Primera parte
Si
miramos el panorama general, las orientaciones que han acabado prevaleciendo en los
comportamientos concretos de la izquierda occidental y, sobre todo, en la
italiana --más allá de la recurrente
aparición de algunos intentos de revisión crítica, sobre todo de determinadas
luchas sociales (e incluso de ciertas experiencias con la introducción de
transformaciones parciales en el modelo dominante de organización del trabajo
que evidenciaron sólo la posibilidad de recorrer distintos caminos, dentro de
ciertos límites para asentarse una izquierda “diversa”-- se puede sostener que, particularmente en la
segunda posguerra, se obstinaron en anclarse en los viejos objetivos del
socialismo del siglo XX. Esto es, en la redistribución de las rentas como
provisional (y a menudo precaria) atenuación de los costes sociales derivados
del industrialismo y del desarrollo incontrolado de las fuerzas productivas, que
se asumió acríticamente como precondición para conseguir otro sistema social más evolucionado; también
en la modificación (mediante formas diferentes y graduales) de los sistemas
productivos o, por lo menos, en la contención y el control de las posiciones de
monopolio. Eran unos objetivos que, en su conjunto, se llamaron genéricamente
“democracia económica”, aunque este término, en su tiempo, lo utilizó Karl
Korsch con otros objetivos y en otras circunstancias.
La
importancia de las políticas distributivas, como complemento y corrección de la
férrea parcelación del trabajo, fue asimilada rápidamente por los partidarios
más ilustrados del taylorismo. El
primero entre ellos fue Henry Ford que supo acompañarlo, ante las oleadas de
absentismo y de una auténtica fuga de las primeras cadenas de montaje, con la
“organización científica del trabajo” y
el incremento de los salarios más altos que se pagaban en el mercado laboral
norteamericano, además de crear un embrión de sistema de protección social y de
asistencia sanitaria en sus empresas.
Muchos
años antes, otros conservadores –más o menos ilustrados-- tuvieron la misma capacidad de establecer
(hegemónicamente) la tensión de una distinta distribución de las rentas y hacer
frente a los efectos sociales, con frecuencia desvastadores de la primera
revolución industrial y sus oleadas sucesivas. Otto von Bismarck, por ejemplo,
tuvo la intuición de provocar la industrialización a marchas forzadas de
Prusia. Lo hizo para acercarla a los modelos occidentales con el primer sistema
estatal de protección social. Y en la Inglaterra de la primera revolución industrial
fueron incluso las mayorías torys las que recogieron y “gobernaron” las
primeras demandas del movimiento cartista, adoptando en el Parlamento importantes
medidas sociales, como la modificación de las “Poor Laws” y la primera
legislación sobre el trabajo en las fábricas (23)
Pero
bien pronto se despejó cualquier
equívoco posible. No pienso, en absoluto, que toda política distributiva (o
redistributiva) no tenga consecuencias, incluso relevantes, en las condiciones
materiales del trabajo, en la organización de la producción y del trabajo en
los países industriales y en los derechos de los asalariados. Semejante juicio
sería paradójico en mi forma de pensar. De hecho, sería absurdo infravalorar,
por ejemplo, la importancia y necesidad de una fuerte iniciativa salarial por
parte del sindicato, incluso en las fases de reestructuración de las empresas y
de reorganizaciones parciales del trabajo. No sólo porque las condiciones
salariales de la mayor parte de los trabajadores subordinados en las empresas
son todavía muy bajas en Italia y con grandes desigualdades –que poco o nada
tienen que ver con la profesionalidad, la cualidad o la peligrosidad del
trabajo. Sino porque es impensable una estrategia sindical de transformación de
las condiciones de trabajo, y de la misma organización del trabajo, que no esté
apoyada por una política salarial, selectivamente orientada a promover tales
transformaciones y hacerlas posible.
