miércoles, 18 de julio de 2012

SUMARIO DE LOS CAPÍTULOS DE "LA CIUDAD DEL TRABAJO"





Aquí está el índice de capítulos de la obra mencionada. Lo que se ofrece para mayor acomodo de quien lea. Con sólo clicar saldrá rauda como una centella la literatura de cada capítulo.

 

 

 PRÓLOGO DE ANTONIO BAYLOS

Primera Parte


CAPÍTULO 1 ¿HUBO OTRA IZQUIERDA?

 

CAPITULO 2 LA CRISIS DEL MANAGEMENT Y EL FINAL DE LAS VIEJAS CERTEZAS

 

CAPÍTULO 3 (1) ¿CAMBIAR EL TRABAJO Y LA VIDA O, ANTES, CONQUISTAR EL PODER?

 

CAPÍTULO 3 (2) ¿CAMBIAR EL TRABAJO O, ANTES, CONQUISTAR EL PODER?

 

CAPÍTULO 4 (1) LA DISTRIBUCIÓN DE LAS RENTAS COMO VÍA AL SOCIALISMO

 

CAPÍTULO 4 (2) LA DISTRIBUCIÓN DE LAS RENTAS COMO VÍA AL SOCIALISMO


CAPÍTULO 5. EL RETORNO DE LOS DERECHOS


CAPÍTULO 6 (1) DE LA TRANSICIÓN "AL SOCIALISMO" A LA TRANSICIÓN A LA "GOBERNABILIDAD"


CAPÍTULO 6 (2) DE LA TRANSICIÓN AL "SOCIALISMO" A LA TRANSICIÓN A LA "GOBERNABILIDAD"


CAPÍTULO 7 (1) DEL "SALARIO POLÍTICO" A LA AUTONOMÍA DE "LO POLÍITICO"


CAPÍTULO 7 (2) DEL "SALARIO POLÍTICO" A "LA AUTONOMÍA DE LO POLÍTICO"


CAPÍTULO 7 (3) DEL "SALARIO POLÍTICO" A "LA AUTONOMÍA DE LO POLÍTICO"


CAPÍTULO 8 (1) HACIA EL "NEOCORPORATIVISMO"


CAPÍTULO 8 (2) HACIA EL "NECOCORPORATIVISMO"


CAPÍTULO 9. LA POLÍTICA SIN CALIDAD


CAPÍTULO 10 (1) LA HEGEMONÍA CULTURAL DEL "SCIENTIFIC MANAGEMENT"


CAPÍTULO 10 (2) LA HEGEMONÍA CULTURAL DEL "SCIENTIFIC MANAGEMENT"


CAPÍTULO 11. REPENSAR EL TRABAJO DESPUÉS DE TAYLOR



Segunda Parte


CAPÍTULO 12. LA CRISIS DEL MARXISMO


CAPÍTULO 13. LA RESPUESTA DE GRAMSCI


CAPÍTULO 14. L´ORDDINE NUOVO


CAPÍTULO 15. LENIN Y GRAMSCI


CAPÍTULO 16.1 FORDISMO Y TAYLORISMO EN LOS "CUADERNOS DE LA CÁRCEL"


CAPÍTULO 16.2 FORDISMO Y TAYLORISMO EN LOS "CUADERNOS DE LA CÁRCEL"


CAPÍTULO 17. GRAMSCI Y MARX


CAPÍTULO 18 (1) EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA


CAPITULO 18.2 El ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA


CAPÍTULO 18.3 EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA


CAPÍTULO 19.1 LOS OTROS CAMINOS: Rosa Luxemburgo, Karl Korsch y Pannekoek


CAPÍTULO 19.2 Los otros caminos: Austromarxismo y Socialismo guildista.


CAPÍTULO 19.3 LOS OTROS CAMINOS. Simone Weil


CAPÍTULO 20.1 TRABAJO Y CIUDADANÍA.


CAPÍTULO 20. 2 TRABAJO Y CIUDADANÍA


CAPÍTULO 20.3 TRABAJO Y CIUDADANÍA


CAPÍTULO 20.3 TRABAJO Y CIUDADANÍA




Última entrega del libro “La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo”, de Bruno Trentin.    

               

La Europa social que, hoy, deberá reequilibrar el poder sin límites de los bancos centrales y de la especulación financiera,  no puede ser ya imaginada como un coacervo de medidas más o menos asistenciales que juegan un papel residual y subalterno con respecto a las grandes opciones de política económica y de educación. La Europa social puede nacer solamente de una coordinación de las políticas económicas nacionales, fiscales, de la formación e investigación centradas en la valoración permanente de los recursos creativos del trabajo humano. Ésta, y no otra, es la apuesta por una estrategia europeísta de las izquierdas con la idea de dar alma y un proyecto a la reforma institucional de la Unión Europea y a la construcción de un poder político soberano capaz de situar la moneda única en un contesto de política económica y de gobierno de la demanda pública, explícitamente situados en la valoración del trabajo como recurso.

El Libro Blanco de Jacques Delors no proponía el retorno a una tradicional política de obras públicas, a los trabajos “socialmente útiles” o a los filones de trabajo de Louis Blanc. Su propuesta era la unificación estructural de las sociedades europeas, salvaguardando todas las articulaciones territoriales, bajo el manto de de la investigación,  la formación y  las tecnologías avanzadas, los transportes, las telecomunicaciones y las “autopistas de la información”, que permitían a todas las formas más cualificadas del trabajo humano construir nuevas sinergias, nuevos canales de comunicación e intercambio, y –a partir de ahí--  crear nuevos empleos para dar un impulso a la demanda de trabajo en Europa y en el mundo.

Pero un desafío de esta naturaleza puede alcanzarse solamente si se consigue acompañar esta sinergia de las políticas de innovación en un contexto de creciente movilidad y flexibilidad de las prestaciones, liberándola de los vínculos opresivos que las jerarquías tayloristas impusieron al viejo trabajo abstracto.

Es en razón de tales transformaciones del trabajo, que nacen en primer lugar en las empresas y actúan de manera salvaje sobre los mercados laborales, en el vacío que se ha creado con la crisis de la vieja legislación social y de las tutelas contractuales (en ausencia de un proyecto alternativo de la izquierda) como se van determinando nuevas articulaciones de las relaciones de trabajo con el surgimiento de nuevas figuras jurídicas y sociales que atraviesan las viejas categorías del empleo (para toda la vida) y del desempleo (como puro ejército de reserva). Muchos de estos procesos ven también entretejerse entre ellos nuevas orientaciones selectivas de la demanda del trabajo, dictadas parcialmente por unos vínculos impuestos por las tecnologías de la información y nuevas características de la oferta de trabajo, impuestas por la evolución y los cambios en la cultura, las costumbres y en las diversas subjetividades que se expresan en los mercados laborales, y en una iniciativa de las empresas orientada a reconstruir sobre los escombros del tradicional contrato de trabajo por tiempo indeterminado una relación personal de dominio sobre el trabajador.  Mientras la impotencia de los movimientos reformadores y de los sindicatos se expresa nítidamente en una legislación social, que podríamos definir de “desregulación asistida”. Es decir, substancialmente, mediante la acumulación de excepciones a la regla que, en realidad, no tiene ya ninguna validez universal.  Sin que transpiren las líneas de una reforma general de las relaciones de trabajo, del contrato de trabajo y de una redefinición de los derechos personales del trabajador en una empresa y en un mercado orientados al uso flexible de la fuerza de trabajo.

La difusión de los llamados contratos atípicos, que realmente definen una nueva tipología del mercado laboral, las formas de trabajo temporal y por tiempo determinado,  del trabajo ocasional o de temporada --con horario y salario reducido--, el trabajo jurídicamente autónomo, pero jerárquica o económicamente heterodirigido, el trabajo voluntario, total o parcialmente, tienen además el efecto de modificar profundamente –en términos de renta y, sobre todo, de derechos y autonomía--  las tradicionales categorías de la política social sobre las que se apoyaban, cansinamente, los parámetros de la representación y las alianzas de los movimientos reformadores: la clase obrera, las capas medias y el sistema de empresa. Y mientras, los límites entre trabajo autónomo y trabajo subordinado tienden a modificarse y articularse, en el interior de estas categorías, si se continúa recurriendo a viejos parámetros como la renta, que ya no es reconducible un criterio homogéneo (¿qué renta: la declarada, la percibida, la del patrimonio?) para recomponer una unidad ficticia entre los grandes agregados sociales, acaba oscureciendo los nuevos factores que, cada vez más, diversifican dichos agregados sociales, entonces el riesgo manifiesto es que se traduce en un cada vez más difícil compromiso distributivo entre estas categorías omnicomprensivas, abriendo el camino a una guerra entre las corporaciones más fuertes de estos estratos sociales, cada vez más divididos en su interior.

