Primera parte
En las reflexiones, ya maduras, de los Cuadernos de la Cárcel hay cambios,
incluso radicales, en el “leninismo” de Gramsci y en su concepción del proceso
revolucionario. La experiencia de los consejos y su posible rol en un proceso
de transformación de la sociedad civil y su entramado político e institucional
están sometidos a una profunda revisión. Estas marcadas discontinuidades
estarán determinadas, en gran medida, por las agudas observaciones de Gramsci
sobre la capacidad del capitalismo moderno de metabolizar la “revolución
taylorista” y, con el fordismo, traducirla en la organización de una “economía
programática” y en el “mayor esfuerzo productivo realizado hasta ahora para
crear, con una inaudita rapidez y con una consciencia de los fines nunca vista
en la historia un tipo nuevo de trabajador y de hombre (46). Así explica Gramsci
el fordismo como proyecto político, y no ya como una de las tantas posibles de
racionalización de la empresa y de la organización social.
De hecho, se ha subrayado que Gramsci --en sus
sucesivas reelaboraciones y modulaciones del concepto de “revolución pasiva”--
señala una verdadera ruptura con el “catastrofismo” y el “colapsismo”. O con
las tesis del capitalismo financiero absentista que estaban en la raíz de la
ideología consejista en 1919 – 1920 y que retornan, de manera prepotente, en
las posiciones de la III Internacional
(tras el breve paréntesis de la “estabilización capitalista”) con la crisis de
1929. Y cómo dicha ruptura implicó una relativa infravaloración hasta el umbral
de la Segunda
guerra mundial --e incluso un redimensionamiento y una relativización del
fascismo y del nazismo-- proyectándose,
sin embargo, en una previsión de largo periodo sobre las capacidades de
autorreforma del capitalismo, que representaba un auténtico giro en la
estrategia gramsciana de la revolución social. Donde la “guerra de posiciones”
y la “conquista de la hegemonía”, como condiciones indiscutibles para la
conquista del poder, conferían connotaciones inéditas en la cuestión misma de
la democracia (47).
Incluso la reflexión sobre los factores sociales que
condicionan la consolidación de las técnicas de racionalización del trabajo en
la industria mecanizada, en una dimensión que trasciende el restringido ámbito
de la gran fábrica, convertido en mito, señala una importante evolución de las
tesis de Gramsci, en aquellos tiempos ordinovistas, sobre el gobierno
consejista de la fábrica taylorizada. Nos referimos, de manera particular, a lo
que se encuentra en los Cuadernos,
sobre el carácter general y ambivalente de las estratificaciones sociales, en
Italia y en Europa, y de los obstáculos que pueden oponer a un avance lineal
del taylorismo y el fordismo. Y a las observaciones clarividentes de Gramsci
sobre el proceso, necesariamente doloroso, de “racionalización de la
composición demográfica europea”; y de su función de “recambio” en los trabajos
más mecanizados, fragmentados y descualificados, en los Estados Unidos, de los
flujos de mano de obra inmigrada, y –en Italia y en los países europeos—por la
mano de obra “indígena” de origen agrario. Con la consecuencia de una “continua
mutación de la composición
social-política de la ciudad, situando la hegemonía bajo nuevas bases” (48).
Sin embargo, nos referimos sobre todo a la lúcida
toma de conciencia, al menos en términos teóricos, del conflicto distributivo que
se concreta entre, de un lado, el taylorismo –como forma extrema de
racionalización del trabajo-- y, de otro lado, la “humanidad” y
“espiritualidad” del trabajador que “sólo
puede realizarse en el mundo de la producción y del trabajo, en la creación
productiva” (49). Con la emergencia de nuevas contradicciones en el tejido
social y en la estratificación de la clase obrera: no sólo en la
descualificación de masas y cambios en las relaciones entre cualificados y
descualificados, sino en términos de
distribución de las rentas, con la
introducción de importantes alteraciones en el mercado laboral.
Los trabajos menos cualificados pueden ser, de
hecho, remunerados con altos salarios –al menos en la fase de transición hacia
una nueva racionalización de la organización del trabajo— porque son
descualificados, desagradables y agotadores cuando la empresa “racionalizada”
quiera asegurarse una mínima estabilidad de la mano de obra ocupada. Y con la
posibilidad de que se generen, en consecuencia –en contraste con la apologética
liberal del mercado—áreas de empleo y altas remuneraciones, ya sea de los
trabajadores altamente cualificados (o las “corporativizadas” que disponen, de
partida, de una fuerte capacidad de autodefensa), ya sea –en el extremo
opuesto-- en las de aquellos
trabajadores descualificados y parcelados de la fábrica taylorista, aunque
estén desfavorecidos en la relación entre oferta y demanda. De hecho, Gramsci
también percibe –con extremada clarividencia--
cómo estos procesos modifican la tendencia espontánea del mercado
laboral contrastando, en algunos casos y en ciertos periodos, con la presión
del ejército de reserva de los desocupados (50).
