viernes, 29 de junio de 2012

CAPÍTULO 18 (1) EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA




Primera parte         




En la recurrente separación entre los motivos más profundos y periódicos del conflicto social que implica siempre, incluso en el caso de reivindicaciones salariales, una respuesta a la división entre dirigentes y ejecutores, entre gobernantes y gobernados –en primer lugar en los centros de trabajo— y su interpretación y gestión política por parte de las fuerzas de la cultura y de las organizaciones del movimiento obrero, incluso en la época en que Gramsci volvía a pensar, en Americanismo y fordismo,  la experiencia de los consejos de fábrica y el papel prometeico del “Príncipe moderno”, es decir, el partido de vanguardia, la nueva dimensión que asumía el papel del Estado en las sociedades y en las economías de la primera posguerra parecía haber tenido un peso determinante (86).

Si, de hecho, se sitúa más atentamente la sufrida búsqueda de Gramsci (con sus importantes elementos de novedad y ruptura con el marxismo “vulgar” y el determinismo) en el debate sobre las profundas transformaciones del Estado que atraviesa, en los años de la primera posguerra, todas las componentes del movimiento socialista (incluso otras orientaciones reformadoras), no es difícil vislumbrar cómo la reflexión de Gramsci y algunas de sus más fecundas intuiciones (la revolución pasiva, la autonomía del gobierno consejista sobre la “guerra de posiciones” y la conquista de “fortificaciones” en el cuerpo vivo de la sociedad civil) han permanecido casi secuestradas por la deriva estatalista y elitista (la “revolución por arriba”) que ha impregnado a una gran parte de la izquierda de derivación marxista (87).

Se trata de un proceso que viene acentuándose, tras la “crisis del marxismo” de finales del siglo XIX, con la búsqueda de una solución (revolucionaria o reformista) al problema de la distribución de los recursos y a la modificación de los estratos propietarios, a través de la intervención y la mediación preliminar del Estado central como punto fuerte y de resolución de una cuestión social que ya no podía expresarse mediante una transformación desde debajo de la sociedad civil y del Estado mismo. Se trataba de un proceso que asumirá un peso dominante en las ideologías de los movimientos revolucionarios y reformadores y en sus experiencias concretas –políticas y de gobierno--  cuando las concentraciones técnicas, organizativas y financieras entre las grandes industrias y la intervención reguladora de los Estados en la economía de guerra abrieron la época del “planismo” y del gobierno “racionalizado” de las empresas y la economía (88).

Con la opción de situar “la relación del proletariado con el Estado en el centro de su política” y de asumir la tendencia a la “estatalización” como el “el elemento absolutamente nuevo que no conoce Marx” se supera una ambigüedad que persistía en las reflexiones del mismo Marx, a propósito del vínculo entre “alienación / opresión” y “explotación” en la relación de trabajo subordinado y las vías  a seguir para atacar dicho vínculo.

Pero la disolución de la ambigüedad de Marx en una frontera que, durante un largo periodo, alejará el movimiento socialista y comunista de la atención de la rápida transformación de los contenidos alienantes y opresivos de la relación del trabajo subordinado en la época de la gran “racionalización” y la búsqueda de los fundamentos de una reforma, incluso institucional, de la sociedad civil y de sus formas de participación en las decisiones de la comunidad, incluso cuando estas decisiones se toman en el ámbito de de una relación de trabajo “privado”.  Con la consecuencia de oscurecer casi completamente, en la búsqueda y en el debate de los movimientos socialistas y reformadores, en nombre de la doble primacía de la “clase” y del “Estado”, la dimensión de los derechos humanos. Y, sobre todo, la conciencia, que no disminuirá tampoco en Marx, de las raíces individuales, personales, de la libertad y de su represión como “autorrealización” de la persona, ante todo en el trabajo.

La expropiación de los medios de producción, mediante la acción legitimadora del Estado (incluso si está ocupado por una nueva capa dirigente), como una etapa preliminar y propedéutica para una lejana liberación del trabajo y su superación, que se reenvía a la llegada del comunismo, de las restricciones y de la opresión que pesan sobre el trabajador subordinado, debía resolver el problema de una conquista del poder que ya no podía madurar más que con una espontánea radicalización del “conflicto redistributivo” en la sociedad civil.       

La ruptura con el determinismo vendrá en nombre del Estado como lugar exclusivo de la política y como sede de legitimación de la acción reformadora; como lugar de mediación y superación del conflicto social (¿de qué manera es posible hacerle una huelga al Estado y contra sus retoños?); y como la única institución capaz de plasmar y transformar la sociedad civil. 

Ciertamente, este proceso que llevará a redefinir, incluso el rol del partido como representante único de la clase llamada a ejercer –siempre a través del Estado—  su propia “dictadura” alcanzará su ápice con la metamorfosis del marxismo que Lenin llevó a cabo y del primer grupo dirigente bolchevique, incluido Trostky. Sobre todo tras la conquista del poder en Rusia. Pero se trataba de un proceso mucho más vasto y plural. No sólo porque tenía sus propias raíces incluso en la ambigüedad, en las contradicciones y en los errores del análisis y las previsiones de Marx, sino porque también se limita a considerar la historia del movimiento socialista y— teniendo en cuenta la influencia de Ferdinand Lassalle en la cultura socialdemócrata europea y en el mismo Lenin--  la deriva ideológica hacia el redescubrimiento de la primacía del Estado (como posible terreno “neutro” de redistribución de los recursos, de propiedad y de legitimación de las políticas sociales de los partidos reformadores) implicará, en primer lugar, a algunos entre los más desprejuiciados críticos de Marx en la socialdemocracia: Eduard Bernstein, Karl Renner y Hans Kelsen.

Es en ese contexto que la cuestión de la liberación del trabajo --cada vez  más inseparable de la salvaguarda de la libertad en una sociedad compleja y de la temática de los derechos de la persona en las modernas organizaciones “racionalizadas”--  será removida (e, incluso, combatida), durante un largo periodo, por las ideologías dominantes del movimiento socialista.


     Hemos hablado –tras muchos otros--  de una ambigüedad nunca resuelta en el análisis marxista de la “génesis” del proceso de acumulación en las grandes sociedades industriales y de la relación existente entre la instauración de un dominio y una coerción sobre el trabajador (la opresión), a través de una organización del trabajo basada en la separación entre dirección y ejecución, de un lado, y la posibilidad de sacar un superávit al trabajo de ese trabajador con respecto al valor del mercado de la mercancía de trabajo, de otro lado.

En efecto, desde los escritos juveniles de Marx hasta los de edad madura, la génesis de la relación de explotación es vista en el proceso de alienación y opresión incluso como una condición recurrente.  Y también es recurrente la tendencia a repetir la expropiación del trabajador de sus instrumentos de producción y de sus saberes a toda transformación de las tecnologías y de la organización del trabajo. De igual manera, también es recurrente la tendencia a basar sobre una relación de autoridad y coerción toda adaptación del trabajador a las cambiantes condiciones de la prestación laboral. Y de esta redefinición histórica del concepto de alienación y deshumanización del trabajo, Marx señala una contradicción insanable entre el trabajador --como individuo, como persona concreta que aspira a realizarse en ella--  y un sistema de producción que, eliminando todo sentido a su trabajo y toda posibilidad de intervenir conscientemente en su desarrollo, lo transforma en una “horrenda monstruosidad”, en una “cosa”, en un “esclavo de las cosas” (91).

La “recomposición del trabajo a través de la comunidad” sigue siendo, de hecho, la preocupación de la reflexión de Marx a lo largo de toda su obra. Y ello explica la simpatía con la que el “socialista científico” que era Marx mira los escritos y experiencias de trabajo comunitario de un “utópico” como Robert Owen  y las batallas por la libertad del movimiento “cartista”, tan influenciado por el owenismo.   

No sólo. Marx, incluso en las obras de madurez, los Grundisse y El  Capital,  buscará más veces las señales posibles de una recomposición del trabajo alienado y parcelado en las transformaciones de la organización social promovidas por las luchas de los trabajadores y por las iniciativas legislativas de los reformadores liberales. Se trata de la reconstrucción de una profesionalidad “compleja” a través de la movilidad del trabajo  y la alternancia de las prestaciones, de la función “revolucionaria” de la formación profesional y de las primeras leyes de limitación y reducción de los horarios de trabajo. De hecho, Marx habló –a propósito de estas trasformaciones estructurales de la condición de trabajo (y no de los aumentos salariales)-- de una “economía  política de la fuerza de trabajo”.

Pero, simultáneamente, Marx pareció más preocupado por restablecer una especie de jerarquía, lógica y no histórica,  entre las categorías que definen “las relaciones de producción”: propiedad de los medios de producción y extracción de la plusvalía; estructura y superestructura; división social del trabajo y división técnica del trabajo. Con la consecuencia de situar el proceso de alienación y la división técnica del trabajo en el reino de la “necesidad”, de la colocación objetiva de las “fuerzas productivas”, tomadas globalmente, en un sistema de relaciones sociales que habría podido ser afectado solamente con un cambio radical de las relaciones de propiedad como única fuente, en última instancia, de las relaciones de poder.

En ese sentido, Marx acabó abandonando su investigación sobre la “economía política de la fuerza de trabajo”, volviendo siempre a confrontarse con la “economía política del capital”. Y sin llegar a compartir las tesis de cuantos sostienen que Marx advirtió “que no había solución antes de la pérdida de del  ´sí´ en el trabajo intrínseco de la tecnología” y que “de hecho se debía aceptar no sólo la división del trabajo sino incluso su organización jerárquica”, es cierto que Marx acabó por reenviar a un futuro lejano, y a una utopía del trabajo totalmente liberado, la solución de la que había señalado como la primera contradicción lacerante de la identidad de la persona en la relación del trabajo subordinado.

Así Marx pudo acercarse –en contradicción con todo su análisis anti idealista del proceso de alienación en el trabajo-- a la revalorización del Estado como instrumento de emancipación, aunque fuera en términos escasamente profundos desde el punto de vista teórico. Del Estado como necesario instrumento de cambio de las relaciones de propiedad y de transición hacia la liberación del trabajo y a una sucesiva e improbable extinción de las funciones del Estado como “administrador de hombres”. 

