Última entrega del libro “La ciudad del trabajo,
izquierda y crisis del fordismo”, de Bruno Trentin.
El Libro Blanco de Jacques Delors no proponía el retorno a una
tradicional política de obras públicas, a los trabajos “socialmente útiles” o a
los filones de trabajo de Louis
Blanc.
Su propuesta era la unificación estructural de las sociedades europeas,
salvaguardando todas las articulaciones territoriales, bajo el manto de de la
investigación, la formación y las tecnologías avanzadas, los transportes,
las telecomunicaciones y las “autopistas de la información”, que permitían a
todas las formas más cualificadas del trabajo humano construir nuevas
sinergias, nuevos canales de comunicación e intercambio, y –a partir de
ahí-- crear nuevos empleos para dar un
impulso a la demanda de trabajo en Europa y en el mundo.
Pero un desafío de esta
naturaleza puede alcanzarse solamente si se consigue acompañar esta sinergia de
las políticas de innovación en un contexto de creciente movilidad y
flexibilidad de las prestaciones, liberándola de los vínculos opresivos que las
jerarquías tayloristas impusieron al viejo trabajo abstracto.
Es en razón de tales
transformaciones del trabajo, que nacen en primer lugar en las empresas y
actúan de manera salvaje sobre los mercados laborales, en el vacío que se ha
creado con la crisis de la vieja legislación social y de las tutelas
contractuales (en ausencia de un proyecto alternativo de la izquierda) como se
van determinando nuevas articulaciones de las relaciones de trabajo con el
surgimiento de nuevas figuras jurídicas y sociales que atraviesan las viejas
categorías del empleo (para toda la vida) y del desempleo (como puro ejército
de reserva). Muchos de estos procesos ven también entretejerse entre ellos
nuevas orientaciones selectivas de la demanda del trabajo, dictadas
parcialmente por unos vínculos impuestos por las tecnologías de la información
y nuevas características de la oferta de trabajo, impuestas por la evolución y
los cambios en la cultura, las costumbres y en las diversas subjetividades que
se expresan en los mercados laborales, y en una iniciativa de las empresas
orientada a reconstruir sobre los escombros del tradicional contrato de trabajo
por tiempo indeterminado una relación personal
de dominio sobre el trabajador. Mientras
la impotencia de los movimientos reformadores y de los sindicatos se expresa nítidamente
en una legislación social, que podríamos definir de “desregulación asistida”.
Es decir, substancialmente, mediante la acumulación de excepciones a la regla
que, en realidad, no tiene ya ninguna validez universal. Sin que transpiren las líneas de una reforma
general de las relaciones de trabajo, del contrato de trabajo y de una
redefinición de los derechos personales del trabajador en una empresa y en un
mercado orientados al uso flexible de la fuerza de trabajo.
La difusión de los llamados
contratos atípicos, que realmente definen una nueva tipología del mercado
laboral, las formas de trabajo temporal y por tiempo determinado, del trabajo ocasional o de temporada --con
horario y salario reducido--, el trabajo jurídicamente autónomo, pero
jerárquica o económicamente heterodirigido, el trabajo voluntario, total o parcialmente,
tienen además el efecto de modificar profundamente –en términos de renta y,
sobre todo, de derechos y autonomía-- las
tradicionales categorías de la política social sobre las que se apoyaban,
cansinamente, los parámetros de la representación y las alianzas de los
movimientos reformadores: la clase obrera, las capas medias y el sistema de
empresa. Y mientras, los límites entre trabajo autónomo y trabajo subordinado tienden
a modificarse y articularse, en el interior de estas categorías, si se continúa
recurriendo a viejos parámetros como la renta, que ya no es reconducible un
criterio homogéneo (¿qué renta: la declarada, la percibida, la del patrimonio?)
para recomponer una unidad ficticia entre los grandes agregados sociales, acaba
oscureciendo los nuevos factores que, cada vez más, diversifican dichos
agregados sociales, entonces el riesgo manifiesto es que se traduce en un cada
vez más difícil compromiso distributivo entre estas categorías omnicomprensivas,
abriendo el camino a una guerra entre las corporaciones más fuertes de estos
estratos sociales, cada vez más divididos en su interior.
