viernes, 29 de junio de 2012

CAPÍTULO 18 (1) EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA




Primera parte         




En la recurrente separación entre los motivos más profundos y periódicos del conflicto social que implica siempre, incluso en el caso de reivindicaciones salariales, una respuesta a la división entre dirigentes y ejecutores, entre gobernantes y gobernados –en primer lugar en los centros de trabajo— y su interpretación y gestión política por parte de las fuerzas de la cultura y de las organizaciones del movimiento obrero, incluso en la época en que Gramsci volvía a pensar, en Americanismo y fordismo,  la experiencia de los consejos de fábrica y el papel prometeico del “Príncipe moderno”, es decir, el partido de vanguardia, la nueva dimensión que asumía el papel del Estado en las sociedades y en las economías de la primera posguerra parecía haber tenido un peso determinante (86).

Si, de hecho, se sitúa más atentamente la sufrida búsqueda de Gramsci (con sus importantes elementos de novedad y ruptura con el marxismo “vulgar” y el determinismo) en el debate sobre las profundas transformaciones del Estado que atraviesa, en los años de la primera posguerra, todas las componentes del movimiento socialista (incluso otras orientaciones reformadoras), no es difícil vislumbrar cómo la reflexión de Gramsci y algunas de sus más fecundas intuiciones (la revolución pasiva, la autonomía del gobierno consejista sobre la “guerra de posiciones” y la conquista de “fortificaciones” en el cuerpo vivo de la sociedad civil) han permanecido casi secuestradas por la deriva estatalista y elitista (la “revolución por arriba”) que ha impregnado a una gran parte de la izquierda de derivación marxista (87).

Se trata de un proceso que viene acentuándose, tras la “crisis del marxismo” de finales del siglo XIX, con la búsqueda de una solución (revolucionaria o reformista) al problema de la distribución de los recursos y a la modificación de los estratos propietarios, a través de la intervención y la mediación preliminar del Estado central como punto fuerte y de resolución de una cuestión social que ya no podía expresarse mediante una transformación desde debajo de la sociedad civil y del Estado mismo. Se trataba de un proceso que asumirá un peso dominante en las ideologías de los movimientos revolucionarios y reformadores y en sus experiencias concretas –políticas y de gobierno--  cuando las concentraciones técnicas, organizativas y financieras entre las grandes industrias y la intervención reguladora de los Estados en la economía de guerra abrieron la época del “planismo” y del gobierno “racionalizado” de las empresas y la economía (88).

Con la opción de situar “la relación del proletariado con el Estado en el centro de su política” y de asumir la tendencia a la “estatalización” como el “el elemento absolutamente nuevo que no conoce Marx” se supera una ambigüedad que persistía en las reflexiones del mismo Marx, a propósito del vínculo entre “alienación / opresión” y “explotación” en la relación de trabajo subordinado y las vías  a seguir para atacar dicho vínculo.

Pero la disolución de la ambigüedad de Marx en una frontera que, durante un largo periodo, alejará el movimiento socialista y comunista de la atención de la rápida transformación de los contenidos alienantes y opresivos de la relación del trabajo subordinado en la época de la gran “racionalización” y la búsqueda de los fundamentos de una reforma, incluso institucional, de la sociedad civil y de sus formas de participación en las decisiones de la comunidad, incluso cuando estas decisiones se toman en el ámbito de de una relación de trabajo “privado”.  Con la consecuencia de oscurecer casi completamente, en la búsqueda y en el debate de los movimientos socialistas y reformadores, en nombre de la doble primacía de la “clase” y del “Estado”, la dimensión de los derechos humanos. Y, sobre todo, la conciencia, que no disminuirá tampoco en Marx, de las raíces individuales, personales, de la libertad y de su represión como “autorrealización” de la persona, ante todo en el trabajo.

La expropiación de los medios de producción, mediante la acción legitimadora del Estado (incluso si está ocupado por una nueva capa dirigente), como una etapa preliminar y propedéutica para una lejana liberación del trabajo y su superación, que se reenvía a la llegada del comunismo, de las restricciones y de la opresión que pesan sobre el trabajador subordinado, debía resolver el problema de una conquista del poder que ya no podía madurar más que con una espontánea radicalización del “conflicto redistributivo” en la sociedad civil.       

La ruptura con el determinismo vendrá en nombre del Estado como lugar exclusivo de la política y como sede de legitimación de la acción reformadora; como lugar de mediación y superación del conflicto social (¿de qué manera es posible hacerle una huelga al Estado y contra sus retoños?); y como la única institución capaz de plasmar y transformar la sociedad civil. 

