Tercera parte
Partiendo de este clima político y cultural que
coincide, a partir de la segunda mitad de los años setenta, con una creciente
dificultad del sindicato (en el curso de las primeras crisis económicas de
dimensiones mundiales derivadas de la situación del petróleo), empieza a tomar
cuerpo una estrategia embrionaria de transformación de las condiciones de
trabajo y del empleo. Es cuando los teóricos de la autonomía irreductible de la
ruda classe pagana “per sé” (y del
“salario político” como emblema de aquella autonomía) descubren la centralidad
de otra vertiente que, todavía durante un tiempo, sigan
llamándola “lucha de clase”: la autonomía
de lo político.
Estas teorizaciones se presentan desde diversos
enfoques, a veces por el mismo autor. De
hecho, según algunos, las luchas obreras orientadas a desestabilizar el cuadro
distributivo empezaron a agotarse, incluso por la culpable contumacia de los
partidos de izquierdas (o mejor dicho,
por el “partido” por excelencia). Según otra versión, tales luchas habrían
encontrado ya en la función distributiva del Estado –y en esta “politiquería”
del Estado— un límite insalvable. En ambas hipótesis, en todo caso, las luchas
sociales debían plegar velas. Para algunos se tratará de iniciar “un largo y
difícil proceso destinado a dejar al Capital sin su Estado” (40). Mientras que
en formulaciones más a la brava (y quizá más coherentes) se trataba, sin
embargo, de gestionar el Estado o modernizarlo a cuenta del gran capital a través de una alianza con ellos (41).
Pero el aterrizaje era el mismo, y las diferencias originarias se disuelven. De
hecho, la convergencia es total en la
asunción de un auténtico postulado “fordista”: “el nivel de la producción no es
el nivel de la politiquería, es más bien
lo contrario; el significado político de la lucha obrera está en la
distribución de la renta entre las diversas clases sociales (42).
Es ya una opción obligada para el “personal
político” que reclamaba idealmente a la clase obrera que reconociese al Estado
como la única dimensión de la política; como el lugar al que confiar al gran
capital (la fuerza más dinámica) la modernización de la “cosa pública”, encargando a la “clase obrera” (o a alguien través de
ella) el objetivo de “guiar el proceso de adecuación
de la máquina del Estado a la máquina productiva del capital” (43).
Ahora bien, para recorrer un camino similar es
preciso verificar algunas condiciones con las que los teóricos de la “autonomía
de lo político” echaron cuentas con muchas dificultades. La primera condición
era que el gran capital estuviera dispuesto a aceptar dicha alianza y no
obstaculizara la entrada de los
mandatarios de la mítica “clase obrera” en el puente de mando, de la que –hace
unos veinte años— hablaban aunque con otros objetivos hombres como David
Crossland y Pietro Nenni o Mario Tronti (por citar solamente al más crudo y más
cándido entre los apologetas de la “autonomía de lo político”) que creían, tal
vez un poco sumariamente, que existía dicha “predisposición”. Los hechos
también la desmintieron (44). La segunda condición era que la “clase” pudiera
expresarse a través de un instrumento profesionalmente preparado para gestionar
la modernización capitalista del Estado con la idea de poderse emancipar de la tutela y de la cultura de la misma clase
obrera. En pocas palabras, el “partido de la clase obrera”. Mejor aún: como se
sugirió por algunos antiguos teóricos
del “salario político” y de la “autonomía de lo social”, el partido único (sin
pluralidad y sin “concurrencia”) de la izquierda (45). También por estas razones, la “socialización
de la política”, de la que hablaron algunos dirigentes comunistas como Pietro
Ingrao en los años setenta, aparece a los neófitos de la “autonomía de los
político” como un concepto para “almas bellas” (45*). Pero también era una idea tan peligrosa como
errónea que acabaría por nutrir una
pluralidad de expresiones políticas de la misma clase obrera. Por el mismo
motivo, una expresión política de las luchas sociales que se realizaría también a través del sindicato se
identificó con el extremismo “obrerista” a combatir (como descubrieron en unas
Jornadas en 1977 los viejos exponentes de Quaderni
rossi, Potere operaio y Contropiano).
