miércoles, 6 de junio de 2012

CAPÍTULO 6 (2) DE LA TRANSICIÓN AL "SOCIALISMO" A LA TRANSICIÓN A LA "GOBERNABILIDAD"


   



Segunda parte


Los movimientos de liberación de la mujer, en abierta ruptura con la pedagogía de la “emancipación femenina”,  han provocado una laceración en los debates sobre los dogmas de la estrategia de la transición y sus etapas preordenadas. Y, sobre todo, es a partir de los años setenta, con el inicio de una gran discusión sobre los límites del desarrollo, cuando los movimientos verdes abrieron una segunda brecha demostrando no sólo la posibilidad, sino la necesidad  de modificar un modelo dominante de producción, independientemente de la ordenación de la sociedad y de la titularidad de la propiedad de los medios de producción. A finales de los años setenta, la oleada de liberación que atravesaba la enseñanza –tanto en Italia como en el resto del mundo--  penetra en las filas del movimiento obrero organizado hasta invertir, allá donde está presente, el carácter opresivo del modelo dominante de producción, y por segunda vez  tras la Primera guerra mundial abre una transformación de las relaciones de poder en la gran empresa mecanizada.

Las fuerzas políticas y culturales dominantes de izquierda y, sobre todo el Partido comunista italiano, aunque no supieron preverlas, buscaron indudablemente la incorporación de tales “contradicciones” cuando se manifestaban brutalmente. Sin embargo, salvo pocas y aisladas excepciones, no consiguieron sacar todas las implicaciones de aquellas emergencias. Tampoco consiguieron entender plenamente, sobre todo, que las mismas temáticas de los derechos civiles, de la igualdad de oportunidades, de la diversidad como valor, de los límites del desarrollo, de la liberación del trabajo de sus vínculos más opresivos, cuestionaban tanto la ideología de la “transición” como una concepción de la política que identificaba substancialmente el acceso al gobierno del Estado como premisa del programa del cambio social. 

En definitiva “integrar” tales contradicciones significó buscar sólo alianzas contingentes con estos nuevos sujetos emergentes en vez de cambiar de raíz el fundamento de la estrategia de la transición. Y de asumir la posibilidad de cambios, incluso radicales, en la organización de la empresa, en las políticas industriales y en la organización de la sociedad civil tanto en el área del mundo dominada por el sistema capitalista de producción  como las otras realidades industriales.

Ciertamente, ese intento de superar las contradicciones --a través de una política de alianzas, capaz de asumir al menos algunos objetivos de los nuevos sujetos emergentes-- se manifestó hacia los movimientos feministas y ecologistas. Sin embargo, no fue así en lo referente  a los movimientos de contestación de las formas dominantes de la organización del trabajo en la producción industrial: la respuesta de la izquierda, tras algunas vacilaciones, fue la tradicional de tipo distributivo. Por lo demás, era la respuesta más tranquilizadora para aquella parte del mundo empresarial de la que la izquierda esperaba, al menos, una benévola neutralidad en la hipótesis de su acceso al gobierno del país. El movimiento social volvía a ser, así, sólo la fuente de legitimación para apoyar a la izquierda al acceso del gobierno del país, y no el punto de referencia y el laboratorio para definir el proyecto de sociedad que diese fundamento a la identidad de la izquierda en el presente histórico.      

