martes, 5 de junio de 2012

CAPÍTULO 6 (1) DE LA TRANSICIÓN "AL SOCIALISMO" A LA TRANSICIÓN A LA "GOBERNABILIDAD"




Primera parte

El repliegue de la acción política del movimiento obrero de la Europa occidental (y de muchas luchas sociales que han conducido los sindicatos) sobre temáticas meramente distributivas, asumiendo como inmutables –al menos durante un largo periodo--  las formas en que se organizaba la producción y el trabajo estaba ligado orgánicamente a la ideología de la “transición al socialismo”. Una ideología de la transición diversamente conjugada por las diversas corrientes culturales y por los partidos que se reclamaban “de la emancipación de la clase obrera”, pero en substancia férreamente dominantes en todas las versiones del socialismo occidental.

Cierto, para las socialdemocracias de la Europa del norte, al menos en la primera posguerra, no se identificaba con la fase que precede al salto cualitativo, representado por la conquista “definitiva” del Estado y las “irreversibles” expropiaciones de los medios de producción por el Estado. Sino con una larga y gradual marcha de acercamiento, sin discontinuidades violentas, al cambio cualitativo para conseguir una sociedad socialista completa. Que debía ser construida día a día con el auxilio de una acción legislativa, por la actividad del gobierno y las luchas sociales coordinadas con el proyecto político del partido. Lo que explica por qué --en los países  donde tal tradición socialdemócrata ha sido dominante en algunos periodos del siglo XX-- se haya experimentado, sobre la base de un proyecto orgánico, la mayor conquista social del movimiento obrero tras la segunda guerra mundial: el welfare state*. 

Así como también explica el esfuerzo (a veces intermitente) de la izquierda socialdemócrata poniendo en marcha una legislación de derechos sociales que introdujo algunas importantes innovaciones en el mercado laboral y en los sistemas de formación profesional. Un empeño que, a veces, consiguió legislar experiencias de cogestión y codeterminación en algunos aspectos de las estrategias empresariales (como en la República Federal Alemana o Suecia) y en la promoción de instituciones orientadas a incentivar la adopción de nuevas normativas sobre las condiciones de trabajo. En algunos casos con la creación de organismos públicos nacionales, articulados en el territorio, explícitamente financiados para conseguir tales objetivos: en Alemania, Suecia, Francia, Holanda e Irlanda.

Pero el tema central del cambio de la organización de la producción y del trabajo, y de la transformación de las relaciones de subordinación que caracterizaban el trabajo asalariado en todas sus formas (que se consideraban de naturaleza estructural) permanecía y no formaba parte de la agenda política de los partidos socialistas y del movimiento reformador de la izquierda.  Para los partidos y los movimientos de tradición socialdemócrata, el único espacio disponible para la intervención reformadora en este campo era la puesta en marcha de amortizadores sociales, orientados a la atenuación o compensación –en términos de políticas formativas o procesos redistributivos o a través de una legislación de apoyo a los sindicatos— de los efectos opresivos del poder discrecional del management, que estaba considerado como inmutable en su núcleo general. Al menos durante un largo periodo y bajo cualquier régimen.

Para los partidos de la izquierda más radical, sobre todo en la Europa del sur –ya fueran los partidos comunistas y algunos partidos socialistas--  la ideología de la “transición” se asumía, no obstante, como línea de conducta en sus formas más rígidas. Como, por ejemplo, entre los que, de un lado, no tardaron en interpretar la “transición” como la fase anterior a la dirección efectiva del gobierno del Estado; y, de otro lado, quienes la concibieron durante mucho tiempo como la fase que separaba drásticamente una sociedad capitalista de la llegada revolucionaria (pacífica, por supuesto) de la sociedad socialista. Una sociedad socialista que se podía construir solamente tras la  conquista del Estado “en su conjunto”, y no sólo del poder ejecutivo.