¿Qué son hoy las capas
medias, más allá de una cierta conciencia de estatus heredada del pasado? ¿Y en
qué medida las diferencias que las atraviesan --en términos de derechos,
poderes, acceso a los servicios colectivos fundamentales, de formación e información-- permiten todavía adoptar una política
económica y social que se dirija indistintamente a un obrero con tres
millones de liras al mes, a un orfebre artesano, a un empresario medio, a un
pequeño empresario y no dispone de autonomía financiera, a un técnico, un
investigador o un profesor?
He ahí la razón por las
cuales entra en crisis un compromiso social sobre el que se había erigido la
convivencia social y el desarrollo económico de los más importantes del siglo
XX. Y esa es la razón de que la vieja lógica del resarcimiento de la izquierda –la
del intercambio de derechos con las políticas distributivas— esté llamada a
entrar en un conflicto cada vez mayor con la implosión de los viejos
contenedores sociales y la rampante crisis de solidaridad que ella alimenta.
Más bien, a la luz de estas transformaciones, ni siquiera la última versión de
esta tradición meramente distributiva y de resarcimiento de la izquierda –la
que teoriza la solidaridad de los “dos tercios” fuertes con el “tercio” pobre y
débil de la sociedad civil-- está
llamada a tener un estrecho margen con respecto a las nuevas ideologías
darwinianas de la selección de los “más capaces” que asume como dogma la
mundialización salvage de los mercados.
El compromiso distributivo
–bloqueado entre la defensa de un Estado social, a menudo caracterizado por el
asistencialismo, el clientelismo y, en todo caso, por crecientes desigualdades
con la tentación de comprar los intereses (diversificados, pero asumidos como
un conjunto indiferenciado) de las diversas categorías sociales intermedias,
mediante el laxismo fiscal-- está
llegando en los países occidentales a un punto límite. Con ello se corre el peligro
de que caiga en picado toda forma de
solidaridad transparente a la hora de contrastar los procesos de
empobrecimiento y exclusión de nuevas categorías de ciudadanos. Así mismo, se
corre el peligro de ver amenazada toda forma de consenso ya sea con el Estado
social y sus mecanismos redistributivos, cada vez más indescifrables, y las crecientes desigualdades que dañan a
los más débiles y discriminados, o ya sea en torno al sistema fiscal, visto
como opresivo. Sobre todo en la medida en que emergen sus injusticias y la
ausencia de una relación transparente con una creciente calidad de los
servicios distribuidos a la comunidad y a las personas de carne y hueso.
De esta crisis de consenso
difícilmente se sale de manera indolora. O su salida es el ataque
indiscriminado al Estado social con la reducción, también indiscriminada de sus
prestaciones y la selección autoritaria de las demandas sociales para responder
a una complejidad creciente –como sostenía la Trilateral — hace ya
algunos años o se cambian radicalmente los parámetros del consenso y de la
intervención de la colectividad. No sólo el mercado laboral, sino también el
derecho del trabajo tienen que basarse en nuevas reglas y en la afirmación de
nuevos derechos.
La ficción que regía el
viejo contrato de trabajo, en la que el trabajo figuraba como mercancía (el trabajo abstracto cuando
era intercambiado por un salario, reapareciendo como trabajador en el momento
en que el uso de la “mercancía” presuponía una relación de subordinación
absoluta de la persona –a una mercancía no se le manda-- a los valores del “dador de trabajo”) es
insostenible para la empresa y para el trabajador. Es entonces cuando viene a
menos el otro compromiso que hacía aceptable esta ficción; es decir, la
relativa seguridad de la duración de
la relación del empleo, la relativa estabilidad
de la ocupación, salvo situaciones imprevisibles y, en cuanto tales, extrañas a
la naturaleza específica de la relación de trabajo. La creciente precarización
del empleo, la flexibilidad de las prestaciones y la movilidad del trabajo se
convierten, cada vez más, en aspectos fisiológicos, intrínsecos a la actual
relación de trabajo (como intrínseca lo es también a esta relación la creciente
demanda de la empresa a la persona que trabaja de observar una relación de
“fidelidad” y de colaborar “atenta y responsablemente”. Todo ello cuestiona la
naturaleza del contrato de trabajo. A menos que se le quiera sustituir con una
jungla de contrataciones individuales donde regirá la ley del más fuerte, dada
la escasez del trabajo altamente cualificado o con el retorno de las formas más
arcaicas de autoritarismo en los centros de trabajo.
