domingo, 24 de junio de 2012

CAPÍTULO 16.1 FORDISMO Y TAYLORISMO EN LOS "CUADERNOS DE LA CÁRCEL"




Primera parte





En las reflexiones, ya maduras, de los Cuadernos de la Cárcel hay cambios, incluso radicales, en el “leninismo” de Gramsci y en su concepción del proceso revolucionario. La experiencia de los consejos y su posible rol en un proceso de transformación de la sociedad civil y su entramado político e institucional están sometidos a una profunda revisión. Estas marcadas discontinuidades estarán determinadas, en gran medida, por las agudas observaciones de Gramsci sobre la capacidad del capitalismo moderno de metabolizar la “revolución taylorista” y, con el fordismo, traducirla en la organización de una “economía programática” y en el “mayor esfuerzo productivo realizado hasta ahora para crear, con una inaudita rapidez y con una consciencia de los fines nunca vista en la historia un tipo nuevo de trabajador y de hombre (46). Así explica Gramsci el fordismo como proyecto político, y no ya como una de las tantas posibles de racionalización de la empresa y de la organización social.

De hecho, se ha subrayado que Gramsci --en sus sucesivas reelaboraciones y modulaciones del concepto de “revolución pasiva”-- señala una verdadera ruptura con el “catastrofismo” y el “colapsismo”. O con las tesis del capitalismo financiero absentista que estaban en la raíz de la ideología consejista en 1919 – 1920 y que retornan, de manera prepotente, en las posiciones de la III Internacional (tras el breve paréntesis de la “estabilización capitalista”) con la crisis de 1929. Y cómo dicha ruptura implicó una relativa infravaloración hasta el umbral de la Segunda guerra mundial --e incluso un redimensionamiento y una relativización del fascismo y del nazismo--  proyectándose, sin embargo, en una previsión de largo periodo sobre las capacidades de autorreforma del capitalismo, que representaba un auténtico giro en la estrategia gramsciana de la revolución social. Donde la “guerra de posiciones” y la “conquista de la hegemonía”, como condiciones indiscutibles para la conquista del poder, conferían connotaciones inéditas en la cuestión misma de la democracia (47).

Incluso la reflexión sobre los factores sociales que condicionan la consolidación de las técnicas de racionalización del trabajo en la industria mecanizada, en una dimensión que trasciende el restringido ámbito de la gran fábrica, convertido en mito, señala una importante evolución de las tesis de Gramsci, en aquellos tiempos ordinovistas, sobre el gobierno consejista de la fábrica taylorizada. Nos referimos, de manera particular, a lo que se encuentra en los Cuadernos, sobre el carácter general y ambivalente de las estratificaciones sociales, en Italia y en Europa, y de los obstáculos que pueden oponer a un avance lineal del taylorismo y el fordismo. Y a las observaciones clarividentes de Gramsci sobre el proceso, necesariamente doloroso, de “racionalización de la composición demográfica europea”; y de su función de “recambio” en los trabajos más mecanizados, fragmentados y descualificados, en los Estados Unidos, de los flujos de mano de obra inmigrada, y –en Italia y en los países europeos—por la mano de obra “indígena” de origen agrario. Con la consecuencia de una “continua  mutación de la composición social-política de la ciudad, situando la hegemonía bajo nuevas bases” (48).

Sin embargo, nos referimos sobre todo a la lúcida toma de conciencia, al menos en términos teóricos, del conflicto distributivo que se concreta entre, de un lado, el taylorismo –como forma extrema de racionalización del trabajo-- y, de otro lado, la “humanidad” y “espiritualidad” del trabajador que “sólo puede realizarse en el mundo de la producción y del trabajo, en la creación productiva” (49). Con la emergencia de nuevas contradicciones en el tejido social y en la estratificación de la clase obrera: no sólo en la descualificación de masas y cambios en las relaciones entre cualificados y descualificados, sino en  términos de distribución de las rentas,  con la introducción de importantes alteraciones en el mercado laboral.   

Los trabajos menos cualificados pueden ser, de hecho, remunerados con altos salarios –al menos en la fase de transición hacia una nueva racionalización de la organización del trabajo— porque son descualificados, desagradables y agotadores cuando la empresa “racionalizada” quiera asegurarse una mínima estabilidad de la mano de obra ocupada. Y con la posibilidad de que se generen, en consecuencia –en contraste con la apologética liberal del mercado—áreas de empleo y altas remuneraciones, ya sea de los trabajadores altamente cualificados (o las “corporativizadas” que disponen, de partida, de una fuerte capacidad de autodefensa), ya sea –en el extremo opuesto--  en las de aquellos trabajadores descualificados y parcelados de la fábrica taylorista, aunque estén desfavorecidos en la relación entre oferta y demanda. De hecho, Gramsci también percibe –con extremada clarividencia--  cómo estos procesos modifican la tendencia espontánea del mercado laboral contrastando, en algunos casos y en ciertos periodos, con la presión del ejército de reserva de los desocupados (50).

