Segunda parte
En esta relevante ambigüedad de la política de Marx y en su sucesiva adhesión a posponer a un futuro lejano, a la edad de oro del “fin” de la política, toda hipótesis de superación, aunque fuera gradual y parcial, de la separación entre gobernantes y gobernados en la relación del trabajo subordinado, mucho más que en su sumaria profecía filosófica de la extinción del Estado (que no constituía el “corazón del marxismo”, al decir de Hans Kelsen), estaba el pasaje abierto a las posteriores derivas del movimiento socialista hacia el “socialismo de Estado” y la teoría de la “revolución por arriba” que solamente Stalin tuvo el coraje de enunciar en sus términos más crudos (96). Aquí estaba el espacio que Lassalle pudo ocupar, muchos años después de su muerte, en la ideología de los partidos socialdemócratas y en la ideología leninista. Sobre todo cuando aparece claro que la falaz tendencia al “empobrecimiento absoluto” de las masas proletarias no habría llevado a una crisis catastrófica del sistema capitalista y que, por otra parte,
No pasarán muchos años antes
de que Rudolf
Hilferding pueda hablar, en un congreso de la socialdemocracia alemana, del
salario semanal como “un salario político
que depende de la fuerza de la representación parlamentaria de la clase obrera,
de la fuerza de su organización y de las relaciones sociales de poder fuera del
Parlamento” (97). Pero, mucho antes, ya
son dominantes en la ideología de la socialdemocracia y en la de su ala más
radical, las tesis engelsianas de la “neutralidad material de la organización
de las fuerzas productivas” y de la absoluta prioridad de la conquista del
poder del Estado con el fin de que el partido de la clase obrera pueda apoderarse
de esta organización [de las fuerzas productivas] y “emanciparla” de sus
vínculos capitalistas (98). Para Karl
Kautsky –ya en el lejano 1891-- era necesario discutir, no tanto
la cuestión de “cómo el proletariado debe usar los medios de producción, tras
haberse apoderado de ellos sino “a través
de qué vía debemos batirnos para alcanzar dicha posesión”. Y Kautsky concluía:
“El verdadero problema está ahí, no en el Estado del futuro” (99).
La
tesis kautskyana se convirtió en dominante --¡aunque impregnada del prometeismo
de Lassalle!-- en la consciencia
socialista y “de clase”, exportada a la clase obrera por los intelectuales de
vanguardia que legitimaba en esencia una nueva concepción elitista del partido
como cuerpo separado de revolucionarios profesionales que conquista una
representación y una delegación en nombre de la clase obrera. La nueva
concepción del partido socialdemócrata, orientado al monopolio de la
representación de la clase trabajadora; la neta “división del trabajo” entre el
sindicato y el partido, que relegaba a aquél a una actividad subordinaba y lo
extrañaba de la acción “política”, debido a la “espontaneidad corporativa” de
la clase obrera, una y otra constituirán el cuerpo esencial de la gran revisión
lassalliana que triunfa a finales del siglo XIX y en puertas de la primera
guerra mundial. Lenin reconocerá esta deuda que tiene con Lassalle en una obra
que será una piedra miliar en su elaboración política y a la que volverá, con
mayor énfasis, tras la conquista del poder en Rusia y el fugaz paréntesis de El Estado y la Revolución. Esa obra es el ¿Qué hacer?, de 1903. Max Weber, con mucha ironía, podrá comentar esta
nueva ideología del partido-Estado que conquista la socialdemocracia alemana a
principios del siglo XX: “De este modo, a la larga, no es la socialdemocracia
quien conquista la ciudad y el Estado sino al contrario, es el Estado el que
conquista al partido. Y yo no veo cómo todo ello puede constituir un peligro
para la sociedad burguesa en cuanto tal”
(101).
Sin
embargo, será un gran teórico del derecho y un gran demócrata como Hans Kelsen
quien dio posteriormente la sanción más explícita a este retorno a la ideología
socialista de Lassalle y a su concepción del Estado (incluso del Estado
autoritario prusiano) como instrumento neutro y abierto a diversas hegemonías
políticas; y, sobre todo, como única fuente de cualquier otra forma posible de
transformación de la sociedad civil. Que no hubiera podido existir sino como
producto del Estado mismo. En obras como Sozialismus
und Staat (1923) y Marx oder Lassalle
(1924), Kelsen hará justicia a las tesis de Marx sobre el Estado y su posible
extinción y sobre la “autonomía” de la sociedad civil. Y dibujará
despiadadamente “los cambios que ya se han dado en la teoría política del
marxismo” acerca de la cuestión del Estado bajo el impulso de las ideas y las
intuiciones de Lassalle, cuyos “conceptos fundamentales –a pesar de los
posteriores programas de partido más o menos orientados marxianamente— han
permanecido como auténticas directivas para la Realpolitk de la
socialdemocracia alemana (102).
