Las reflexiones de Gramsci
en Americanismo y fordismo se sitúan,
de hecho, en un periodo en el que maduran las tesis “planistas” y
“corporativistas” de un socialista como Henri de Mann cuando se afirman en la Europa occidental las
teorías de la “racionalización” como instrumento del socialismo (109). Era en
agosto de 1931 cuando se desarrolló en Amsterdam el Congreso de la International
Relations Institute sobre el significativo tema de la
planificación económica internacional (World
Economic Planning). Fue un evento que vio reunidos a los exponentes de la Taylor Society , del Planning social-progresista, dirigentes
socialistas y socialdemócratas de varios países (entre ellos De Man y Albert
Thomas), dirigentes sindicales y una
delegación del gobierno soviético y del Gosplán. En aquel contexto se afirmaron,
en el movimiento socialista y comunista, una concepción del primado de la
política que se desprende de su identificación con el gobierno del Estado y por
la lucha de la conquista del Estado; una concepción prometeica del Estado como lugar de la política y de la
posible organización de la sociedad civil; una concepción de la política que la
separa de la transformación de la economía y se enroca en la esfera de la
circulación y la distribución de los recursos; una concepción totalizante del
partido como “máquina de guerra” para la conquista del Estado; y, en fin, una
concepción organicista de la sociedad plasmada en un Estado que estaba en
condiciones de garantizar la paz “corporativa” entre las clases bajo el impulso
de la “racionalización”. Henri De Man, con candor y desprejuiciadamente, pudo
afirmar en 1934 (mucho antes de su posterior y significativa adhesión a la
deriva fascista) que “No es a través de la revolución como se puede llegar al
poder, sino mediante el poder de la revolución” (111).
En la Rusia soviética, a la que
Gramsci miraba en los años de cárcel, esta carrera al “socialismo de Estado” y
la transformación del taylorismo en férrea ley del gobierno en los centros de
trabajo, alcanzó sus resultados más paroxísticos muy rápidamente. Y,
paradójicamente, mientras el New Deal
de Roosvelt --con la promoción de una
concertación neocorporativa y su legislación de apoyo a los sindicatos,
extenuados por la gran crisis-- dio un
nuevo impulso al sindicalismo industrial y a una práctica reivindicativa de
control de las condiciones de trabajo en las grandes fábricas, incluso poniendo
algunos vínculos (las work rules) al
gobierno unilateral y despótico de la racionalización taylorista.
Ya, en 1919, se consumía en la Rusia soviética la breve época
de los consejos de fábrica. Y, en 1920, con la definitiva derrota de la Oposición Obrera , se quita a
los sindicatos toda autonomía y función de control de las condiciones de
trabajo. Mientras tanto será sancionado, para “todo un periodo histórico”, el
papel dictatorial del director único de empresa que estaba investido de todos
los poderes para aplicar las directivas del Estado y de su “partido”. Y se
constituirá, a marchas forzadas, la osamenta de la nueva burocracia, destinada
a gestionar la racionalización taylorista en las fábricas y en la
administración pública. Son muy conocidos los escritos y los discursos de Lenin
de aquel periodo, por lo tanto no haremos su exégesis. Basta subrayar la
ligazón orgánica que ya existía entre la nueva concepción leninista del Estado --como
“terreno neutro”, que puede ser ocupado por el partido de vanguardia, cambiando
así de signo las finalidades “distributivas” del capitalismo de Estado— y la
asunción de la racionalización taylorista como “ciencia neutra” de la organización
del trabajo y de la economía, temperada (si lo podemos llamar de esa manera)
por una reducción del tiempo destinado al trabajo parcelado, con la búsqueda fuera del trabajo de un espacio de libertad que Lenin
vislumbraba en “el trabajo para la administración del Estado” (112). En 1935 la
construcción del mito estajanovista sancionará esta férrea superposición entre la
exaltación de la racionalización taylorista y la “política en el puesto de
mando”, del partido y del “Estado”.
De esa manera se efectuó una
auténtica y real inversión de los valores que estaban en la base de las primeras
ideologías socialistas y del marxismo. El medio, la propiedad pública de los
medios de producción, identificándose con la ocupación del Estado, deviene un
fin “autosuficiente”. El fin, el gobierno de las condiciones de trabajo y de la
creatividad de los hombres, por parte de los mismos hombres, deviene el medio,
en las formas “invertidas” de la expropiación de todo control del trabajo, de
la fragmentación y descualificación del trabajo, de la competencia entre los
trabajadores en la intensificación de la prestación laboral.