Según estos nuevos apologetas del partido guía, está
claro que “la relación entre el capital y su poder político continúa más allá del totalitarismo
buscando y encontrando otras vías: la forma del partido de Estado, que no es un partido totalitario; es un partido estructurado
mediante unos instrumentos democráticos a la captura de consensos, aunque
todavía lleva adelante su tipo de lógica política que no se identifica, ni
tampoco refleja el desarrollo interno del capital, manteniendo el discurso de
de la relación entre capital y poder (46). Pero debe tratarse de un “partido de
Estado” capaz de formar parte de la infame “clase política” de Gaetano Mosca.
Es decir, una fuerza cooptada en el
“puente de mando” para aprovecharse, hasta el fondo, del “arte de la política”
y de las cosas específicas que son propias a la esfera autónoma del poder y de
la política que representa el Estado. Expresando, así, culturalmente la
escisión entre economía y política o, como supo hacer Stalin, “la violencia de
lo político hacia lo económico” y “elevar lo político a potencia” (47). ¡Un
objetivo arduo para un partido de izquierda que acepte las reglas de la
democracia!
La tercera condición (que presenta no pocas
dificultades) comporta la posibilidad de que “dicha emancipación por la clase obrera” no elimine la
“marca de origen” de este nuevo “partido de Estado”. Es decir, su permanencia
como la única expresión “legítima” de la clase, conservando, eso sí, su
cooptación en la clase política dirigente. Sucede que esta ruda “razza pagana”
sin ideales, sin fe, sin moral (48) tal vez negándose a sí misma en una especie
de ascesis mística (no rara en el lenguaje idealista del “decisionismo” que
volvió a poner de moda Carl Schmitt) confió al partido de Estado el encargo de “mediar
en su nombre” entre los intereses que ella encarna y los del “capital, viejo y
nuevo”. Este es el salto cualitativo que los teóricos de la “autonomía de lo
político” remueven completamente en el plano conceptual, pero dándolo por hecho
en la realidad. Incluso si la “clase obrera” mantiene en ese esquema una
entidad abstracta, dada por conocida para siempre en sus concretas
determinaciones históricas y en sus posibles transformaciones, por no hablar de
sus específicas y diversas motivaciones económicas, culturales y políticas. Con
esta operación ideológica se interrumpe totalmente toda interrelación entre los
impulsos que provienen de los contenidos específicos del conflicto social y de
las señales que atestiguan las transformaciones en curso en el seno de la clase
trabajadora, en su composición social y cultural, en sus demandas (si se
exceptúan las distraídas referencias en las estadísticas sobre la “pobreza”) y
la determinación de los objetivos programáticos que debe asumir el nuevo
“partido-Estado”.
Más bien, esta interrelación se corta
debileradamente cuando el programa (si
existe) está dictado, ante todo, por los imperativos que provienen de la
necesaria legitimación del partido como parte de la clase política (a la que se
la confunde de buena gana con “el interés general”) y de las alianzas
políticas y sociales que constituyen la primera condición (49). De ese modo, esta “gran política”, finalmente
emancipada de los influjos que le podían venir de lo más vivo de la sociedad
civil y de sus conflictos, liberada del empacho de volver a darle una salida y
un futuro a las demandas específicas que maduran en la historia de los
movimientos sociales, puede tener su propia razón de ser –una vez presunta la
exigencia de un “mandato” de la “clase” y de una legitimación para “gobernar”
incluso en su nombre-- solamente
mediante la capacidad de mediar entre los intereses de la capa política que
debería, en primer lugar, expresar y tutelar (siendo identificados mediante la
abstracción Estado con el interés general) y los intereses de los actores de la
sociedad civil, frecuentemente en conflicto entre ellos. Como puede verse es una “gran política” sin
valores y principios fundantes. Que vive ya solamente bajo lógicas de pertenencia y supervivencia.
O bajo los presupuestos metafísicos
de la “diversidad”.
De esta manera se abre otra etapa en la singular
aventura intelectual de un área de la izquierda radical italiana. Una etapa en
cuyo recorrido estos veteranos del “salario político” tratando de bajar –de lo alto del
partido-Estado— a las situaciones, cada vez más complejas, del conflicto social
buscando la oportunidad de encontrar (¡finalmente!) unos interlocutores menos
reticentes en el campo de la izquierda oficial y en el sindicato. Es la etapa
del “intercambio político” y del neocorporativismo (50).