Su conciencia de tan dramática contradicción entre parcelación del trabajo y “espiritualidad del trabajador” llevará a Gramsci a privilegiar una organización del trabajo basada en formas de autogobierno y “autocoerción” de los trabajadores, legitimados por el objetivo de la construcción de una nueva sociedad, tal como sostenía en su época ordinovista. Pero, esta vez, Gramsci desarrollará sus tesis anteriores en abierta polémica con todos los intentos autoritarios de importar, a través de una coerción “externa”, la parcelación y la disciplina del trabajo obrero. Se trata de intentos puestos en marcha, con la economía de guerra, por algunos sectores del capitalismo europeo o por las veleidades del corporativismo fascista. O, incluso, por el voluntarismo jacobino que inspiró, desde sus inicios, la aplicación del taylorismo en la Rusia soviética siguiendo a Lenin. Gramsci –tal vez por razones de prudencia--  concentrará, incluso, sus propias críticas sobre los “excesos” del “bonapartismo” de Trostky (empeñado en su caprichoso intento de construir un “ejército” del trabajo) y de su “excesiva  (y, por tanto, no racionalizada) voluntad de dar la supremacía a la industria y a los métodos industriales, de acelerar –con métodos coercitivos exteriores— la disciplina y el orden, de adecuar las costumbres a las necesidades del trabajo (51).

Sin embargo, contrariamente a lo que sostenían algunos comentaristas (incluso recientes) de los escritos del Gramsci de Americanismo y fordismo, nos parece que el plano conceptual típico de la ideología productivista del periodo ordinovista no sufre una alteración sustancial en las reflexiones de los Cuadernos. Sobre todo en lo referente al asunto que nos interesa: la puesta en marcha de la fase taylorista de la racionalización del trabajo en el proceso de liberación del trabajo por los cepos de una organización de la producción basada en la acentuación de los factores de coerción y opresión; y la determinación, en la fase de la industria taylorizada, de un proyecto político fundado en la transformación de la sociedad civil.

En otras palabras,  los importantes enriquecimientos de la investigación de Gramsci sobre el taylorismo y el fordismo no le llevan, en nuestra opinión, a cambiar substancialmente, lo asumido ideológicamente que estaba presente en la formación de la soreliana  “psicología del productor” en el seno de la clase obrera, ya formuladas en las tesis de los años del movimiento consejista. Tampoco cambia sustancialmente la relación “invertida” entre fábrica y sociedad, de la que hablábamos a propósito de de los escritos de Gramsci en el Ordine nuevo.  También, en ciertos aspectos, algunos de los límites más evidentes de la visión gramsciana del taylorismo, en la época ordinovista, se manifestarán en unos términos frecuentemente exasperados cuando Gramsci se mida en los Cuadernos con la ideología fordista (52). De hecho, estos límites serán confirmados, no sólo cuando se encuentra, en los Cuadernos, la confirmación de de una asunción substancialmente apologética del taylorismo (teorizado incluso como posible factor de liberación intelectual del trabajador), sino sobre todo se valora como Gramsci, incluso en los Cuadernos lo lleva hasta sus últimas consecuencias, no planteadas al principio.  

La etapa ineluctable del desarrollo industrial (y, como tal, en la sustancia “neutral” con respecto a las relaciones de producción dominantes y compatibles con una organización “socialista” de la producción) se corresponde con el “sistema Taylor”. Las contradicciones que el taylorismo acaba por exasperar en la relación de explotación y las reacciones de “rechazo”, pasivas o activas, de los trabajadores, se refieren no al sistema Taylor en sí mismo sino a los efectos que produce cuando se aplica en el capitalismo. Y de modo particular cuando se aplica en un contexto político y social de coerción “externa”. Para Gramsci parece, incluso, que la aplicación integral del taylorismo reclama, de cualquier manera, un cambio de régimen político: la  llegada del socialismo. Y esto por tres razones fundamentales.

