lunes, 4 de junio de 2012

CAPÍTULO 4 (2) LA DISTRIBUCIÓN DE LAS RENTAS COMO VÍA AL SOCIALISMO






Segunda parte


La otra “cara” de la política redistributiva, sostenida por las fuerzas de izquierda, para limitar y compensar los efectos, con frecuencia degradantes de la parcelación del trabajo y de la descualificación de masas que la acompañó durante un largo periodo, se caracterizó –frente a las crecientes dificultades para utilizar el arma fiscal como instrumento de redistribución de las rentas--  por unas reivindicaciones sindicales principalmente orientadas a los salarios.  

Naturalmente, las políticas salariales de los sindicatos han tenido, en el curso del tiempo, diversas motivaciones y distintos objetivos. De igual manera tuvieron diferentes fases. No es este el lugar para analizarlo. Nos basta con recordar que, salvo breves periodos y con algunas relevantes excepciones, no se orientaron sistemáticamente a incentivar y sostener una intervención de los trabajadores en la organización del trabajo. Como, por ejemplo, cuando se establece una relación entre el salario y la realización de programas y proyectos acordados entre grupos de trabajadores y el management; o cuando se define un apoyo salarial a la negociación de procesos incentivados de movilidad profesional y alternancia en las que se prevé una adecuada remuneración salarial. 

Por lo general, la acción contractual del sindicato –con o sin existencia de los sistemas nacionales de tutela automática de los salarios reales— ha estado presidida preferentemente por la defensa del poder adquisitivo de las retribuciones y por las remuneraciones compensatorias del rendimiento del trabajo, por las prestaciones de peligrosidad o por las horas extraordinarias. Y, en muchos casos, más allá de la negociación, con variadas formas de retribución por rendimiento y por los pluses, bajo distintas maneras, de antigüedad (la seniority). Que se orientaban a resarcir la inmovilidad de las categorías profesionales de las cualificaciones tradicionales o del trabajo poco cualificado.  

A veces la política salarial de los sindicatos se expresaba con reivindicaciones igualitaristas.  Y casi siempre faltó el objetivo de reconducir en la negociación colectiva las remuneraciones de los trabajadores más cualificados, los técnicos y los investigadores. De esta manera se dejaban tácitamente a estas categorías –que asumen una función estratégica en cualquier sistema industrial avanzado—  un espacio muy relevante para las decisiones unilaterales de la empresa, permitiéndoles, por esta vía también, una posición de dominio sobre la organización del trabajo.


Por otra parte, en lo relativo a las formas de intervención en la propiedad de la empresa, propugnadas en ocasiones y formas diversas por la izquierda occidental, es lícito afirmar que, agotada en la segunda posguerra la fase de nacionalización de las industrias que se consideraban de una  importancia estratégica --la energía en primer lugar-- y de las municipalizaciones de los servicios (sin que estas hubieran incidido en las formas de organización del trabajo, ni en el poder de intervención de los trabajadores y los sindicatos sobre programas de inversión de las empresas), la puesta en marcha de esas formas de intervención, decimos, pudo hacerse, con efectos substanciales que determinaron el favor de los trabajadores empleados, en el ámbito de las políticas distributivas.

Sin embargo, la experiencia alemana de la Mitbestimmung [cogestión, JLLB], que se puso en marcha en la industria del carbón y la siderurgia durante la ocupación aliada, y sucesivamente extendida a todas las grandes empresas industriales en formas parcialmente diversas en la República Federal, dio vida a una “democracia de los expertos” capaz de nutrir, a las organizaciones sindicales y a los grupos dirigentes de los consejos de los trabajadores, de informaciones útiles para defender los intereses de los trabajadores ocupados en las fases de reestructuración. Pero ello no ha ido más allá de la legitimación de un poder consultivo, que raramente ha sido determinante en la definición de las estrategias de inversión de las empresas y sin ninguna influencia en las formas concretas de la organización del trabajo.  De un lado, la presencia minoritaria de los sindicatos (que tienen potestad reivindicativa y contractual) representando a los trabajadores en el seno de las Comisiones de seguimiento; y de otro  lado, las funciones no contractuales  de los consejos, elegidos en los centros de trabajo, impidieron de hecho que los problemas de las condiciones de trabajo y sus cambios encontraran, legítima y prácticamente, un lugar para que la cogestión pudiera afrontarlos y resolverlos.

