Segunda
parte
Los
movimientos de liberación de la mujer, en abierta ruptura con la pedagogía de
la “emancipación femenina”, han
provocado una laceración en los debates sobre los dogmas de la estrategia de la
transición y sus etapas preordenadas. Y, sobre todo, es a partir de los años
setenta, con el inicio de una gran discusión sobre los límites del desarrollo, cuando
los movimientos verdes abrieron una segunda brecha demostrando no sólo la posibilidad, sino la necesidad de modificar un modelo dominante de
producción, independientemente de la ordenación de la sociedad y de la
titularidad de la propiedad de los medios de producción. A finales de los años
setenta, la oleada de liberación que atravesaba la enseñanza –tanto en Italia
como en el resto del mundo-- penetra en
las filas del movimiento obrero organizado hasta invertir, allá donde está
presente, el carácter opresivo del modelo dominante de producción, y por
segunda vez tras la Primera guerra mundial
abre una transformación de las relaciones de poder en la gran empresa
mecanizada.
Las
fuerzas políticas y culturales dominantes de izquierda y, sobre todo el Partido
comunista italiano, aunque no supieron preverlas, buscaron indudablemente la
incorporación de tales “contradicciones” cuando se manifestaban brutalmente.
Sin embargo, salvo pocas y aisladas excepciones, no consiguieron sacar todas
las implicaciones de aquellas emergencias. Tampoco consiguieron entender
plenamente, sobre todo, que las mismas temáticas de los derechos civiles, de la
igualdad de oportunidades, de la diversidad como valor, de los límites del
desarrollo, de la liberación del trabajo de sus vínculos más opresivos,
cuestionaban tanto la ideología de la “transición” como una concepción de la
política que identificaba substancialmente el acceso al gobierno del Estado
como premisa del programa del cambio social.
En
definitiva “integrar” tales contradicciones significó buscar sólo alianzas
contingentes con estos nuevos sujetos emergentes en vez de cambiar de raíz el
fundamento de la estrategia de la transición. Y de asumir la posibilidad de
cambios, incluso radicales, en la organización de la empresa, en las políticas
industriales y en la organización de la sociedad civil tanto en el área del
mundo dominada por el sistema capitalista de producción como las otras realidades industriales.
Ciertamente,
ese intento de superar las contradicciones --a través de una política de
alianzas, capaz de asumir al menos algunos objetivos de los nuevos sujetos
emergentes-- se manifestó hacia los movimientos feministas y ecologistas. Sin
embargo, no fue así en lo referente a
los movimientos de contestación de las formas dominantes de la organización del
trabajo en la producción industrial: la respuesta de la izquierda, tras algunas
vacilaciones, fue la tradicional de tipo distributivo. Por lo demás, era la
respuesta más tranquilizadora para aquella parte del mundo empresarial de la
que la izquierda esperaba, al menos, una benévola neutralidad en la hipótesis
de su acceso al gobierno del país. El movimiento social volvía a ser, así, sólo
la fuente de legitimación para apoyar a la izquierda al acceso del gobierno del
país, y no el punto de referencia y el laboratorio para definir el proyecto de
sociedad que diese fundamento a la identidad de la izquierda en el presente
histórico.
De
esa manera parece existir una curiosa paradoja. Es posible que una parte
consistente de la izquierda italiana alcance una experiencia de gobierno sin la
necesidad del objetivo milenarista de una futura transformación radical del
ordenamiento social. Pero sin disponer, al mismo tiempo, incluso de las
referencias sociales necesarias para la elaboración de un proyecto reformador,
basado en la posibilidad y necesidad concretas de ampliar las fronteras de la
democracia en los centros de trabajo, asumiendo la existencia de un modelo
dominante de producción y distribución, aunque sin sufrirlo como impedimento
insuperable de cualquier hipótesis de reforma. La participación en el gobierno --no
siendo ya para la izquierda la condición para iniciar un cambio global del
sistema (que según los parámetros del pasado no resulta creíble ni previsible)--
tiende a convertirse, en aquel aspecto,
en un objetivo in sé y no en la
premisa de un proceso de transformación de la sociedad, de la que ya no se dispone de la clave, ni se conocen sus
posibilidades y potencialidades. La entrada en la “sala de control” substituye
al “Palacio de Invierno”. Pero su finalidad se identifica, en ese aspecto, con
el gobierno “competente” de esta
sociedad, no teniendo ya las armas de la crítica de sus contradicciones más
profundas, y sin una cultura del cambio que --para convertirse verdaderamente
en reformadoras-- debe liberarse completamente de la ideología de la
“transición” y de sus cánones.