En primer lugar, porque, según Gramsci, está insita en el taylorismo y en el fordismo una tendencia a la “racionalización” y a la planificación que, hasta cierto punto, encuentra en el “mercado concreto” y en la sociedad civil un límite insuperable que traspasa el sistema capitalista. Retorna la temática de la fábrica “racional” contra la sociedad anárquica e ingobernable. 

En segundo lugar, porque el taylorismo parecía chocar con obstáculos todavía más consistentes en las sociedades europeas, dada la mayor complejidad de las estratificaciones sociales y la presencia más relevante de áreas sociales parasitarias y burocratizadas en los años veinte y treinta respecto a los Estados Unidos. En definitiva, retorna aquí la idea –ya expresada en los años ordinovistas--  que la organización industrial moderna presupone el liberalismo económico integral o el socialismo.

En tercer lugar, porque el taylorismo, según Gramsci, para que pueda ser, efectivamente, una práctica de gestión exige, incluso en la gran fábrica, el consenso y la participación activa del trabajador “taylorizado” y no sólo la coerción.

En este recorrido, Gramsci parece llegar a una concepción singular (o, si se quiere, dividida) del consenso, de la participación, y de la misma libertad en la que es difícil no advertir la huella idealista y soreliana. Las transformaciones inducidas por el taylorismo en la relación de trabajo, el contenido objetivamente opresivo y mutilador del sistema taylorista quedan, en cualquier caso, eliminados. Y la liberación del trabajador de la relación concreta de opresión es imaginada en términos puramente políticos con la sustitución en las funciones sociales y no sólo de las figuras sociales. El poder político (estatal, en este caso) se asume, en definitiva, como sustituto lógico (ni siquiera histórico-contingente) de la reconquista de una autonomía y un poder, de una libertad real de la persona que trabaja en un proceso largo (pero que comienza súbitamente), de recomposición del trabajo y de la “humanidad” del trabajo. De esa manera, el “consenso”  del trabajador se realiza a través de de su conciencia (fundada o ilusoria) de “estar en el vértice del Estado”. La clase obrera desarrolla su conciencia “per se” y su vocación de “autogobierno” exclusivamente a través del propio dominio –o ilusión del dominio--  bajo las formas de organización política de la sociedad. Y este dominio (o su imagen) compensa, de cualquier manera, la deshumanización concreta y la subalternidad del trabajo prestado en la fábrica moderna.

¿Se trata, pues, de una larga fase transitoria hacia la posible liberación del trabajo? No lo parece. En realidad, el carácter transitorio de esta fase, a partir de dicho planteamiento conceptual, acaba siendo solamente un enunciado, un postulado indemostrable. Sobre todo porque el inicio del cambio –aunque sea embrionario--  de la superación de las formas tayloristas no aparece por ningún lado. Pero, especialmente, porque la identificación del objetivo de la liberación del trabajo con la conquista del poder del Estado presupone la aceptación de la “autocoerción” del trabajador como un bien en si mismo.  La restricción que el trabajador concreto debería imponerse mediante la transposición de sus demandas de libertad hacia el Estado no aparece como un medio transitorio sino como un hecho que, en cuanto tal, expresa una libertad ya alcanzada, y presenta los caracteres de una absoluta autosuficiencia.

Gramsci es muy consciente, aunque todavía de manera genérica,   de los costes históricos que paga la clase obrera en su “adaptación” a la organización taylorista y del conflicto que ésta acentúa entre el “industrialismo” y el “humanismo” a la hora de reemprender los conceptos en los Cuadernos (53). Así  como parte de la conciencia del origen “de clase” de las “ideologías puritanas” del capitalismo americano”, que sólo tienen como objetivo conservar fuera del trabajo [cursiva de Trentin] un cierto equilibrio psicofísico que impida el colapso del trabajador exprimido por el nuevo método de producción (54).  Pero lo dramático de estos costes y el “desperdicio” de los recursos humanos que se desprende parecen originarse, en definitiva, en la torsión subjetivista que se ha operado en Gramsci al decir que son esencialmente el fruto de una “política” y una ideología coercitiva en la medida que permanecen extrañas a las subjetividad vivida por la clase obrera, y no acaban siendo “interiorizadas”.