Ciertamente, este proceso que llevará a redefinir, incluso el rol del partido como representante único de la clase llamada a ejercer –siempre a través del Estado—  su propia “dictadura” alcanzará su ápice con la metamorfosis del marxismo que Lenin llevó a cabo y del primer grupo dirigente bolchevique, incluido Trostky. Sobre todo tras la conquista del poder en Rusia. Pero se trataba de un proceso mucho más vasto y plural. No sólo porque tenía sus propias raíces incluso en la ambigüedad, en las contradicciones y en los errores del análisis y las previsiones de Marx, sino porque también se limita a considerar la historia del movimiento socialista y— teniendo en cuenta la influencia de Ferdinand Lassalle en la cultura socialdemócrata europea y en el mismo Lenin--  la deriva ideológica hacia el redescubrimiento de la primacía del Estado (como posible terreno “neutro” de redistribución de los recursos, de propiedad y de legitimación de las políticas sociales de los partidos reformadores) implicará, en primer lugar, a algunos entre los más desprejuiciados críticos de Marx en la socialdemocracia: Eduard Bernstein, Karl Renner y Hans Kelsen.

Es en ese contexto que la cuestión de la liberación del trabajo --cada vez  más inseparable de la salvaguarda de la libertad en una sociedad compleja y de la temática de los derechos de la persona en las modernas organizaciones “racionalizadas”--  será removida (e, incluso, combatida), durante un largo periodo, por las ideologías dominantes del movimiento socialista.


     Hemos hablado –tras muchos otros--  de una ambigüedad nunca resuelta en el análisis marxista de la “génesis” del proceso de acumulación en las grandes sociedades industriales y de la relación existente entre la instauración de un dominio y una coerción sobre el trabajador (la opresión), a través de una organización del trabajo basada en la separación entre dirección y ejecución, de un lado, y la posibilidad de sacar un superávit al trabajo de ese trabajador con respecto al valor del mercado de la mercancía de trabajo, de otro lado.

En efecto, desde los escritos juveniles de Marx hasta los de edad madura, la génesis de la relación de explotación es vista en el proceso de alienación y opresión incluso como una condición recurrente.  Y también es recurrente la tendencia a repetir la expropiación del trabajador de sus instrumentos de producción y de sus saberes a toda transformación de las tecnologías y de la organización del trabajo. De igual manera, también es recurrente la tendencia a basar sobre una relación de autoridad y coerción toda adaptación del trabajador a las cambiantes condiciones de la prestación laboral. Y de esta redefinición histórica del concepto de alienación y deshumanización del trabajo, Marx señala una contradicción insanable entre el trabajador --como individuo, como persona concreta que aspira a realizarse en ella--  y un sistema de producción que, eliminando todo sentido a su trabajo y toda posibilidad de intervenir conscientemente en su desarrollo, lo transforma en una “horrenda monstruosidad”, en una “cosa”, en un “esclavo de las cosas” (91).

La “recomposición del trabajo a través de la comunidad” sigue siendo, de hecho, la preocupación de la reflexión de Marx a lo largo de toda su obra. Y ello explica la simpatía con la que el “socialista científico” que era Marx mira los escritos y experiencias de trabajo comunitario de un “utópico” como Robert Owen  y las batallas por la libertad del movimiento “cartista”, tan influenciado por el owenismo.   

No sólo. Marx, incluso en las obras de madurez, los Grundisse y El  Capital,  buscará más veces las señales posibles de una recomposición del trabajo alienado y parcelado en las transformaciones de la organización social promovidas por las luchas de los trabajadores y por las iniciativas legislativas de los reformadores liberales. Se trata de la reconstrucción de una profesionalidad “compleja” a través de la movilidad del trabajo  y la alternancia de las prestaciones, de la función “revolucionaria” de la formación profesional y de las primeras leyes de limitación y reducción de los horarios de trabajo. De hecho, Marx habló –a propósito de estas trasformaciones estructurales de la condición de trabajo (y no de los aumentos salariales)-- de una “economía  política de la fuerza de trabajo”.

Pero, simultáneamente, Marx pareció más preocupado por restablecer una especie de jerarquía, lógica y no histórica,  entre las categorías que definen “las relaciones de producción”: propiedad de los medios de producción y extracción de la plusvalía; estructura y superestructura; división social del trabajo y división técnica del trabajo. Con la consecuencia de situar el proceso de alienación y la división técnica del trabajo en el reino de la “necesidad”, de la colocación objetiva de las “fuerzas productivas”, tomadas globalmente, en un sistema de relaciones sociales que habría podido ser afectado solamente con un cambio radical de las relaciones de propiedad como única fuente, en última instancia, de las relaciones de poder.

En ese sentido, Marx acabó abandonando su investigación sobre la “economía política de la fuerza de trabajo”, volviendo siempre a confrontarse con la “economía política del capital”. Y sin llegar a compartir las tesis de cuantos sostienen que Marx advirtió “que no había solución antes de la pérdida de del  ´sí´ en el trabajo intrínseco de la tecnología” y que “de hecho se debía aceptar no sólo la división del trabajo sino incluso su organización jerárquica”, es cierto que Marx acabó por reenviar a un futuro lejano, y a una utopía del trabajo totalmente liberado, la solución de la que había señalado como la primera contradicción lacerante de la identidad de la persona en la relación del trabajo subordinado.