Por otra parte, el Plan Meidner en Suecia –incluso en sus versiones más edulcoradas— pudo  favorecer en las grandes sociedades industriales suecas, como máximo,  una participación de los trabajadores o de sus fondos de pensiones en el capital social poco más que simbólica y un poder de decisión de los sindicatos casi nulo en las estrategias de las empresas. Es una situación muy diferente de cuanto sucede en el puesto de trabajo donde el sindicato, sin la necesidad de legitimación financiera alguna, dispone de otros instrumentos potentes de intervención en las innovaciones tecnológicas y organizativas. Es decir, no en base a un título de propiedad sino como un derecho legitimado por la ley o por el convenio.

En relación a los intentos de la izquierda italiana de avanzar proyectos de “control democrático de los monopolios”, de extensión de la industria de propiedad estatal (el capitalismo de Estado como “antesala del socialismo”, teorizado por Lenin) o, sucesivamente, como restauración de las condiciones de concurrencia, mediante la abolición de los monopolios (1956) y, todavía más, pasar del “control obrero” al “control del consumidor” (1980), se han quedado en la generalidad de la letra muerta. Al tiempo que aparecía públicamente su carácter mistificador –como fue el caso de las “imágenes” de la autogestión del trabajo-- sancionada durante poco tiempo por las cooperativas.           

Estas variadas formas de inversión de las rentas o del ahorro de los trabajadores pueden constituir, ciertamente, sobre todo en algunos países, una parte substancial de la política redistributiva del sindicato. Incluso si su incidencia efectiva en las estrategias empresariales y,  todavía más, en la organización del trabajo y en la condiciones laborales de los “titulares” de los paquetes accionariales hayan tenido, hasta la presente, unos resultados absolutamente nulos.  Salvo en los casos bastante raros en los que la participación en el capital y en el “riesgo de la empresa” se concreta en lo “convenido” a través de un poder de codecisión en las más importantes opciones del management en el terreno de las inversiones, la investigación, del proyecto y la organización del trabajo. Sólo en esta hipótesis podemos imaginar que los representantes de los trabajadores acepten invertir el ahorro colectivo de los asalariados en objetivos empresariales o en experimentos organizativos y muy innovadores. Y, por eso mismo,  con rentabilidad incierta y, sin embargo, diferida en el tiempo. En todos los otros casos, hablar de “participación en la gestión de la empresa”, mediante la participación de las rentas salariales o del ahorro de los trabajadores en la formación del capital de una empresa, raya en la mistificación. Es un artificio conceptual que expresa bien el intento, obstinadamente repetido, de evitar o remover, mediante políticas meramente distributivas, el nudo de la participación “en las decisiones”. O sea, de un compromiso dirigido por el sindicato (a través de un diálogo, incluso conflictivo) orientado a influir sobre la organización de los trabajos y sus roles (sobre “cómo producir”) para implicarse, con la titularidad que se deriva de la representación organizada de los trabajadores subordinados, en las estrategias de inversión del management (27).

Permaneciendo tales límites, el uso del ahorro de los trabajadores dependientes, tan enfatizado por sus finalidades “sociales”, paradójicamente sólo puede seguir unas reglas que tienden, no obstante, a chocar con la posibilidad de conseguir, en una empresa concreta, unas inversiones fuertemente innovadoras a veces con rendimientos muy diferentes. El imperativo que asume el administrador del ahorro colectivo no puede ser  otro que la consecución de las máximas garantías posibles para conseguir una amplia y estable rentabilidad (mediante la distribución de los recursos en una pluralidad de empresas con la idea de reducir los márgenes de riesgo), capaz de remunerar adecuadamente ese ahorro  y los servicios, pensiones u otros, para los cuales ha sido recogido e invertido.


Notas

(27) Guido Baglioni, un sociólogo que se presenta como cercano al sindicato, defiende en Democrazia imposibile? [Il Molino, 1995], defiende la participación “no conflictiva” en el capital y en la rentabilidad de la empresa, presentada perentoriamente como la única vía practicable dado su carácter no “subversivo

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