Lo
que queremos destacar es lo siguiente: somos conscientes de que la aparición de
nuevos derechos fundamentales, civiles y sociales en el curso del siglo XX,
comportó el inicio de una nueva fase del conflicto para conseguir una
redistribución de los recursos capaz de poner los medios, incluso materiales
(en términos de rentas y servicios) para el ejercicio efectivo de tales
derechos. Dahrendorf habla con razón, incluso de manera reductiva, de la
contradicción existente entre provisions,
los recursos, necesarios para el disfrute de algunos derechos fundamentales y
la declaración, en la consciencia colectiva y en la legislación misma, de
nuevos derechos “esperados” o entlements
(24). Sin embargo, no podemos ignorar que las políticas distributivas de los
Estados (y a menudo también en los sindicatos) se han orientado, de manera
creciente, con el acuerdo o la neutralidad de las izquierdas, no tanto a la
promoción y el apoyo al ejercicio de determinados derechos como a la adopción
de medidas de “compensación” por su falta de ejercicio. Sobre todo cuando ese
ejercicio efectivo cuestionaba las “sagradas” prerrogativas del poder
empresarial y las jerarquías del management.
De
hecho, en la mayoría de los casos el “espacio protegido” de la declaración y el
ejercicio de algunos derechos fundamentales permanece en el espacio de la producción de bienes y
servicios. Este, y no otro, es el sentido de la amarga constatación de
muchos sostenedores de la “sociedad de los derechos”, como Norberto Bobbio,
cuando subrayan que “la democracia se ha parado en las puertas de las fábricas”
Así,
en numerosos casos, las políticas distributivas pueden utilizarse (ya sea por
transferencias de recursos, en términos de rentas o servicios, ya sea por
concesiones salariales) como “resarcimiento” para la negación o la ausencia del
ejercicio de ciertos derechos o para estar sometidos a condiciones de trabajo
peligrosas o nocivas para la salud, incluso cuando estas políticas permitían satisfacer,
al mismo tiempo, necesidades reales. O, en otros casos, podían permitir el
ejercicio de otros derechos que no se podían ejercer en el espacio protegido de
la producción de bienes como substitutos de aquellos.
Como
hemos recordado, Bismarck creó el primer y rudimentario sistema de protección
social en Prusia. Pero al mismo tiempo puso fuera de la ley a las organizaciones
socialistas y a los sindicatos. De igual manera Henry Ford supo romper las leyes del mercado, reconociendo a
sus empleados en 1914 una paga de cinco dólares diarios para eliminar el
absentismo en sus cadenas de montaje (25). Pero, al mismo tiempo, impidió con
sus matones la entrada del sindicato en sus fábricas, al menos hasta 1942.
Con
unos métodos ciertamente más blandos se difundieron en Italia, en la segunda
posguerra, varias formas de subidas salariales orientadas a compensar la
prestación del trabajo allá donde había unas condiciones de extrema gravedad o
nocividad. Los trabajadores lo llamaban (y se mantiene todavía esa expresión)
“la monetarización de la salud”. En muchos casos se mantiene la regla cuando
los trabajadores no consiguen imponer, mediante la acción colectiva (como
substituto de un incremento salarial) medidas concretas de eliminación de las causas de la nocividad y peligrosidad
del trabajo. Incluso, como sucedió en algunos casos, por ejemplo en la Fiat , buscando
sistemáticamente imponer formas de remuneración del trabajo que vinculaban una
parte del salario no al rendimiento efectivo, cuantitativo y cualitativo o a la
productividad sino a lo que se llamó, de manera imaginativa, la “buena marcha
de la empresa”. Que, más allá de transformar en un hecho puramente aleatorio la
remuneración de una prestación dada, niega como principio no sólo el derecho
colectivo de los trabajadores y de los sindicatos a negociar las condiciones de
trabajo y las reglas que las presiden en la organización del trabajo, sino el
pleno reconocimiento –mediante la negociación colectiva-- de algunos derechos “elementales” como la
remuneración del rendimiento efectivo del trabajo y su profesionalidad.