Su conciencia de tan dramática contradicción entre
parcelación del trabajo y “espiritualidad del trabajador” llevará a Gramsci a
privilegiar una organización del trabajo basada en formas de autogobierno y
“autocoerción” de los trabajadores, legitimados por el objetivo de la
construcción de una nueva sociedad, tal como sostenía en su época ordinovista.
Pero, esta vez, Gramsci desarrollará sus tesis anteriores en abierta polémica
con todos los intentos autoritarios de importar, a través de una coerción
“externa”, la parcelación y la disciplina del trabajo obrero. Se trata de
intentos puestos en marcha, con la economía de guerra, por algunos sectores del
capitalismo europeo o por las veleidades del corporativismo fascista. O, incluso,
por el voluntarismo jacobino que inspiró, desde sus inicios, la aplicación del
taylorismo en la Rusia
soviética siguiendo a Lenin. Gramsci –tal vez por razones de prudencia-- concentrará, incluso, sus propias críticas
sobre los “excesos” del “bonapartismo” de Trostky (empeñado en su caprichoso
intento de construir un “ejército” del trabajo) y de su “excesiva (y, por tanto, no racionalizada) voluntad de
dar la supremacía a la industria y a los métodos industriales, de acelerar –con
métodos coercitivos exteriores— la disciplina y el orden, de adecuar las
costumbres a las necesidades del trabajo (51).
Sin embargo, contrariamente a lo que sostenían
algunos comentaristas (incluso recientes) de los escritos del Gramsci de Americanismo y fordismo, nos parece que el
plano conceptual típico de la ideología productivista del periodo ordinovista
no sufre una alteración sustancial en las reflexiones de los Cuadernos. Sobre todo en lo referente al
asunto que nos interesa: la puesta en marcha de la fase taylorista de la
racionalización del trabajo en el proceso de liberación del trabajo por los
cepos de una organización de la producción basada en la acentuación de los
factores de coerción y opresión; y la determinación, en la fase de la industria
taylorizada, de un proyecto político fundado en la transformación de la
sociedad civil.
En otras palabras, los importantes enriquecimientos de la
investigación de Gramsci sobre el taylorismo y el fordismo no le llevan, en
nuestra opinión, a cambiar substancialmente, lo asumido ideológicamente que
estaba presente en la formación de la soreliana “psicología del productor” en el seno de la clase
obrera, ya formuladas en las tesis de los años del movimiento consejista.
Tampoco cambia sustancialmente la relación “invertida” entre fábrica y
sociedad, de la que hablábamos a propósito de de los escritos de Gramsci en el Ordine nuevo. También, en ciertos aspectos, algunos de los
límites más evidentes de la visión gramsciana del taylorismo, en la época
ordinovista, se manifestarán en unos términos frecuentemente exasperados cuando
Gramsci se mida en los Cuadernos con
la ideología fordista (52). De hecho, estos límites serán confirmados, no sólo
cuando se encuentra, en los Cuadernos,
la confirmación de de una asunción substancialmente apologética del taylorismo
(teorizado incluso como posible factor de liberación intelectual del
trabajador), sino sobre todo se valora como Gramsci, incluso en los Cuadernos
lo lleva hasta sus últimas consecuencias, no planteadas al principio.
La etapa ineluctable del desarrollo industrial (y, como tal, en la
sustancia “neutral” con respecto a las relaciones de producción dominantes y
compatibles con una organización “socialista” de la producción) se corresponde
con el “sistema Taylor”. Las contradicciones que el taylorismo acaba por
exasperar en la relación de explotación y las reacciones de “rechazo”, pasivas
o activas, de los trabajadores, se refieren no al sistema Taylor en sí mismo
sino a los efectos que produce cuando se aplica en el capitalismo. Y de modo
particular cuando se aplica en un contexto político y social de coerción “externa”.
Para Gramsci parece, incluso, que la aplicación integral del taylorismo
reclama, de cualquier manera, un cambio de régimen político: la llegada del socialismo. Y esto por tres
razones fundamentales.