¿Qué son hoy las capas medias, más allá de una cierta conciencia de estatus heredada del pasado? ¿Y en qué medida las diferencias que las atraviesan --en términos de derechos, poderes, acceso a los servicios colectivos fundamentales,  de formación e información--  permiten todavía adoptar una política económica y social que se dirija indistintamente a un obrero con tres millones de liras al mes, a un orfebre artesano, a un empresario medio, a un pequeño empresario y no dispone de autonomía financiera, a un técnico, un investigador o un profesor?

He ahí la razón por las cuales entra en crisis un compromiso social sobre el que se había erigido la convivencia social y el desarrollo económico de los más importantes del siglo XX. Y esa es la razón de que la vieja lógica del resarcimiento de la izquierda –la del intercambio de derechos con las políticas distributivas— esté llamada a entrar en un conflicto cada vez mayor con la implosión de los viejos contenedores sociales y la rampante crisis de solidaridad que ella alimenta. Más bien, a la luz de estas transformaciones, ni siquiera la última versión de esta tradición meramente distributiva y de resarcimiento de la izquierda –la que teoriza la solidaridad de los “dos tercios” fuertes con el “tercio” pobre y débil de la sociedad civil--  está llamada a tener un estrecho margen con respecto a las nuevas ideologías darwinianas de la selección de los “más capaces” que asume como dogma la mundialización salvage de los mercados.

El compromiso distributivo –bloqueado entre la defensa de un Estado social, a menudo caracterizado por el asistencialismo, el clientelismo y, en todo caso, por crecientes desigualdades con la tentación de comprar los intereses (diversificados, pero asumidos como un conjunto indiferenciado) de las diversas categorías sociales intermedias, mediante el laxismo fiscal--  está llegando en los países occidentales a un punto límite. Con ello se corre el peligro de que caiga  en picado toda forma de solidaridad transparente a la hora de contrastar los procesos de empobrecimiento y exclusión de nuevas categorías de ciudadanos. Así mismo, se corre el peligro de ver amenazada toda forma de consenso ya sea con el Estado social y sus mecanismos redistributivos, cada vez más indescifrables,  y las crecientes desigualdades que dañan a los más débiles y discriminados, o ya sea en torno al sistema fiscal, visto como opresivo. Sobre todo en la medida en que emergen sus injusticias y la ausencia de una relación transparente con una creciente calidad de los servicios distribuidos a la comunidad y a las personas de carne y hueso.

De esta crisis de consenso difícilmente se sale de manera indolora. O su salida es el ataque indiscriminado al Estado social con la reducción, también indiscriminada de sus prestaciones y la selección autoritaria de las demandas sociales para responder a una complejidad creciente –como sostenía la Trilateral— hace ya algunos años o se cambian radicalmente los parámetros del consenso y de la intervención de la colectividad. No sólo el mercado laboral, sino también el derecho del trabajo tienen que basarse en nuevas reglas y en la afirmación de nuevos derechos.
    
La ficción que regía el viejo contrato de trabajo, en la que el trabajo figuraba como mercancía (el trabajo abstracto cuando era intercambiado por un salario, reapareciendo como trabajador en el momento en que el uso de la “mercancía” presuponía una relación de subordinación absoluta de la persona –a una mercancía no se le manda--  a los valores del “dador de trabajo”) es insostenible para la empresa y para el trabajador. Es entonces cuando viene a menos el otro compromiso que hacía aceptable esta ficción; es decir, la relativa seguridad de la duración de la relación del empleo, la relativa estabilidad de la ocupación, salvo situaciones imprevisibles y, en cuanto tales, extrañas a la naturaleza específica de la relación de trabajo. La creciente precarización del empleo, la flexibilidad de las prestaciones y la movilidad del trabajo se convierten, cada vez más, en aspectos fisiológicos, intrínsecos a la actual relación de trabajo (como intrínseca lo es también a esta relación la creciente demanda de la empresa a la persona que trabaja de observar una relación de “fidelidad” y de colaborar “atenta y responsablemente”. Todo ello cuestiona la naturaleza del contrato de trabajo. A menos que se le quiera sustituir con una jungla de contrataciones individuales donde regirá la ley del más fuerte, dada la escasez del trabajo altamente cualificado o con el retorno de las formas más arcaicas de autoritarismo en los centros de trabajo.

Pero ¿qué contrato para el trabajo subordinado,  parasubordinado, independientemente de sus articulaciones jurídicas (a menudo instrumentales en razón de las características retributivas o fiscales o normativas que van más allá del intercambio entre el trabajador y la empresa) si no es, ante todo, sobre la base de una codeterminación del objeto de la prestación, del objeto del trabajo y de sus modalidades, de la duración de la prestación, de las aptitudes necesarias para conseguir su realización, los espacios de autonomía que corresponden al dador de trabajo y al prestador de trabajo?; y, en segundo lugar, ¿qué contrato de trabajo con la reglamentación y la financiación, concurriendo a ello el empresario, la colectividad y el trabajador, de un sistema de formación y reciclaje continuo que permita apoyar la permanencia y la flexibilidad de la ocupación con una movilidad profesional del trabajador, asegurando así su futura “empleabilidad”?

Permanecer en la defensa de las viejas reglas que normaban la prestación del trabajo abstracto de matriz fordista –en una época dominada por una extrema movilidad física y profesional del trabajo concreto, bajo el impulso de incesantes innovaciones tecnológicas y organizativas--  puede llevar paradójicamente a ciertos “huérfanos del fordismo” (que siguen siendo numerosos, incluso en las filas del sindicato y en la izquierda) a allanar el camino a nuevas formas de autoritarismo en la empresa más moderna o al repliegue hacia la defensa corporativa de las minorías fuertes que buscan en el mercado de trabajo contraponerse a la gran mayoría de los ocupados y los parados para defender sus privilegios, sabiendo conscientemente que  será imposible  su extensión a toda la colectividad. 

De la misma manera, el Estado social construido sobre el modelo fordista de trabajo abstracto y de carácter “asegurador”, que presuponía una contribución igual de todos los trabajadores (un objetivo, por otra parte, raramente conseguido) en el presupuesto de una absoluta igualdad de los “contribuyentes” respecto a los riesgos del desempleo, la enfermedad, los accidentes laborales, la exclusión del acceso a la formación, la vejez en condiciones de pobreza o los accidentes mortales en el trabajo, ante las grandes transformaciones del mercado laboral, se está convirtiendo en el resurgir de nuevas desigualdades que comprometen la cohesión del mundo del trabajo en la defensa de los principios de la solidaridad que constituyen la legitimidad del Estado social.

Con la flexibilidad y las crecientes articulaciones profesionales del trabajo; con la discontinuidad de las formas de empleo, sobre todo de las menos cualificadas; con el reparto desigual de los trabajos agotadores, nocivos, estresantes en los diversos sectores de la actividad; con los tremendos efectos producidos algunas veces en el trabajo por las diversas oportunidades de acceso a la enseñanza y al reciclaje profesional… a contribuciones teóricamente iguales se corresponden, cada vez más, prestaciones desiguales, sobre todo, dada la diversidad de riesgos, cada vez más diferentes –que acabarán siendo certezas--  por los diversos, cada vez más diversos, sujetos del mercado de trabajo.

Por estas razones, un Estado social que, de Estado asegurador o asistencial se transforme en una sociedad efectivamente solidaria, debe poder contraponerse a un sistema asegurador (financiado con las contribuciones de cada cual sobre la base de parámetros referidos a la cantidad de trabajo efectivamente prestado y retribuido) que podrá ser uno de los pilares de la protección social, un sistema de intervención solidaria de la colectividad, capaz de tutelar a las personas (no a las categorías y las corporaciones) contra la desigualdades de oportunidad que surgen a lo largo de la vida laboral (las actividades agotadoras, los periodos de desempleo involuntario, la exclusión de los procesos formativos) e incentivar su reinserción en el marcado laboral con un bagaje cada vez más puesto al día de conocimientos y aptitudes.

Una participación solidaria de toda la colectividad en la financiación de un Estado social que garantice a todos los ciudadanos una efectiva igualdad ante la formación, el empleo, la defensa de la salud, la vejez es, en este sentido, una opción ineluctable. Ello podría traducirse en una retirada de todas las rentas –incluidas las pensiones--  en razón del diverso grado de autosuficiencia de los ciudadanos, y corresponder a una disminución de la contribución social a cargo de las empresas y, así las cosas, a una reducción gradual de coste global del trabajo.

