Segunda parte
La lucha por los salarios y su posible desarrollo --a
través de la mejora cuantitativa de la tutela del Estado de bienestar
(pensiones, asistencia sanitaria…), con la condición de reflejarse en la
estrategia del salario-- se convertía, sin embargo, en el instrumento de una
“progresiva unificación de la clase” y, también, de una unificación económica en torno a la clase de todo el
trabajo asalariado. La clase ha descubierto en este camino “el tema
políticamente enorme del valor real del salario (34). Surgían, pues, las
condiciones –según los estrategas del “salario político”-- de una lucha salarial desestabilizadora de
los equilibrios económicos existentes que sitúa el problema (aunque sin poder
resolverlo) de un posible gobierno no de
la empresa sino del Estado. En
una preordenada división de las tareas entre lucha social (mejor dicho,
“económica”) y acción política y, en algunos casos, entre sindicatos y partidos
siguiendo las enseñanzas del voluntarismo leninista del ¿Qué hacer?: a la lucha
puramente salarial le corresponde “impedir un reequilibrio estático del
sistema, crear las condiciones para que la lucha obrera continúe al día
siguiente de la firma del convenio y disolver todas las previsiones de la
acumulación capitalista”. Le corresponde a las demandas salariales globales de
los obreros “impedir la reorganización institucional del sistema y su capacidad
de control político” (35).
Sin embargo, no le correspondía a la “clase obrera”
gestionar esta dramática contradicción. De hecho, mientras las luchas obreras
pongan “con extrema urgencia el problema del poder –no del poder a pedacitos,
fragmentariamente, que se recoge desde “abajo”, de todo el poder, de aquel
poder que se gestiona solamente desde arriba, y sólo cuando se tienen todas las
palancas horizontales y verticales-- solamente el partido puede servir de
instrumento de esta revuelta salarial y los peligros que genera dada la
capacidad de control político del sistema”. Porque “la lucha obrera en la fábrica y en el Estado
se coloca en dos planos completamente escalonados entre sí. La primera puede incluso no alcanzar nunca el corazón
de la segunda, si no existe un canal de
comunicación y permita involucrar también a las instituciones del Estado en la
crisis del desarrollo que determinan las
luchas obreras” (36).
Ahora bien, detengámonos en este punto para “situar”
la primera fase de la parábola en el contexto del debate que atraviesa toda la
izquierda italiana sobre las cuestiones que plantean las luchas sociales concretas de finales de los años
sesenta. Y sobre el tema, que deviene central en esos años: el cambio del
trabajo y la conquista posible de nuevas formas de organización no sólo en la
empresa sino en la misma sociedad civil. Por ejemplo, la constitución de nuevas
formas de representación de los trabajadores en los centros de trabajo; la
aspiración de los sindicatos a intervenir en la organización del trabajo y,
también, en las estrategias de las inversiones de las empresas; la asunción del
sindicato de un control inédito en la dislocación de los recursos (en el
momento en que se afronta la reforma del Estado de bienestar existente)
presentándose en la escena como un nuevo sujeto político.
Es difícil resumir en pocas líneas las diversas (y,
a veces, muy divergentes) reacciones que la experiencia sindical de finales de
los años sesenta y principios de los setenta suscitó en las principales fuerzas
de la izquierda “oficial”. Un solo dato parece unificarlo y ponerlo en sintonía
con la crítica radical de los teóricos
del “salario político”, de la “autonomía de lo social”, y del “salarialismo”
del “obrero masa”. Es el de la eliminación o, incluso, la condena abierta de
una experiencia reivindicativa y contractual que cuestionaba prácticamente (y
no sólo ideológicamente) la tradicional división de las tareas del partido y
las del sindicato; y, en definitiva, la división “histórica” entre política y
economía, entre lucha “social” y lucha política”.
Esta reacción de rechazo se manifestó, ante todo, en
los debates entre el partido y el sindicato sobre las exigencias de las luchas
sindicales de superar las formas existentes de la vieja “división del trabajo”.
Por dos consideraciones esenciales.