Pero ¿qué contrato para el
trabajo subordinado, parasubordinado,
independientemente de sus articulaciones jurídicas (a menudo instrumentales en
razón de las características retributivas o fiscales o normativas que van más
allá del intercambio entre el trabajador y la empresa) si no es, ante todo,
sobre la base de una codeterminación del objeto de la prestación, del objeto del trabajo y de sus modalidades,
de la duración de la prestación, de las aptitudes necesarias para conseguir su
realización, los espacios de autonomía que corresponden al dador de trabajo y
al prestador de trabajo?; y, en segundo lugar, ¿qué contrato de trabajo con la
reglamentación y la financiación, concurriendo a ello el empresario, la
colectividad y el trabajador, de un sistema de formación y reciclaje continuo
que permita apoyar la permanencia y la flexibilidad de la ocupación con una
movilidad profesional del trabajador, asegurando así su futura “empleabilidad”?
Permanecer en la defensa de
las viejas reglas que normaban la prestación del trabajo abstracto de matriz
fordista –en una época dominada por una extrema movilidad física y profesional
del trabajo concreto, bajo el impulso de incesantes innovaciones tecnológicas y
organizativas-- puede llevar
paradójicamente a ciertos “huérfanos del fordismo” (que siguen siendo
numerosos, incluso en las filas del sindicato y en la izquierda) a allanar el
camino a nuevas formas de autoritarismo en la empresa más moderna o al
repliegue hacia la defensa corporativa de las minorías fuertes que buscan en el
mercado de trabajo contraponerse a la gran mayoría de los ocupados y los
parados para defender sus privilegios, sabiendo conscientemente que será imposible su extensión a toda la colectividad.
De la misma manera, el
Estado social construido sobre el modelo fordista de trabajo abstracto y de
carácter “asegurador”, que presuponía una contribución igual de todos los
trabajadores (un objetivo, por otra parte, raramente conseguido) en el
presupuesto de una absoluta igualdad de los “contribuyentes” respecto a los
riesgos del desempleo, la enfermedad, los accidentes laborales, la exclusión
del acceso a la formación, la vejez en condiciones de pobreza o los accidentes
mortales en el trabajo, ante las grandes transformaciones del mercado laboral,
se está convirtiendo en el resurgir de nuevas desigualdades que comprometen la
cohesión del mundo del trabajo en la defensa de los principios de la
solidaridad que constituyen la legitimidad del Estado social.
Con la flexibilidad y las
crecientes articulaciones profesionales del trabajo; con la discontinuidad de
las formas de empleo, sobre todo de las menos cualificadas; con el reparto
desigual de los trabajos agotadores, nocivos, estresantes en los diversos
sectores de la actividad; con los tremendos efectos producidos algunas veces en
el trabajo por las diversas oportunidades de acceso a la enseñanza y al
reciclaje profesional… a contribuciones teóricamente iguales se corresponden,
cada vez más, prestaciones desiguales, sobre todo, dada la diversidad de
riesgos, cada vez más diferentes –que acabarán siendo certezas-- por los diversos, cada vez más diversos,
sujetos del mercado de trabajo.
Por estas razones, un Estado
social que, de Estado asegurador o asistencial se transforme en una sociedad
efectivamente solidaria, debe poder contraponerse a un sistema asegurador
(financiado con las contribuciones de cada cual sobre la base de parámetros
referidos a la cantidad de trabajo efectivamente prestado y retribuido) que
podrá ser uno de los pilares de la protección social, un sistema de
intervención solidaria de la colectividad, capaz de tutelar a las personas (no
a las categorías y las corporaciones) contra la desigualdades de oportunidad
que surgen a lo largo de la vida laboral (las actividades agotadoras, los
periodos de desempleo involuntario, la exclusión de los procesos formativos) e
incentivar su reinserción en el marcado laboral con un bagaje cada vez más
puesto al día de conocimientos y aptitudes.
Una participación solidaria
de toda la colectividad en la financiación de un Estado social que garantice a
todos los ciudadanos una efectiva igualdad ante la formación, el empleo, la
defensa de la salud, la vejez es, en este sentido, una opción ineluctable. Ello
podría traducirse en una retirada de todas las rentas –incluidas las
pensiones-- en razón del diverso grado
de autosuficiencia de los ciudadanos, y corresponder a una disminución de la
contribución social a cargo de las empresas y, así las cosas, a una reducción
gradual de coste global del trabajo.