Sin embargo, dicha interiorización sería posible solamente en el momento en que, mediante la conciencia del ejercicio del poder (en el Estado, pero todavía no en el trabajo), el trabajador podrá ser convencido del sacrificio del propio “humanismo”.  Un “humanismo” que, no obstante, viene asumido –en algunas observaciones de Gramsci— en términos muy angostos y “delimitados”. Como cuando se confunde con un instinto “animalesco y primitivo”, destinado a ser “subyugado” por “unas normas cada vez más nuevas y complejas y hábitos ordenados, exactos” (55). Este equilibrio [psicofísico] podrá llegar a ser interior si se le propone al trabajador,  y no es impuesto desde fuera,  por una nueva forma de sociedad con unos medios apropiados y originales (56). En ese sentido, en el acto de la autodisciplina, de la coerción interiorizada y motivada por “una consciencia de clase en el vértice del Estado”, el trabajador alcanza –según Gramsci--  un estadio superior y, en cierto sentido, autosuficiente de libertad que ya no tiene necesidad de ser completado sucesivamente si no es en la fase, utópica, de la superación de toda forma de división social del trabajo.

Gramsci advierte probablemente, en el desarrollo sucesivo de las notas en Americanismo y fordismo, la fragilidad de esta teoría cuando afronta la revolución de las costumbres que ha introducido el fordismo en razón de la construcción de un “tipo de hombre nuevo” (58), mediante la “necesaria” acción coercitiva y “progresiva” de una “clase superior” (59). Y por ello, como “sujeto” determinante en el proceso de “autocoerción” y “autoconvencimiento” de la clase obrera de la necesidad de asumir los vínculos que imponen los modelos de la racionalización taylorista y fordista, introduce la categoría de “élite”.

Con la mirada de hoy, las observaciones de Gramsci sobre la necesaria compresión coercitiva de los diversos estadios de “animalidad” de las clases subalternas y de las variadas formas de “libertinismo” o de “romanticismo ilustrado” asumen –particularmente a propósito de la cuestión femenina y de la libertad sexual— las connotaciones totalizantes de la política y de la organización (forzosa) de la sociedad civil.  No se trata, de hecho, de anotaciones “datadas”, señaladas por una concepción paternalista y estrecha de la emancipación de la mujer y de la negación de toda forma de búsqueda individual de la propia identidad en el plano de las costumbres. Se trata, sobre todo, de una concepción de la política como proyecto totalizante y, potencialmente, totalitario, que llevaba inevitablemente a invadir cualquier aspecto de la vida individual, a partir de los imperativos “objetivos”, “dictados” de vez en cuando por las transformaciones (siempre “unívocas” y “necesarias”) de la organización del trabajo y de los poderes. Con ello se negaba el papel vital de dicho pluralismo de culturas e individualidades creativas que estuvo presente en las tesis ordinovistas.  

Estas reflexiones de Gramsci sobre la necesaria subordinación de los “instintos” y las costumbres (incluso de las formas “antiguas” de humanidad y “espiritualidad”) a los imperativos que exigen “los nuevos métodos de organización del trabajo” son las que constituyen el fundamento de la enfática valoración –pero, a su modo, lúcida--  del “fenómeno americano”, o sea: “el mayor esfuerzo que se ha verificado hasta ahora para crear, con inaudita rapidez y con una consciencia de los fines nunca vista en la historia, un tipo de trabajador y hombre nuevos” (60). Es difícil no captar en esta resignada subordinación de la sociedad civil --incluso en sus expresiones éticas y culturales, los requisitos “devoradores” de un taylorismo trasmudado en ley de la historia--  una aceptación de la “técnica como ideología”, como dirá Jürgen Habermas muchos años después (61). Es una manifestación paradójica de la “revolución pasiva” operada por el fordismo, incluso en el campo de la cultura de los movimientos reformadores y revolucionarios.

Tampoco es difícil no encontrar, al menos en esta lectura gramsciana del fordismo, la confirmación de la afirmación de Herbert Marcusse en El hombre unidimensional:   “Hoy se perpetúa la dominación y se extiende no sólo gracias a la tecnología sino en cuanto tecnología, y esta última alimenta su gran legitimación hacia un poder político que se extiende cada vez más y absorbe en ello todas las esferas de la actividad” (62). 