Este vuelco de los valores producirá, andando el tiempo, unos efectos
aberrantes en el campo de la sociología, la psicología y la psiquiatría. Es
interesante recordar que, en la ideología americana de la segunda mitad de los
años treinta, se dibuja una auténtica transmutación del estudio de la
alienación (marxiana) y de la “anomia” (de Émile Durkeim) en un estudio de las desviaciones, una vez asumido como
”objetivo y socialmente necesario” el proceso de racionalización de la organización
del trabajo y de los comportamientos humanos. El parámetro que permite analizar
la “alienación” y la “anomia” se convierte, en este punto, no ya en la “pérdida
del gobierno sobre el trabajo” sino en una contradicción en la “ética del
triunfo”; o sea, una discrepancia entre las metas esperadas y las oportunidades
efectivamente realizadas (113). Dicha involución conservadora y apologética de
la llamada sociología “objetiva” encontró puntualmente su correspondencia en
las nuevas orientaciones de la sociología, la psicología y la psiquiatría
represivas de la Unión Soviética
cuando la “alienación” fue concebida como desviación patológica de los
comportamientos inducidos por la “cultura” política dominante, y como reacción
“agresiva” en contra de un ordenamiento “racional y necesariamente
compartible”, en términos de frustración morbosa ante los éxitos ajenos, de
envidia desmesurada y de ambición paranoica.
Pero sería reduccionista y
erróneo achacar genéricamente al leninismo la quiebra de los valores que se perfilan,
desde el inicio del siglo XX, en las ideologías del movimiento socialista y se
instalan en la teorización lassalliana del “socialismo de Estado” y en la
identificación de la política con la conquista del gobierno del Estado. Es una
concepción orientada a sobrevivir tras la caída de las ideologías estatalistas
de la socialización; el recurrente redescubrimiento de la “autonomía de lo
político” es una buena prueba de ello.
Muchos dirigentes del
partido bolchevique y de la socialdemocracia occidental se situaban,
“autónomamente”, en las mismas posiciones de Lenin. Es Trotsky quien escribe, sin paráfrasis, en 1920: “El
obrero no hace mercantilismo con el gobierno soviético, está subordinado al
Estado, le está sometido en todos los aspectos por el hecho de que es su Estado” (114). Y respondiendo con
tonos despreciativos a las tesis de la Oposición Obrera --que defendía
la necesidad de una “dirección colegiada” de las empresas, sin afrontar
verdaderamente la ligazón de una cooperación conflictual en la reglamentación de la organización del
trabajo y se oponía a la figura del “director único”— dirá: “La decisión de
poner un director a la cabeza de la fábrica, en vez de un comité obrero, no
tiene relevancia política. Puede ser justa o errónea solamente desde el punto
de vista de la técnica administrativa […] El más grave de los errores sería
confundir la cuestión de la autoridad del proletariado con la de los comités
obreros que gestionan las fábricas. La dictadura del proletariado se expresa a
través de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción
mediante el dominio –en todo el mecanismo soviético-- de la voluntad colectiva de las masas y no
mediante la forma de dirección de cada empresa”. Trotsky, así las cosas, tiene
cuidado a la hora de precisar en el mismo texto, que “la voluntad colectiva de
las masas” se expresa a través del partido instalado en el Estado: “En esta
substitución del poder del partido en el poder de la clase obrera no hay nada
de casual e, incluso en el fondo, no existe substitución alguna. Los comunistas
expresan los intereses fundamentales de
la clase obrera. Y es del todo natural que en una época, donde la historia pone
en el orden del día la discusión de estos intereses en todo su alcance, los
comunistas sean los representes declarados de la clase obrera en su totalidad
(115).
Es en ese contexto de radical repensamiento del papel del Estado
en la transformación de la sociedad que impregna a todos los movimientos
socialistas donde se sitúa la figura solitaria de Gramsci sobre el
“americanismo”, el papel de los Estados en las sociedades industriales y la
función del “partido” como “Príncipe” moderno. El límite de fondo que señala el
enfoque de Gramsci en el análisis de las transformaciones que nacen en la
sociedad civil (los consejos) y su impacto en la “revolución fordista” parecen
derivar del rol determinante que le asigna progresivamente al momento de la
mediación / legitimación del Estado, entendida como condición para asegurar un
cambio de las relaciones sociales a través del cambio de la “titularidad” de la
propiedad de los medios de producción. De ese modo emerge una lacerante
contradicción entre el papel de “motor” que Gramsci, en varias ocasiones,
asigna a las transformaciones de la sociedad civil, a su privilegiada atención
a los movimientos (excepto a las nuevas reivindicaciones) que maduran en los
centros de producción (ni siquiera el fordismo y el taylorismo son una
revolución “desde arriba”), aunque hayan permeabilizado a la organización de los Estados) y la
necesidad de legitimación del Estado que Gramsci manifiesta cuando afronta el
tema de la modificación de las relaciones de poder entre las clases. Una
legitimación del Estado que explica, ya en el periodo ordinovista, la
naturaleza “pública”, sólo estatal, que Gramsci intenta atribuir a los consejos
como alternativa a la naturaleza “privada” de los sindicatos y, en primer
lugar, al partido mismo. Una necesidad de legitimación pública, estatal, cuando
en un segundo momento Gramsci advierte la exigencia de justificar el papel
dirigente y dominante -–en todo caso, “hegemónico”-- del moderno “Príncipe”, el partido (un solo
partido) en la competición con otras formas de asociación del movimiento
obrero.
