jueves, 7 de junio de 2012

CAPÍTULO 7 (1) DEL "SALARIO POLÍTICO" A LA AUTONOMÍA DE "LO POLÍITICO"





Primera parte


Para darle algún fundamento a una reconstrucción tan drástica de alguna de las causas esenciales de la auténtica crisis de proyecto y de valores que afecta a la izquierda, puede ser de una cierta utilidad el análisis de la aventura intelectual y política de un grupo de militantes y dirigentes de la izquierda italiana desde el 68 hasta el final de la década de los ochenta. Seguiremos, pues, la parábola completa de una investigación que se inició con la teorización de la revuelta social en nombre del “salario político”, concebido como independiente de las reglas, vínculos y compatibilidades del sistema capitalista. Una teorización que, además, se trasmutaba en el descubrimiento de la autonomía de lo político  con relación a las transformaciones sociales, completándolo con el apoyo apologético de las teorías del “neocorporativismo” como forma completa de un intercambio político entre las clases sociales en conflicto (aunque políticamente subalternas) y el “Estado central”.

De hecho, es posible leer en esta parábola el paradigma de la experiencia vivida por una parte muy consistente de la izquierda italiana, en la que los “profetas de la autonomía de lo político” –incluso en términos siempre exasperados y, algunas veces, caricaturescos— representaron un “alma”. Que era el revelador y el termómetro de sus aporías y crecientes contradicciones. Lo demuestran las no infrecuentes convergencias entre esta corriente extrema del “salarialismo” y la “revolución por arriba” con las posiciones políticas que, de vez en cuando, planteaban las corrientes más moderadas y tradicionalistas de los partidos de izquierdas ante la cuestión social.       

La aventura de los profetas de “la autonomía de lo político” que se inició en un periodo de luchas sociales por la transformación de las condiciones de trabajo y de libertad en las empresas industriales, tras un periodo de larga incubación, alcanzó su punto culminante  de 1968 a 1970. De hecho en el transcurso de estos años, bajo el impulso de las nuevas generaciones de inmigrados del Sur de Italia que engrosaron las filas de los trabajadores descualificados en las fábricas del Norte y fueron empleados en tareas repetitivas y fragmentadas, se cuestionaron no sólo (como ocurrió en el pasado) los bajos salarios sino también los destajos, las cadencias y ritmos del trabajo, el régimen de horarios, las condiciones de seguridad y salud en contra de las producciones peligrosas y extenuantes. Y, sobre todo, se cuestionaron los centros de decisión que, hasta entonces, determinaban unilateralmente la “condición obrera”, mediante el pacto “liberador” del  “resarcimiento salarial” negociado. Fueron los años en que, por primera vez, la experiencia de los consejos de gestión de la inmediata posguerra, se contestaba el monopolio que la empresa reivindicaba para sí misma en materia de organización del trabajo; y durante los cuales, a pesar de todos los dogmas del positivismo historicista, emergía una voluntad de masas e incluso una confusa confianza de masas en la posibilidad de cambiar el modo de trabajar.  Para gestionar estos objetivos y no ciertamente para subrogar las tradicionales mediaciones salariales del sindicato se constituyeron los primeros “delegados de línea” y, sucesivamente, los consejos de fábrica con los delegados de grupo homogéneo.        

Frente a la convulsión del sistema de relaciones industriales que derivó de la difusión de la negociación descentralizada de las condiciones de trabajo –y ante el fracaso de  Lotta Continua de contraponer una guerrilla salarial bajo el modelo de la CGT francesa, que fue sumariamente confuso con la utopía liberadora del movimiento estudiantil de mayo del 68--  los intelectuales de “Classe Operaia” y “Contropiano”, por su parte, intentaron redefinir las bases teóricas de un conflicto social (en el que habían participado sobre todo como espectadores) y poner, así, las bases de una nueva concepción del quehacer político. Una nueva concepción del quehacer político que, de un lado, redefiniese los roles, en términos de una diferenciación radical –cuando no de contraposición--  al movimiento social de clase con su irreducible autonomía de la “política” y del sindicato; y de otro lado,  del partido político capaz de coger el testigo y llevar la demanda del cambio al “corazón del Estado”.