También en la famosa Crítica al Programa de Gotha que refutaba el “estatalismo” jacobino de Lassalle y sus seguidores, Marx tendrá que plegarse a una visión del momento de la ocupación y transformación del Estado no como un hecho conclusivo de un proceso real de la trasformación y reforma de la sociedad civil sino como premisa. Como punto de partida de una gradual y lejana liberación del trabajo que habría tenido –como insuperables etapas intermedias--  la modificación de las relaciones de propiedad y de las relaciones de poder en el sistema económico, la superación de la división social del trabajo y de la estructura de clase que ella determina. Y, por último, la modificación de las formas dominantes de división técnica del trabajo, es decir: la relación entre gobernantes y gobernados en los centros de trabajo.

Desde este punto de vista, a pesar de su lúcida polémica con el mito del Estado “neutral” y contra la tesis lassalliana de un Estado “libre” y “titular autoritario de una función general de la formación ético-pedagógica del cuerpo social”, no se puede decir que la reproposición, en la Crítica al Programa de Gotha, del “Estado de la dictadura del proletariado”,  como forma política de transición al socialismo, constituya una contradicción fortuita en el planteamiento de la reflexión marxiana (93). Como tampoco, en aquel contexto, son fortuitas la ausencia  la exigencia de pluralismo en el movimiento socialista en el Marx de la Primera Internacional; el carácter transitorio de los partidos; la riqueza de las formas del asociacionismo del movimiento de los trabajadores y la necesidad de no subordinar los sindicatos a un partido político.     

Marx, sobre todo en sus últimos escritos, no parece haber resuelto la relación entre “historia” y “lógica” del sistema capitalista y su superación, ni tampoco la relación entre la transformación de la sociedad civil y los microcosmos comunitarios que se constituyen en los centros de trabajo y la transformación (no la extinción) del Estado. Tal vez por esta razón Marx acaba adhiriéndose a una concepción de partido como “arma” que tiene como objetivo la conquista del Estado antes que la transformación “corpuscular” de la sociedad civil.

¿Cómo entender diversamente la reproposición del “Estado de la dictadura del proletariado”, negador de derechos individuales universales? ¿Y aquel partido, salpicado de lassalleismo, que nacerá de la unificación del Congreso de Gotha, que Marx criticará con tanta vehemencia, no era tal vez incluso el hijo de sus ambigüedades e incertidumbres? No es posible, pues, sorprenderse si el mismo Engels provocará una decidida torsión hacia una “vía estatal” que relega en la utopía la contestación de las características opresivas y alienantes del trabajo subordinado. “Dado que todo partido político se propone conquistar el dominio del Estado, se desprende que el Partido Socialdemócrata Alemán persigue su propio dominio político, el dominio político de la clase obrera y, así, un “dominio de clase” (94). Y en polémica con algunos anarquistas italianos: “Al menos en lo concerniente a las horas de trabajo se puede escribir en las puertas de las fábricas: lasciate ogni autonomia voi che entrate. Si el hombre, a través del conocimiento y su genio inventivo ha sometido las fuerzas de la naturaleza, estas fuerzas se vuelven contra él, sometiéndolo  hasta que se sirve de ellas, a un auténtico despotismo que no depende de ninguna organización social.  Querer abolir la autoridad de la industria, a gran escala, equivale a abolir la industria misma, a  destruir el telar mecánico para volver al hilado” [las cursivas son de Trentin] (95).   

Notas


(86) Cornelius Castoriades. L´expérience du mouvement ouvrier. Union General d´Editions, 1974.

(87) A. Gramsci. Cuadernos de la Cárcel.

(88) Mario Telò. La socialdemocrazia europea nella crisis degli anni trenta. Franco Angeli, 1985. 

(89) Karl Renner. Marxismos, Krieg und Internationale (Sttugart, 1917)

(90) Karl Polanyi. Libertà e tecnologia. Bollati Boringhieri, 1987

(91) Eric Fromm. L´uomo secondo Marx. Franco Angeli, 1980

(92) Daniel Bell. La riscoperta dell´alienazione. Obra ya citada.

(93) Danilo Zolo. Marx e il Programma di Gotha. Fondazione Basso, 1981

(94) F. Engels. La questione delle abitazioni. Citado en el Congresso di Gotha.

(95) F. Engels. Dell´autoritá. Editori Riuniti, 1971
                            

jueves, 28 de junio de 2012

CAPÍTULO 17. GRAMSCI Y MARX





Si en estas páginas hemos intentado una revisitación crítica que podrá parecer puntillosa y pedante y, en cualquier caso, demasiado poco generosa, del “productivismo” de Gramsci en los elementos de continuidad y discontinuidad que representa –desde el periodo ordinovista hasta el de los Cuadernos de la Cárcel--   es porque seguimos convencidos de que, en esta investigación gramsciana sobre la naturaleza y las perspectivas del taylorismo y del fordismo persiste un límite de fondo que, como ya hemos recordado, es común a los diversos intentos de superar la “crisis del marxismo” a principios del siglo XX. Esto es, el haber asumido como racional e inmutable las formas históricas de organización y subordinación del trabajo humano. Y, sobre todo, porque pensamos que dichos límites –con todas sus derivaciones, en términos de reconstrucción “ideológica” del conflicto social y creciente separación entre el quehacer “político” y la actividad “social” (perdiendo así la comprensión del alcance político de los conflictos que maduraban en la sociedad civil, como había intuido Gramsci) y en términos de absolutización del rol prometeico, más o menos autoritario y totalizante, de las élites políticas o de las “clases políticas” como más crudamente las definirá un escritor reaccionario como Gaetano Mosca-- han marcado en gran medida una considerable parte de la experiencia del movimiento obrero en este siglo XX (80).  

El juicio de fondo al que llegó Gramsci --tras haber buscado valorar los costes humanos que comportaba el taylorismo y el fordismo (pero, se podría añadir, incluso los de las anteriores formas de “división técnica” del trabajo con las de la producción en masa, que ya investigaba Marx) sobre la irrefutable e incontrastable “racionalidad” de estos sistemas y sobre la necesidad, más bien, de compensar y resarcir sus efectos más alienantes, mediante la “persuasión” y los altos salarios-- constituirá la inspiración dominante del comportamiento de los sindicatos y de las fuerzas de izquierda, incluso en el periodo posterior al segundo conflicto mundial. Con la excepción (¡tan significativa!) de las oposiciones obreras en los países del socialismo real y del “taylorismo realizado” (81).

En estos límites –es decir, en el axioma de la inmodificabilidad de la relación del trabajo subordinado y, al menos, por un “largo periodo” que, con la prueba de los hechos se proyectará hacia el infinito, y también de la inmodificabilidad de la prestación del trabajo asalariado y de la organización de la producción de bienes y servicios--  encuentran sus  orígenes no sólo una concepción ampliamente dominante, durante casi un siglo, que confina el conflicto social en un horizonte meramente distributivo. Pero incluso en aquella dicotomía que fue tan típica de gran parte de la literatura política de la izquierda en estos últimos años: la disociación entre el debate teórico (y las estrategias políticas que lo inspiran) y la observación de la realidad. En particular, la disociación entre las “ciencias” de la conquista del poder político del Estado y el atento examen de los acontecimientos y de los contenidos específicos de los conflictos sociales; de las transformaciones en la composición social de las clases y en las culturas de los sujetos sociales que dichos conflictos evidencian a través de sus cambiantes objetivos.

Es una dicotomía que señala, en verdad, una relevante separación del paciente y minucioso esfuerzo de recomposición entre el análisis de la sociedad civil y la construcción teórica que tanta fatiga le costaba a Marx, señalando incluso su evolución y sus facetas.  La historia de los conflictos sociales y, ante todo, de los conflictos de clase en los centros de producción se fue convirtiendo,  andando el tiempo, en una “historia menor”. Y, lo que es peor para una “investigación de izquierdas”, en una “historia paralela” con respecto a la que es considerada como esencial (y de por si resumida en los procesos sociales) de las ideologías, de los partidos, de las instituciones y de los Estados. Esta fractura entre economía y política se ha consumó nuevamente en los años de la segunda posguerra, incluso en gran parte de la cultura de origen o tradición marxista.

En definitiva, ¿qué sucedió?

La crítica del “catastrofismo” y de la teoría del “empobrecimiento” (absoluto o relativo), a pesar de que ha sido obstinadamente contestada por los ideólogos más radicales (ya sea en sus conclusiones revisionistas o en el planteamiento gradual y reformista) ha sido –o, al menos, así nos parece--  interiorizada en sus presupuestos por todas las “escuelas” del socialismo desde la socialdemócrata a la comunista. Hasta llegar a confundir, de cualquier modo, en el “sentido común” del militante tanto la despreciada gimnasia salarial del sindicato como los intentos de legislación social con el conjunto de los contenidos específicos del conflicto social, vivido cotidianamente en la fábrica y en los centros de trabajo. Y constatando, con el tiempo, que el conflicto entre salario y beneficio con sus altibajos  y, sobre todo, las leyes sociales del resarcimiento de las formas más gravosas de la prestación laboral, podían traducirse en mejoras reales, incluso duraderas, de las retribuciones y las condiciones de vida de las clases trabajadoras sin producir rupturas catastróficas en las relaciones con otras clases, la literatura social y las ideologías de la política socialista acabó considerando el conflicto distributivo –y la misma lucha salarial--  el dato más representativo del conflicto social; y, sobre todo, el que lo resumía en su totalidad. De ese modo se cancelaba, por parte del quehacer político, la percepción de la extrema complejidad de las contradicciones y conflictos que maduraban en los centros de trabajo, especialmente en la fase fordista. De ahí que se viera el conflicto social, en esa fase, como una sola componente y, a veces, como una componente funcional para conseguir los objetivos de otra naturaleza. O sea, se minusvaloró la posibilidad de que pudieran emerger nuevos y, a veces predominantes, objetivos reivindicativos y políticos en el corazón mismo del sistema productivo con el desarrollo de estas contradicciones y estas luchas.