No es este el momento y el lugar de hacer un
análisis crítico puntual de la regresión cultural y política que las crudas
proclamas de la “autonomía de lo político” expresaron cuando se pusieron en
marcha para exorcizar la derrota, incluso intelectual, del extremismo romántico
de quienes se proclamaron obreristas y pretendieron interpretar las voluntades
reales de la “clase per sé”. Mucho se ha
escrito al respecto y alguna que otra vez de modo pertinente (51). Nos interesa
más seguir las huellas del análisis gramsciano de la sociedad civil y de la
“guerra de posiciones” para conquistar las “casamatas” de la sociedad civil
como alternativa al asalto y ocupación del Estado. De hecho, es en la sociedad
civil donde Gramsci, como observa agudamente Norberto Bobbio, sitúa su polémica
contra “la consideración exclusiva del plano estructural que conduce a la clase
obrera a una lucha estéril y sin resultados (economicismo)” y contra “la
consideración exclusiva del momento negativo del plano superestructural que
conduce, también ella, a una conquista efímera, sin resultados (estatolatría,
partitolatría)” y a “la falsa superación de las condiciones materiales que
operan en la estructura, mediante el puro dominio sin consenso” (52).
Al día de hoy es incluso superfluo detectar cómo la
substitución de las reflexiones de Gramsci con el descubrimiento de Hobbes y
Schmitt (53) no eche cuentas, de un lado, con la clase obrera real --no ya
reducible a “clase obrera”-- cada vez
más articulada en sus condiciones de
vida y libertad, en sus demandas e identidades, y, de otro lado, tampoco con un
Estado moderno que no reconoce las “clases” sino “grupos de interés”, que para
“gobernar” se orienta a reducir a intereses “cuantificables” la multiplicidad
de demandas, cualitativamente diversas entre ellas, que condición su modo de
operar. Un Estado que no sólo no supera las corporaciones sino que tiende a
crearlas y promoverlas para simplificar su propia mediación.
En los tiempos en que vivimos se puede, a lo sumo, entender
y “catalogar” la ideología “de la autonomía de lo político” más allá de su
verbosidad metafísica y su carga autoritaria, si hubiera calado en el terreno
de la lucha de “los grupos políticos”, entre burócratas profesionalizados y
políticos profesionales, por el control y el reparto de la máquina del Estado.
Si hubiera sido asumida, en suma, como uno de los momentos “provincianos” de la
historia separada de los intelectuales italianos, en tanto que capa. Como una
de tantas variantes de provinciales de la ideología tecnocrática.
Sin embargo, lo que nos interesa subrayar es, una
vez más, su promiscuidad con una cierta involución de la cultura política de la
izquierda italiana de finales de los setenta, incluso en el momento en que se
dibuja, tanto en Europa como en los Estados Unidos, la contraofensiva
triunfadora de la derecha neoliberal y autoritaria.
No me refiero sólo a los límites del proyecto, aun
así inspirado en la salvaguarda de una perspectiva democrática, la del
“compromiso histórico”, sin que, al mismo tiempo, emergiese desde las filas de
la izquierda un proyecto reformador orgánico que diese razones y sentido a un
nuevo compromiso social, más allá de las genéricas referencias a una modernización
del Estado y a una redimensión de las rentas parasitarias. Como si estas
últimas correspondiesen a una capa social distinta y contrapuesta al de los
empresarios. Me refiero también a los generosos intentos que ha llevado a
cabo la izquierda italiana de tomar en consideración la remoción de los
vínculos que condicionaban la realización de una política de reformas y
ampliación de los derechos sociales. Tales como
la de contener la inflación; racionalizar el gasto público; redistribuir
la carga fiscal con criterios de eficiencia y equidad; hacer frente a los
contragolpes de las dos crisis petrolíferas, que tuvieron una incidencia
particularmente relevante en una economía sobreexpuesta en el plano
internacional como lo es la italiana. Se trataba, sin duda alguna, de
preocupaciones válidas y de intentos serios de poner las premisas de una
propuesta de gobierno, saliendo de una lógica de oposición prejuiciada ante
cualquier tipo de medidas económicas gubernativas y de enroque defensivo frente
a las transformaciones del capitalismo. La política de austeridad, basada en
criterios de equidad y rigor –sostenida con poco éxito por Enrico Berlinguer--
y la misma orientación sindical, definida en la Conferencia del EUR de
contención de la inflación y el déficit público, de moderación salarial y
salvaguarda de las perspectivas de crecimiento del empleo tuvieron esta
impronta.