La primera, naturalmente, se refería a la “inmadurez” de unas
luchas orientadas a objetivos que se referían a la organización del trabajo y a
las prerrogativas de la empresa en este campo con el riesgo consecuente de
desviar la acción reivindicativa de los trabajadores de la “verdadera
cuestión”, de aquello que se podía resolver, o sea: los salarios. No entendiendo que la política salarial siempre
fue (solamente) una de las
expresiones del conflicto social con sus modalidades y finalidades, su incidencia sobre la
estructura del salario y en el coste del trabajo que siempre han ido cambiando
–incluso substancialmente— a través del tiempo. La expulsión de la acción
sindical de una mera y repetitiva operación distributiva (que, más bien, debía
gestionarse con rigor) podía, según sus opositores, introducir en la situación
italiana un elemento de desestabilización que chocaba con los cánones de una
política de alianzas sociales basada, sustancialmente, en el reconocimiento de
la sacralidad de las prerrogativas del empresario en la gestión de las
inversiones y la organización del trabajo. Incluso por estos motivos de fondo,
la constitución de los delegados de línea –y sucesivamente de los consejos de
fábrica— superando las viejas Comisiones
internas [su equivalente aproximado serían nuestros viejos jurados de
empresa, JLLB] se encontraba con una dura oposición en el interior del Partido
comunista italiano y de su grupo dirigente. Que despreciativamente consideraban
a los consejos como una forma casual y efímera para organizar el conflicto por
los salarios (¡) por los teóricos del “salario político”. Los consejos de
delegados son, evidentemente, el cuestionamiento de las formas tradicionales de
democracia sindical y de las mismas formas de representación del sindicato en
una perspectiva que abría la unidad
sindical que se construía desde abajo; así las cosas, esto se convertía en una
insoportable “invasión del territorio”:
un pasillo que cuestionaba no sólo las relaciones substanciales de la
subalternidad del sindicato al partido, sino la “competencia exclusiva” del
partido político sobre todas las cuestiones económicas y sociales que se salían de la mera política distributiva. La experiencia del Piano del Lavoro, a mitad
de los años cincuenta, parecía que estaba eliminada en la memoria de la izquierda
“política” en los años sesenta y setenta.
La segunda consideración constituía el necesario
complemento de la primera. En la medida en que se cimentaba en la temática de
la organización del trabajo, la acción sindical se dirigió hacia el “corazón”
de la política industrial del sistema empresarial, vale decir, al uso de la
tecnología, la calidad y cantidad de las inversiones necesarias para garantizar
una diversa distribución del trabajo y del empleo. Ahora bien, esta “deriva” no
entraba en conflicto solamente con el “sentido común” de la izquierda, que asumía
como substancialmente inmutable las formas dominantes de la organización del
trabajo: ¡cuánta irrisión se vertió por
los sabihondos teóricos de la “primacía de lo político” contra el “nuevo modo de construir el
automóvil” o sobre el cambio de la línea de montaje! Sin embargo, proponía una
transformación de las políticas industriales en las grandes empresas públicas y
privadas, incluso mediante una intervención “desde abajo” en la sociedad civil.
No sólo mediante la intervención del Estado, es decir, a través de una
mediación entre el Estado y las grandes empresas. Esto parecía ser el error. De
hecho, esta “deriva” de la acción sindical cuestionaba, simultáneamente, la
estrategia de la “transición”, el papel dominante del Estado en las
transformaciones de la sociedad civil y, en consecuencia, el rol del partido
como actor político exclusivo y como el único sujeto habilitado para construir,
incluso en el campo social, la estrategia de las alianzas.
No faltan los ejemplos de tan errónea separación
entre lucha social y lucha política y, en definitiva, entre economía y política
que inspiró, por ejemplo, la orientación de una parte consistente del la
dirección del PCI, sobre todo en los debates sobre las “degeneraciones” de la acción
de los sindicatos orientadas al control de las inversiones industriales
destinado a la creación de empleo en el Mezzogiorno.
En medio de una lucha contractual que tenía como objetivo central el control de
las inversiones en conexión con una movilización de los trabajadores del Sur
para abrir una fase en el proceso de industrialización, una parte del grupo
dirigente del PCI (1972) no dudó en ofrecer una clamorosa hospitalidad y total
solidaridad a los barones de la industria con plena participación del Estado
que (con una obstinación superior a la de los grandes grupos privados)
intentaban romper esta demanda de los sindicatos; y, al mismo tiempo, defender
sus propias prerrogativas de grands commis (independientes del Parlamento y
de sus interlocutores sociales). Aquello sucedió en las Jornadas del CESPE en
otoño de 1972. Y, en gran medida, estos fervientes partidarios de esta singular
primacía de la política mantuvieron una neutralidad hostil a la gran
manifestación organizada por los metalúrgicos, albañiles y jornaleros del campo
en Regio Calabria en noviembre del mismo año cuando se trataba de responder,
con una propuesta de cambio y un movimiento de masas, la revuelta populista de
los boia chi molla y de sus
patrocinadores fascistas (36*).