Con tal clave de lectura de los conflictos sociales, siempre reconducidos a una recurrente contención distributiva, la historia del conflicto de clase es progresivamente asumida como un factor conocible a priori, a través de unos parámetros unilaterales ya consolidados en sus estereotipos. Y, en consecuencia, como un factor no susceptible de evoluciones cualitativas. Un factor ya conocido  en sus posibles efectos sobre los equilibrios sociales y en sus límites insuperables. Es decir,  en su incapacidad de irrumpir  sin la mediación de los partidos, en la “arena” de la política, siendo substancialmente no influyente en los desarrollos de la “consciencia de clase” y sobre la identidad misma de las autollamadas organizaciones de “vanguardia” (el partido) de la clase obrera.            

La atención de la literatura política del movimiento obrero y de la sociología de la izquierda se orientó, cada vez más, en el momento de la formación de las ideologías tanto de las clases dominantes como de las subalternas; sobre la formación, en la sociedad civil, ante todo, de una consciencia autónoma y hegemónica en de las clases subalternas, en el momento en que asumían conciencia, aunque fuera en términos meramente ideológicos, de su propio papel en el proceso productivo.

Gramsci fue más lejos que muchos otros en esta búsqueda dibujando una “filosofía de la revolución y de la sustitución de las viejas figuras sociales dominantes” que “describe”, como dice Badaloni, “una fase de la revolución en Occidente que no parece que pueda ser “evitada” (82).  Sin embargo, su análisis de la sociedad civil –como centro de toda historia y  conflicto político--  lejos de estar superado, con el paso del tiempo será gradualmente relegada por la mayor parte de la cultura política de la izquierda en un fondo indiferenciado del quehacer político. Con una posterior separación entre la “ciencia” o el “arte” de la política, de una parte, y la ciencia de la sociedad, de otra. Y ello pudo ocurrir porque, tal vez, con esta operación teórica tan relevante, llevada a cabo por Gramsci, se rompió el hilo, el cordón umbilical, incluso en el plano de la teoría: el cordón umbilical que unía, en la primera fase de la historia del movimiento obrero, la teoría del quehacer político y el desarrollo de las contradicciones específicas (y cambiantes en su cualidad) que se expresan a través del conflicto social.

De hecho, en el mejor de los casos, la reflexión teórica acabó por “esperar” los momentos más agudos del conflicto de clase con el fin de hacer una verificación general de tales cuestiones sobre la base de una clave de lectura ya consolidada y osificada: en la cita de las grandes crisis cíclicas y de las alteraciones que crearon la economía de guerra y las fases sucesivas de “readaptación”.

Así, se pudo verificar –no una sino varias veces--  que el surgimiento de los cambios cualitativos en los contenidos del conflicto social (inducidos por unas transformaciones substanciales en el equilibrio de poder en los centros de trabajo y en la sociedad civil) y las significativas evoluciones de la cultura política de la fuerza social subordinada no fueron percibidas como tales por las organizaciones políticas y sindicales del movimiento obrero y las fuerzas de la cultura. Y no se trasmutaron en verdaderos proyectos políticos generales, capaces de construir una mediación no genérica de las nuevas demandas que emergían en el curso de aquel conflicto. En el mejor de los casos se captó la importancia de las formas que asumía la traducción del conflicto social en nuevas –y alguna que otra vez— y muy significativas experiencias de organización y representación, como en el caso de los consejos. Pero ignorando y descuidando aquellos objetivos y contradicciones específicos que, en el curso de las luchas sociales, “exigieron” estas formas de organización.

Así las cosas, se pudo verificar una verdadera ruptura (y una singular paradoja) en la relación entre la práctica y la ideología del “marxismo militante” en los países capitalistas de economía madura y una parte importante de del análisis de Marx sobre la génesis de las relaciones capitalistas de producción.

Para Marx, el carácter irreducible de la contradicción entre capital y trabajo --y la misma génesis de la acumulación capitalista-- no residían ciertamente en la cantidad de apropiación de un “surplus” respecto a la remuneración de la fuerza de trabajo “abstracta”. Sino, en primer lugar, en la separación entre el trabajador concreto y sus específicos instrumentos (materiales y culturales) de producción. La apropiación de la plusvalía y la cantidad de plusvalía tomada por el trabajo vivo eran una condición esencial (aunque con el tiempo decreciente) para la reproducción del capital. Pero la “contradicción primaria”, determinada por la expropiación del trabajador (solamente “libre” de vender su fuerza de trabajo) de sus instrumentos de producción y de su saber hacer, estaba destinada no sólo a permanecer y reproducirse, sino a acentuarse con las transformaciones de las fuerzas sociales de la división técnica del trabajo, confirmando –a diferencia de la contradicción entre salario y beneficio--  su carácter primordial y su naturaleza estructural.

Con extraordinaria clarividencia, Marx supo captar –a pesar de su errónea previsión del empobrecimiento absoluto de la clase obrera— el papel rupturista  que habría tenido en la formación de una conciencia social de las clases trabajadoras tanto en la movilidad del trabajo de un sector productivo a otro como los primeros rudimentos de formación profesional y cultural de la clase obrera que el capitalismo inglés desde la mitad del siglo XIX había sido obligado a conceder, exasperando así, de cualquier manera, incluso en las jóvenes generaciones obreras la conciencia de una separación coercitiva entre el trabajador y sus instrumentos de producción, entre el trabajador y el objeto de su trabajo (83).

Es verdad que Marx pensaba –al menos en una parte de sus escritos--  que el conflicto entre capital y trabajo se manifestaría, en primer lugar y hasta su salida “resolutiva”, sobre el terreno de los “efectos” y no de las causas primeras de la relación de explotación y opresión. O sea, en razón del empobrecimiento tendencial del trabajador en el plano material y moral, e incluso bajo la forma de una recurrente caída del salario medio, próximo al nivel mínimo de subsistencia (84). Sin embargo, Marx nunca deja de subrayar, en los textos más discutibles sobre el empobrecimiento y el papel jugado por el ejército industrial de reserva en dicho proceso, la necesidad de que concurren dos condiciones fundamentales para que el conflicto social pueda conseguir resultados no meramente transitorias. Primero, que la radicalización del conflicto coincida con una de las crisis cíclicas que hacía madurar el proceso de acumulación. Segundo, que el conflicto alcance un cambio cualitativo, trasmmutándose la  lucha puramente distributiva (en la defensa del salario real) en lucha explícitamente política por la defensa y legitimación de la asociación obrera y por la afirmación de unos objetivos capaces de incidir directamente, de manera irreversible, en las condiciones de trabajo y en las oportunidades de emancipación cultural y moral de los trabajadores: como la reducción de la jornada laboral o la conquista del acceso a la enseñanza y la formación profesional.

En una parte de su análisis y previsiones Marx, en todo caso, ha sido desmentido por la historia del desarrollo capitalista que ya se iba configurando a finales del siglo XIX. Pero ante la confutación que oponían los hechos a la “ley” de la caída tendencial del salario medio hacia el nivel mínimo de subsistencia y de reproducción de los trabajadores ocupados, una gran parte de la cultura marxista –en primer lugar, el propio Marx— acabaron por abandonar a su suerte las otras contradicciones específicas que surgían de la relación de producción que habían constituido, especialmente en el análisis de Marx, la “génesis” de la relación de explotación. Así, acabaron refugiándose, en cierta medida, en el terreno más “seguro” de la famosa contradicción general entre fuerzas productivas y relaciones de producción: a la espera de que consiguiera madurar o en el intento de anticipar la solución. Pero confiando siempre en el papel “objetivamente” revolucionario de las fuerzas productivas, en el “viejo topo” que iba socavando.

Así pudo suceder que, en determinadas fases del conflicto social, se convirtiese en preeminente la contradicción inherente a la separación del trabajador de sus instrumentos de producción (85), y que tendiese a convertirse en prioritaria, incluso respecto al tradicional conflicto distributivo sin que las fuerzas del movimiento obrero organizadas en “vanguardia política” –o las mismas direcciones sindicales—advirtieran en la mayoría de los casos la importancia de este salto de cualidad y se captasen todas las potencialidades y las implicaciones, sociales y políticas.

De esta manera sucedió que la contradicción primaria que estaba en el origen de la de la relación de explotación se convirtiese, incluso, en la contradicción específica que alumbraba una nueva fase del conflicto social, volviendo a proponer –bajo diversos puntos de vista--  una cuestión: la demanda de poder. Ya fuera porque cuestionaba la autoridad exclusiva del empresario sobre la organización de los factores productivos y la prestación del trabajo; ya fuera porque se oponía a esa autoridad una voluntad colectiva organizada, portadora de propuestas alternativas a las opciones del empresario en una asociación de trabajadores, con el objetivo explícito del control de la organización del trabajo.

Sin embargo, como decíamos, en la generalidad de los casos, tales transformaciones del conflicto social y de sus objetivos prioritarios no fueron captados por las fuerzas prevalentes en la dirección de los movimientos políticos y sindicales como la posible matriz de un proyecto político, con los cambios y las contradicciones que emergían en la sociedad civil.  De hecho, en algunas ocasiones, estos cambios en los contenidos y en las formas de organización y representación del conflicto social fueron confundidos, pura y simplemente, con los momentos alternativos, con los “ciclos” de la práctica reivindicativa, a reconducir en todo caso en el esquema tradicional de la contención distributiva. E ilustrarla, más bien, con la acción educadora de la vanguardia política, sin que la iniciativa del proyecto de tal vanguardia estuviese mínimamente influenciada por los contenidos específicos que había asumido el conflicto social.

En otras ocasiones, si las fuerzas organizadas que reivindicaban para sí un papel de vanguardia política conseguían vislumbrar al menos algunas de las novedades y de las potencialidades políticas expresadas por las formas inéditas de organización y representación del conflicto de clase (como los consejos), ellas, sin embargo, incurren  frecuentemente en el error de minusvalorar los procesos reivindicativos que estaban en el origen de estas formas organizativas, en la separación entre el instrumento y los objetivos específicos que lo legitimaban y, de esa manera, agrietaban desde la fase inicial el cemento de la participación consciente de masas que se había creado en torno a dichos instrumentos en los centros de trabajo.