Así Marx pudo acercarse –en contradicción con todo su análisis anti idealista del proceso de alienación en el trabajo-- a la revalorización del Estado como instrumento de emancipación, aunque fuera en términos escasamente profundos desde el punto de vista teórico. Del Estado como necesario instrumento de cambio de las relaciones de propiedad y de transición hacia la liberación del trabajo y a una sucesiva e improbable extinción de las funciones del Estado como “administrador de hombres”. 

También en la famosa Crítica al Programa de Gotha que refutaba el “estatalismo” jacobino de Lassalle y sus seguidores, Marx tendrá que plegarse a una visión del momento de la ocupación y transformación del Estado no como un hecho conclusivo de un proceso real de la trasformación y reforma de la sociedad civil sino como premisa. Como punto de partida de una gradual y lejana liberación del trabajo que habría tenido –como insuperables etapas intermedias--  la modificación de las relaciones de propiedad y de las relaciones de poder en el sistema económico, la superación de la división social del trabajo y de la estructura de clase que ella determina. Y, por último, la modificación de las formas dominantes de división técnica del trabajo, es decir: la relación entre gobernantes y gobernados en los centros de trabajo.

Desde este punto de vista, a pesar de su lúcida polémica con el mito del Estado “neutral” y contra la tesis lassalliana de un Estado “libre” y “titular autoritario de una función general de la formación ético-pedagógica del cuerpo social”, no se puede decir que la reproposición, en la Crítica al Programa de Gotha, del “Estado de la dictadura del proletariado”,  como forma política de transición al socialismo, constituya una contradicción fortuita en el planteamiento de la reflexión marxiana (93). Como tampoco, en aquel contexto, son fortuitas la ausencia  la exigencia de pluralismo en el movimiento socialista en el Marx de la Primera Internacional; el carácter transitorio de los partidos; la riqueza de las formas del asociacionismo del movimiento de los trabajadores y la necesidad de no subordinar los sindicatos a un partido político.     

Marx, sobre todo en sus últimos escritos, no parece haber resuelto la relación entre “historia” y “lógica” del sistema capitalista y su superación, ni tampoco la relación entre la transformación de la sociedad civil y los microcosmos comunitarios que se constituyen en los centros de trabajo y la transformación (no la extinción) del Estado. Tal vez por esta razón Marx acaba adhiriéndose a una concepción de partido como “arma” que tiene como objetivo la conquista del Estado antes que la transformación “corpuscular” de la sociedad civil.

¿Cómo entender diversamente la reproposición del “Estado de la dictadura del proletariado”, negador de derechos individuales universales? ¿Y aquel partido, salpicado de lassalleismo, que nacerá de la unificación del Congreso de Gotha, que Marx criticará con tanta vehemencia, no era tal vez incluso el hijo de sus ambigüedades e incertidumbres? No es posible, pues, sorprenderse si el mismo Engels provocará una decidida torsión hacia una “vía estatal” que relega en la utopía la contestación de las características opresivas y alienantes del trabajo subordinado. “Dado que todo partido político se propone conquistar el dominio del Estado, se desprende que el Partido Socialdemócrata Alemán persigue su propio dominio político, el dominio político de la clase obrera y, así, un “dominio de clase” (94). Y en polémica con algunos anarquistas italianos: “Al menos en lo concerniente a las horas de trabajo se puede escribir en las puertas de las fábricas: lasciate ogni autonomia voi che entrate. Si el hombre, a través del conocimiento y su genio inventivo ha sometido las fuerzas de la naturaleza, estas fuerzas se vuelven contra él, sometiéndolo  hasta que se sirve de ellas, a un auténtico despotismo que no depende de ninguna organización social.  Querer abolir la autoridad de la industria, a gran escala, equivale a abolir la industria misma, a  destruir el telar mecánico para volver al hilado” [las cursivas son de Trentin] (95).   

Notas


(86) Cornelius Castoriades. L´expérience du mouvement ouvrier. Union General d´Editions, 1974.

(87) A. Gramsci. Cuadernos de la Cárcel.

(88) Mario Telò. La socialdemocrazia europea nella crisis degli anni trenta. Franco Angeli, 1985. 

(89) Karl Renner. Marxismos, Krieg und Internationale (Sttugart, 1917)

(90) Karl Polanyi. Libertà e tecnologia. Bollati Boringhieri, 1987

(91) Eric Fromm. L´uomo secondo Marx. Franco Angeli, 1980

(92) Daniel Bell. La riscoperta dell´alienazione. Obra ya citada.

(93) Danilo Zolo. Marx e il Programma di Gotha. Fondazione Basso, 1981

(94) F. Engels. La questione delle abitazioni. Citado en el Congresso di Gotha.

(95) F. Engels. Dell´autoritá. Editori Riuniti, 1971
                            

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