En
el nuevo contexto en que se encuentra la izquierda y en la búsqueda de nuevos
caminos para superar su profunda crisis de identidad, el primer paso debería
ocuparse de un proyecto de sociedad, capaz de dar legitimidad a la aspiración
de gobernar y, antes, de legitimidad y sentido a las alianzas políticas y
sociales que la izquierda debe intentar construir. Señalando así una fuerte
discontinuidad con los “programas” del pasado que fueron definidos para otros
presupuestos. Pero tal pasaje cultural y político es posible sólo si destruye
totalmente el “esquema de la transición” que, llevado al límite, justificaba
cualquier tipo de alianza funcional para el acceso al gobierno o, por lo menos,
le confinaba en las viejas y estereotipadas
categorías de dicha ideología: las llamadas “capas medias”, los
“partidos democráticos y populares”, la “alianza de los productores”. Este
pasaje cultural y político se convierte en posible si nos vemos en la necesidad
de construir alianzas, a partir de un compromiso transparente entre el proyecto
reformador de la izquierda y los objetivos contradictorios de otras fuerzas
políticas o de determinadas orientaciones sociales.
Si,
por el contrario, este compromiso –ciertamente necesario—es anterior al
proyecto (que tal vez no vendrá nunca), la legitimación de la izquierda para
gobernar pierde hoy todo significado para una cultura de la transformación y
autorrealización de la persona. Esta cultura
sólo puede emanar o de una hegemónica “diversidad” o de una presunta “actitud
en el gobierno”, profesionalmente más eficaz que la demostrada por las fuerzas,
viejas o nuevas, que ya han madurado su propia experiencia de gobierno en el
sistema de empresa y en la administración pública. Lo que, francamente, está
por demostrar, y sobre todo no constituye un argumento a discutir.
En
suma, queremos decir que si no se lleva hasta el final esta ruptura con la ideología de la
“transición” –o con lo que sigue siendo su esqueleto— y si el proyecto de
cambio (si existe, si es realizable, si encuentra apoyos) de la sociedad actual
no vuelve al primer puesto, sustituyendo definitivamente la gran coartada del
“horizonte del comunismo”, la competición entre derecha e izquierda se
convertirá cada vez más en una competición entre dos hipótesis de
gobernabilidad de los existente. Entre
dos hipótesis que, en ausencia de fuertes proyectos de transformación de la
sociedad civil (y no sólo de las instituciones del Estado), están destinadas a
convertirse, en la experiencia concreta, en “soluciones a la carta” frente a la
crisis y a los problemas que surjan siendo indescifrables la naturaleza, el
origen y las salidas posibles.
En
esta competición entre derecha e izquierda que, una vez más, asumiría como inmutable el modo de producir y
organizar la sociedad que, sin embargo, manifiesta clamorosamente los signos de
una crisis irreversible, aunque abierta a las salidas más diversas, la nueva
izquierda, se arriesga a perder, tal vez definitivamente, su propia identidad y
su función de fuerza impulsora. Impulsora no de un progreso o crecimiento sin
límites, sino de realización de los derechos fundamentales de la persona y de
ampliación de las fronteras de la democracia en la sociedad civil y allá donde
todavía está sujeta a un trabajo subordinado.
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