El punto de partida de esta reconstrucción, totalmente ideológica, del conflicto social a finales de los años sesenta (que, en verdad,  se presentaba como una visión finalmente “laica”, “desencantada” y “estructuralista” de la lucha de clases) fue el redescubrimiento, bajo la experiencia vivida por la izquierda alemana durante la República de Weimar, de una nueva “composición política” de la clase obrera. De hecho, esta nueva composición política había encontrado su más significativa expresión en la primacía (a pesar de que la realidad demostraba que constituía una minoría, aunque activa y aguerrida) del obrero especializado (el famoso “obrero masa” de cuño fordista), en las viejas vanguardias de los trabajadores altamente cualificados que, desde hacía un siglo, eran la fuerza hegemónica de los sindicatos y de los partidos obreros.

La “nueva composición política” de los obreros industriales acercaba, al menos en el terreno de la ideología,  toda la clase trabajadora (que, en aquel momento histórico, era extremadamente diversificada en sus condiciones laborales, en su profesionalidad, en sus rentas y en sus derechos) al “trabajador abstracto” de Marx. Y, así, contrariamente a ciertos epígonos del marxismo, como György Lukács, pudieron profetizar (configurando la “clase” como un sujeto político que surge en razón de una predestinación revolucionaria, “revelada” por el partido), los teóricos de “la nueva composición política” de la clase redescubrieron una clase puramente “económica” que, en sus razones elementales de existencia (de naturaleza exclusivamente económica),  reencontraba las raíces de su propia autonomía e identidad. No solamente frente al “Capital” sino ante las “instituciones”, que habían arrojado fuera de la historia a esta clase pura.

Es difícil ignorar la raíz idealista de dicha construcción. Sin embargo, es verdad que, a diferencia de otros modelos idealistas y teleológicos del conflicto social, con el descubrimiento de una clase obrera que encuentra en el conflicto puramente económico las bases independientes de la propia autonomía del “sistema” y de sus instituciones –vale decir, de la “política-partido”, de la “política-sindicato” y de la “política-Estado”--  se tiende a sancionar la existencia de dos mundos autosuficientes: el de la economía y el de la política.  Tan autosuficientes que pueden expresarse mediante organizaciones y lenguajes absolutamente impenetrables la una de la otra, y pueden aparecer en la historia de manera paralela. A veces la una sirviéndose de la otra, así de claro. De hecho, con esta nueva escisión entre economía y política que retorna puntualmente en la historia de las ideologías del movimiento obrero (que, en aquel periodo  se hizo eco singularmente de volver a proponer la “autonomía de lo social” por parte de algunos teóricos ortodoxos de la CSIL), el “obrero masa” de los años sesenta –con sus múltiples orígenes sociales y culturales, con sus diversas tradiciones y creencias, de los que era incluso portador, con sus diversas potencialidades profesionales y con sus diferentes necesidades--  “el obrero masa”, digo, cuando coincidía con personas de carne y hueso, volvía a ser una “categoría” ideológica sin historia cultural, organizativa y política: sin ninguna posibilidad de recuperar, incluso aunque fuera críticamente y a través de momentos de crisis y ruptura, un indeterminado patrimonio  cultural y político de las luchas obreras del pasado, una memoria del movimiento obrero organizado. 

El “obrero masa”, imaginado por los intelectuales de “Classe Operaia” y “Contropiano”, nacía puro y sin pasado. Y venía oportunamente a darle acomodo al aspecto teórico  que estaba en la raíz del “descubrimiento” de la “nueva composición política de la clase”. Es decir, la tendencia histórica de la clase obrera a perder, --junto a las características del trabajo manufacturero, a la cualificación individual como “oficio”, al trabajo ordenado según una previsible progresión profesional (un proceso sin duda presente en cierta medida en la Italia de los años sesenta y setenta)--  también cualquier interés material y político por la modificación de sus propias condiciones de trabajo, de la organización de las condiciones en que tal condición está aprisionada y las mismas relaciones de poder presentes en la “relación de producción”.

El divorcio del “obrero masa” de la vieja cualificación profesional coincide, para los futuros teóricos de la “autonomía de lo político”, con su definitivo divorcio de la producción como centro de intereses y como terreno del conflicto. Pero también del trabajo mismo, al menos como terreno donde recuperar un poder de decisión, una posibilidad de autorrealización y una identidad. La condición de trabajo pierde, de este modo, toda especificidad apreciable que justifique una acción concreta orientada a modificarla. En esto, el “obrero masa” –parido por los teóricos de Contropiano-- se sitúa rigurosamente y sin mucha fantasía  en el esquema imaginado, cincuenta años antes, por Frederick W. Taylor y, posteriormente, por Henry Ford.