No es por casualidad que Gramsci ha sido llevado –y construido, se podría decir— a  poner en tela de juicio la categoría de las “élites”.  Que son las llamadas a “mediar” en el ejercicio de la coerción y hacer posible una reinterpretación, absolutamente idealista, de la “autocoerción”. Lo importante es que estas “élites”  emanen de la misma clase que está expuesta a la coerción, o que simplemente entiendan que representan los intereses no contingentes y corporativos. Son ellos los llamados a garantizar “la autodisciplina de la clase”. Son ellos los que convencen al nuevo Alfieri a atarse a la silla, para usar la famosa cita de Gramsci (63).  De esta manera, el partido está destinado, naturalmente, a ejercer esta función de élite, de “canal de esta autocoerción” esbozando el origen “democrático” de que “la autoridad es una función técnica especializada y no algo arbitrario”.  Como puede verse, estamos muy lejos del autogobierno de los productores como proceso autónomo de los partidos y sindicatos, teorizado en los tiempos ordinovistas.   Y, no obstante, teniendo en cuenta las importantes diferencias que Gramsci explicitará en aquellos años –en los contrastes de las involuciones que se manifestaron en la dirección del partido bolchevique (65)--, es difícil substraerse a la impresión de que esta nueva versión de la autocoerción lleve inevitablemente a una nueva concepción del poder político, que asume en sus relaciones con la sociedad civil las connotaciones elitistas y voluntaristas propias de los sistemas totalitarios.

Pero la introducción de la categoría de la “élite” como factor de guía y mediación conjuntamente, en el proceso de autocoerción de una clase trabajadora que asuma los vínculos operativos del taylorismo, parece llevar a Gramsci también a una nueva declinación de la noción de “revolución pasiva”.   

Notas

(46) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(47) Mario Telò. Americanismo y fordismo in Gramsci, Einaudi 1995

(48) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(49) Ibidem.

(50) Ibidem.

(51) Ibidem.

(52) Mario Telò. Obra citada.

(53) A. Gramsci. Americanismo y fordismo

(54) A. Gramsci. Ibidem.

(55) A. Gramsci. Ibidem.

(56) A. Gramsci. Ibidem.

(57) A. Gramsci. Ibidem.

(58) A. Gramsci. Ibidem.

(59) A. Gramsci. Ibidem.

(60) A. Gramsci. Ibidem.

(61) Jürgen Habermas. Ciencia  y técnica como ideología. Tecnos, Madrid, 1984

(62) H. Marcusse. El hombre unidimensional. Editorial Ariel.

(63) A. Gramsci. Americanismo y fordismo.

(64) A. Gramsci. Passato e presente. Centralismo organico e centralismo burocratico. Cuadernos de la Cárcel.

(65) A. Gramsci. Americanismo e fordismo. 

1 comentario:

  1. Perdone mi intromisión, don José Luis, pero la lectura de este texto me ha dejado una idea contoneándose en mi cabeza que he decidido mostrársela a usted.

    El sociólogo Daniel Bell, siguiendo a Weber, analizó de una manera diferente el triunfo de la moderna industrialización. No necesariamente es contradictoria con lo que aquí se dice. Podría, perfectamente, ser complementaria (aunque quizás para ello habría que diferenciar con claridad, siguiendo al gran E.P. Thomson entre capital y capitalismo).En todo caso me parece que la tesis de Bell tiene más potencial explicativo de nuestro presente que la gramsciana, aunque hemos de añadir que Bell escribe casi medio siglo después de Gramsci.

    Bell se dio cuenta de que el éxito económico de los Estados Unidos y la superioridad que estaba alcanzando respecto a la URSS, era consecuencia en gran parte de la capacidad del capitalismo norteamericano de transformar a los trabajadores en consumidores y a los consumidores en trabajadores. La humanización del trabajador fuera de la cadena de montaje adquiría la forma del consumo.
    Bell considera que los Estados Unidos, en lugar de dividirse en dos clases antagónicas de productores y de consumidores, lo que hizo fue dividir netamente el tiempo vital de cada persona y, a medida que el capitalismo moderno se ha ido extendiendo, se ha extendido también esta división, que le es inherente.
    El funcionamiento efectivo de la economía capitalista requiere que el ciudadano tenga clara la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal en dos ámbitos heterogéneos: el de su puesto de trabajo y el de su tiempo libre. En el ámbito del trabajo ha de esforzarse, mantener la concentración y el ritmo de trabajo, postergar la gratificación del deseo y respetar la jerarquía; mientras que en el ámbito del ocio o del tiempo libre no solamente puede aflojar las riendas, sino que la publicidad le recomienda dar libre expresión a su hedonismo, que es el principal motor de consumo. Estas morales son diferentes, pero en términos económicos ninguna es superior a la otra. Las dos son igualmente imprescindibles. Pensemos que los factores esenciales de la economía moderna son la productividad y la competitividad, por una parte, y la confianza del consumidor por otra. Esta es hoy, a mi parecer, la contradicción fundamental y constituye la forma de nuestra esquizofrenia cotidiana.

    Saludos cordiales

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