Entre
las políticas distributivas adoptadas por la izquierda occidental, y sobre todo
europea, destaca ciertamente la creación en la segunda posguerra de diversas
formas de welfare state o de Estado
de bienestar que tendían a garantizar --de
diversas maneras a todos los trabajadores dependientes (y en algunos casos a
todos los ciudadanos)-- el derecho a una
pensión, la asistencia sanitaria, además del derecho a la enseñanza pública y
gratuita que ya se había consolidado en un cierto número de países a finales
del siglo XIX.
Fue
ciertamente una conquista de dimensiones históricas que, al contrario de los
convenios colectivos en las empresas norteamericanas bajo la tutela del poder
adquisitivo, bajo las mutualidades de empresa y los fondos de pensiones
(duramente cuestionados en los años setenta y ochenta), permitió
consolidar algunos derechos universales
de los trabajadores y de los ciudadanos, independiente de las disponibilidades
contingentes de las provinsions y de
las fluctuaciones de la economía. Además,
permitió abrir el camino a una legislación social (aunque cada vez más
fragmentada y condicionada por la coyuntura económica) en beneficio de los
trabajadores desempleados o en busca de empleo. Así es que no se puede discutir
el alcance de tales conquistas y su
influencia en la evolución de la democracia política en todas las naciones de
Occidente. Pero tampoco hay que infravalorar la parcialidad y los límites que
han caracterizado su promoción y su gestión en cada país. Estos límites no son
ajenos a a la grave crisis, no sólo “fiscal” sino de consenso, que el Estado de
bienestar está atravesando en todos los países de la Europa Occidental.
La
parcialidad (o limitación) consiste,
en primer lugar, en la exclusión, al menos inicialmente, en el ámbito de la
protección social en los centros de trabajo, de los trabajadores más afectados
por la organización taylorista. No sólo en su salud sino en su profesionalidad,
en su propia libertad de iniciativa, en su acceso a la información y a la formación.
Es una parcialidad que, en muchos países, se refleja en el carácter, todavía
embrionario y muy discontinuo, de la intervención de las estructuras públicas para la “prevención” (y no sólo el
cuidado) de las enfermedades profesionales típicas del industrialismo moderno y
del taylorismo; para la remoción, mediante el apoyo financiero de la
colectividad, de los fondos contra la nocividad (en todas sus formas) y la
mejora del medioambiente para las personas que trabajan. De hecho, no es por
casualidad que tal configuración
--prevalentemente distributiva del Estado de bienestar, esto es, aportar
recursos y servicios para la satisfacción de algunos derechos llamados
sociales-- ha excluido durante mucho
tiempo la consideración de los derechos civiles primordiales que no podían
garantizarse mediante la ampliación de intervenciones de resarcimiento: la
tutela del ambiente y del equilibrio ecológico frente a los efectos, a veces
devastadores, del industrialismo sin reglas para la persona y la supervivencia
del ecosistema: el ejercicio de los derechos de la mujer a la autorrealización
en el trabajo en la sociedad civil y en la vida familiar, contra la división
social del trabajo exasperada del industrialismo y la parcelación de las funciones y de los roles que producía
la sociedad del management; la reinserción de los ciudadanos con minusvalía en
el mercado laboral y en la sociedad civil para garantizarles --con el sostén
colectivo para la rehabilitación, la formación y la organización del trabajo—
su derecho al acceso a un trabajo libremente elegido.
Sin
embargo, todo ello se refleja en la separación
que se fue concretando, salvo en algunas interesantísimas pero embrionarias
excepciones, entre la formación académica y la profesional que, cada vez más,
se iba reduciendo a un apéndice de aquella y a ser “una escuela de los pobres”.