En tal cuadro conceptual, para “la nueva clase obrera” no se trata ya de cambiar el trabajo sino de reencontrar su propia identidad negando el trabajo mismo. Porque ineluctablemente esta nueva clase obrera “identifica el trabajo con el capital” (29). Y para esta clase obrera, que construye su autonomía sobre la base de intereses sólo materiales inmediatos  sin interponer “ningún diafragma, ninguna interpretación de las fuerzas organizadas y de su lógica”, el modo más drástico y simple es, sobre todo, más unificador de la negación del trabajo, el aumento del salario como resarcimiento ilimitado de un trabajo extraño y maldito (30). También, por qué no, un “salario político” autónomo tanto de su conformación por las condiciones de la fábrica capitalista como de las mediaciones entre reivindicaciones diversas que propone el sindicato. Algo parecido a la “justa distribución” de la doctrina social católica. Porque hablar del “precio político” de la fuerza de trabajo (una de tantas versiones del salario como “variable independiente”) “no es tan peligroso como podría aparecer a simple vista: de hecho, el capital paga al trabajo abstracto (es decir, al obrero masa) no una remuneración por la cualidad […] sino el hecho de que sea trabajo vivo y que, con su presencia, pueda garantizar la producción del capital pero también negarla” (31).

En estas condiciones –o, si se quiere, en esta metafísica fordista, puesta al servicio de una rebelión subalterna a la primacía de aquel capital que crea y recrea al “obrero masa”--  el enemigo a batir es el sindicato con su intento “ilusorio”, aunque episódico, de cuestionar, controlar e incluso cambiar la organización del trabajo. Y, de esta manera, poner en cuestión los centros de poder que la determinan sin negar, por ello, su existencia y relevancia. Pero, al mismo tiempo, sin asumir su “objetividad” como un dato inmutable, “orgánicamente” connatural con la “esencia” del capital. Se alteraba, pues, la veleidad presente en el movimiento sindical “en sus sectores más avanzados” de construir, contra la “ruda concreción” de la clase obrera “real”, el conflicto de clase sobre la contradicción (inexistente para nuestros fordistas revolucionarios) entre la organización capitalista del trabajo y la profesionalidad colectiva potencial de la clase obrera (32). 

Y esto por dos razones esenciales, según los partidarios del “salario político”.  Porque, según ellos, sólo el poder del Estado puede substituir al poder del capital. Pero también –y ante todo--  porque la objetividad de la organización taylorista del trabajo y del modelo fordista de producción y distribución habría sido ya introyectada en la “nueva clase obrera”: “la cualificación genérica rechaza la hipótesis de su participación en el proceso de producción que se aleja de los modelos minimalistas de la prestación de la fuerza de trabajo”. Y “la nueva clase obrera” tiene que reaccionar negativamente ante lo que representa un ataque a sus actuales niveles de fuerza, es decir, a los caracteres dominantes de su actual manera de ser. En otras palabras, ello parece intuir que un proceso de recomposición del proceso de trabajo podría dar lugar a un proceso de  descomposición como clase y a una nueva forma de sometimiento a las leyes de producción capitalista” [Nota del traductor. La fatigante repetición de la palabra “proceso” está en el texto original de estos entrecomillados que, todos ellos, son citas del libro de Alberto Asor Rosa].  (33)     

Notas


(29) Alberto Asor Rosa en Composizione di classe e movimento operaio, en Contropiano (febrero de 1979): “La clase obrera actual tiene trazos altamente autónomos y antagonistas, pero identifica el trabajo con el capital” (cursivas nuestras)
(30) Ibidem.
(31) Ibidem. Extrañamente se ignoraban en este descubrimiento del “salario político” los precursores de esta “teoría”  como varios profetas (reformistas) del socialismo de Estado como Rudolf Hilferding en la Alemania de la primera posguerra. 
(32) Ibidem. Los equívocos “ideológicos” a explicar, en las posiciones presentes del movimiento obrero italiano, “y quizá con una mayor acentuación en lo atinente a sus sectores más avanzados” son: “la continua  concepción del obrero como productor consciente, aunque alienado; la tendencia a considerar un problema digno de resolver la gestión directa del proceso de producción por parte de los productores asociados; el convencimiento de que las modificaciones inducidas en el sistema de cualificaciones representan un pasaje útil y necesario para una diferente organización del trabajo en la fábrica.
(33) Ibidem.  

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