Esta contradicción estaba ya
presente, nos parece, en la “revolución contra el capital”, en la “política
generadora de teoría”, en el “leninismo como ciencia política”. O sea, en la
asunción de la ruptura voluntarista de las “relaciones de legitimación para
gobernar” en la fábrica o en el Estado, como una salida de la “crisis del
marxismo” y de la perspectiva fracasada de una
“convulsión desde abajo”, que
surgiera del empobrecimiento creciente de las masas trabajadoras. Y está
presente en la convicción de que el impulso por la transformación de la
sociedad civil sólo podía nacer de los centros de producción (y expresarse con
formas y estructuras autónomas) y en la simultánea afirmación de un nuevo
sujeto que pudiera sustituir, en la gestión del poder, a la viejas élites, ya
privadas de un rol positivo. Asumiendo,
al menos durante una larga fase de “transición”, la inmutabilidad de la
sociedad civil y sus formas de organización. Así como los “consejos” de fábrica
podían y debían sustituir al emprendedor-propietario –“absentista” o
“parasitario”— en la función de dirigir las fábrica y organizar las fuerzas
productivas. Que habría podido mantenerse inmutable, ya fuera porque contenía
en sí los gérmenes de la organización productiva del futuro o porque si la
clase obrera podía aspirar a la legitimidad estatal del gobierno, en todo caso
no tenía –al menos todavía-- una cultura
de la transformación.
Es esta la contradicción de
fondo que le lleva a Gramsci a forzar al extremo –incluso con respecto a
Lenin-- los progresivos contenidos de la
revolución pasiva que el taylorismo y el fordismo debían injertar “necesariamente”
en las sociedades modernas y, acentuar,
en consecuencia, la función “sustitutiva” más que las transformaciones de una
conquista del poder en la fábrica y en el Estado. Lo que supondrá una especie
de camisa de fuerza las geniales intuiciones gramscianas sobre el papel de la
burocracia, sobre la creciente complejidad del Estado y sus articulaciones en
la sociedad civil (las fortificaciones y las trincheras a conquistar en la guerra
de posiciones) y sobre el papel decisivo que espera, siempre en última
instancia, a las transformaciones en el cuerpo vivo de la sociedad civil.
De hecho, era difícil para
Gramsci –aislado en su sufrida búsqueda de aquellos años de la cárcel-- substraerse radicalmente del cuadro dominante
de la cultura marxista y post marxista, que a finales del XIX acabó por asumir
el momento de la conquista simultánea de todo el Estado; o del acceso al
gobierno de este Estado “total” como el inicio posible de una política capaz de
ser factor de transformación de lo existente. Sobre todo si esta transformación
estaba explícitamente asociada a un proceso de redistribución de los recursos y
títulos de propiedad, entendidos como sanción jurídico-estatal de la disponibilidad
de aquellos recursos.
Aquí nos encontramos más
allá del conflicto entre reforma y revolución que laceró al movimiento
socialista de la primera posguerra. La asunción de la mediación del Estado,
como condición inicial de cualquier
proceso de transformación; del Estado como lugar de la política; del primado
del partido, que sólo podía actuar en la esfera del Estado respecto a las
organizaciones “sociales” de los trabajadores se convirtió, de hecho, en
“sentido común” de las culturas dominantes en el movimiento socialista desde el
inicio del siglo XX.
Notas
(109) Jules Moch. Socialisme et
rasionalisation.
(110) Ibidem
(111) Henri de Man. Le socialisme devant la crise.
(112) V.I. Lenin. Tareas inmediatas del poder soviético.
(113) John Horton. La disumanizzazione dell´anomia e
dell´alienazione.
(114) L. Tortsky. Terrorismo
y comunismo. Citado por Castoriadis en obra ya referenciada.
(115) Ver Castoriadis en
obra ya citada.
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