Y sobre todo entre el mundo de la enseñanza académica pública y privada y la
formación de nuevos conocimientos, nuevas culturas y nuevas aptitudes en el
mundo de la empresa. Una malentendida independencia de la escuela pública ha
favorecido un progresivo alejamiento de las velocísimas transformaciones de los
saberes y de las culturas que maduraban en las empresas. Lo que se tradujo en
que los jóvenes eran cada vez más débiles y estaban desarmados para ingresar en
un mercado laboral cada vez más cambiante y flexible. De ese modo los jóvenes se encontraron con lo que
parecían ser fuerzas ciegas de la ciencia y de la técnica, de las que ignoraban
sus fundamentos racionales y su funcionamiento. Sólo vieron cómo se ampliaban
sus conocimientos en las empresas a través de
las nociones deliberadamente parciales y meramente funcionales en el
“hacer” un determinado trabajo (y sólo ése).
Estamos
muy lejos del proceso profetizado por Marx (no situado, ciertamente, en los
“horizontes del comunismo” sino en esta
sociedad industrial) cuando sostenía que
“sería una cuestión de vida o muerte”, para la gran industria, “sustituir
al individuo parcial, simple instrumento de una función social de detalle, por
el individuo desarrollado en su totalidad, para quien las diversas
funciones sociales no son más que otras
tantas manifestaciones de actividad que se turnan y se relevan". Y cuando
añadía: “Un elemento de este proceso de subversión se desarrolló
espontáneamente en la base de la gran industria: en las escuelas politécnicas y
agronómicas; otro fenómeno son las Écoles
d´enseignement professionel en las cuales los hijos de los obreros reciben
algún tipo de formación en tecnología y en el manejo práctico de ciertos
instrumentos de producción” (26).
Los
límites de las legislaciones del
welfare state permitieron, sin embargo, la realización, al menos en muchos países,
muchos países, de unos descomunales
aparatos centralistas, escasamente habilitados para adaptar los servicios del
Estado de bienestar a las necesidades específicas de las diversas
colectividades y, menos todavía, para personalizar
las intervenciones en función de la naturaleza de los obstáculos que es preciso
superar con el fin de que cada ciudadano, con independencia de sus minusvalías
(físicas, culturales o sociales) pueda ejercer el derecho universal al acceso
al trabajo con iguales oportunidades con respecto a los demás en lo atinente a
derecho a la enseñanza, la salud o la pensión de jubilación.
Los
límites están también en haber
descuidado la exigencia de garantizar un efectivo y difuso poder de control y propuesta
a los usuarios de los diversos campos del welfare state. Este dato, con la
acentuación con el paso del tiempo (y con intensificación de las dificultades
de financiación del welfare state) de las prestaciones corporativas
–encaminadas a incautar una parte de sus recursos a favor de las minorías más
fuertes, junto a las degeneraciones clientelares en algunos países, como en
Italia— permitieron, paradójicamente, la creación de una verdadera jungla de
derechos, privilegios y desigualdades en las oportunidades de acceso a los
servicios de la colectividad. Una jungla de los derechos que transformó la
solidaridad social entre los ciudadanos, ejercida sobre la base de reglas
universales y transparentes de contribución y servicio que constituía el
fundamento filosófico del welfare state, en una especie de solidaridad oculta, que se
substraía a la gestión y control tanto de sus contribuyentes como de sus
propios beneficiarios. Y, por ello mismo, expuesta a sufrir los contragolpes de
una crisis de consenso en las mismas clases trabajadoras.
Notas.
(23)
Karl Polanyi en La gran transformación
que ya hemos citado en otra ocasión.
(24)
Ralph Danrendorf, El conflicto social moderno.
Biblioteca Mondadori, 1990.
(25)
“El salario de cinco dólares diarios por ocho horas de trabajo fue una de las
decisiones que mayormente contribuyeron a reducir los costes de producción”,
dirá Henri Ford en su biografía (ver Braverman, en la obra citada
anteriormente).
(26)
Karl Marx, El Capital. Libro I. Capítulo IV.
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