Segunda parte
La otra “cara” de la política redistributiva,
sostenida por las fuerzas de izquierda, para limitar y compensar los efectos, con
frecuencia degradantes de la parcelación del trabajo y de la descualificación
de masas que la acompañó durante un largo periodo, se caracterizó –frente a las
crecientes dificultades para utilizar el arma fiscal como instrumento de
redistribución de las rentas-- por unas
reivindicaciones sindicales principalmente orientadas a los salarios.
Naturalmente, las políticas salariales de los
sindicatos han tenido, en el curso del tiempo, diversas motivaciones y
distintos objetivos. De igual manera tuvieron diferentes fases. No es este el
lugar para analizarlo. Nos basta con recordar que, salvo breves periodos y con
algunas relevantes excepciones, no se orientaron sistemáticamente a incentivar
y sostener una intervención de los trabajadores en la organización del trabajo.
Como, por ejemplo, cuando se establece una relación entre el salario y la
realización de programas y proyectos acordados entre grupos de trabajadores y
el management; o cuando se define un apoyo salarial a la negociación de
procesos incentivados de movilidad profesional y alternancia en las que se
prevé una adecuada remuneración salarial.
Por lo general, la acción contractual del sindicato
–con o sin existencia de los sistemas nacionales de tutela automática de los
salarios reales— ha estado presidida preferentemente por la defensa del poder
adquisitivo de las retribuciones y por las remuneraciones compensatorias del rendimiento del trabajo, por las prestaciones de
peligrosidad o por las horas extraordinarias. Y, en muchos casos, más allá de
la negociación, con variadas formas de retribución por rendimiento y por los
pluses, bajo distintas maneras, de antigüedad (la seniority). Que se orientaban a resarcir la inmovilidad de las
categorías profesionales de las cualificaciones tradicionales o del trabajo
poco cualificado.
A veces la política salarial de los sindicatos se
expresaba con reivindicaciones igualitaristas. Y casi siempre faltó el objetivo de reconducir
en la negociación colectiva las remuneraciones de los trabajadores más
cualificados, los técnicos y los investigadores. De esta manera se dejaban
tácitamente a estas categorías –que asumen una función estratégica en cualquier
sistema industrial avanzado— un espacio
muy relevante para las decisiones unilaterales de la empresa, permitiéndoles,
por esta vía también, una posición de dominio sobre la organización del
trabajo.
Por otra parte, en lo relativo a las formas de
intervención en la propiedad de la empresa, propugnadas en ocasiones y formas
diversas por la izquierda occidental, es lícito afirmar que, agotada en la
segunda posguerra la fase de nacionalización de las industrias que se consideraban
de una importancia estratégica --la
energía en primer lugar-- y de las municipalizaciones de los servicios (sin que
estas hubieran incidido en las formas de organización del trabajo, ni en el
poder de intervención de los trabajadores y los sindicatos sobre programas de
inversión de las empresas), la puesta en marcha de esas formas de intervención,
decimos, pudo hacerse, con efectos substanciales que determinaron el favor de
los trabajadores empleados, en el ámbito de las políticas distributivas.
Sin embargo, la experiencia alemana de la Mitbestimmung
[cogestión, JLLB], que se puso en marcha en la industria del carbón y la
siderurgia durante la ocupación aliada, y sucesivamente extendida a todas las
grandes empresas industriales en formas parcialmente diversas en la República Federal ,
dio vida a una “democracia de los expertos” capaz de nutrir, a las
organizaciones sindicales y a los grupos dirigentes de los consejos de los
trabajadores, de informaciones útiles para defender los intereses de los trabajadores
ocupados en las fases de reestructuración. Pero ello no ha ido más allá de la
legitimación de un poder consultivo, que raramente ha sido determinante en la
definición de las estrategias de inversión de las empresas y sin ninguna
influencia en las formas concretas de la organización del trabajo. De un lado, la presencia minoritaria de los
sindicatos (que tienen potestad reivindicativa y contractual) representando a
los trabajadores en el seno de las Comisiones de seguimiento; y de otro lado, las funciones no contractuales de los
consejos, elegidos en los centros de trabajo, impidieron de hecho que los
problemas de las condiciones de trabajo y sus cambios encontraran, legítima y
prácticamente, un lugar para que la cogestión pudiera afrontarlos y resolverlos.