En las realidades nacionales donde se consolidó esta ideología de la transición, en las formaciones de izquierda prevaleció, naturalmente, una estrategia de tipo esencialmente redistributivo. Así pues, las transformaciones de la organización del trabajo y los cambios de las relaciones de poder entre el trabajo de ejecución y el management en el interior de las empresas (incluso las públicas) se dejaron de lado por razones de realismo político. O, con más frecuencia, era considerado un error a combatir. Porque cuestionar el ordenamiento jerárquico de la empresa –y de la división técnica del trabajo, que se asumía como fuerza productiva— hubiera significado comprometer las mismas bases materiales y sociales de la “nueva sociedad” que constituía “el horizonte de las estrategias políticas y sindicales dominantes”.

La acción distributiva en sus formas más tradicionales --intercalada con la intención de extender el control de Estado sobre la propiedad de las empresas,   vislumbrado como instrumento principal de una política de ocupación— era, pues, la manifestación prioritaria,  no sólo de una política orientada a compensar “los costes sociales del progreso técnico, sino incluso una estrategia “social” con la idea de legitimar la participación de los “partidos de la clase obrera” en el gobierno del país, como necesaria etapa de la transformación del Estado.  Y esto en las dos versiones posibles (no siempre contradictorias) de tal estrategia: a) la de una acción distributiva desestabilizadora, con la clase obrera en la oposición y una fuerza política de izquierda destinada a conquistar, ante todo, una consistencia representativa y un poder contractual en las negociaciones con los partidos del gobierno (una tentación que vuelve estos días en Italia  con la división de la izquierda de origen comunista); y b) la de aquella que propone su candidatura explícita al gobierno de la nación, esto es:   las fuerzas políticas que, por sus lazos “históricos” con el trabajo asalariado habrían sido las únicas capaces de conseguir una moderación del conflicto redistributivo y la “gobernabilidad de la cuestión social”.

Desde este punto de vista,  Italia puede considerarse como un caso típico. Y ello a pesar de (o en base a) las abundantes y ricas diversidades que, durante un largo periodo, han marcado la experiencia de la izquierda italiana en Europa, particularmente la “cultura de gobierno” de su partido “mas fuerte”, el Partido comunista. Que venía marcada, sin duda desde la caída del fascismo, por una concepción de la transición profundamente diversa de la de los demás partidos comunistas de Occidente.

La construcción de un partido de masas (y no de “vanguardia”); la búsqueda de una vía democrática y parlamentaria al socialismo; el intento reiterado de formular una estrategia de reformas “de estructura”, capaces de llegar a soluciones, con el concurso de la industria del Estado en lo atinente a la “cuestión meridional”; la conquista progresiva de una independencia real del Partido comunista de la Unión Soviética; y la prefiguración de un modelo de socialismo totalmente autónomo del que se experimentaba en los países del Este, como peculiaridad fuerte del comunismo italiano (y, en una primera fase, por el mismo Partido socialista italiano)… no comportaron, sin embargo, la superación completa de una concepción de la transición. Una concepción, que separaba como una muralla china, las dos fases radicalmente distintas de la lucha social y política del movimiento obrero: la acción propedéutica de la transformación socialista y el momento de la conquista (por la vía pacífica y democrática) del Estado por parte del partido o de los partidos que representaban a la “clase obrera” y sus “aliados”. Ni nunca comportó la completa superación de una idea del “progreso” económico y social  y de la historia de la sociedad civil, marcada por su irreductible separación por etapas y en rígidos ritmos. Que, a su vez, venían dictadas por el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas y las transformaciones de las relaciones de producción ampliamente identificadas con las relaciones de propiedad. Unas etapas y unos ritmos que, con  la oportunidad de la  conquista del gobierno por las fuerzas políticas cercanas a la clase obrera, podían ser eliminadas. Incluso si el acceso de la izquierda al gobierno podía acelerar su superación, asumiendo los partidos obreros el papel que podía corresponder a la gran burguesía capitalista, frecuentemente considerada como “absentista” y siempre parasitaria, sobre todo en el caso italiano. Desde este punto de vista, el “diagnóstico” de los grupos dirigentes del Partido comunista italiano sobre el irremediable atraso, el parasitismo burocrático y la involución “monopolista” del capitalismo italiano permaneció substancialmente inmodificable desde los años veinte hasta los sesenta del siglo XX, al margen de la anomalía del paréntesis fascista**.     