Pero esta creciente hostilidad contra el intento del
sindicato de salir de los límites del mero conflicto distributivo y contra una autonomía que llevase a convertirlo en un
sujeto político, se expresa, andando el tiempo en la izquierda y en el
sindicato, con los argumentos y las modulaciones más diversas. Desde los
reiterados juicios negativos durante el ciclo de las luchas sociales --que se
inicia a finales de los sesenta y que, según algunos, habría comprometido con
sus demandas reformadoras la posibilidad de definir en la política un nuevo
modelo de desarrollo-- hasta las
repetidas críticas, desde la Rivista Trimestrale a la
estrategia sindical de controlar las inversiones de las empresas de
participación del Estado. Y, también, las tesis propugnadas por dicha publicación
en 1980 en las que –descubierto el agotamiento de la relación de explotación en
los centros de trabajo (sin ni siquiera dignarse a echarle un vistazo a las
relaciones de subordinación y opresión)— se sostenía la necesidad de orientar
la iniciativa política de la izquierda (por no hablar del conflicto social) “de
la producción a la distribución” previa a la función prometéica de orientar los
consumos en el interés de la población y en dirección a los nuevos deseos de la
comunidad. Con el objetivo de poder contrastar, en el terreno distributivo, el
poder de las concentraciones monopolistas.
Sin embargo, se mantuvo la crítica al
“pansindicalismo” que pretendia subrogar las prerrogativas del partido e
ignoraba el Estado como lugar exclusivo de formación de la política (37). Tampoco faltó (¡en 1978!) la exaltación de la
versión lassalleana del leninismo, contenida en el ¿Qué hacer?; y con unas premisas similares, se denunció la vanidad
y los peligros en el esfuerzo de los sindicatos de trasladar las luchas del
trabajo de la sociedad civil al campo atrincherado de la formación de una
voluntad política general sin la mediación que monopolizaba el “partido de la
clase obrera” (38). Es sintomático que esta defensa de las prerrogativas
exclusivas de la formación de la decisión “política”, entendida como un proceso
que se realiza exclusivamente en el ámbito del Estado –o en función de
ello-- no sólo eliminaba de un plumazo
toda visión dinámica de la sociedad civil (“el verdadero hogar y el teatro de
la historia”, del que hablaba Gramsci), sino que al mismo tiempo despreciaba,
incluso “requisándo”, los contenidos y
mensajes que venían de las luchas
sociales cuando éstas no se limitaban a expresar una mera –sacrosanta, pero a
menudo subalterna-- exigencia distributiva.
En esta sordera general está madura, de hecho, una convergencia con la más ruda
y pragmática conducta de los empresarios que, desde décadas, estaban empeñados
(¡también ellos!) en reconducir al salario todas las tensiones sociales y a
“simplificar”, de esa manera, la creciente complejidad de las demandas que
surgían de la sociedad civil, que no podían estar constreñidas en una operación
de cuantificación contable y de puro resarcimiento.
Este rechazo de la nueva dimensión política de las
luchas sociales cuando invertían algunos equilibrios de poder en la empresa
(por ejemplo, la organización del trabajo) no era sólo una parte consistente de
la dirección del PCI. Reacciones no disímiles caracterizaban las críticas o las
repulsas que tomaron cuerpo, en los años setenta y ochenta, en otros ámbitos de
la izquierda y en el mismísimo movimiento sindical. Basta recordar, entre otras
reservas que expresaron dirigentes e intelectuales socialistas en torno a la
política sindical de controlar las inversiones; las críticas orientadas a un
pretendido “gigantismo” del sindicato que podría llevarle a perder sus propias
raíces en el momento que sobrepasara la acción distributiva en los centros de
trabajo. E también, a desestabilizar las reglas de una democracia que aunque
conflictiva estaba basada en una rigurosa división de poderes (y contrapoderes
equilibradores) y tiene su base en un sindicato confinado en lo “social” y en
la empresa. De hecho, también en este caso, la “política” es, por definición,
cosa de Estado; y el conflicto sobre la organización del trabajo, si no
cuestiona la jerarquía de la empresa no puede asumirse como conflicto político.