De una parte, incluso en razón de la separación que se había ido cristalizando, mediante la cada vez mayor distinción entre los roles del partido y del sindicato, entre la “guerrilla” económica y social y el nivel de la política, la fuga del conflicto de clase --y de sus formas de organización en los “raíles” donde se había construido una larga tradición política y cultural--  suscitó, sistemáticamente, algo así como una “crisis de rechazo” en el interior de los estratos dirigentes de las organizaciones del movimiento obrero: en el partido o en los partidos que aspiraban a la dirección del movimiento obrero que veían la descomposición de las viejas reglas del juego, y reaccionaron contra lo que aparecía como un cuestionamiento de las prerrogativas que les eran atribuidas; en el sindicato o en los sindicatos que veían amenazados sus “confines” con sus cuotas de poder y contestadas sus tradicionales estrategias reivindicativas, su “oficio”, sus formas de organización y representación, sus mecanismos de decisión. De esa manera, la tan proclamada reunificación entre política y economía, buscada desde el inicio del siglo XX en la primacía del “partido obrero” (incluso en las formas de subordinación, bajo diversas maneras, del sindicato al partido) cuando se presentaba  como posibilidad una concreta –a través de un cambio de los objetivos inmediatos del conflicto de clase--  acababa asumiendo las apariencias de un hecho abnorme, con una peligrosa deriva al utopismo y al espontaneismo; de un contrasentido institucional. E incluso en los casos donde la “crisis de rechazo” se iba superando sucesivamente, la incorporación de nuevos objetivos reivindicativos y nuevas formas de organización del conflicto social, en los programas de los partidos “obreros” o de los sindicatos permanecía siempre marcado por la aproximación o la precariedad. El reflejo de “un retorno al orden normal de las cosas” siempre se afronta cuando se ha superado la fase más aguda del conflicto social y comienza el declive. También por la ausencia de una proyección y una mediación de sus objetivos en los proyectos políticos de los partidos y los sindicatos.

Pensándolo bien esta ha sido la historia de los movimientos consejistas y de sus objetivos sociales y políticos.            


Notas

(80) A. Gramsci. Cuadernos de la Cárcel.

(81) Gramsci. Americanismo y fordismo.

(82) Badaloni. Obra citada.

(83) Karl Marx. El Capital.

(84) Armando de Palma. Le macchine e l´industrie da Smith a Marx. Einaudi, 1971

(85) Armando de Palma. Obra citada.





miércoles, 27 de junio de 2012

CAPÍTULO 16.2 FORDISMO Y TAYLORISMO EN LOS "CUADERNOS DE LA CÁRCEL"



Segunda parte




En la hipótesis que Gramsci configura de una “élite” --que, a través de su hegemonía cultural y política puede restablecer una relación de consenso entre “gobernantes” y “gobernados” que, en cierta medida, legitima la coerción en los contrastes con el gobierno-- se describe en esencia una forma de “revolución pasiva” que puede “imponerse” a una clase por parte de la expresión de la élite de esa misma clase. Y, en otro sentido, las connotaciones de una u otra élite dominante no constituyen ni siquiera la condición discriminante para conseguir exitosamente esa revolución pasiva, no sólo en la organización de la producción sino de las costumbres y en todas las manifestaciones de la vida individual y social. La condición discriminante se convierte así –como ya hemos visto--  en la capacidad de producir “con una consciencia de los objetivos nunca vista en la historia de un trabajador y un hombre nuevos”. Según Gramsci, ésta ha sido la gran fuerza del fordismo en los Estados Unidos. Lo que es, sin embargo, según nuestro autor, el elemento substancialmente ausente –incluso por la aparición de obstáculos objetivos--  en los intentos poco realistas de convertir el fordismo en un conjunto de monos por parte de las viejas clases dirigentes europeas.  

Es a partir de un juicio similar sobre la substancial impotencia de las clases dominantes europeas (y, en particular, las italianas) que imponen --incluso con la mediación forzosa del fascismo,  la convulsión taylorista a las viejas “castas parasitarias” y, ¿por qué no?, incluso al corporativismo sindical como lo supo hacer la onda expansiva fordista en los Estados Unidos --como Gramsci repropone, aunque en unos términos diferentes a los utilizados en los tiempos ordinovistas, la temática del proceso de substitución de las viejas clases dirigentes por parte de la élite de la clase obrera (66). De hecho, en este caso, no tiene en cuenta una visión catastrofista o “colapsista” del desarrollo en el sistema capitalista, ni vuelve con el énfasis del pasado a la invocación de la tradición liberal contra las rentas financieras que sofocan la intradependencia del “capitán de industria”. Ni la “convulsión” provocada por el taylorismo y el fordismo es visto como una organización jerárquica racional  del trabajo.

En este caso se tiene en cuenta, sobre todo, la crisis de la capacidad hegemónica de las viejas clases dirigentes europeas y de manera especial la de los grupos dirigentes fascistas y su capacidad de construir un modelo de sociedad e incluso una “ética” del trabajo y de la vida cotidiana que estén a la altura de la ambición del desafío fordista. Esta crisis de hegemonía, en razón de la cual “la virtud se define genéricamente, pero no se practica ni por convicción ni por coerción”, es la que puede determinar una “perspectiva catastrófica” dejando espacio a una “oleada de pánico social, de disolución, de desesperación y al “intento de reacciones inconscientes de quien es impotente para reconstruir y se aprovecha de los aspectos negativos de la convulsión” (67). No es por casualidad que Gramsci remacha: “No es por los grupos sociales condenados por el nuevo orden [¿se refiere al fordismo?] de donde cabe esperar la reconstrucción sino de quienes están creando por imposición y con su propio sufrimiento, las bases materiales del nuevo orden: ellos deben encontrar el sistema de vida ´original´ que no puede ser de marca americana para alcanzar la libertad que hoy es una necesidad” (69). 

Parece que vuelve a aflorar en estas notas el planteamiento conceptual de la teoría consejista  que formulara Gramsci en los años veinte. Ciertamente en unos términos más ricos y articulados.  Pero con la misma extraordinaria ambivalencia que entonces. De un lado, su fascinante anticipación de las potencialidades de dirección y gobierno de la clase obrera que se manifiestan en el interior del conflicto social; la cultura de gestión que puede expresar cuando el conflicto invierte el terreno del poder; su capacidad de ejercer un papel hegemónico sobre el plano político, cultural e incluso moral en el interior de la vieja sociedad; la necesidad de que asuma --con sus propios objetivos, pero que se identifican con las necesidades “nacional-populares”— los problemas del desarrollo, de la reconstrucción y, también, de la reconversión productiva. Pero, de otro lado, los errores que, de hecho, conlleva la naturaleza “científica” del taylorismo, su univocidad progresista de la revolución fordista, tales como: la naturaleza específica de la alienación del trabajo obrero en la fábrica taylorista y sobre la naturaleza del proceso “posible” de formación de una consciencia y una identidad de clase en el trabajo. Que debe partir, y no prescindir, de la naturaleza concreta de la relación de explotación y opresión.

Cierto, como en sus escritos del periodo ordinovista e incluso en los Cuadernos, Gramsci parece a veces darse cuenta de la existencia de una aporía en la construcción de un proceso liberador del trabajo, oprimido por la parcelación de las prestaciones, y la expropiación de los saberes, que debería realizarse a través de una consciencia de los vínculos que impone el necesario desarrollo de las fuerzas productivas, absolutamente neutras con respecto al conflicto de clase; y, a través, también, de una especie de ese “ascetismo”  que representa la autocoerción del trabajador, mediado por la intervención ilustrada y educadora de la élite. Y así emerge en las páginas de los Cuadernos el lúcido reconocimiento de un problema irresuelto: el inherente a la relación que se debe construir entre la liberación del hombre en la sociedad, a través del acceso de la clase trabajadora al poder, en el gobierno de la empresa y del Estado (aunque sea por la élite) y la liberación concreta del hombre en el trabajo y en la lucha para superar las restricciones más “alienantes” de una particular división técnica del trabajo como la que se deriva de la experimentación del taylorismo.

Gramsci no se substrae a un análisis lúcido e, incluso, despiadado, aunque todavía en la superficie, de la selección darwinista, introducida también en los estratos de los trabajadores cualificados por los procesos de parcelación y nivelación profesional del trabajo y los ritmos embrutecedores que han fomentado el proceso de difusión del modelo taylorista. Y consigue a tener en cuenta el sacrificio --consciente ahora— de enteras generaciones en el curso de la “convulsión” taylorista y fordista. No ignora la metáfora taylorista del gorila amaestrado. 

Pero, al mismo tiempo --no pudiendo identificar la recuperación de una identidad del trabajador y la maduración de una consciencia de la clase “per se” en la respuesta a un proceso de racionalización “objetivamente necesario”, al igual que un acontecimiento natural (y objetivamente progresivo, basado en la ciencia y en la expansión “in se” liberadora de las fuerzas productivas)-- Gramsci buscará repetir la operación conceptual que estaba en la raíz de su tesis de la autocoerción. 

Y así lo hace cuando intenta identificar las razones que pueden llevar a la persona concreta que trabaja a sufrir la coerción del “trabajo a trozos” y aceptar este momento de opresión y destitución de los saberes como la etapa necesaria de su futura liberación. Retorna así, en este caso, el esquema voluntarista que entrevé la “liberación”, el tránsito de la “necesidad” a la “libertad” en una especie de misticismo y de “negación-superación” puramente subjetiva de la propia condición y la propia identidad cotidiana. 