Sin embargo, su limitación, ciertamente no
accidental, consistió en el hecho de que las propuestas y las disponibilidades
podían constituir solamente la premisa y el presupuesto de un proyecto
reformador y de una lucha social y política orientada a conseguirlo. Ahora
bien, dicho proyecto fue sólo un esbozo. Fue un bosquejo casi justificativo del
objetivo principal que representaba el acceso al gobierno del país. Mientras
que en el plano de las luchas sociales de masas que habrían debido “tener en
cuenta” (en el terreno del empleo, de la mejora de las condiciones de vida, de
la reforma y la ampliación de las tutelas del Estado de bienestar) los
sacrificios que los trabajadores ocupados tuvieron que soportar para permitir
la realización de este proyecto, los sindicatos fueron impotentes o reticentes.
Se dio, así, motivos a la reserva de
quienes temían que el objetivo principal de la propuesta sindical no fuese
tanto una modificación substancial (aunque gradual y realista) de la política
económica del gobierno sino la legitimación del sindicato como interlocutor
privilegiado ante el gobierno (54).
De hecho, en aquellos años se inicia en la cultura
de la izquierda, la disociación entre una política que se autojustifica como
medio para el acceso al gobierno del país (como condición prejuiciada para la
formación de un eventual programa reformador) y un movimiento social,
frecuentemente confuso y desarticulado, pero ya privado de un interlocutor
político atento a los contenidos específicos de sus demandas y capaz de
reconstruir un nuevo compromiso sobre la base de objetivos unificadores, en
primer lugar entre los trabajadores subordinados.
El Piano del
Lavoro fue también un intento de Giuseppe Di Vittorio de tener en cuenta
los vínculos y compatibilidades a respetar en una economía fuertemente
inflacionista y con un desempleo de masas como aquella de los años cincuenta. Pero,
a pesar de su carácter, todavía aproximativo y de su programa de reformas, su
fuerza movilizadora y su posibilidad de incidir concretamente en la realidad
social y política del país dependió en gran medida de la capacidad de la
CGIL el darle cuerpo y alma
no sólo a la disponibilidad real de los trabajadores al sacrificio
temporal de algunas reivindicaciones
salariales, sino también a su voluntad de cambio: a la lucha por el empleo, a
la lucha por una política industrial diferente, a la lucha por la reforma
agraria, a la lucha por cambiar las condiciones de trabajo y conquistar nuevos
derechos sindicales y contractuales.
Notas
(40) A. Asor Rosa en Partito e sindacato…
(41) Mario Tronti. Sull´autonomia del politico. Feltrinelli, Milano, 1977
(42) Ibidem.
(43) Ibidem.
(44) Ibidem.
(45) Ibidem.
(45*) Nota del traductor. Se trata de una alusión a
lo que se dio en llamar “l´anima bella Della sinistra”: una transversalidad de
sindicalistas de distintas organizaciones y militancias política que intentó
renovar la vida sindical y política
italiana. Ver Fabrizio Loreto L´anima bella” del sindacato. Storia della
sinistra sindacale (1960 – 1980). Ediesse, 2005 (JLLB) Aquí el autor le da a “almas bellas” una
connotación de ilusos.
(46) Ibidem.
(47) Ibidem.
(48) Mario Tronti en Estremismo e riformismo. Contropiano, 1 de febrero de 1968.
(49) Mario Tronti. L’ autonomía del politico.
(50) Mario Tronti. Politica e potere. Critica marxista, 3 de 1978.
(51) Quaderni piacentini 66 – 67 (1978)
(52) Norberto Bobbio. Gramsci e la società civile,
Feltrinelli 1976.
(53) Mario Tronti. Hobbes e Cronwell, in Stato e rivoluzione
in Inghilterra. Il Saggiatore, Milano 1977.
(54) Mario Tronti. Il tempo della politica. L´organizzazione del movimento operaio alla
prova della crisi capitalista, Editore Riuniti, 1980.
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