniero Frederick W. Taylor fue
solamente el revelador del ordenamiento óptimo de la “máquina productiva”,
comprendidos los hombres y las mujeres. Las eventuales y despreciables
consecuencias sociales de la puesta en marcha de su teoría “científica” sólo
podían imputarse a su desregulado “uso” capitalista. Henry Ford, con su drástica decisión de
aumentar la paga a “cinco dólares como
mínimo al día” a “no importa quién”
trabajase en sus cadenas de montaje para hacer posible una producción
estandarizada de masas, basada en la parcelación de las tareas, desafiando
todas las “leyes” del mercado, confirmaba en el fondo la plena compatibilidad
del “sistema” con una economía planificada por el Estado (71).
Así fue como, desde los orígenes, el
taylorismo y el movimiento de los técnicos, sociólogos y empresarios
alimentaron el mito de la organización
científica del “management”
“finalmente encontrada” y pusieron en marcha una auténtica hegemonía
cultural y política no sólo en las fuerzas democráticas y progresistas en los
Estados Unidos sino, y sobre todo con la Primera guerra mundial, en una gran parte de la
izquierda y los movimientos socialistas, incluso en la vieja Europa.
Si Peter Ducker no se cansaba de recordar que
“el objetivo de Taylor estuvo, desde sus inicios, estrechamente conectado con
el enfoque más humanista del trabajo” (72), y si el mismo Taylor subrayaba que
sus propuestas de nueva organización del trabajo, “eliminando las pérdidas de
los movimientos manuales, habría permitido al trabajador estar menos exhausto
al final de la jornada tanto física como mentalmente --aunque para Taylor y
Drucker la expropiación de los saberes y de toda autonomía de decisión no era,
en sí, un factor de fatiga mental ni física (73)-- ¿por qué había que
extrañarse si un gran jurista como Louis D. Brandeis (tal vez el que acuñó la
expresión “scientific management”) considerase las nuevas formas de
organización del trabajo, que se experimentaban a principios del siglo XX, un
extraordinario impulso al progreso tecnológico y, al mismo tiempo, una fuente
de certeza e, incluso, de derechos para los trabajadores: la “neutralidad” de
la ciencia del management salvaba a los trabajadores de la arbitrariedad, de
las incoherencias y de los errores inherentes
a las opciones improvisadas de las viejas generaciones empresariales?
El mismo movimiento sindical americano --al
menos en su organización hegemónica, la American Federation
of Labour-- se apresuró a reconocer que
la organización científica del trabajo y sus implicaciones en el plano
retributivo (con nuevos sistemas de destajos) permitían la estipulación de
reglas concretas en la prestación del trabajo y, así, determinar el inicio de
una nueva etapa de la negociación colectiva, aunque Taylor consideraba que,
dada la cientificidad de la organización del trabajo, era superfluo el papel de
los sindicatos. Y para muchos intelectuales, dirigentes de los partidos de
izquierda, el taylorismo y el sistema fordista coincidían con el amanecer de un
progreso initerrumpido de la técnica y la producción de masas. Lo que
permitiría –al menos para los empresarios ilustrados-- reducir la pobreza y, al mismo tiempo,
garantizar al trabajador un mayor salario y unas reglas no arbitrarias, sino
“científicas” de erogación de su trabajo, incluso el reconocimiento de su papel
y su dignidad.
Notas
* Me permito (JLLB)
introducir esta nota sobre los levellers:
Niveladores
70)
Karl Marx. Los Cartistas ingleses. New York Daily Tribune, 25 de agosto de 1852.
(71)
Louis-Ferdinand Céline. I sotto uomini.
Edizioni Shakespeare and Company. Romma, 1993.
(72)
Peter Drucker. Management: Taks,
Responsabilities, Practices. Harper Collins, New York , 1985
(73) Taylor ilustraba en estos términos su concepción “humanista” del trabajo, diciendo
que el trabajador “prototipo” de su modelo de organización era una persona a la
que se le reclamaba ser “tan estúpido flemático que se asemeja más a un buey
que a cualquier otro individuo”. The
Principes of Scientific Management, Northon, New York 1967.
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