En las páginas de los Cuadernos Gramsci persiste en la “mecanización del trabajador” como obra del taylorismo, analizando en particular las transformaciones que está destinado a padecer el trabajo de categorías “intelectuales”, tales como los tipógrafos y los linotipistas donde, como es sabido, este intento de transmutación posible del trabajo alienado lleva a sus más extremas e imaginativas prefiguraciones. De hecho, para Gramsci “los industriales americanos han comprendido […] que el “gorila amaestrado” es una mera frase, que el obrero sigue siendo ´desgraciadamente´  un hombre, y que incluso durante el trabajo piensa más o, por lo menos, tiene más posibilidades de pensar. Al menos cuando ha superado la fase de adaptación sin quedar eliminado (70). 

Evidentemente es Gramsci quien hace esas afirmaciones. Recorriendo a la cita de unos imaginarios industriales americanos;  removiendo (o ignorando) que Taylor, en su frío realismo, tenía in mente que, en el “paréntesis” del trabajo, el hecho de pensar sólo podía llevar al trabajador  a unos rendimientos fallidos. Pero se trata de una observación de importancia secundaria que no puede dañar la organicidad de la construcción de Gramsci. Él será más explícito cuando insiste en el esfuerzo de los tipógrafos “para aislar del contenido intelectual del texto […] su simbolización gráfica y aplicarse sólo a ésta”. Gramsci observa, de manera verdaderamente singular, que esto “es el esfuerzo más grande que ha sido exigido por un oficio”. Fue cuando Taylor explique que esto es el esfuerzo más grande a poner en marcha para eliminar el idiotismo de oficio y el oficio mismo. Pero incluso de ahí parte Gramsci para formular su tesis central: “Sin embargo, ese esfuerzo se realiza y no mata espiritualmente al hombre. Una vez consumado el proceso de adaptación, ocurre en realidad que el cerebro del obrero, en vez de momificarse, alcanza un estado de completa libertad […] se dirige automáticamente, y al mismo tiempo, piensa en todo lo que quiere” (71). 

Nos volvemos encontrar, así, frente a una “autocoerción” del trabajador que liberando el pensamiento, a través de una violencia contra la persona y la identidad del trabajador  (aunque sea con la mediación o la autoridad de otros) configura una especie de ascesis, increíblemente próxima a la “mortificación de la carne” que aprisiona la fe. Y es singular el hecho de que, abrumado de la fascinación de tal visión, Gramsci quiera ser intérprete riguroso de lo que retiene que es el nudo del taylorismo, llevándole, sin embargo, a unas conclusiones que Taylor –como buen pragmático— nunca habría compartido: “Si sólo está mecanizado el gesto físico” –escribirá todavía Gramsci, a propósito del tipógrafo afectado por la convulsión taylorista --  “la memoria del oficio, reducido a gestos simples, repetidos con un ritmo intenso se ha ´anidado´ en los haces musculares y nerviosos que ha dejado el cerebro del trabajador libre y desocupado para otras actividades (72).

Aquí Gramsci contradice a Taylor que siempre insistió, sin embargo, en la necesidad de que el cerebro del trabajador estuviera limpio de toda preocupación que no fuera la realización de la tarea que le ha sido señalada, siendo todo pensamiento extraño –aunque estuviera conectado con un “saber” profesional-- y un obstáculo para la realización del trabajo “reglado” por otros.

Pero aquí no importa  tanto examinar la concordancia de las observaciones de Gramsci con la teoría y la práctica del modelo taylorista y del sistema fordista. Sin embargo, puede ser materia de reflexión útil valorar en qué medida sus tesis se desvían de cuanto ha sido verificado concretamente en las condiciones físicas y mentales de los trabajadores en los primeros experimentos del taylorismo; y, sobre todo, qué implicaciones han tenido dichos experimentos sobre los contenidos sociales y políticos del conflicto entre las clases, entre el trabajo asalariado y el capitalismo managerial. De hecho, es difícil negar un fenómeno que alcanzó dimensiones de masas, dada la amplísima literatura social, sociológica y psicológica, producida a lo largo de más de sesenta años por escuelas de pertenencia teórica y política, incluso radicalmente distintas. A excepción de la literatura oficial de la escuela pavloviana que dominó en la psicología y psiquiatría en los periodos más oscuros de la Unión Soviética. La expropiación de los saberes profesionales y del “saber hacer” de los trabajadores concretos y de los grupos de ellos sometidos a la práctica del “trabajo por piezas”  y a una jerarquía capilar de vigilancia, cada vez más ayuna de ductilidad y profesionalidad, determinaron en vastos estratos de trabajadores unos comportamientos que oscilaron entre el absentismo, la rebelión, la respuesta reivindicativa, la abulia o el escaqueo, más o menos clandestinos de las normas tayloristas. Y así sigue siendo.

De hecho, en tiempos de Gramsci, el trabajador, sometido a la “convulsión” taylorista y a las leyes fordistas de la producción estandarizada, cuando no se convertía en algo esquizofrénico (y es la tesis más próxima a las tesis gramscianas) estaba constreñido a padecer –como una violencia que nunca cesaba--  la expropiación de su saber y de su mínima autonomía de decisión en la determinación y erogación de su propio trabajo. Su “proceso de adaptación, como escribe Gramsci, y su “mayor tormento”, al decir de Marx, nunca se acaban.  Ambos procesos están destinados a acentuarse incesantemente con el incremento de las contradicciones entre sus capacidades intelectuales y culturales en aumento, su experiencia profesional de autodidacta, sus “astucias” de autodefensa para adaptar y corregir la organización “científica” del trabajo y su “gesto físico mecanizado” (73). Sorprende que Gramsci --en su agria polémica contra los nostálgicos de la “cualidad” de la producción (tan enfatizada en los tiempos de crisis del fordismo), ya que para él la “cualidad significa solamente la voluntad de emplear mucho trabajo en poca materia y “alto precio”--  no se dé cuenta que una parte de aquella “cualidad” es también la identidad del trabajador de media y alta cualificación; y, más en general, la posibilidad de un trabajador subordinado de dar un sentido a su propio trabajo, conservando una mirada crítica a los preceptos del sistema jerárquico de la fábrica taylorista.

Sin embargo, lo que sobre todo es necesario señalar es, cómo --en esa reflexión de Gramsci sobre el taylorismo y el fordismo-- se opera una verdadera y clara ruptura con toda una parte de la investigación de Marx sobre la alienación obrera y la formación de su consciencia de clase “per se” en lo más vivo de la relación de explotación y opresión. Con serias implicaciones negativas en la posibilidad de  identificar las vías y los objetivos a perseguir para reconstruir los nexos entre la sociedad civil con sus conflictos y la acción política (revolucionaria o reformista) orientada a cambiar las orientaciones y la organización del Estado.

La liberación del trabajador de la relación de dominio (y no sólo la reducción o abolición teórica o la “socialización” de su explotación a través de la propiedad estatal de los medios de producción) no se describirá más, en las notas de Gramsci, mediante la reconciliación del trabajador con un trabajo recompuesto o a recomponer en la consciencia o en la creatividad concreta de las personas. Será básicamente mediante una verdadera emancipación intelectual por el trabajo: “el cerebro libre para otras preocupaciones”. Una de sus connotaciones básicas de la relación del trabajo alienado –es decir, la relación de “opresión”, que precede y organiza la relación de explotación--  es liquidada como causa fundamental del conflicto social y su transformación en conflicto político.

Para Marx,  el conflicto social cambia de sentido (más allá de sus erróneas teorías sobre el empobrecimiento relativo y absoluto de las clases trabajadoras) cuando el trabajo alienado consigue responder a los mecanismos de opresión que determinan las formas específicas de la división técnica del trabajo. Y cuando los trabajadores oprimidos, constituyéndose en asociación, por ese mismo hecho, ponen en cuestión un sistema de poder establecido y hacen asumir al conflicto que ha originado la asociación una dimensión inmediatamente política.  

Sin embargo, para Gramsci el tránsito del conflicto social al conflicto político parece que encuentra su propia génesis en un proceso esencialmente voluntarista y permanece enredado en un improbable proceso psicológico que madura fuera del trabajo y contra el trabajo concretamente vivido: “[…] el obrero […] sigue siendo desgraciadamente un hombre, y que incluso durante el trabajo piensa más o, por lo menos, tiene más posibilidades de pensar  […] y no sólo piensa, sino que, además, el hecho de no tener una satisfacción inmediata en el trabajo y comprender que le quieren reducir a la condición de gorila amaestrado,  le puede llevar precisamente a un hilo de pensamiento poco conformista” (75). No la lucha contra el trabajo alienado  y contra una relación de trabajo opresivo, a través de la asociación, sino la lucha contra quien quiere reducir al trabajador a un gorila amaestrado, incluso aceptando con la elección voluntarista de la coerción (como un hombre libre, no como un gorila) las leyes alienantes de la producción parcelada para afrontar, fuera de los confines de la fábrica, el conflicto de poder que divide gobernantes y gobernados, actuando para la substitución de una clase dirigente.

Así caemos (a través de una vía mucho más rica y compleja que la de un determinado leninismo) en la torsión voluntarista que había señalado uno de los intentos de salir de la “crisis del marxismo” a principios del siglo XX y que abrió una profunda fractura entre las diversas culturas del movimiento obrero. Y que, sobre todo, provocó nuevas y profundas contradicciones entre muchas de estas culturas, con la osificación en ideologías (como la del partido de vanguardia o la del partido-Estado) y los contenidos reales de los conflictos sociales que evolucionaban con las impetuosas transformaciones de la sociedad civil, injertadas por la difusión  del sistema fordista en todo el mundo industrializado.

Así pues, tiene razón Nicola Badaloni cuando subraya que el historicismo absoluto de Gramsci --que planea sobre “una radical politización de las fuerzas productivas” y configura la sustitución de las “prédicas extrañas a la realidad de los viejos dirigentes intelectuales y morales de la sociedad” con la “moral austera de los productores y su control-- acaba por asumir “en bloque”  las fuerzas productivas heredadas del sistema capitalista. Escribe Badaloni que Gramsci “intenta demostrar que no hay solución de continuidad en lo atinente al desarrollo de las fuerzas productivas”. El gobierno de los productores se limita, de hecho, a disolver “los elementos de restricción externa de las fuerzas productivas” (76).          