Mientras que si acabase siéndolo –en tanto que contesta dicha jerarquía en su
modo de operar-- introduciría un factor
de confusión insoportable en el equilibrio de poderes y contrapoderes
(39).
Por lo demás, en el mismo periodo un intelectual de
prestigio, dirigente de la CSIL ,
Bruno Manghi –una vez pasada la euforia de la contestación a la organización
taylorista en un libro, por otra parte, rico en observaciones agudas (Declinare crescendo) exigía al sindicato una vuelta (y no un
confinamiento) a lo “social”, abandonando la errónea estrategia de las
reformas, que acabaría por envolverlo en unas opciones de tipo exclusivamente
políticas. Que encontrarían, sin embargo, en el Estado su necesario y único punto de referencia e, incluso, de
formación. Sin embargo, no se puede olvidar que dicho retorno a la antigua
ideología de la “autonomía de lo social” (que pronto hará de contrapunto y no
de alternativa al redescubrimiento de la “autonomía de lo político”),
presuponía en la historia del sindicato donde militaba Manghi, un Estado y un
gobierno orgánicamente orientados a considerar aquel tipo de sindicato como su interlocutor privilegiado; y a
operar como celosos mediadores, propensos –por razones culturales y políticas—
a tener en cuenta el deseo de legitimación de aquel tipo de sindicato. Pero
ello no quita singularidad a la crítica de Manghi y a su significativa convergencia
con las posiciones de cuantos proponían, mediante el ataque al llamado
“pansindicalismo” una nueva separación entre sociedad civil y Estado, entre
lucha política y lucha social, entre economía y política volviendo a emitir los
viejos eslóganes leninistas de “lo primero es la política”. De hecho, según Manghi en aquellos tiempos el
sindicato acabó perdiendo su autonomía –su misma identidad-- en el momento en que establece una mediación
entre tensiones políticas diversas en el momento en que supera la “integridad”
del “conflicto elemental” (naturalmente el siempre tranquilizador de carácter
distributivo) subrogando poderes de mediación que son de otros sujetos y que pertenecen a la esfera del Estado como lugar de
formación del acto político.
Notas
(34) Alberto Asor Rosa en Partito, sindacato dopo i contratti. Contropiano, abril de 1970. Ver
también Massimo Cacciari en Che fare,
operai e capitale di fronte ai contratti, Marsilio, Venecia, 1969.
(35) Alberto Asor Rosa en Il medio periodo della lotta di classe in Italia, en Contropiano, 1969.
(36) A. Asor Rosa Partito e sindacato…
(36*) Nota del Traductor. Boia chi molla literalmente "verdugo (asesino)
el que abandona (la lucha)" es un eslogan fascista. La frase tiene el sentido aproximado de "traidor quien ceda".
Posiblemente usado ya en tiempos de la República Partenopea
(1799) y en los “Cinco días de Milán”
(1848). Durante la Primera Guerra
Mundial fue el lema de los Ardite, unidad de asalto del ejército
italiano. La frase pasó a formar parte del acerbo del régimen fascista, hasta
el punto de que en la actualidad se cree de forma errónea que fue acuñada por
el propio Mussolini. En 1943 fue utilizado por el ejército de la República Social
Italiana, que peleaba en el territorio
de la Italia
ocupada. La expresión volvió a ponerse
de moda durante la Revuelta de Regio Calabria,
una serie de revueltas que tuvieron lugar entre julio de 1970 y febrero de 1971
en protesta por la decisión de trasladar la capital de Calabria de Catanzaro a
Regio. Ciccio Franco, fascista, adoptó el lema como eslogan de la revuelta,
hasta el punto de que los sucesos son recordados en ocasiones como
"revuelta del boia chi molla”.
(37)”. Aris Accornero. Operaismo e sindacato, en Operaismo e
centralità operaia (aa.vv.)
(38) Ver Luciano Barca en Noi non riconminciamo da zero, en
Rinascita, 7 abril de 1978: “… estamos convencidos que la conciencia de clase
sólo se puede llevar al obrero desde fuera”. (39) Ver Giuliano Amato, entre
otros, en Mondo operaio,
núm, 5 de 1978 y número 2 de 1980.
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