En primer lugar, porque,
según Gramsci, está insita en el taylorismo y en el fordismo una tendencia a la
“racionalización” y a la planificación que, hasta cierto punto, encuentra en el
“mercado concreto” y en la sociedad civil un límite insuperable que traspasa el
sistema capitalista. Retorna la temática de la fábrica “racional” contra la
sociedad anárquica e ingobernable.
En segundo lugar, porque el
taylorismo parecía chocar con obstáculos todavía más consistentes en las
sociedades europeas, dada la mayor complejidad de las estratificaciones sociales
y la presencia más relevante de áreas sociales parasitarias y burocratizadas en
los años veinte y treinta respecto a los Estados Unidos. En definitiva, retorna
aquí la idea –ya expresada en los años ordinovistas-- que la organización industrial moderna
presupone el liberalismo económico integral o el socialismo.
En tercer lugar, porque el
taylorismo, según Gramsci, para que pueda ser, efectivamente, una práctica de
gestión exige, incluso en la gran fábrica, el consenso y la participación
activa del trabajador “taylorizado” y no sólo la coerción.
En este recorrido, Gramsci
parece llegar a una concepción singular (o, si se quiere, dividida) del
consenso, de la participación, y de la misma libertad en la que es difícil no
advertir la huella idealista y soreliana. Las transformaciones inducidas por el
taylorismo en la relación de trabajo, el contenido objetivamente opresivo y
mutilador del sistema taylorista quedan, en cualquier caso, eliminados. Y la
liberación del trabajador de la relación concreta de opresión es imaginada en
términos puramente políticos con la sustitución en las funciones sociales y no sólo de las figuras sociales. El poder político (estatal, en este caso) se
asume, en definitiva, como sustituto lógico (ni siquiera histórico-contingente)
de la reconquista de una autonomía y un poder, de una libertad real de la
persona que trabaja en un proceso largo (pero que comienza súbitamente), de
recomposición del trabajo y de la “humanidad” del trabajo. De esa manera, el
“consenso” del trabajador se realiza a
través de de su conciencia (fundada o ilusoria) de “estar en el vértice del
Estado”. La clase obrera desarrolla su conciencia “per se” y su vocación de
“autogobierno” exclusivamente a través del propio dominio –o ilusión del
dominio-- bajo las formas de
organización política de la sociedad. Y este dominio (o su imagen) compensa, de
cualquier manera, la deshumanización concreta y la subalternidad del trabajo
prestado en la fábrica moderna.
¿Se trata, pues, de una
larga fase transitoria hacia la posible liberación del trabajo? No lo parece.
En realidad, el carácter transitorio de esta fase, a partir de dicho
planteamiento conceptual, acaba siendo solamente un enunciado, un postulado
indemostrable. Sobre todo porque el inicio del cambio –aunque sea
embrionario-- de la superación de las
formas tayloristas no aparece por ningún lado. Pero, especialmente, porque la
identificación del objetivo de la liberación del trabajo con la conquista del
poder del Estado presupone la aceptación de la “autocoerción” del trabajador
como un bien en si mismo. La restricción
que el trabajador concreto debería imponerse mediante la transposición de sus
demandas de libertad hacia el Estado no aparece como un medio transitorio sino
como un hecho que, en cuanto tal, expresa una libertad ya alcanzada, y presenta
los caracteres de una absoluta autosuficiencia.
Gramsci es muy consciente,
aunque todavía de manera genérica, de
los costes históricos que paga la clase obrera en su “adaptación” a la
organización taylorista y del conflicto que ésta acentúa entre el
“industrialismo” y el “humanismo” a la hora de reemprender los conceptos en los
Cuadernos (53). Así como parte de la conciencia del origen “de
clase” de las “ideologías puritanas” del capitalismo americano”, que sólo
tienen como objetivo conservar fuera del trabajo
[cursiva de Trentin] un cierto equilibrio psicofísico que impida el colapso del
trabajador exprimido por el nuevo método de producción (54). Pero lo dramático de estos costes y el
“desperdicio” de los recursos humanos que se desprende parecen originarse, en
definitiva, en la torsión subjetivista que se ha operado en Gramsci al decir
que son esencialmente el fruto de una “política” y una ideología coercitiva en
la medida que permanecen extrañas a las subjetividad vivida por la clase obrera,
y no acaban siendo “interiorizadas”.