Pero, entonces, vuelve la pregunta de la que hemos partido, cuando intentábamos comprender el problema, que seguía abierto, de la crisis del marxismo de principios del siglo XX: ¿donde reside si no en un puro acto de voluntad (en el rol prometéico del partido leninista o en la revolución moral y en la autocoerción de Gramsci, aunque mediados por una educación necesariamente “profética”) el factor determinante de la “escisión” gramsciana? En suma, ¿cuál es el factor que, para Gramsci, puede injertar la separación “preliminar” entre las fuerzas productivas, entre el saber acumulado del trabajador y el capital fijo, entre el “trabajo vivo” y el “trabajo muerto”, entre el “trabajo concreto” y el “trabajo abstracto” en el que se le quiere aprisionar , entre las fuerzas del trabajo y las del capital? ¿Y dónde reside el elemento motor de las trasformaciones de las “relaciones de trabajo” y de la “metamorfosis del trabajo humano”?

Si, de hecho, tal “escisión” se ha verificado realmente en una determinada fase histórica, ella no puede no dejar sus estigmas en el trabajo humano y lo vivido por los hombres y mujeres que están obligados a prestarlo en condiciones de subordinación y coerción. Ella no puede ser revivida dramáticamente, incluso en sus formas subjetivamente diversas, en el interior de las fuerzas productivas, fragmentando aquel “bloque” indiferenciado que asocia, en una especie de continuum el trabajo humano, su saber hacer, las tecnologías, la investigación aplicada, la organización del trabajo y el capital inmovilizado en máquinas e instalaciones. 

La génesis de la “escisión” reside, de hecho, --no es posible olvidarlo--  en la separación, que se repite hasta el infinito,  entre el trabajador y sus instrumentos de producción, de sus saberes acumulados, de su bagaje profesional y de su saber hacer. Y ello se expresa, en formas siempre nuevas, en la acumulación del trabajo y de saber, realizados por el trabajador que “se rebela contra una fuerza extraña y enemiga”, como decía Karl Marx. En consecuencia, al menos según Marx --del que Gramsci parte para construir su teoría de la “sustitución de las figuras sociales” en el gobierno de las fuerzas productivas--  el momento de la “convulsión” y de la “metamorfosis” no puede no invertir las mismas fuerzas productivas y proponer, como condición para su desarrollo, su “descomposición”, su transformación y su recomposición en un nuevo orden.          

Sin embargo, parece que dejando de lado la cuestión fundamental del “factor determinante” y del “elemento motor”, que en la concepción de Marx tenía una raíz objetiva (ya se trate de la relación de explotación que conduce al empobrecimiento o de la relación de opresión que siempre le sobrevive), incluso Gramsci –como el resto de de muchos teóricos de la Segunda y Tercera Internacional— acaba por sobreponerse al concepto de contradicción / conflicto (que está efectivamente presente y es continuamente revivido subjetivamente en el interior de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción), al concepto de “sustitución de las figuras sociales”, tomando como “terreno neutro”  que debe asumirse el sin soluciones de continuidad el bloque indistinto de las fuerzas productivas. O, como dirá en otra ocasión: el “mercado determinado” (77). Y de tal modo a la contradicción marxiana, objetiva y específica, que tiende a reproducirse en formas siempre nuevas en la gran fábrica taylorista entre el trabajo y su saber expropiado, entre el saber hacer y la norma impuesta jerárquicamente, entre el hombre entero y el hombre dividido por la parcelación coercitiva, el acto de voluntad puede sustituirse y superponerse, con un procedimiento improbable y seguramente abstracto:  la ruptura voluntarista con las viejas “figuras sociales” y su substitución por nuevas figuras o por sus élites. Con la inevitable  confirmación de la restricción del trabajo a cargo de una élite ilustrada, capaz de prefigurar un nuevo tipo de sociedad y de Estado, a través de de una pedagogía profética.

De esta manera, (ya tendremos ocasión de detectar un procedimiento similar en el Gramsci ordinovista) el momento del conflicto de clase, subjetiva y conscientemente vivido por los trabajadores, en cierta medida, sería “pospuesto para más adelante”. Es decir, desenganchándolo de las formas específicas que asumen tanto el proceso de acumulación como de explotación; y, sobre todo, de la relación de opresión y subordinación en las diversas situaciones y épocas históricas.

Pero, al hacerlo, se corre el riesgo de falsear totalmente, incluso el terreno de observación del conflicto social, tan importante en la teoría gramsciana de la fábrica como “microcosmos” de la sociedad. O, por lo menos, se acaba por perder (o verlo a través de una lente deformada) las contradicciones específicas que emergen, de vez en cuando, en lo más vivo de la relación de opresión y explotación en el interior de las fuerzas productivas y los contenidos que imprimen dichas contradicciones –directa o indirectamente, de manera abierta o desviada--  al conflicto social y a sus objetivos contingentes. Así las cosas, se acaba perdiendo el conocimiento del posible punto de ruptura –concreto, vivido y no solamente querido--,  a partir del cual, de vez en cuando, puede tomar cuerpo aquella consciencia alternativa de productores, cuya formación constituía la dificultad de Gramsci. Y con este “punto de ruptura”, o con aquel elemento motor, se puede incluso, en consecuencia, perder el conocimiento de la relevancia de los objetivos específicos que dan corposidad al conflicto social; y que constituyen, en la realidad concreta,  el tránsito obligado para construir una mediación entre el conflicto y el proyecto, reformador o revolucionario.                              

Estamos hablando de los objetivos y del proyecto que pueden darle la razón a la sustitución de las “figuras sociales” y que sólo pueden justificar el “sacrificio momentáneo”, las necesarias “autocoerciones” y el compromiso de intereses con otras fuerzas sociales, interesadas en un proceso de liberación de las pesadas restricciones de derechos civiles esenciales  y la igualdad de oportunidades de “realización de cada uno” (78).

De hecho, falta en este punto de referencia objetivo y específico, el objetivo inmediato del cambio, incluso en un solo aspecto de la compleja relación entre gobernantes y gobernados. Falta el esfuerzo subjetivo y consciente para realizar ese objetivo; y si el proyecto político que lo legitima –situándolo en un proyecto de transformación social de amplio aliento—no lleva los “estigmas” de sus orígenes y de su maduración la centralidad de la fábrica y del modo de producción que Gramsci no dejó de privilegiar  (como lugar donde se forma y autoeduca la consciencia del  cambio), acaba convirtiéndose en una pura abstracción, y conjuntamente en una contradicción en los términos. Porque presupone la existencia de un protagonista consciente de su propio rol “revolucionario” cuando asume la permanencia, durante un largo periodo, de una clase obrera mutilada y enajenada sólo por la relación de trabajo que debería transformar. De una clase obrera mutilada y oprimida que solamente, a través de un “ascetismo” y una negación de si misma debería proyectar al exterior de su concreta relación de trabajo la propia vocación de gobierno hacia la sociedad y el Estado, eliminando la fábrica.

Más todavía, la necesaria y consciente asunción de los sacrificios inherentes a todo proceso de cambio, la auto restricción de la nueva “clase de productores”, en la difícil fase de transición que acompaña el cambio, acaba perdiendo su motivo original, su objetivo y el metro de medida en los hombres de carne y hueso. Acaba sufriendo una pérdida (como diríamos hoy) de “sentido”, y acaba siendo un sermón, dirigido a una clase real, por parte de una élite ilustrada y potencialmente autoritaria.

Ningún imperativo categórico que afirme el destino de la clase obrera a convertirse en clase dirigente (“interiorizando” una psicología de productores”) nunca podrá sustituir, en la conciencia de los trabajadores concretos, el esfuerzo de buscar, en cada momento de su prestación de trabajo, en todo momento de su trabajo vivido en condiciones de opresión y subalternidad,  la necesidad y la legitimidad de actuar por el cambio de la situación existente.

En suma, ninguna pedagogía de la emancipación, ninguna educación de la clase obrera, una vez adquirida la “consciencia de productor”, puede soslayar (ni con relación a la clase obrera ni tampoco con las otras fuerzas sociales subalternas) un proyecto político que saque su primera legitimación, no tanto de la “ausencia” o de las incapacidades de las viejas clases dirigentes, sino de las contradicciones específicas que nacen en la organización de la producción y en el trabajo subordinado, alienado y oprimido, y del extrañamiento de los derechos fundamentales que comportan tales contradicciones.

Ciertamente, tenemos presente la observación fundamental de Gramsci: “no es productivo realmente  un instrumento que deja, como destino o separación, la voluntad colectiva en su primera y elemental fase de su formación (79). Pero esta última no puede no llevar en sí la marca de la separación, de la ruptura consciente. Es decir, no sólo de su ser que ha nacido de un acto de separación sino incluso de los contenidos específicos de las contradicciones primarias y subjetivamente vividas que las han originado  y motivado culturalmente.

De ahí la necesidad de superar siempre –aunque sea  gradualmente-- estas contradicciones (como la del trabajador libre de vender “la jornada” de su fuerza de trabajo y su profesionalidad, y su obligación de someterse al dominio indiscriminado de la jerarquía empresarial, a través de la expropiación de toda su autonomía de decisión y de sus saberes) y exigir, en vez de la “ausencia” de las viejas clases dirigentes, una diversa dislocación del poder en la fábrica y en la sociedad (antes incluso que en el Estado); y en ese objetivo –no por predeterminación histórica--  la reapropiación de una consciencia de productores por parte de la clase oprimida.  


Notas

(66) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(67) Ibidem

(68) Ibidem

(69) A. Gramsci. Passato e presente.  En los Cuadernos

(70) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(71) Ibidem

(72) Ibidem

(73) Simone Weil. La condición obrera. Nova Terra, 1962

(74) Antonio Gramsci. Cantidad y cualidad. Antología de Gramsci, a cargo de Manuel Sacristán. 

(75) Ibidem

(76) Badaloni. Obra citada.

(77) Nota del Traductor. Mercado determinado equivale a decir una “determinada relación de fuerzas sociales en una determinada estructura del aparato de producción”.