Por estos motivos, no carece de fundamento la tesis, conscientemente parcial y unilateral, de que el historicismo marxista sufrió en Italia una torsión muy acentuada que expresaba también una híbrida asociación entre, de un lado, una notable ductilidad en la búsqueda de alianzas sociales, culturales y políticas, capaces de consolidar los espacios de democracia y convivencia civil; y, de otro lado, una persistente sordera a los impulsos que provenían de las infravaloradas transformaciones de la sociedad civil, que cuestionaban el esquema rígido de la “fase de transición” y de sus estadios separados de la historia social.

Asumido un determinado modelo de sociedad capitalista como inmutable para toda una fase histórica y, sobre todo, inmutable  desde su interior; y asumidas como variables las únicas que dicho modelo podía presentar en sus “retrasos de maduración”, su atraso (o sus contradicciones “nacionales”), la estrategia de la transición podía considerar como definitivos (no como próximos a una transformación cualitativa) algunos factores determinantes de la evolución y de la acción social  como, por ejemplo, la composición social de la clase trabajadora. Y no podía remover por un largo periodo los acontecimientos que contradecían la división de la historia en etapas predeterminadas. Como, por ejemplo, la emergencia de nuevas subjetividades en el mismo cuerpo de las clases trabajadoras y la “ruptura feminista”; la aparición en la sociedad civil de nuevas demandas que se escapaban de las lógicas del conflicto distributivo y la articulación de nuevos intereses y nuevas contradicciones, que podían abrirse camino en las clases propietarias y en el interior del mundo empresarial, incluso fuera de las viejas distinciones rituales entre pequeño y gran empresario, entre agricultor rico y campesino pobre, entre rentas y beneficios.  Y, sobre todo, las contradicciones que podían emerger dentro del mundo capitalista de la producción y del modo de producción industrial tout court.   Tanto  en relación con los límites que este modelo de producir encontraba en la explotación de los recursos naturales “finitos”, unos límites crecientes que suscitaban la aparición de nuevos sujetos políticos radicales, como en relación a los límites que dicho modelo tenía en su capacidad de encontrar una relación “general” y conflictiva de subordinación, explotación y valoración con el factor humano.  

Sólo teniendo en cuenta las señas de esta ideología de la “transición” hacia un Estado socialista, primero, y a una sociedad socialista, después, que prescinde de cualquier posibilidad de transformación endógena del modelo de producción existente, es posible entender la singular desatención de una parte tan grande de la izquierda italiana siempre empeñada en la búsqueda de una nueva legitimación democrática de la batalla por el socialismo ante las transformaciones y la crisis de los modelos industriales dominantes; también de las evoluciones del mercado laboral que se han registrado a lo largo de los últimos cuarenta años; de las constantemente  novedosas articulaciones económicas, sociales, culturales y políticas que aparecían en las clases trabajadoras; de los cambios cualitativos de las condiciones laborales de los asalariados; y, de igual manera, de los movimientos sociales y por los derechos civiles, que constituían la otra cara de estas transformaciones.       

        
Notas.

* En Suecia ya en 1932 el sindicato y la patronal firman el famoso acuerdo de Saltsjöbaden, que establece un código práctico para regular la negociación colectiva y la regulación de las relaciones laborales y paulatinamente van consiguiendo una clara intervención en materias como el mercado laboral y las políticas sociales. Una de las personalidades de mayor relieve fue Ernst Wigfors con propuestas y realizaciones que más tarde popularizaría Keynes y otros en el Reino Unido [Nota de JLLB].

** En esta ocasión, Bruno Trentin tiene la elegancia de no traer a cuento aquello de “Os lo dije hace tiempo”. Véase, la ponencia de nuestro autor en “Le dottrine neocapitalistiche l´ideologie delle forze dominante nella politica italiana”.  Atti del Convegno dell´Istituto Gramsci, 1962. en Bruno Trentin “Lavoro e libertà”, Ediesse 2008. En aquel encuentro Trentin tuvo un áspero encontronazo con Giorgio Amendola y otros miembros del grupo dirigente del PCI. [Nota de JLLB]


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