Sin embargo, dicha
interiorización sería posible solamente en el momento en que, mediante la
conciencia del ejercicio del poder (en el Estado, pero todavía no en el
trabajo), el trabajador podrá ser convencido del sacrificio del propio
“humanismo”. Un “humanismo” que, no
obstante, viene asumido –en algunas observaciones de Gramsci— en términos muy
angostos y “delimitados”. Como cuando se confunde con un instinto “animalesco y
primitivo”, destinado a ser “subyugado” por “unas normas cada vez más nuevas y
complejas y hábitos ordenados, exactos” (55). Este equilibrio [psicofísico]
podrá llegar a ser interior si se le
propone al trabajador, y no es impuesto
desde fuera, por una nueva forma de
sociedad con unos medios apropiados y originales (56). En ese sentido, en el
acto de la autodisciplina, de la coerción interiorizada y motivada por “una
consciencia de clase en el vértice del Estado”, el trabajador alcanza –según
Gramsci-- un estadio superior y, en
cierto sentido, autosuficiente de libertad que ya no tiene necesidad de ser
completado sucesivamente si no es en la fase, utópica, de la superación de toda
forma de división social del trabajo.
Gramsci advierte
probablemente, en el desarrollo sucesivo de las notas en Americanismo y fordismo, la fragilidad de esta teoría cuando
afronta la revolución de las costumbres que ha introducido el fordismo en razón
de la construcción de un “tipo de hombre nuevo” (58), mediante la “necesaria”
acción coercitiva y “progresiva” de una “clase superior” (59). Y por ello, como
“sujeto” determinante en el proceso de “autocoerción” y “autoconvencimiento” de
la clase obrera de la necesidad de asumir los vínculos que imponen los modelos
de la racionalización taylorista y fordista, introduce la categoría de “élite”.
Con la mirada de hoy, las
observaciones de Gramsci sobre la necesaria compresión coercitiva de los
diversos estadios de “animalidad” de las clases subalternas y de las variadas
formas de “libertinismo” o de “romanticismo
ilustrado” asumen –particularmente a propósito de la cuestión femenina y de la
libertad sexual— las connotaciones totalizantes de la política y de la
organización (forzosa) de la sociedad civil.
No se trata, de hecho, de anotaciones “datadas”, señaladas por una
concepción paternalista y estrecha de la emancipación de la mujer y de la
negación de toda forma de búsqueda individual de la propia identidad en el
plano de las costumbres. Se trata, sobre todo, de una concepción de la política
como proyecto totalizante y, potencialmente, totalitario, que llevaba
inevitablemente a invadir cualquier aspecto de la vida individual, a partir de
los imperativos “objetivos”, “dictados” de vez en cuando por las
transformaciones (siempre “unívocas” y “necesarias”) de la organización del
trabajo y de los poderes. Con ello se negaba el papel vital de dicho pluralismo
de culturas e individualidades creativas que estuvo presente en las tesis
ordinovistas.
Estas reflexiones de Gramsci
sobre la necesaria subordinación de los “instintos” y las costumbres (incluso
de las formas “antiguas” de humanidad y “espiritualidad”) a los imperativos que
exigen “los nuevos métodos de organización del trabajo” son las que constituyen
el fundamento de la enfática valoración –pero, a su modo, lúcida-- del “fenómeno americano”, o sea: “el mayor
esfuerzo que se ha verificado hasta ahora para crear, con inaudita rapidez y
con una consciencia de los fines nunca vista en la historia, un tipo de
trabajador y hombre nuevos” (60). Es difícil no captar en esta resignada
subordinación de la sociedad civil --incluso en sus expresiones éticas y
culturales, los requisitos “devoradores” de un taylorismo trasmudado en ley de
la historia-- una aceptación de la
“técnica como ideología”, como dirá Jürgen Habermas muchos años después (61).
Es una manifestación paradójica de la “revolución pasiva” operada por el
fordismo, incluso en el campo de la cultura de los movimientos reformadores y
revolucionarios.
Tampoco es difícil no
encontrar, al menos en esta lectura gramsciana del fordismo, la confirmación de
la afirmación de Herbert Marcusse en El
hombre unidimensional: “Hoy se perpetúa la dominación y se extiende
no sólo gracias a la tecnología sino en
cuanto tecnología, y esta última alimenta su gran legitimación hacia un
poder político que se extiende cada vez más y absorbe en ello todas las esferas
de la actividad” (62).