Naturalmente, en el
redescubrimiento del “Estado natural” no estaba solamente la revalorización del
papel que el Estado moderno puede desarrollar en la promoción de la
transformación de la sociedad civil, en el apoyo incluso legislativo y
administrativo a una evolución y una reforma de las relaciones sociales. Marx,
por lo demás, nunca ignoró esta dimensión, y siempre supo captar la recurrente
manifestación de estas potencialidades, no sólo cuando el Estado conquistaba su
propia autonomía en los contrastes de las clases sociales en las “fases de
transición”. Sino cuando, estando ampliamente dominado y gobernado por los
representantes de las clases agrarias, podía promover legislaciones
reformadoras como la ampliación del derecho de voto, la regulación del trabajo
para las mujeres y los niños, el derecho a la enseñanza o la limitación del
horario legal de trabajo.
No, el salto de cualidad que
se opera insensiblemente en la ideología
socialista –a finales del siglo XIX--
consiste sobre todo en la
aceptación de la economía, en la organización de la empresa, en las relaciones
de trabajo como el reino de la necesidad, no sólo inmodificable sino susceptible, en
cuanto tal, de estar al servicio de una nueva clase dirigente, siempre que ésta
estuviese a la altura de sustituir a la vieja clase dirigente en el gobierno y
en la ocupación del Estado. El salto de cualidad consiste, sobre todo, en una escisión entre “política” y “economía”
en la estrategia del partido reformador; y en la redefinición de una concepción
del Estado que, bajo las leyes de la racionalización, devenía –también él— como
la empresa, susceptible en esencia de ser gobernado sin reformas profundas,
sino con las puramente “funcionales” para la “modernización” del poder y a
favor de los intereses de los que se hacía portador el movimiento socialista. Con
la subordinación de la sociedad civil con sus articulaciones y sus múltiples
formas asociativas en el dominio del Estado; con la redefinición del partido
político que se estructura como una élite que se propone gobernar el Estado,
tendencialmente orientado a superar toda forma de pluralismo político y
asociativo, al menos en la clase social que pretende representar.
Que esta evolución, que encontrará
sus más coherentes partidarios en los teóricos del “socialismo de Estado”, no
consiguiera ajustar las cuentas --(como no lo hizo si no superficialmente Marx) con el desarrollo
de la burocratización que los procesos de racionalización llevaban en sí, tanto
en la empresa como en el Estado, hasta la creación de una nueva y autónoma capa
dirigente en las sociedades industriales modernas de un nuevo grupo, capaz de
dictar sus leyes y sus reglas en el
gobierno de la empresa y del Estado-- es ya otro problema.
En todo caso, esta torsión
“estatalista” de las ideologías del movimiento socialista y de las fuerzas
reformadoras de Occidente estaba orientada a recorrer una nueva etapa frente a
las transformaciones rápidas de la organización de los Estados con la
revolución “taylorista”, la racionalización que experimentó la economía de
guerra antes del primer conflicto mundial y con los intentos de la respuesta
“planista”, dirigista en la gran crisis de 1929. Fueron trastornos que –entiéndase
bien-- cabalgan por la sociedad civil, pero que estaban destinados a cambiar la
fisonomía de las economías y las funciones de los Estados. De hecho, madura la
convicción, que deviene “sentido común” tanto en los partidos de la Segunda Internacional como en los partidos comunistas (sobre todo
el partido bolchevique), de que el
“capitalismo organizado” --con su inmodificable proceso de racionalización, con
la concentración de los más importantes medios de producción en las manos de un
número cada vez más restringido de grandes corporaciones industriales, capaces
de programar con las técnicas de la racionalización su propio desarrollo,
reduciendo la anarquía del mercado, (esto es, lo que algunos economistas
norteamericanos llamaron, más tarde, las soulful
corporations, las “corporaciones con alma”)-- consienta y exija la intervención del Estado,
capaz de introducir las reglas de la racionalización en el gobierno mismo de
las economías en su conjunto.
Y madura la concepción de que el cuadro organizativo-- que estaba
predominando en la producción de bienes y en las prestaciones de trabajo y que
constituía “el máximo desarrollo posible de las fuerzas productivas”, la “base”
para cualquier sistema de reparto de los recursos-- permita a la esfera de la
“circulación” de los productos y los capitales desarrollar una función
“neutral” respecto a las estructuras de la propiedad, susceptible de ser
gobernada y desarrollar una función reguladora al servicio de los grupos de
poder que ocupan el Estado del capitalismo organizado (103). Este modelo de
pensamiento es típico del marxismo de la Segunda y Tercera Internacional, y como subraya
agudamente Elma Alvater: “Ciertamente hay que volver a relacionarlo con las
ideas de la planificación, racionalización y organización que son expresiones
específicamente marxistas de una concepción de la modernidad y del trabajo
planificado, simbolizada por los nombres de Taylor, Rathenau, Nauman, Max Weber
y Goldscheid” (104).