La idea, que no parece haber desaparecido en las culturas asistenciales de la izquierda de generalizar la adopción del principio asegurador, extendiendo la aplicación incluso de las formas de apoyo a las rentas de los trabajadores momentáneamente desempleados, cuando las transformaciones del trabajo echan luz sobre su crisis irreversible sería un presagio de nuevas, y a la larga ingobernables, desigualdades y nuevas rupturas de la convivencia civil.

Un Estado social que vuelva a encontrar, en términos profundamente diversos a los modelos de la segunda posguerra, su propio papel de motor del pleno empleo y de las transformaciones del trabajo, basando su intervención en la promoción de servicios descentralizados y cada vez más autogestionados, orientado a gestionar progresivamente el ejercicio de algunos derechos fundamentales –por ejemplo, el de la autorrealización, mediante un trabajo o una actividad en todas las fases de la vida y como el librarse de todos los handicaps fisicos, culturales y profesionales que obstaculizan la consecución de un trabajo o una actividad, cada vez más libremente elegida y  determinada--  podría construir, a partir de estos nuevos derechos de ciudadanía, un compromiso y un pacto entre ciudadanos, centrado en la conquista de una mayor libertad en el trabajo.  

Sin embargo, recorrer un camino de este tipo e intentar reconciliar sobre estas bases el momento del conflicto con el momento del proyecto, superando la esquizofrenia, que siempre caracterizó a la izquierda cuando pasa de la “resistencia” a la “gobernabilidad”, no puede ser una operación de cosmética o una pura y simple puesta al día de los parámetros de comportamiento.

De poco sirven –cuando no inducen a un oscurecimiento de los problemas reales a resolver— las diatribas sobre el carácter formal, más o menos angosto, de ciertas políticas de alianzas (sociales o políticas) o sobre la emancipación, mayor o menor de una fuerza de izquierda del viejo pecado de la ilusión sobre la reformabilidad  del modelo soviético que parecen monopolizar la reflexión crítica derivada del colapso progresivo de los sistemas totalitarios del socialismo real y la crisis del estatalismo. De poco sirven, si no inducen a volver a la encrucijada del que partieron dos concepciones alternativas entre ellas del papel emancipador de las fuerzas reformadoras; dos modos de entender el valor de los derechos formales y los recursos para su ejercicio; dos modos de entender la liberación de los trabajadores de la explotación y la opresión; dos modos de entender la democracia. De poco sirven, si no obligan a ajustar cuentas con la gran cuestión de las diversas ideologías “triunfadoras” de la izquierda en el curso del siglo XX: el de la libertad posible en la polis donde se desarrolla, autónomamente o con la coordinación y la dirección de otros, un trabajo o una actividad, la puesta en marcha de un proyecto personal donde cada cual está puesto a prueba.


     Si estas observaciones, deliberadamente unilaterales, tienen aunque sea parcial un fundamento, entonces la otra gran cuestión (la reunificación gradual del saber y el trabajo; la recomposición en términos individuales y colectivos del trabajo parcelado y fragmentado; la liberación de las potencialidades creativas del trabajo subordinado o heterodirigido; la superación de las barreras que todavía dividen el trabajo de la obra y la actividad; la cooperación conflictiva de los trabajadores en el gobierno de la empresa, partiendo de la conquista de nuevos espacios de autogobierno del trabajo) deja de ser un tema periférico de la política y un terreno a experimentar para la ampliación de nuevos derechos sociales. Y vuelve a ser una cuestión crucial de la democracia política y repropone la exigencia de basar toda la reelaboración de los modos de funcionamiento y legitimación de los Estados modernos bajo una auténtica reforma institucional de la sociedad civil inferida por una nueva definición de los derechos de ciudadanía.

Sólo si madura dicha consciencia en las fuerzas de izquierda reformadora será posible evitar que la crisis del fordismo y la más larga y tormentosa del taylorismo se traduzcan en una segunda revolución pasiva, hegemonizada por unas tentativas erráticas de los diversos capitalismos de buscar nuevas vías. Y las nuevas fronteras a experimentar en la organización del trabajo y los saberes podrán coincidir, cada vez más, con las nuevas fronteras de la libertad.


FIN


(Este libro se ha traducido en la ciudad de Parapanda, finalizando la tarea el día 25 de julio de 2012 a las 12 horas y 22 minutos)                     

martes, 17 de julio de 2012

CAPÍTULO 20. 2 TRABAJO Y CIUDADANÍA





Último capítulo Segunda parte


Como se ha visto, ha prevalecido hasta ahora en la cultura democrática y socialista una concepción de la democracia y del Estado que “evita” el nudo de la producción y del trabajo para afirmar la primacía (exclusiva) de la cuestión distributiva. También por esta razón las fronteras de la democracia y de los derechos de los ciudadanos se han detenido en las puertas de la empresa, en el corazón de la separación entre gobernantes y gobernados. 

Sin embargo, el destino de los movimientos más radicales que querían intervenir, a través de un cambio de las relaciones de propiedad y de la transformación de los sistemas de distribución, de una modificación de las relaciones de poder en la sociedad –confiando en la ocupación del Estado la única posibilidad de cambiar las condiciones de “bienestar”, al menos para los más desfavorecidos— fue el de acercarse al Estado “paternal” de los déspotas moralistas que Kant ya denunciaba: en el Estado que se arroga el derecho de concretar los cánones de la felicidad de los individuos, liquidando el derecho de la búsqueda de la personalidad de cada cual; en el Estado jacobino de la “dictadura del proletariado”, ya fuera realizado como Estado centralizado tipo soviético o ya fuera imaginado como “Estado consejista”. (De hecho, incluso en el Estado de los consejos que propugnaban Pannekoek  y otros, hay una estructura única, aunque articulada y descentralizada a nivel de fábrica, que gobierna en nombre de los productores y de sus intereses sin reconocerles –a ellos y a los otros ciudadanos--  unos derechos individuales específicos, inalienables y no delegables de alcance universal. También en el Estado “piramidal” de los consejos, que habría debido sustituir toda forma de democracia representativa, la libertad y la democracia se detuvieron ante el trabajo heterodigido y a su organización).

De esta manera, la separación –en una indeterminada “edad de oro”--  de toda forma de división del trabajo, de toda forma de jerarquía, de todo tipo de relación entre gobernantes y gobernados en los centros de trabajo con la extinción del Estado y la política que, con mucha superficialidad, se había imaginado en términos de pura coherencia filosófica y que no se correspondía, ni siquiera en la época de Marx, al mundo de las cosas históricamente posibles, se convirtió en la gran coartada para legitimar, en la “larga fase de transición” la primacía del Estado y del partido-Estado, la primacía de la política como arte del gobierno del Estado. Y para cancelar y combatir todo intento de cambiar –aunque fuera gradualmente en la búsqueda de una solución “no escrita en la historia--  las relaciones de poder y libertad en los centros de trabajo; y para conciliar las formas necesarias de división del trabajo y las responsabilidades tanto en el gobierno de la fábrica como en el de la sociedad, con las formas posibles de recomposición, reunificación y participación de los gobernados en la formación de las decisiones de los gobernantes.

De ese modo, el conjunto de los movimientos reformadores se encontraron ante una alternativa: entre acercarse al despotismo y ver, más tarde o más temprano, atropellados sus experimentos por la rebelión libertaria de los mismos trabajadores o ignorar, incluso en los regímenes democráticos, los confines cada vez más relevantes de un mecanismo distributivo que entra en conflicto con los límites humanos y ecológicos de un desarrollo no gobernado y de una organización de la producción sin reglas compartidas.

En el fondo, la controversia que ha lacerado dramáticamente al movimiento socialista y las fuerzas reformadoras no era, como sostenía Kelsen, entre la “neutralidad” del Estado, como máquina del gobierno de la sociedad civil y su “necesaria extinción”, sino entre un Estado que se arroga la primacía de la trasformación de las relaciones sociales y la distribución óptima de los recursos entre los individuos, incluso con el coste de conculcar los que han sido sentidos por la sociedad civil como derechos universales de ciudadanía y la formación gradual de un Estado que se convierta en la expresión consciente de la sociedad, demostrando ser capaz, cada vez más, de promover derechos y oportunidades para favorecer la búsqueda de la auto realización de la persona, ante todo en el trabajo, si este sigue siendo un factor decisivo de creación de identidad de los individuos.