(78) Se puede entender la importancia, e incluso los límites, de la famosa observación de Gramsci sobre los “sacrificios de orden económico-corporativo”  necesarios para ejercer la hegemonía de la clase obrera sobre otros grupos sociales teniendo en cuenta “los intereses y las tendencias de los grupos sobre los que la hegemonía se ejercerá”.

(79) Badaloni. Obra citada. 

domingo, 24 de junio de 2012

CAPÍTULO 16.1 FORDISMO Y TAYLORISMO EN LOS "CUADERNOS DE LA CÁRCEL"




Primera parte





En las reflexiones, ya maduras, de los Cuadernos de la Cárcel hay cambios, incluso radicales, en el “leninismo” de Gramsci y en su concepción del proceso revolucionario. La experiencia de los consejos y su posible rol en un proceso de transformación de la sociedad civil y su entramado político e institucional están sometidos a una profunda revisión. Estas marcadas discontinuidades estarán determinadas, en gran medida, por las agudas observaciones de Gramsci sobre la capacidad del capitalismo moderno de metabolizar la “revolución taylorista” y, con el fordismo, traducirla en la organización de una “economía programática” y en el “mayor esfuerzo productivo realizado hasta ahora para crear, con una inaudita rapidez y con una consciencia de los fines nunca vista en la historia un tipo nuevo de trabajador y de hombre (46). Así explica Gramsci el fordismo como proyecto político, y no ya como una de las tantas posibles de racionalización de la empresa y de la organización social.

De hecho, se ha subrayado que Gramsci --en sus sucesivas reelaboraciones y modulaciones del concepto de “revolución pasiva”-- señala una verdadera ruptura con el “catastrofismo” y el “colapsismo”. O con las tesis del capitalismo financiero absentista que estaban en la raíz de la ideología consejista en 1919 – 1920 y que retornan, de manera prepotente, en las posiciones de la III Internacional (tras el breve paréntesis de la “estabilización capitalista”) con la crisis de 1929. Y cómo dicha ruptura implicó una relativa infravaloración hasta el umbral de la Segunda guerra mundial --e incluso un redimensionamiento y una relativización del fascismo y del nazismo--  proyectándose, sin embargo, en una previsión de largo periodo sobre las capacidades de autorreforma del capitalismo, que representaba un auténtico giro en la estrategia gramsciana de la revolución social. Donde la “guerra de posiciones” y la “conquista de la hegemonía”, como condiciones indiscutibles para la conquista del poder, conferían connotaciones inéditas en la cuestión misma de la democracia (47).

Incluso la reflexión sobre los factores sociales que condicionan la consolidación de las técnicas de racionalización del trabajo en la industria mecanizada, en una dimensión que trasciende el restringido ámbito de la gran fábrica, convertido en mito, señala una importante evolución de las tesis de Gramsci, en aquellos tiempos ordinovistas, sobre el gobierno consejista de la fábrica taylorizada. Nos referimos, de manera particular, a lo que se encuentra en los Cuadernos, sobre el carácter general y ambivalente de las estratificaciones sociales, en Italia y en Europa, y de los obstáculos que pueden oponer a un avance lineal del taylorismo y el fordismo. Y a las observaciones clarividentes de Gramsci sobre el proceso, necesariamente doloroso, de “racionalización de la composición demográfica europea”; y de su función de “recambio” en los trabajos más mecanizados, fragmentados y descualificados, en los Estados Unidos, de los flujos de mano de obra inmigrada, y –en Italia y en los países europeos—por la mano de obra “indígena” de origen agrario. Con la consecuencia de una “continua  mutación de la composición social-política de la ciudad, situando la hegemonía bajo nuevas bases” (48).

Sin embargo, nos referimos sobre todo a la lúcida toma de conciencia, al menos en términos teóricos, del conflicto distributivo que se concreta entre, de un lado, el taylorismo –como forma extrema de racionalización del trabajo-- y, de otro lado, la “humanidad” y “espiritualidad” del trabajador que “sólo puede realizarse en el mundo de la producción y del trabajo, en la creación productiva” (49). Con la emergencia de nuevas contradicciones en el tejido social y en la estratificación de la clase obrera: no sólo en la descualificación de masas y cambios en las relaciones entre cualificados y descualificados, sino en  términos de distribución de las rentas,  con la introducción de importantes alteraciones en el mercado laboral.   

Los trabajos menos cualificados pueden ser, de hecho, remunerados con altos salarios –al menos en la fase de transición hacia una nueva racionalización de la organización del trabajo— porque son descualificados, desagradables y agotadores cuando la empresa “racionalizada” quiera asegurarse una mínima estabilidad de la mano de obra ocupada. Y con la posibilidad de que se generen, en consecuencia –en contraste con la apologética liberal del mercado—áreas de empleo y altas remuneraciones, ya sea de los trabajadores altamente cualificados (o las “corporativizadas” que disponen, de partida, de una fuerte capacidad de autodefensa), ya sea –en el extremo opuesto--  en las de aquellos trabajadores descualificados y parcelados de la fábrica taylorista, aunque estén desfavorecidos en la relación entre oferta y demanda. De hecho, Gramsci también percibe –con extremada clarividencia--  cómo estos procesos modifican la tendencia espontánea del mercado laboral contrastando, en algunos casos y en ciertos periodos, con la presión del ejército de reserva de los desocupados (50).

Su conciencia de tan dramática contradicción entre parcelación del trabajo y “espiritualidad del trabajador” llevará a Gramsci a privilegiar una organización del trabajo basada en formas de autogobierno y “autocoerción” de los trabajadores, legitimados por el objetivo de la construcción de una nueva sociedad, tal como sostenía en su época ordinovista. Pero, esta vez, Gramsci desarrollará sus tesis anteriores en abierta polémica con todos los intentos autoritarios de importar, a través de una coerción “externa”, la parcelación y la disciplina del trabajo obrero. Se trata de intentos puestos en marcha, con la economía de guerra, por algunos sectores del capitalismo europeo o por las veleidades del corporativismo fascista. O, incluso, por el voluntarismo jacobino que inspiró, desde sus inicios, la aplicación del taylorismo en la Rusia soviética siguiendo a Lenin. Gramsci –tal vez por razones de prudencia--  concentrará, incluso, sus propias críticas sobre los “excesos” del “bonapartismo” de Trostky (empeñado en su caprichoso intento de construir un “ejército” del trabajo) y de su “excesiva  (y, por tanto, no racionalizada) voluntad de dar la supremacía a la industria y a los métodos industriales, de acelerar –con métodos coercitivos exteriores— la disciplina y el orden, de adecuar las costumbres a las necesidades del trabajo (51).

Sin embargo, contrariamente a lo que sostenían algunos comentaristas (incluso recientes) de los escritos del Gramsci de Americanismo y fordismo, nos parece que el plano conceptual típico de la ideología productivista del periodo ordinovista no sufre una alteración sustancial en las reflexiones de los Cuadernos. Sobre todo en lo referente al asunto que nos interesa: la puesta en marcha de la fase taylorista de la racionalización del trabajo en el proceso de liberación del trabajo por los cepos de una organización de la producción basada en la acentuación de los factores de coerción y opresión; y la determinación, en la fase de la industria taylorizada, de un proyecto político fundado en la transformación de la sociedad civil.

En otras palabras,  los importantes enriquecimientos de la investigación de Gramsci sobre el taylorismo y el fordismo no le llevan, en nuestra opinión, a cambiar substancialmente, lo asumido ideológicamente que estaba presente en la formación de la soreliana  “psicología del productor” en el seno de la clase obrera, ya formuladas en las tesis de los años del movimiento consejista. Tampoco cambia sustancialmente la relación “invertida” entre fábrica y sociedad, de la que hablábamos a propósito de de los escritos de Gramsci en el Ordine nuevo.  También, en ciertos aspectos, algunos de los límites más evidentes de la visión gramsciana del taylorismo, en la época ordinovista, se manifestarán en unos términos frecuentemente exasperados cuando Gramsci se mida en los Cuadernos con la ideología fordista (52). De hecho, estos límites serán confirmados, no sólo cuando se encuentra, en los Cuadernos, la confirmación de de una asunción substancialmente apologética del taylorismo (teorizado incluso como posible factor de liberación intelectual del trabajador), sino sobre todo se valora como Gramsci, incluso en los Cuadernos lo lleva hasta sus últimas consecuencias, no planteadas al principio.  

La etapa ineluctable del desarrollo industrial (y, como tal, en la sustancia “neutral” con respecto a las relaciones de producción dominantes y compatibles con una organización “socialista” de la producción) se corresponde con el “sistema Taylor”. Las contradicciones que el taylorismo acaba por exasperar en la relación de explotación y las reacciones de “rechazo”, pasivas o activas, de los trabajadores, se refieren no al sistema Taylor en sí mismo sino a los efectos que produce cuando se aplica en el capitalismo. Y de modo particular cuando se aplica en un contexto político y social de coerción “externa”. Para Gramsci parece, incluso, que la aplicación integral del taylorismo reclama, de cualquier manera, un cambio de régimen político: la  llegada del socialismo. Y esto por tres razones fundamentales.

En primer lugar, porque, según Gramsci, está insita en el taylorismo y en el fordismo una tendencia a la “racionalización” y a la planificación que, hasta cierto punto, encuentra en el “mercado concreto” y en la sociedad civil un límite insuperable que traspasa el sistema capitalista. Retorna la temática de la fábrica “racional” contra la sociedad anárquica e ingobernable. 

En segundo lugar, porque el taylorismo parecía chocar con obstáculos todavía más consistentes en las sociedades europeas, dada la mayor complejidad de las estratificaciones sociales y la presencia más relevante de áreas sociales parasitarias y burocratizadas en los años veinte y treinta respecto a los Estados Unidos. En definitiva, retorna aquí la idea –ya expresada en los años ordinovistas--  que la organización industrial moderna presupone el liberalismo económico integral o el socialismo.

En tercer lugar, porque el taylorismo, según Gramsci, para que pueda ser, efectivamente, una práctica de gestión exige, incluso en la gran fábrica, el consenso y la participación activa del trabajador “taylorizado” y no sólo la coerción.