Y así, de un lado, un
eminente socialdemócrata como Rudolf Hilferding pudo subrayar en 1927 que “el
capitalismo organizado significa que el principio capitalista de la libre
concurrencia es sustituido por el principio socialista de la producción
planificada”; y cómo “esta economía planificada, conscientemente dirigida, está
sometida en una medida superior a la influencia de la sociedad”. Lo que
significa “intervención de la organización de la sociedad, que es la única consciente y la que está dotada de un
poder coercitivo; lo que significa también intervención del Estado (105).
Mientras que, por otro lado, Lenin sostenía, ya en 1917, que “el socialismo es
el monopolio capitalista del Estado, puesto al servicio de todo el pueblo y, en
cuanto tal, ha dejado de ser el monopolio del capitalismo. […] Toda la economía
nacional organizada como Correos […] Eso
es el Estado, esa es la base económica del Estado que necesitamos” (106).
Fue ciertamente Karl
Renner el precursor más audaz en el campo
socialdemócrata de la tesis según la
cual “la progresiva estatalización de la economía –que durante la guerra asume
un ritmo precipitado— coloca la relación del proletariado con el Estado en el
centro de su política”. De hecho, para Renner “el núcleo del socialismo, hoy,
[es ya inherente] a todas las instituciones del Estado capitalista […] y eso se
puede comprender bien, porque el socialismo en su aspecto jurídico es
organización y administración […]. El Estado será la palanca del socialismo
(107). Era la orgullosa reafirmación del principio que Renner había afirmado en
tiempos lejanos (en 1899): “El poder de hecho debe ser poder de derecho para
que el problema político no se transforme en problema jurídico” (108). En Karl
Renner, al igual que Lenin –por tomar dos posiciones extremas y aparentemente
en las antípodas— esta progresiva revaloración del papel del Estado en la época
de la racionalización deriva del convencimiento de que “desde abajo” y “por abajo”
no se podía determinar ninguna transformación estructural de la sociedad civil
que no fuese el producto del capitalismo organizado y de las fuerzas
productivas (incluida la organización del trabajo) gobernadas por los procesos
de racionalización. A menos que esta transformación no descienda de la decisión
del Estado, articulando las propias funciones y conceder autonomías a las
instituciones descentralizadas, pero la organización y el gobierno de las
empresas quedarán siempre necesariamente excluidas de tal proceso reformador
desde abajo. Y, por otro lado, esta revalorización del Estado nacía de la
convicción de que, con las transformaciones del capitalismo organizado y su
creciente “actitud” en la programación, el Estado “racionalizado” podía
conseguir poder y autonomía para situarlo por encima de los intereses
contingentes del capital y transformarlo en un “campo neutro”, abierto a la
intervención de aquellos grupos de poder que estuvieran a la altura de tomar
posesión de sus instrumentos. Era el “Estado plan” que substituía radicalmente
al “guardián nocturno” de Marx.
Es
sintomático que esta “revolución copernicana” que se realiza en las ideologías
socialistas del Estado encuentre su propio fundamento cultural sólo en la
victoria de la “racionalización” taylorista en los centros de trabajo; en la
aceptación como dato objetivo y necesario de las relaciones entre dirigentes y
ejecutores que se consolidan con la organización “científica” del trabajo; y en
la asunción de que aquella forma de organización pudiese devenir la “palanca”
que transforma el Estado en un instrumento de planificación de la sociedad
civil. En fin, en la forma que encontraron mediante la “revolución por
arriba”.
Notas
(96) Negt. La logica specifica del periodo di transizione. Obra ya citada.
(97) Alvater. Il capitalismo si organizza en Storia
del marxismo.
(98) Gabriella Bonacchi. Dalla grande depressione al debatito sullo
Staat Sozialismus. Obra ya citada.
(99) Mark Waldenberg.
Strategia della sozialdemocrazia tudesca.
(100) Lenin en ¿Qué hacer?
(101) Oskar Negt. L´ultimo Engels.
(102) Hans Kelsen. Marx o Lassalle. De Donato, 1978.
(103) Alvater. Obra ya
citada.
(104) Ibidem
(105) Ibidem
(106) V.I. Lenin. La catástrofe inminente y cómo luchar contra
ella.
(107) K. Renner. Marxismos, Krieg unde Internationale,
citado por Alvater en la obra ya referida.
(108) Láser. Obra ya citada.
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