La remoción de la irreducible cuestión de la libertad y la cualidad del trabajo –en una concepción ilustrada de la intervención del Estado y de la autonomía de la política con respecto a las transformaciones de la sociedad civil--  ha coincidido no casualmente con la obsesión, en las tradiciones de la izquierda occidental, del objetivo de promover nuevos derechos individuales como punto de referencia esencial de la acción colectiva y primer factor de solidaridad.

Se ha observado justamente cómo ha prevalecido en la izquierda italiana (y no sólo italiana) incluso en las décadas recientes (tras el abandono del mito catártico de la propiedad pública de los medios de producción) “la idea del Estado como lugar donde, de un modo más o menos autoritario, se determina el gobierno total de la sociedad”. Y cómo, sin embargo, se ha mantenido una concepción marginal del Estado como legitimación de la auto organización social”. De hecho, de ahí nacen el progresivo oscurecimiento de los derechos fundamentales, individuales y colectivos, como estructura de un nuevo proyecto de solidaridad (en el momento en que el viejo compromiso social acaba siendo puesto boca abajo por las transformaciones gigantescas de la economía y de los mercados de trabajo) y el repliegue de la política hacia unas ingenierías institucionales enrocadas en el Estado, ignorando la impelente necesidad de una auténtica reforma institucional, de sus expresiones asociativas, de sus formas de representación y participación en las decisiones de una organización descentralizada del Estado.

Volver al centro de una estrategia reformadora con una Carta de los derechos, de los valores comunes y la acción colectiva, en la sociedad y en el Estado, para promover e implementar el ejercicio de tales derechos, para experimentar las implicaciones sobre unas reglas no escritas de la convivencia civil, quiere decir, ineluctablemente en este caso,  establecer una redefinición de los derechos, de las responsabilidades, de los espacios de libertad de tutelar, en todas las formas del trabajo subordinado y heterodigido y en toda la gama de las actividades humanas donde maduran las relaciones primordiales de las personas, la misma organización y legitimación del Estado.  


Con la crisis definitivamente manifiesta de los procesos de racionalización y de la organización del trabajo y de los saberes, que ha afectado a una gran parte de las naciones industriales durante el siglo XX, la libertad del trabajo –conculcada durante tanto tiempo por las ideologías dominantes de los movimientos reformadores--  vuelve a emerger, como una cuestión fundamental de las democracias modernas. Vuelve a emerger como el verdadero nudo que se debe deshacer para superar la “democracia bloqueada”. Cuando ésta, especialmente porque no ha sabido afrontar la cuestión primordial de la libertad del trabajo, está destinada a soportar una sobrecarga creciente de demandas, que una política puramente redistributiva ya no puede satisfacer, corre el peligro de plegarse a las tentaciones de una selección autoritaria y de “gobierno” de los procesos de exclusión que alimentan tales contradicciones.  

No estamos ante “el fin del trabajo” como sostienen cíclicamente unos profetas improvisados, que están condenados a volver a proponer soluciones totalitarias de pérdida del trabajo, incluso si sus transformaciones tienden a convertirlas cada vez más en abstractas e impracticables [Véase Jeremy Rifkin, El fin del trabajo (Paidós)].  Estamos, más bien, ante unos profundos cambios del trabajo y de sus formas que exigen una reelaboración radical de sus tutelas, de sus reglas, de sus derechos so pena de una regresión general no tanto en el empleo a corto plazo sino de las reglas de la convivencia civil y de un ordenamiento democrático construido a partir del reconocimiento de los derechos individuales fundamentales, indisponibles e indivisibles.

Ante tales transformaciones y al desgaste de los viejos sistemas de organización de la producción y del trabajo, de hecho, no puede constituir una vía de salida a esta crisis de civilización (o una vía de salida deseable en términos de desarrollo de la democracia, una vez admitido que sea practicable) un acercamiento a la cuestión del trabajo que parta de la vieja separación, heredada del sistema taylorista y fordista, entre defensa o creación del empleo y conquista de nuevos derechos y nuevas reglas de tutela y promoción de todas las formas del trabajo. Separar, como es costumbre –incluso por comodidad expositiva--  en las terapias del desempleo la temática del empleo ante las nuevas tecnologías de los nuevos contenidos se convierte en la cuestión central  del trabajo realizado, de su “sentido”, de su poder ser “escogido” (y de su posible liberación), quiere decir estar condenados a volver a proponer un planteamiento meramente distributivo y compensatorio que la izquierda siempre ha practicado, con éxitos alternos, durante más de un siglo, ante un escenario que ha cambiado profundamente y cada vez más impermeable a estas viejas recetas.

Así aparecen esas recetas que traducen en términos fordistas las históricas reivindicaciones de la reducción del horario de trabajo y de una gestión colectiva del tiempo de trabajo formulando proyectos totalizantes de reparto del empleo: “trabajar menos para que trabajen todos”. Como si estuviésemos aun en el siglo en el que el trabajo abstracto de Marx reflejaba la contradicción de fungibilidad y descomposición que caracterizaba al trabajador concreto, al menos el de una gran masa de trabajadores. Como si las formas y contenidos del trabajo no tendieran cada vez más a articularse y diferenciarse desde el punto de vista profesional, de la formación de competencias, de la autonomía de las decisiones, de la duración y recurrencia de las prestaciones. Como si el trabajo fuese todavía reducible sólo a una mercancía, a un trabajo abstracto que se objetiva en un salario, y no fuese también –y cada vez más, para bien y para mal--  la subjetividad de la persona humana “tal como se manifiesta a través de sus obras, su actividad y su capacidad de vivir socialmente”.

Establecer la separación, de un lado, entre la cuestión del horario de trabajo, de los tiempos de trabajo y de vida fuera del trabajo, y, de otro lado, los contenidos del mismo trabajo, prescindiendo de las transformaciones en curso de la organización del trabajo y, sobre todo, de las que son posibles, y no teniendo en cuenta los espacios de auto realización en el trabajo que una nueva división técnica del trabajo hace posible en las actuales condiciones, no constituye solamente una fatiga de Sísifo destinada a la derrota también en la consciencia de tantos trabajadores que no pueden encontrar en esta receta un motivo de solidaridad ante o nuevo que les preocupa. Quiere decir instalarse en un análisis basado en categorías y criterios totalmente superados por las transformaciones en curso de las últimas décadas, recayendo por tanto en las viejas tentaciones de remover la cuestión de la libertad del trabajo, del trabajo como fuente de un nuevo derecho de ciudadanía, que ha sido en mi opinión la antigua maldición de la izquierda y una de las razones principales de sus derrotas pasadas y, hoy, de su crisis de identidad.

Se podría seguir un razonamiento análogo, a propósito de las diversas formas, cansinamente repetidas desde hace cincuenta años, sobre la “renta de ciudadanía”. Que está relacionada, o no, con la reducción radical, generalizada y simultánea del tiempo de trabajo. Prescindiendo de sus costes, probablemente insostenibles para la colectividad, y de sus efectos de “exclusión resarcida” por el mercado de trabajo, difícilmente contestables, este tipo de terapia del desempleo y la pobreza (dando por descontado, en cuanto inevitablemente coexistenciales en las sociedades de la tercera revolución industrial), vuelve a proponer y sufre, al mismo tiempo, una dicotomía entre trabajo y no trabajo y otras formas de actividad que han condenado y siguen condenando a millones de personas a una búsqueda ilusoria, fuera del trabajo, de identidad y de sentido, perdidos en el trabajo. Como si  no hubiesen dejado ninguna huella la búsqueda, las reflexiones, las batallas de tantos militantes sobre la necesidad de reencontrar en el trabajo el sentido, la razón de un tiempo liberado  que debe convertirse todavía  en “tiempo libre”  para muchos.

Más todavía, en lo referente al desarrollo y la promoción de una economía del “tercer sector” que es el resultado posible de una transformación de una transformación del welfare state, también impuesta por una crisis fiscal profunda y, sobre todo, por una crisis de solidaridad y siempre abierta a unas salidas diversas y  discriminadoras.   Lo que principalmente falta es una iniciativa reformadora de la izquierda que, superando las viejas y ya mistificadoras agregaciones corporativas, personalice cada vez más los servicios de la colectividad, incentive todas las formas del trabajo y actividad y unifique –sobre la base de los derechos--  la reglamentación de todas las formas de trabajo desde la fábrica tradicional al “tercer sector”.