En este recorrido, Gramsci parece llegar a una concepción singular (o, si se quiere, dividida) del consenso, de la participación, y de la misma libertad en la que es difícil no advertir la huella idealista y soreliana. Las transformaciones inducidas por el taylorismo en la relación de trabajo, el contenido objetivamente opresivo y mutilador del sistema taylorista quedan, en cualquier caso, eliminados. Y la liberación del trabajador de la relación concreta de opresión es imaginada en términos puramente políticos con la sustitución en las funciones sociales y no sólo de las figuras sociales. El poder político (estatal, en este caso) se asume, en definitiva, como sustituto lógico (ni siquiera histórico-contingente) de la reconquista de una autonomía y un poder, de una libertad real de la persona que trabaja en un proceso largo (pero que comienza súbitamente), de recomposición del trabajo y de la “humanidad” del trabajo. De esa manera, el “consenso”  del trabajador se realiza a través de de su conciencia (fundada o ilusoria) de “estar en el vértice del Estado”. La clase obrera desarrolla su conciencia “per se” y su vocación de “autogobierno” exclusivamente a través del propio dominio –o ilusión del dominio--  bajo las formas de organización política de la sociedad. Y este dominio (o su imagen) compensa, de cualquier manera, la deshumanización concreta y la subalternidad del trabajo prestado en la fábrica moderna.

¿Se trata, pues, de una larga fase transitoria hacia la posible liberación del trabajo? No lo parece. En realidad, el carácter transitorio de esta fase, a partir de dicho planteamiento conceptual, acaba siendo solamente un enunciado, un postulado indemostrable. Sobre todo porque el inicio del cambio –aunque sea embrionario--  de la superación de las formas tayloristas no aparece por ningún lado. Pero, especialmente, porque la identificación del objetivo de la liberación del trabajo con la conquista del poder del Estado presupone la aceptación de la “autocoerción” del trabajador como un bien en si mismo.  La restricción que el trabajador concreto debería imponerse mediante la transposición de sus demandas de libertad hacia el Estado no aparece como un medio transitorio sino como un hecho que, en cuanto tal, expresa una libertad ya alcanzada, y presenta los caracteres de una absoluta autosuficiencia.

Gramsci es muy consciente, aunque todavía de manera genérica,   de los costes históricos que paga la clase obrera en su “adaptación” a la organización taylorista y del conflicto que ésta acentúa entre el “industrialismo” y el “humanismo” a la hora de reemprender los conceptos en los Cuadernos (53). Así  como parte de la conciencia del origen “de clase” de las “ideologías puritanas” del capitalismo americano”, que sólo tienen como objetivo conservar fuera del trabajo [cursiva de Trentin] un cierto equilibrio psicofísico que impida el colapso del trabajador exprimido por el nuevo método de producción (54).  Pero lo dramático de estos costes y el “desperdicio” de los recursos humanos que se desprende parecen originarse, en definitiva, en la torsión subjetivista que se ha operado en Gramsci al decir que son esencialmente el fruto de una “política” y una ideología coercitiva en la medida que permanecen extrañas a las subjetividad vivida por la clase obrera, y no acaban siendo “interiorizadas”.

Sin embargo, dicha interiorización sería posible solamente en el momento en que, mediante la conciencia del ejercicio del poder (en el Estado, pero todavía no en el trabajo), el trabajador podrá ser convencido del sacrificio del propio “humanismo”.  Un “humanismo” que, no obstante, viene asumido –en algunas observaciones de Gramsci— en términos muy angostos y “delimitados”. Como cuando se confunde con un instinto “animalesco y primitivo”, destinado a ser “subyugado” por “unas normas cada vez más nuevas y complejas y hábitos ordenados, exactos” (55). Este equilibrio [psicofísico] podrá llegar a ser interior si se le propone al trabajador,  y no es impuesto desde fuera,  por una nueva forma de sociedad con unos medios apropiados y originales (56). En ese sentido, en el acto de la autodisciplina, de la coerción interiorizada y motivada por “una consciencia de clase en el vértice del Estado”, el trabajador alcanza –según Gramsci--  un estadio superior y, en cierto sentido, autosuficiente de libertad que ya no tiene necesidad de ser completado sucesivamente si no es en la fase, utópica, de la superación de toda forma de división social del trabajo.

Gramsci advierte probablemente, en el desarrollo sucesivo de las notas en Americanismo y fordismo, la fragilidad de esta teoría cuando afronta la revolución de las costumbres que ha introducido el fordismo en razón de la construcción de un “tipo de hombre nuevo” (58), mediante la “necesaria” acción coercitiva y “progresiva” de una “clase superior” (59). Y por ello, como “sujeto” determinante en el proceso de “autocoerción” y “autoconvencimiento” de la clase obrera de la necesidad de asumir los vínculos que imponen los modelos de la racionalización taylorista y fordista, introduce la categoría de “élite”.

Con la mirada de hoy, las observaciones de Gramsci sobre la necesaria compresión coercitiva de los diversos estadios de “animalidad” de las clases subalternas y de las variadas formas de “libertinismo” o de “romanticismo ilustrado” asumen –particularmente a propósito de la cuestión femenina y de la libertad sexual— las connotaciones totalizantes de la política y de la organización (forzosa) de la sociedad civil.  No se trata, de hecho, de anotaciones “datadas”, señaladas por una concepción paternalista y estrecha de la emancipación de la mujer y de la negación de toda forma de búsqueda individual de la propia identidad en el plano de las costumbres. Se trata, sobre todo, de una concepción de la política como proyecto totalizante y, potencialmente, totalitario, que llevaba inevitablemente a invadir cualquier aspecto de la vida individual, a partir de los imperativos “objetivos”, “dictados” de vez en cuando por las transformaciones (siempre “unívocas” y “necesarias”) de la organización del trabajo y de los poderes. Con ello se negaba el papel vital de dicho pluralismo de culturas e individualidades creativas que estuvo presente en las tesis ordinovistas.  

Estas reflexiones de Gramsci sobre la necesaria subordinación de los “instintos” y las costumbres (incluso de las formas “antiguas” de humanidad y “espiritualidad”) a los imperativos que exigen “los nuevos métodos de organización del trabajo” son las que constituyen el fundamento de la enfática valoración –pero, a su modo, lúcida--  del “fenómeno americano”, o sea: “el mayor esfuerzo que se ha verificado hasta ahora para crear, con inaudita rapidez y con una consciencia de los fines nunca vista en la historia, un tipo de trabajador y hombre nuevos” (60). Es difícil no captar en esta resignada subordinación de la sociedad civil --incluso en sus expresiones éticas y culturales, los requisitos “devoradores” de un taylorismo trasmudado en ley de la historia--  una aceptación de la “técnica como ideología”, como dirá Jürgen Habermas muchos años después (61). Es una manifestación paradójica de la “revolución pasiva” operada por el fordismo, incluso en el campo de la cultura de los movimientos reformadores y revolucionarios.

Tampoco es difícil no encontrar, al menos en esta lectura gramsciana del fordismo, la confirmación de la afirmación de Herbert Marcusse en El hombre unidimensional:   “Hoy se perpetúa la dominación y se extiende no sólo gracias a la tecnología sino en cuanto tecnología, y esta última alimenta su gran legitimación hacia un poder político que se extiende cada vez más y absorbe en ello todas las esferas de la actividad” (62). 

No es por casualidad que Gramsci ha sido llevado –y construido, se podría decir— a  poner en tela de juicio la categoría de las “élites”.  Que son las llamadas a “mediar” en el ejercicio de la coerción y hacer posible una reinterpretación, absolutamente idealista, de la “autocoerción”. Lo importante es que estas “élites”  emanen de la misma clase que está expuesta a la coerción, o que simplemente entiendan que representan los intereses no contingentes y corporativos. Son ellos los llamados a garantizar “la autodisciplina de la clase”. Son ellos los que convencen al nuevo Alfieri a atarse a la silla, para usar la famosa cita de Gramsci (63).  De esta manera, el partido está destinado, naturalmente, a ejercer esta función de élite, de “canal de esta autocoerción” esbozando el origen “democrático” de que “la autoridad es una función técnica especializada y no algo arbitrario”.  Como puede verse, estamos muy lejos del autogobierno de los productores como proceso autónomo de los partidos y sindicatos, teorizado en los tiempos ordinovistas.   Y, no obstante, teniendo en cuenta las importantes diferencias que Gramsci explicitará en aquellos años –en los contrastes de las involuciones que se manifestaron en la dirección del partido bolchevique (65)--, es difícil substraerse a la impresión de que esta nueva versión de la autocoerción lleve inevitablemente a una nueva concepción del poder político, que asume en sus relaciones con la sociedad civil las connotaciones elitistas y voluntaristas propias de los sistemas totalitarios.

Pero la introducción de la categoría de la “élite” como factor de guía y mediación conjuntamente, en el proceso de autocoerción de una clase trabajadora que asuma los vínculos operativos del taylorismo, parece llevar a Gramsci también a una nueva declinación de la noción de “revolución pasiva”.   

Notas

(46) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(47) Mario Telò. Americanismo y fordismo in Gramsci, Einaudi 1995

(48) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(49) Ibidem.

(50) Ibidem.

(51) Ibidem.

(52) Mario Telò. Obra citada.

(53) A. Gramsci. Americanismo y fordismo

(54) A. Gramsci. Ibidem.

(55) A. Gramsci. Ibidem.

(56) A. Gramsci. Ibidem.

(57) A. Gramsci. Ibidem.

(58) A. Gramsci. Ibidem.

(59) A. Gramsci. Ibidem.

(60) A. Gramsci. Ibidem.

(61) Jürgen Habermas. Ciencia  y técnica como ideología. Tecnos, Madrid, 1984

(62) H. Marcusse. El hombre unidimensional. Editorial Ariel.

(63) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(64) A. Gramsci. Passato e presente. Centralismo organico e centralismo burocratico. Cuadernos de la Cárcel.

(65) A. Gramsci. Americanismo e fordismo.