No es por casualidad que
Gramsci ha sido llevado –y construido, se podría decir— a poner en tela de juicio la categoría de las
“élites”. Que son las llamadas a
“mediar” en el ejercicio de la coerción y hacer posible una reinterpretación,
absolutamente idealista, de la “autocoerción”. Lo importante es que estas
“élites” emanen de la misma clase que
está expuesta a la coerción, o que simplemente entiendan que representan los
intereses no contingentes y corporativos. Son ellos los llamados a garantizar “la autodisciplina de la
clase”. Son ellos los que convencen al nuevo Alfieri
a atarse a la
silla, para usar la famosa cita de Gramsci (63). De esta manera, el partido está destinado,
naturalmente, a ejercer esta función de élite, de “canal de esta autocoerción”
esbozando el origen “democrático” de que “la autoridad es una función técnica
especializada y no algo arbitrario”. Como
puede verse, estamos muy lejos del autogobierno de los productores como proceso
autónomo de los partidos y sindicatos, teorizado en los tiempos
ordinovistas. Y, no obstante, teniendo en cuenta las
importantes diferencias que Gramsci explicitará en aquellos años –en los
contrastes de las involuciones que se manifestaron en la dirección del partido
bolchevique (65)--, es difícil substraerse a la impresión de que esta nueva
versión de la autocoerción lleve inevitablemente a una nueva concepción del
poder político, que asume en sus relaciones con la sociedad civil las
connotaciones elitistas y voluntaristas propias de los sistemas totalitarios.
Pero la introducción de la
categoría de la “élite” como factor de guía y mediación conjuntamente, en el
proceso de autocoerción de una clase trabajadora que asuma los vínculos
operativos del taylorismo, parece llevar a Gramsci también a una nueva
declinación de la noción de “revolución pasiva”.
Notas
(46) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.
(47) Mario Telò. Americanismo y fordismo in Gramsci,
Einaudi 1995
(48) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.
(49) Ibidem.
(50) Ibidem.
(51) Ibidem.
(52) Mario Telò. Obra
citada.
(53) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.
(54) A. Gramsci. Ibidem.
(55) A. Gramsci. Ibidem.
(56) A. Gramsci. Ibidem.
(57) A. Gramsci. Ibidem.
(58) A. Gramsci. Ibidem.
(59) A. Gramsci. Ibidem.
(60) A. Gramsci. Ibidem.
(61) Jürgen Habermas. Ciencia y técnica como ideología. Tecnos, Madrid, 1984
(62) H. Marcusse. El hombre
unidimensional. Editorial Ariel.
(63) A. Gramsci. Americanismo y
fordismo.
(64) A. Gramsci. Passato e presente.
Centralismo organico e centralismo burocratico. Cuadernos de la Cárcel.
(65) A. Gramsci. Americanismo e fordismo.
Perdone mi intromisión, don José Luis, pero la lectura de este texto me ha dejado una idea contoneándose en mi cabeza que he decidido mostrársela a usted.
ResponderEliminarEl sociólogo Daniel Bell, siguiendo a Weber, analizó de una manera diferente el triunfo de la moderna industrialización. No necesariamente es contradictoria con lo que aquí se dice. Podría, perfectamente, ser complementaria (aunque quizás para ello habría que diferenciar con claridad, siguiendo al gran E.P. Thomson entre capital y capitalismo).En todo caso me parece que la tesis de Bell tiene más potencial explicativo de nuestro presente que la gramsciana, aunque hemos de añadir que Bell escribe casi medio siglo después de Gramsci.
Bell se dio cuenta de que el éxito económico de los Estados Unidos y la superioridad que estaba alcanzando respecto a la URSS, era consecuencia en gran parte de la capacidad del capitalismo norteamericano de transformar a los trabajadores en consumidores y a los consumidores en trabajadores. La humanización del trabajador fuera de la cadena de montaje adquiría la forma del consumo.
Bell considera que los Estados Unidos, en lugar de dividirse en dos clases antagónicas de productores y de consumidores, lo que hizo fue dividir netamente el tiempo vital de cada persona y, a medida que el capitalismo moderno se ha ido extendiendo, se ha extendido también esta división, que le es inherente.
El funcionamiento efectivo de la economía capitalista requiere que el ciudadano tenga clara la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal en dos ámbitos heterogéneos: el de su puesto de trabajo y el de su tiempo libre. En el ámbito del trabajo ha de esforzarse, mantener la concentración y el ritmo de trabajo, postergar la gratificación del deseo y respetar la jerarquía; mientras que en el ámbito del ocio o del tiempo libre no solamente puede aflojar las riendas, sino que la publicidad le recomienda dar libre expresión a su hedonismo, que es el principal motor de consumo. Estas morales son diferentes, pero en términos económicos ninguna es superior a la otra. Las dos son igualmente imprescindibles. Pensemos que los factores esenciales de la economía moderna son la productividad y la competitividad, por una parte, y la confianza del consumidor por otra. Esta es hoy, a mi parecer, la contradicción fundamental y constituye la forma de nuestra esquizofrenia cotidiana.
Saludos cordiales