¿Cómo imaginar --sin renunciar de partida a un proyecto de liberación y a toda forma de representación del mundo del trabajo en transformación--  una sociedad solidaria, del voluntariado, del trabajo de servicio como acto creativo, si queda reducida a  un puro remedio de resarcimiento del “fin del trabajo” como compensación a la caída del empleo, como pura sustitución de actividades “abstractas”, a veces no cualificadas y poco remuneradas, al “trabajo abstracto” que desaparece en la gran industria y en los servicios? ¿Y cómo conjurar –haciendo incluso del tercer sector un elemento propulsor de una nueva ocupación, de un nuevo trabajo y del cambio de la cualidad del trabajo ya existente— el incremento de la distancia  entre quien sabe y quien no sabe?

El desarrollo de un tercer sector en la economía, ligado a un crecimiento de las necesidades de servicios en la empresa, a las personas y a una demanda de personalización de las prestaciones sanitarias y asistenciales, que surge de la crisis del viejo Estado social de tipo “asegurador”, puede desarrollarse en dos tipos de actividades empresariales y dos tipos de “mercado social” entre ellos radicalmente alternativos.  Esperar, también  aquí, en la autorregulación del mercado como solución óptima –al menos, desde el punto de vista de la eficiencia--  puede ser, económicamente hablando, una opción miope y devastador en sus implicaciones sociales.

La expansión de una economía de servicios puede convertirse, de hecho, en un almacén de una nueva generación de trabajos altamente profesionalizados y “multidisciplinares”,  injertando un salto de cualidad en el aumento de la eficiencia de las prestaciones y en la progresiva reducción de los costes en el tercer sector; o, por el contrario, puede convertirse, siguiendo la evolución “espontánea” de la oferta, como ocurre en los Estados Unidos, en el guetto de los poor workers que desarrollan su actividad con bajas cualificaciones y baja productividad, y un “mercado social” que sobrevive en la sobreabundancia de servicios de poca eficiencia y altos costes. Para marcar la diferencia estará la capacidad de la colectividad, del Estado descentralizado y las comunidades, un sistema de enseñanza basado en la autonomía y libertad de iniciativa y un sistema formativo a lo largo y ancho del territorio y en los centros de trabajo, poniendo en marcha una auténtica revolución cultural que asuma la formación permanente, la promoción de nuevas redes de comunicación como los recursos principales para poner a disposición de lo que puede convertirse en el factor decisivo de una competición no destructiva a escala mundial y también de las sociedades democráticas: el trabajo que piensa y sabe ser creativo.

En el tipo de promoción que afirmará la naturaleza y cualidad de la ocupación en el “tercer sector”; en la naturaleza de las reglas y los vínculos transparentes que definirán las relaciones entre el Estado, las comunidades locales, las empresas y las asociaciones; en la naturaleza de los derechos que definirán el contenido del trabajo prestado y sus prerrogativas; en el apoyo de la formación y recualificación permanente que  debe asegurarse a los trabajadores y trabajadoras, se decidirá gran parte de las articulaciones que se perfilan en la sociedad civil. Hacia una modificación y una movilidad de las aptitudes profesionales a partir de la difusión de una cultura de base general que puede tener un papel de cohesión a escala nacional y mundial con su capacidad de crear y recrear nuevas competencias ante las transformaciones del trabajo, asegurando una, primera, una segunda, una tercera, una cuarta oportunidad de aprendizaje y reconversión de los saberes; conjurando no sólo la paradoja de los jóvenes, relegados a empleos precarios y descualificadas, sino también lo que –con la ampliación de las expectativas de vida— consolida la tendencia del mercado laboral de expulsar a los mayores de cuarenta años de las cualificaciones medio-bajas o simplemente obsoletas. O hacia la ampliación del abismo que ya tiende a dividir, en la relación entre gobernantes y gobernados, a los que saben y los que no saben; a los que mandan porque saben y los que no tienen, ni siquiera, los instrumentos culturales para comprender el significado de aquello que se les ordena. Es una fosa que tenderá a separar los que trabajan, incluso sesenta horas a la semana de aquellos que se verán expulsados a los últimos peldaños de la escala social. Es la perspectiva de la sociedad de los “cuatro quintos”, donde un solo quinto de la población puede detentar el poder en la empresa y en el Estado porque tiene el monopolio del saber. Es este tipo de sociedad –y no la eufemística de los “dos tercios”, todavía imaginada en términos de pura distribución de la renta— la que constituye el inmenso peligro que se cierne sobre las democracias modernas. Que hace del proceso de exclusión de los instrumentos del conocimiento la fuerza de un grupo político profesionalizado y de una élite de técnicos, separados y contrapuestos al resto de la sociedad civil y a decenas de miles de nuevos analfabetos que viven en las sociedades de la globalización.

En realidad, todos estos retornos a un terreno meramente distributivo, asistencial y de resarcimiento de la cuestión del trabajo se corresponden con una lectura totalmente miope de las transformaciones en curso y de sus aspectos sociales más dinámicos.

De hecho, y sin tener en cuenta las probables recaídas, incluso en términos de empleo, de una tercera generación de los productos y los procesos de la revolución de la informática, parece destinada a suscitar como cualquier oleada de esta innovación que la precedido, es un hecho que ya, en la fase actual,  con la tendencia a la mundialización de los mercados, la demanda de trabajo continúa creciendo: millones y millones de hombres y mujeres entran en la sociedad del trabajo.

Crece el empleo a escala mundial. Cierto, en formas nuevas y cada vez más articuladas. Donde se entrelazan procesos de expansión del trabajo precario, sin reglas, ni libertades con la atenuación de las fronteras las separaban entre sí –en la realidad, los conceptos y en las mismas instituciones de la sociedad civil-- el trabajo asalariado y subordinado, el trabajo más o menos autónomo pero siempre heterodigido, el trabajo dependiente pero elegido, las formas embrionarias de autogobierno del trabajo dependiente (sobre todo en las tareas más cualificadas), las actividades, las acciones voluntarias y los intercambios (doni)* que se expanden dentro de los, todavía codificados, espacios de las nebulosas categorías del “no trabajo” o del “tiempo de vida”.

Por otra parte, la carrera de los mercados construidos sobre la incentivación hacia abajo de las diferencias salariales en los países industrializados no coincide ya con los vastos movimientos migratorios de las personas a la búsqueda de cualquier empleo. Y es sobre todo el caso de empresas que intentan, en las bolsas de los salarios más bajos en las áreas subdesarrolladas, una vía de salida a una competencia cada vez más difícil en los sectores de tecnología madura y alta intensidad de trabajo no cualificado. Mientras, en una dirección opuesta, continúa el flujo migratorio de personas del Sur y del Este en pos de una ocupación en los países industrializados con los niveles más altos de retribución.

Pero, sobre todo, estos procesos de gran alcance están, de cualquier manera, influenciados (y, en cierto modo, desautorizados) por dos grandes cambios que intervienen en la competencia internacional entre empresas y naciones, especialmente por las características de la tercera revolución industrial in progress   de la informática y las comunicaciones.

Por un lado, con la mayor rapidez de la movilidad de los capitales, las estructuras de propiedad, las tecnologías y el know how,  la nueva frontera, el banco de prueba de la competencia entre empresas, segmentos de empresas y sistemas es, de manera creciente, la organización del trabajo, los saberes y las informaciones. Y por primera vez, desde hace dos siglos, esta organización y coordinación de los saberes tiene a ser funcional, incluso en el momento de la ejecución de un trabajo, en la creación de espacios de decisión “creadora”, de problems solving,  comportando una creciente dislocación de los procesos de decisión en el puesto de trabajo. Al mismo tiempo, las transformaciones del trabajo (subordinado y heterodirigido), tras la fase de máxima expansión del taylorismo, vuelve a ser inseparable de la posibilidad de reducir y articular los tiempos de trabajo. Así como es inseparable de la creación de nuevas oportunidades de empleo, trabajo y actividad. 

Por otro lado, la exigencia de conseguir una organización coordinada de los saberes, basada en espacios descentralizados y horizontales de decisión creadora (y nunca piramidales) tiende a desestabilizar –ante todo, en la empresa--  las estructuras jerárquicas existentes; y reclama, paradójicamente, una intervención autoritaria de los procesos de decisión o (aunque no será un proceso espontáneo) la valoración del trabajo, expresado a través de nuevos tipos de competencias “horizontales” y de profesionalidades pluridisciplinares, no sólo en términos de renta y estatus sino, sobre todo, de derechos, prerrogativas y poderes.  Todo ello hasta volver a cuestionar radicalmente los modelos tayloristas de segmentación del trabajo, no sólo de las tareas de ejecución sino también, y en primer lugar, en los sistemas manageriales. La riqueza relativamente estable (o menos móvil) que todavía puede definir la capacidad competitiva de una empresa, un territorio, o una nación vuelve a ser, en última instancia, el trabajo inteligente e informado, capaz de “resolver los problemas” y de innovar, dotado siempre de nuevos espacios de discrecionalidad decisional.