La idea, que no parece haber
desaparecido en las culturas asistenciales de la izquierda de generalizar la
adopción del principio asegurador, extendiendo la aplicación incluso de las
formas de apoyo a las rentas de los trabajadores momentáneamente desempleados,
cuando las transformaciones del trabajo echan luz sobre su crisis irreversible
sería un presagio de nuevas, y a la larga ingobernables, desigualdades y nuevas
rupturas de la convivencia civil.
Un Estado social que vuelva
a encontrar, en términos profundamente diversos a los modelos de la segunda
posguerra, su propio papel de motor del pleno empleo y de las transformaciones
del trabajo, basando su intervención en la promoción de servicios
descentralizados y cada vez más autogestionados, orientado a gestionar
progresivamente el ejercicio de algunos derechos fundamentales –por ejemplo, el
de la autorrealización, mediante un trabajo o una actividad en todas las fases
de la vida y como el librarse de todos los handicaps fisicos, culturales y
profesionales que obstaculizan la consecución de un trabajo o una actividad,
cada vez más libremente elegida y
determinada-- podría construir, a
partir de estos nuevos derechos de ciudadanía, un compromiso y un pacto entre
ciudadanos, centrado en la conquista de una mayor libertad en el trabajo.
Sin embargo, recorrer un
camino de este tipo e intentar reconciliar sobre estas bases el momento del
conflicto con el momento del proyecto, superando la esquizofrenia, que siempre
caracterizó a la izquierda cuando pasa de la “resistencia” a la
“gobernabilidad”, no puede ser una operación de cosmética o una pura y simple
puesta al día de los parámetros de comportamiento.
De poco sirven –cuando no
inducen a un oscurecimiento de los problemas reales a resolver— las diatribas
sobre el carácter formal, más o menos angosto, de ciertas políticas de alianzas
(sociales o políticas) o sobre la emancipación, mayor o menor de una fuerza de
izquierda del viejo pecado de la ilusión sobre la reformabilidad del modelo soviético que parecen monopolizar
la reflexión crítica derivada del colapso progresivo de los sistemas
totalitarios del socialismo real y la crisis del estatalismo. De poco sirven,
si no inducen a volver a la encrucijada del que partieron dos concepciones
alternativas entre ellas del papel emancipador de las fuerzas reformadoras; dos
modos de entender el valor de los derechos formales y los recursos para su
ejercicio; dos modos de entender la liberación de los trabajadores de la
explotación y la opresión; dos modos de entender la democracia. De poco sirven,
si no obligan a ajustar cuentas con la gran cuestión de las diversas ideologías
“triunfadoras” de la izquierda en el curso del siglo XX: el de la libertad
posible en la polis donde se
desarrolla, autónomamente o con la coordinación y la dirección de otros, un
trabajo o una actividad, la puesta en marcha de un proyecto personal donde cada
cual está puesto a prueba.
Si estas observaciones, deliberadamente
unilaterales, tienen aunque sea parcial un fundamento, entonces la otra gran
cuestión (la reunificación gradual del saber y el trabajo; la recomposición en
términos individuales y colectivos del trabajo parcelado y fragmentado; la
liberación de las potencialidades creativas del trabajo subordinado o
heterodirigido; la superación de las barreras que todavía dividen el trabajo de
la obra y la actividad; la cooperación conflictiva de los trabajadores en el
gobierno de la empresa, partiendo de la conquista de nuevos espacios de
autogobierno del trabajo) deja de ser un tema periférico de la política y un
terreno a experimentar para la ampliación de nuevos derechos sociales. Y vuelve
a ser una cuestión crucial de la democracia política y repropone la exigencia
de basar toda la reelaboración de los modos de funcionamiento y legitimación de
los Estados modernos bajo una auténtica reforma institucional de la sociedad
civil inferida por una nueva definición de los derechos de ciudadanía.
Sólo si madura dicha
consciencia en las fuerzas de izquierda reformadora será posible evitar que la
crisis del fordismo y la más larga y tormentosa del taylorismo se traduzcan en
una segunda revolución pasiva, hegemonizada por unas tentativas erráticas de
los diversos capitalismos de buscar nuevas vías. Y las nuevas fronteras a
experimentar en la organización del trabajo y los saberes podrán coincidir,
cada vez más, con las nuevas fronteras de la libertad.
FIN
(Este libro se ha traducido
en la ciudad de Parapanda, finalizando la tarea el día 25 de julio de 2012 a las 12 horas y 22
minutos)
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