De esa manera parece existir una curiosa paradoja. Es posible que una parte consistente de la izquierda italiana alcance una experiencia de gobierno sin la necesidad del objetivo milenarista de una futura transformación radical del ordenamiento social. Pero sin disponer, al mismo tiempo, incluso de las referencias sociales necesarias para la elaboración de un proyecto reformador, basado en la posibilidad y necesidad concretas de ampliar las fronteras de la democracia en los centros de trabajo, asumiendo la existencia de un modelo dominante de producción y distribución, aunque sin sufrirlo como impedimento insuperable de cualquier hipótesis de reforma. La participación en el gobierno --no siendo ya para la izquierda la condición para iniciar un cambio global del sistema (que según los parámetros del pasado no resulta creíble ni previsible)--  tiende a convertirse, en aquel aspecto, en un objetivo in sé y no en la premisa de un proceso de transformación de la sociedad, de la que ya no se  dispone de la clave, ni se conocen sus posibilidades y potencialidades. La entrada en la “sala de control” substituye al “Palacio de Invierno”. Pero su finalidad se identifica, en ese aspecto, con el gobierno “competente” de esta sociedad, no teniendo ya las armas de la crítica de sus contradicciones más profundas, y sin una cultura del cambio que --para convertirse verdaderamente en reformadoras-- debe liberarse completamente de la ideología de la “transición” y de sus cánones.

En el nuevo contexto en que se encuentra la izquierda y en la búsqueda de nuevos caminos para superar su profunda crisis de identidad, el primer paso debería ocuparse de un proyecto de sociedad, capaz de dar legitimidad a la aspiración de gobernar y, antes, de legitimidad y sentido a las alianzas políticas y sociales que la izquierda debe intentar construir. Señalando así una fuerte discontinuidad con los “programas” del pasado que fueron definidos para otros presupuestos. Pero tal pasaje cultural y político es posible sólo si destruye totalmente el “esquema de la transición” que, llevado al límite, justificaba cualquier tipo de alianza funcional para el acceso al gobierno o, por lo menos, le confinaba en las viejas y estereotipadas  categorías de dicha ideología: las llamadas “capas medias”, los “partidos democráticos y populares”, la “alianza de los productores”.    Este pasaje cultural y político se convierte en posible si nos vemos en la necesidad de construir alianzas, a partir de un compromiso transparente entre el proyecto reformador de la izquierda y los objetivos contradictorios de otras fuerzas políticas o de determinadas orientaciones sociales.

Si, por el contrario, este compromiso –ciertamente necesario—es anterior al proyecto (que tal vez no vendrá nunca), la legitimación de la izquierda para gobernar pierde hoy todo significado para una cultura de la transformación y autorrealización de la persona.  Esta cultura sólo puede emanar o de una hegemónica “diversidad” o de una presunta “actitud en el gobierno”, profesionalmente más eficaz que la demostrada por las fuerzas, viejas o nuevas, que ya han madurado su propia experiencia de gobierno en el sistema de empresa y en la administración pública. Lo que, francamente, está por demostrar, y sobre todo no constituye un argumento a discutir.

En suma, queremos decir que si no se lleva hasta el final  esta ruptura con la ideología de la “transición” –o con lo que sigue siendo su esqueleto— y si el proyecto de cambio (si existe, si es realizable, si encuentra apoyos) de la sociedad actual no vuelve al primer puesto, sustituyendo definitivamente la gran coartada del “horizonte del comunismo”, la competición entre derecha e izquierda se convertirá cada vez más en una competición entre dos hipótesis de gobernabilidad de los existente.  Entre dos hipótesis que, en ausencia de fuertes proyectos de transformación de la sociedad civil (y no sólo de las instituciones del Estado), están destinadas a convertirse, en la experiencia concreta, en “soluciones a la carta” frente a la crisis y a los problemas que surjan siendo indescifrables la naturaleza, el origen y las salidas posibles.

En esta competición entre derecha e izquierda que, una vez más,  asumiría como inmutable el modo de producir y organizar la sociedad que, sin embargo, manifiesta clamorosamente los signos de una crisis irreversible, aunque abierta a las salidas más diversas, la nueva izquierda, se arriesga a perder, tal vez definitivamente, su propia identidad y su función de fuerza impulsora. Impulsora no de un progreso o crecimiento sin límites, sino de realización de los derechos fundamentales de la persona y de ampliación de las fronteras de la democracia en la sociedad civil y allá donde todavía está sujeta a un trabajo subordinado.    

   

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