Valorar estos recursos e invertir en el factor humano constituye el verdadero desafío que debe encarar una política económica orientada al pleno empleo. La separación, practicada en el pasado por las políticas de empleo, de investigación y de innovación, tecnológica y organizativa, por las políticas de formación básica y de reciclaje de las competencias profesionales, basadas en la construcción de nuevas relaciones entre la enseñanza y la empresa, llevarían al fracaso todo intento de construir en Europa una política social que acepte el desafío de una competición que no conozca fronteras.           


Nota del traductor


I doni.  Lo he traducido por ´intercambios´, porque me parece más atinado que ´donaciones¨.  Se entiende por ´dono´ --y más concretamente, por economia del dono--, acuñada por el sociólogo francés Marcel Mauss, el sistema en el que las prestaciones ofrecidas por las gentes, entre sí, no se miden en cantidades equivalentes en relación a las prestaciones restituidas, indicando sobre todo la relevancia del ligamen entre “quien da” y “quien recibe”. Por otra parte el tiempo asume unas características particulares en la “economia del dono”, pues lo que se valora en el intercambio es la relación entre las personas o grupos. Se trata de una cosa muy relacionada con el “banco del tiempo” que en algunas ciudades cuenta con algunas experiencias. 





viernes, 13 de julio de 2012

CAPÍTULO 20.1 TRABAJO Y CIUDADANÍA.



Último capítulo. Primera parte



Último capítulo. Primera parte


Ha llegado el momento de interrogarnos sobre la contradicción singular que, desde hace dos siglos, recorre la historia del pensamiento socialista y del pensamiento reformador, atravesando al mismo tiempo la historia de los movimientos reales para cambiar el destino de las clases trabajadoras.

De un lado, la temática de la liberación del trabajo y, en tiempos más recientes, la acción para cambiar la organización del trabajo subordinado, han estado casi siempre relegados, en fin de cuentas, a un campo secundario de la acción política y social. O incluso considerados inactuales en una fase en la que el imperativo del desarrollo de todas las fuerzas productivas (incluida la organización “racional del trabajo) sobresalía sobre todo lo demás, al considerarse que dicho desarrollo era la gallina de los huevos de oro del Estado providencia y redistribuidor. También eran considerados, en todo caso, como “periféricos” –y de menor entidad--  con respecto a los que concebían como objetivos y parámetros de una democracia política. Por lo que, más bien, se ha hablado de una integración posible –aunque variable en sus contenidos— de democracia política, democracia económica, democracia social y derechos de “tercera generación”: los derechos sociales que, metiendo en el mismo saco, la asistencia, la previsión y los derechos individuales fundamentales –como el derecho a la formación y a la información--  eran derechos de ciudadanía, necesariamente dependientes, para su ejercicio, de los recursos económicos variables  de la colectividad y de las opciones cambiantes de la política a nivel de Estado. 

Por otro lado, a partir de esta temática, considerada periférica por las ideologías dominantes de los movimientos reformadores, se ha desarrollado de manera recurrente una áspera controversia en el seno de dichos movimientos; una lucha sin exclusión de culpa, que ha desembocado  rápidamente en el conflicto entre “estatalismo” y reforma de la sociedad civil, entre derechos individuales y poder de las burocracias, entre libertad sin adjetivos y derivas autoritarias del Estado.               

En el origen de esta contradicción está probablemente el hecho de que, aunque gran parte del movimiento “reformador”  --el de los primeros demócratas y los primeros socialistas--  partía del reconocimiento (en sus diversas formas de opresión del trabajo humano) de la esclavitud del trabajo asalariado, la primera raíz de la falta de libertad de la persona, la negación de la identidad del hombre es el origen de las desigualdades no naturales entre los humanos. Fue una intuición de gran alcance para reconsiderar la  relación entre los hombres en el trabajo y en la vida cotidiana, aunque se resignó a situar la conquista de la libertad del trabajo como el fin último del proceso de emancipación, como la última frontera de la democracia. Los más aguerridos se orientaron a utopías milenaristas, facilonas e improvisadas, para superar la división social del trabajo (el hombre cazador, artesano y artista al mismo tiempo, o en la “cocina” como gobierno de un Estado “administrador de las cosas”, tras la extinción del Estado político) con tal de dejar íntegra la hipótesis de ya larga tradición, que confiaba en los poderes autoritarios de un ilustrado Estado planificador, encargado de calmar o resarcir los sufrimientos y la falta de libertad de la persona que trabaja bajo la decisión discrecional de otros.

Por esta razón, la lucha por la emancipación de la clase trabajadora se detuvo no tanto --¡entiéndase bien!— ante las relaciones de propiedad como ante la naturaleza “privada”, extra moenia [ante las murallas], de las relaciones de trabajo, de gobernantes y gobernados en los centros de trabajo, considerados parte integrante e inseparable de las fuerzas de producción y del proceso de producción de riqueza.

O, por lo menos, fue de esa manera para la parte “triunfante” de las ideologías socialistas y reformadoras.

Y, al mismo tiempo, la búsqueda de los liberales y de los demócratas para la ampliación de las fronteras de la democracia política hasta superar el derecho de censo y poner en tela de juicio la primacía del derecho de propiedad, se detuvo generalmente en los umbrales de la sociedad civil y de los centros “privados” de trabajo, que era donde desarrollaba una grandísima parte de la humanidad un trabajo de tipo subordinado y subalterno.


Los filósofos griegos, los padres de la “libertad de los antiguos”, captaron ciertamente toda la dimensión del problema --para ellos desestabilizadora-- de cualquier forma posible de una solución radical que viniese de la redefinición de las relaciones de poder en el trabajo subordinado y del reconocimiento de los derechos específicos de las personas sujetas a un trabajo subordinado para garantizar la posibilidad de contribuir a determinar la calidad y cantidad  de la prestación laboral. Por esto construyeron la “polis” como esfera de libertad pública diferenciándola rigurosamente de la esfera privada, de la esfera del “dominio privado”. La polis como reino de la igualdad entre ciudadanos en contraposición a la vida familiar y a la esfera privada como “centro de la más rígida desigualdad” (Anna Haredt). Por esta razón Aristóteles identificaba la libertad con plena independencia “de las necesidades de la vida y de las relaciones que ellas originaban”. Y excluía de la esfera de la polis y de la libertad pública “no sólo el trabajo que definía la existencia del esclavo, totalmente condicionado por la necesidad de sobrevivir y por el dominio del patrón, sino también el trabajo del artesano y la actividad del mercader”.

Con mucho rigor Kant, que captaba con lucidez la peculiaridad y la íntima contradicción que refleja el “contrato” de trabajo subordinado, libremente pactado en el mercado de las mercancías pero basado en la “violencia” en el uso del tiempo vendido y de la persona que encarna ese tiempo, prefería excluir deliberadamente (¿esperando tiempos mejores?) del derecho de ciudadanía al sujeto de tal contrato, confinando su “estatuto” en la esfera del derecho privado. Esto era así porque el reconocimiento de los derechos públicamente tutelados al trabajador asalariado (y no sólo, como preveía Kant al dependiente del Estado) habría comportado poner en tela de juicio de los mismos términos del contrato y la relación entre violencia y dominio (Gewalt) que constituye su peculiaridad de cambiar,  que está en contradicción con la libertad del trabajador asalariado de intercambiar su propio trabajo con una retribución.

Ahí se detuvo Kant poniendo, tal vez por realismo, el límite que el concepto de ciudadanía  tenía en el siglo XVIII. No obstante se detenía con la consciencia de encontrarse ante una contradicción y un problema abierto. Porque introducir en la relación del trabajo subordinado asalariado la determinación de los derechos precisos que atestiguan, no una contradicción de compraventa sino la “independencia”, al menos parcial, usando la terminología de Kant, del trabajador salariado, implicaba introducir el principio de ciudadanía en el interior de aquella polis, respaldada por las relaciones privadas entre las personas, que es el lugar donde se organiza se y dirige el trabajo subordinado. Dicha contradicción conceptual y material distingue el contrato del trabajo subordinado marcará la negociación colectiva, el derecho civil y el derecho del trabajo hasta nuestros días.