Por otra parte, el Plan Meidner en Suecia
–incluso en sus versiones más edulcoradas— pudo favorecer en las grandes sociedades
industriales suecas, como máximo, una
participación de los trabajadores o de sus fondos de pensiones en el capital social
poco más que simbólica y un poder de decisión de los sindicatos casi nulo en
las estrategias de las empresas. Es una situación muy diferente de cuanto
sucede en el puesto de trabajo donde el sindicato, sin la necesidad de
legitimación financiera alguna, dispone de otros instrumentos potentes de
intervención en las innovaciones tecnológicas y organizativas. Es decir, no en
base a un título de propiedad sino como un derecho legitimado por la ley o por
el convenio.
En relación a los intentos de la izquierda italiana
de avanzar proyectos de “control democrático de los monopolios”, de extensión
de la industria de propiedad estatal (el capitalismo de Estado como “antesala
del socialismo”, teorizado por Lenin) o, sucesivamente, como restauración de
las condiciones de concurrencia, mediante la abolición de los monopolios (1956)
y, todavía más, pasar del “control obrero” al “control del consumidor” (1980),
se han quedado en la generalidad de la letra muerta. Al tiempo que aparecía
públicamente su carácter mistificador –como fue el caso de las “imágenes” de la
autogestión del trabajo-- sancionada durante poco tiempo por las
cooperativas.
Estas variadas formas de inversión de las rentas o
del ahorro de los trabajadores pueden constituir, ciertamente, sobre todo en
algunos países, una parte substancial de la política redistributiva del
sindicato. Incluso si su incidencia efectiva en las estrategias empresariales
y, todavía más, en la organización del
trabajo y en la condiciones laborales de los “titulares” de los paquetes
accionariales hayan tenido, hasta la presente, unos resultados absolutamente
nulos. Salvo en los casos bastante raros
en los que la participación en el capital y en el “riesgo de la empresa” se concreta
en lo “convenido” a través de un poder de codecisión en las más importantes
opciones del management en el terreno de las inversiones, la investigación, del
proyecto y la organización del trabajo. Sólo en esta hipótesis podemos imaginar
que los representantes de los trabajadores acepten invertir el ahorro colectivo
de los asalariados en objetivos empresariales o en experimentos organizativos y
muy innovadores. Y, por eso mismo, con
rentabilidad incierta y, sin embargo, diferida en el tiempo. En todos los otros
casos, hablar de “participación en la gestión de la empresa”, mediante la
participación de las rentas salariales o del ahorro de los trabajadores en la
formación del capital de una empresa, raya en la mistificación. Es un artificio
conceptual que expresa bien el intento, obstinadamente repetido, de evitar o
remover, mediante políticas meramente distributivas, el nudo de la
participación “en las decisiones”. O sea, de un compromiso dirigido por el
sindicato (a través de un diálogo, incluso conflictivo) orientado a influir
sobre la organización de los trabajos y sus roles (sobre “cómo producir”) para
implicarse, con la titularidad que se deriva de la representación organizada de
los trabajadores subordinados, en las estrategias de inversión del management
(27).
Permaneciendo tales límites, el uso del ahorro de
los trabajadores dependientes, tan enfatizado por sus finalidades “sociales”,
paradójicamente sólo puede seguir unas reglas que tienden, no obstante, a
chocar con la posibilidad de conseguir, en una empresa concreta, unas inversiones
fuertemente innovadoras a veces con rendimientos muy diferentes. El imperativo
que asume el administrador del ahorro colectivo no puede ser otro que la consecución de las máximas
garantías posibles para conseguir una amplia y estable rentabilidad (mediante
la distribución de los recursos en una pluralidad de empresas con la idea de
reducir los márgenes de riesgo), capaz de remunerar adecuadamente ese
ahorro y los servicios, pensiones u
otros, para los cuales ha sido recogido e invertido.
Notas
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