De un lado, el derecho civil –no sólo Ricardo y Marx— considerará el trabajo (la fuerza de trabajo para Marx) como una mercancía libremente intercambiable en el mercado en una relación de compraventa que certifica la libertad de la persona y el derecho de propiedad. Esta fuerza de trabajo podrá ser definida, calculada y descompuesta como “trabajo abstracto” con una ficción económica y jurídica –tal como sostiene Polanyi--  que es útil, no sólo para una disertación económica, como es el caso de Marx, sino también para legitimar la organización parcelada de la prestación de trabajo concreto: el taylorismo será, a continuación, construido bajo el presupuesto de la descomponibilidad cuantitativa y el cálculo minucioso de toda unidad de trabajo abstracto. Por otro lado, el adquiriente de un trabajo abstracto –delimitado solamente por la duración de la prestación y bajo unas condiciones de relativa estabilidad de la relación de trabajo— toma posesión, al mismo tiempo, de una persona concreta (y, en cuanto tal, irreducible a una descomponibilidad cuantitativa) adquiriendo la facultad de someterla a su indiscriminado dominio. No por casualidad Kant ponía como condición que no estuviese delimitado en el tiempo, que en ningún caso durase toda la vida, con el fin de que la relación de trabajo subordinado no se convirtiera en una condición de servidumbre.

Por esta razón tanto el derecho civil como el derecho del trabajo en los países latinos y en los germánicos oscilarán entre una definición del contrato de trabajo asalariado que los sitúa entre los contratos de intercambio, de compraventa y en otra de origen corporativo que, sin embargo, los relaciona con el derecho de las personas y el derecho comunitario con la noción de subordinación personal. De esa forma se encontrarán aprisionadas por las dos caras que asume el trabajo en la relación del salariado: “la del trabajo como bien intercambiable y como objeto de derecho y el trabajador como persona, como sujeto de derecho.

Sin embargo, cuando se inicia la lucha de los reformadores para obtener el reconocimiento incluso para el trabajador salariado sin propiedad y después para las mujeres (otro sujeto que ha sido relegado a “lo privado”) de una “independencia” no ya sólo económica sino social y política; en el momento en que se completan los primeros pasos hacia el sufragio universal sin obligación de censo; en el momento en que, a mitad del siglo XIX, incluso la compraventa de la jornada de trabajo se convierte, cada vez más, en una controversia y en negociación colectiva –y algunos de sus contenidos están sujetos a las reglas universales de la legislación pública de tutela a la persona (sobre la duración del trabajo, la edad y el sexo de los trabajadores asalariados, la condición material de la prestación de trabajo) … entonces es cuando surge algo que ya no se puede dejar de lado: el dramático problema de la “libertad diferente” del trabajador subordinado. Y se transforma en contradicción real, conflictual, aquello que en un tiempo parecía ser solamente una contradicción “filosófica”, conceptual: la contradicción explosiva entre un trabajador ciudadano, habilitado para el gobierno de la ciudad, pero privado (por los hombres, no por la naturaleza) de derecho de buscar también en el trabajo su auto realización y conseguir su propia independencia, participando en las decisiones que se toman en el centro de trabajo; del derecho de ser informado, consultado y habilitado para expresarse sobre las decisiones que se refieren a su trabajo. Y el ejercicio efectivo de tales derechos pone inmediatamente la exigencia de reunificar en el trabajo lo que había estado separado por un muro infranqueable: el conocimiento y la ejecución; el trabajo y sus instrumentos, ante todo en términos de saber; el trabajo y la actividad creativa.

Aquí no se trata de la tradicional contradicción marxiana entre derechos formales (y, por ello, necesariamente desiguales) y derechos reales, o sea, los que podrían ser efectivamente gozados con la superación de la explotación mediante la radical modificación de las relaciones de propiedad. Se trata de otra contradicción que atraviesa también la cultura de la democracia y del socialismo; y que recorre, como ya lo hemos visto, la misma investigación de Marx y las diversas ideologías “marxistas” que surgieron después de Marx. Es la contradicción entre derechos formales reconocidos al ciudadano en el gobierno de la Ciudad y los derechos formales negados al trabajador asalariado en el gobierno de su propio trabajo. De ahí que, permaneciendo dicha contradicción, la lucha de los movimientos reformadores (socialistas o solamente democráticos) para garantizar mayores recursos (provisions) en el ejercicio de determinados derechos “de ciudadanía” resulta, de entrada, basada en la desigualdad en términos de derechos y oportunidades entre la persona que interviene en la esfera pública, la polis, y la persona sometida a una relación de subordinación en la esfera privada: la familia, en la asociación o en la empresa.

Mientras –como afirmaba un jurista francés, Georges Ripert, en los años cincuenta--  es necesario reconocer que “el trabajo es el mismo hombre en su cuerpo y espíritu, y ello no es el objeto posible de un contrato de derecho privado”.

En realidad, la acción sindical, la legislación social y la jurisprudencia desde finales del siglo XIX, han intentado conciliar de alguna manera, la tutela de la persona que trabaja, como sujeto de derechos, con la compraventa de la mercancía-trabajo que asegura a su adquiriente un derecho de mando sobre la persona misma; compatibilizar, de alguna manera, la contradicción entre libertad y subordinación. Será a través de la afirmación de los derechos colectivos –en primer lugar, del derecho a la negociación colectiva--  donde las fuerzas reformadores intentaron salir del vínculo ciego de la sumisión voluntaria del trabajador que sancionaba el derecho de compraventa de la fuerza de trabajo. Ciertamente, por esa vía se redujo el espacio de arbitrariedad y discrecionalidad que tenía el contrato individual de la compraventa. Aunque también se redujo y quedó delimitado el territorio donde queda intacto el dominio de la jerarquía de la empresa sobre el trabajador. Fueron conquistas de gran valor.

Pero tales conquistas no se han traducido, en la generalidad de los casos, en una nueva generación de derechos individuales, y no han mellado, en esencia, el poder discrecional del dador de trabajo en la determinación del objeto del trabajo y las reglas que, de vez en cuando, estaban presentes en la manifestación de la relación de subordinación de la concreta prestación del trabajo.

La libertad de asociación, asamblea e información se fueron consolidando también en el interior del recinto de la fábrica en la segunda mitad del siglo XX.  Y, con anterioridad, el derecho a una tarea que se corresponda con la cualificación reconocida; el derecho a negociar o a determinar por vía legislativa la delimitación del horario de trabajo y las condiciones mínimas de salubridad y seguridad en el trabajo. Pero el área donde se desarrolla directamente la prestación del trabajo subordinado y donde, con la organización del trabajo, se ejerce el dominio sobre el trabajador asalariado, el  área donde se determina el objeto concreto del trabajo ha quedado, hasta la presente, excluida –al menos en la mayoría de los casos--  de cualquier forma de negociación colectiva como, por ejemplo, la formalización de derechos inherentes a la persona-trabajador. Ha quedado en un área que está confinada en el derecho privado, en la que están “suspendidos” los derechos de ciudadanía.

En la medida en que esta contradicción entre trabajo mercantilizado y persona, como sujeto de derechos, es cada vez más lacerante en la realidad cotidiana y no sólo conceptualmente; en la medida en que ella genera conflictos cada vez más agudos en la esfera de la producción de bienes y valores; y en el momento que determina una sobrecarga cada vez mayor de demanda en la esfera de la distribución y una continuada desestabilización del ordenamiento social, la cuestión de la “libertad” en el trabajo, se convierte en la libertad tout court. Y la cuestión de la “democracia industrial” –es decir, la relación entre gobernantes y gobernados--  deviene la cuestión dirimente para el futuro de la democracia sin adjetivos.

En otras palabras, la libertad en la época moderna se ha convertido en la cuestión de la reunificación ante todo, en términos de derechos y oportunidades-- del trabajo y de sus instrumentos de conocimiento y decisión. El imperativo de las formas modernas de democracia –“conocer para poder participar en las decisiones”--  es irrealizable si no coincide cada vez más con la afirmación de nuevas formas de democracia en el trabajo que sea capaz de liberar las potencialidades creadoras, de reunificación tendencial del trabajo, la obra y la actividad.

La posibilidad de reconstruir una ligazón, una continuidad, entre estos diversos momentos de la actividad humana y de reconstruir dicho ligamen, ante todo en el trabajo subordinado, depende cada vez más de la posibilidad de poner en marcha una iniciativa consciente orientada a reducir las formas de opresión y discrecionalidad que cargan sobre todas las formas del trabajo heterodidirigido. La posibilidad de encontrar, en cualquier tipo de trabajo, la oportunidad de realizar un “proyecto personal” está inextricablemente ligado  a la conquista, siempre, de nuevos espacios de libertad y participación en las decisiones para someter a un control efectivo todas las formas de heterodirección.

Esta prioridad estratégica de una auténtica reforma de la sociedad civil es cada vez más imperiosa en la presente fase cuando asistimos a profundas transformaciones del trabajo en todas sus formas (que todavía están abiertas a las salidas más diversas) y cuando vemos, sobre todo en la “periferia” del sistema industrial, que se cuestionan las barreras que separaban rígidamente el trabajo ejecutivo del trabajo creativo, el trabajo asalariado del trabajo autónomo, el trabajo “abstracto” de la prestación personalizada. Precisamente cuando la exigencia de definir los espacios de libertad, creatividad y auto realización de la persona no se identifica solamente con la categoría tradicional del trabajo asalariado pero se encarna cada vez más en todas las formas de trabajo y actividad.

En todo caso, es ante todo el contrato de trabajo subordinado el que entre en una crisis irreversible con el peso ya insostenible de su contradicción originaria, cuando el impacto de la nueva revolución industrial, basada en las tecnologías de la información y las comunicaciones, determina el declive del sistema fordista y comienza a cuestionar las formas tayloristas de la organización del trabajo que han sido su “corazón”. 

Esta crisis se manifiesta en dos vertientes. En primer lugar, el bajón de la posibilidad de recurrir a la ficción económica y jurídica del trabajo abstracto, como unidad de cuenta que permitía tanto la compraventa de la mercancía-trabajo como la organización fragmentada –aunque a menudo más convencional que real--  del trabajo subordinado, hace emerger la persona concreta  del trabajador, como sujeto de la relación de trabajo incluso dentro de la  relación del trabajo subordinado, y tras el acto de compraventa: un sujeto de derechos sin derechos, al menos en lo referente a la determinación de las condiciones que deben efectuarse en su trabajo concreto. En segundo lugar, la venida a menos de una condición fundamental, bajo la cual –en la mayoría de los casos--  se efectuaba el intercambio entre un salario, capaz de asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo y la disponibilidad de la persona que encarnaba dicha fuerza de trabajo durante un periodo de tiempo determinado. Es decir, la relativa estabilidad de la relación de trabajo –o, al menos, la indeterminación efectiva de su duración.

En este punto, cuando la flexibilidad creciente de la prestación de trabajo – en su calidad, sus tiempos y su duración--  pone fin a una de las condiciones de dicho intercambio anómalo, la cuestión del objeto de trabajo, de la obra a realizar y de las nuevas certezas que, en términos de la calidad del trabajo pueden sustituir las certezas que ofrece la duración indeterminada de la relación del trabajo, adquieren una importancia central. Y su resolución es la condición de supervivencia de un contrato de trabajo que no vuelva a ser una relación de tipo servil. De ahí que surja la exigencia de definir los derechos –en primer lugar, los individuales, aunque deben ejercerse colectivamente--  que pueden, no tanto aumentar las contrapartidas, los resarcimientos salariales y “sociales” del trabajo de duración indeterminada, del trabajo a término, como permitir a la persona concreta que se exprese a través de cualquier tipo de trabajo y participe en las decisiones que definen dicho trabajo con sus requisitos y sus vínculos.

La libertad y la auto realización de la persona, en todas las formas de trabajo y actividad donde se pone a prueba un proyecto personal que define la identidad de un individuo que vive en comunidad, aparecen –hoy más que ayer--  como el cemento posible de un nuevo contrato social que conjure la guerra de corporaciones en un conflicto distributivo cada vez más recluido en estrechos confines determinados por vínculos externos que influyen en las economías nacionales.

En el pasado, ante dicho desafío –en esto y no en otra cosa consiste la reconstrucción de una relación dialéctica entre Estado y sociedad civil, entre política y economía, volviendo a descubrir el espesor de la historia de la sociedad civil que a menudo ha procedido de un modo autónomo y disociado de la historia de los Estados y de la historia de la ciudadanía política--  las fuerzas reformadoras radicales, los movimientos socialistas se han dividido de manera dramática. No tanto sobre los medios que después  se convirtieron en “fines” sino sobre el fin explícito que, de vez en cuando, era posible alcanzar. 

Se han dividido entre, de un lado, la búsqueda (en primer lugar, en el campo de los derechos individuales y en los de la educación y la formación) de una igualdad progresiva de las oportunidades, incluso en la relación de trabajo que nunca sustituía la acción individual y colectiva de quien, en el tiempo, pierde la independencia y la dignidad, y busque reconquistarla; y, de otro lado, la búsqueda de la realización, fuera del trabajo, de la máxima felicidad posible  (no de la libertad) del trabajador subordinado, interpretando las necesidades alienadas que ello expresa más allá de su relación subordinada, para poder compensar sus efectos negativos. Naturalmente sobre la base de los cambiantes criterios establecidos por las clases dominantes, asumiendo que el Estado  (y no la sociedad civil)  es la única sede de las decisiones que pueden ser tomadas para el bienestar de una comunidad mutilada.

La separación que se determina en las filosofías y experiencias concretas de las fuerzas reformadoras –desde los años de la Revolución francesa--  ha sido entre, de un lado, la conquista y experimentación, aquí y ahora, de nuevos espacios de libertad, ante todo en el trabajo, promoviendo incluso con la intervención legislativa del Estado el posible ejercicio de derechos individuales y colectivos orientados a ampliar las oportunidades libremente elegidas cuestionando los equilibrios de poder (antes que las relaciones de propiedad) que se concretan con el monopolio de la decisión, el uso de los medios de producción y los instrumentos del saber; y, de otro lado, la persecución de una imposible igualdad “de los puntos de llegada” (como querían los levellers ingleses, los sans culottes franceses o quienes, más tarde se convirtieron en recurrentes profetas de un igualitarismo salarial) orientada a compensar de alguna manera la dificultad de alcanzar el reconocimiento y legitimación de los derechos al conocimiento y a la decisión en la relación del trabajo subordinado y heterodirigido.

Es el conflicto que transpira entre el Robespierre de la abolición del “censo”, el Robespierre del derecho universal de ciudadanía, de la libertad de asociación y el Robespierre de la abolición de las corporaciones del trabajo subordinado, de la Diosa Razón y la fiesta del Ser Supremo.

Es el conflicto entre las ideas de Nicolas de Condorcet   sobre el papel liberador de la instrucción pública, la descentralización del Estado, la abolición de toda discriminación de sexo, etnia, religión, estatus entre los ciudadanos y la opción de Robespierre en defensa de un poder centralizado del Estado (contra cualquier hipótesis de federalismo) y de su prerrogativa de representar de manera exclusiva y expresar el “bien supremo” de la nación.

Es el conflicto que permanece entre el Marx que, a partir del análisis de las relaciones de opresión que permiten la alienación y la fragmentación del trabajo, reenvía sin mediaciones a cuando el trabajo sea “el primer deseo de la vida”, es decir, cuando sea superada la división, social y técnica, del trabajo, y el Marx que confía en “el Estado de la dictadura del proletariado” la tarea preliminar de modificar las relaciones de propiedad y superar la “explotación” a través de la socialización de los procesos distributivos.

Es el conflicto entre cuantos, desde Lassalle a Kaustky y Lenin, extraen de la ambigüedad de Marx  la convicción de que el socialismo pasa, ante todo, por la ocupación del Estado y por la intervención, más o menos radical, de ello en la esfera distributiva, dejando no obstante intactos las relaciones entre gobernantes y gobernados en los centros de producción, y aquellos que –incluso en nuestros días--  intentan recuperar la actualidad y la inmediatez de la conquista (aunque gradualmente) de la liberación del trabajo que Marx aplaza en una lógica gradualista equívoca y, a menudo, errónea en la fase superior de la sociedad comunista; y que, sin embargo, “vive como voluntad, como esperanza, como utopía concreta en las acciones y en las fantasías de los hombres de hoy” [Ver Oskar Negt La logica specifica del periodo di transizione. Sull´attualità delle Glosse marginali al programma di Gotha].  

De hecho, para estos últimos, el conflicto entre gobernantes y gobernados nace, en primer lugar, allí  donde se desarrolla la relación de trabajo subordinado, donde se han prefigurado las formas de organización del Estado y su burocaracia “racionalizada”.