viernes, 13 de julio de 2012

CAPÍTULO 20.1 TRABAJO Y CIUDADANÍA.



Último capítulo. Primera parte



Último capítulo. Primera parte


Ha llegado el momento de interrogarnos sobre la contradicción singular que, desde hace dos siglos, recorre la historia del pensamiento socialista y del pensamiento reformador, atravesando al mismo tiempo la historia de los movimientos reales para cambiar el destino de las clases trabajadoras.

De un lado, la temática de la liberación del trabajo y, en tiempos más recientes, la acción para cambiar la organización del trabajo subordinado, han estado casi siempre relegados, en fin de cuentas, a un campo secundario de la acción política y social. O incluso considerados inactuales en una fase en la que el imperativo del desarrollo de todas las fuerzas productivas (incluida la organización “racional del trabajo) sobresalía sobre todo lo demás, al considerarse que dicho desarrollo era la gallina de los huevos de oro del Estado providencia y redistribuidor. También eran considerados, en todo caso, como “periféricos” –y de menor entidad--  con respecto a los que concebían como objetivos y parámetros de una democracia política. Por lo que, más bien, se ha hablado de una integración posible –aunque variable en sus contenidos— de democracia política, democracia económica, democracia social y derechos de “tercera generación”: los derechos sociales que, metiendo en el mismo saco, la asistencia, la previsión y los derechos individuales fundamentales –como el derecho a la formación y a la información--  eran derechos de ciudadanía, necesariamente dependientes, para su ejercicio, de los recursos económicos variables  de la colectividad y de las opciones cambiantes de la política a nivel de Estado. 

Por otro lado, a partir de esta temática, considerada periférica por las ideologías dominantes de los movimientos reformadores, se ha desarrollado de manera recurrente una áspera controversia en el seno de dichos movimientos; una lucha sin exclusión de culpa, que ha desembocado  rápidamente en el conflicto entre “estatalismo” y reforma de la sociedad civil, entre derechos individuales y poder de las burocracias, entre libertad sin adjetivos y derivas autoritarias del Estado.               

En el origen de esta contradicción está probablemente el hecho de que, aunque gran parte del movimiento “reformador”  --el de los primeros demócratas y los primeros socialistas--  partía del reconocimiento (en sus diversas formas de opresión del trabajo humano) de la esclavitud del trabajo asalariado, la primera raíz de la falta de libertad de la persona, la negación de la identidad del hombre es el origen de las desigualdades no naturales entre los humanos. Fue una intuición de gran alcance para reconsiderar la  relación entre los hombres en el trabajo y en la vida cotidiana, aunque se resignó a situar la conquista de la libertad del trabajo como el fin último del proceso de emancipación, como la última frontera de la democracia. Los más aguerridos se orientaron a utopías milenaristas, facilonas e improvisadas, para superar la división social del trabajo (el hombre cazador, artesano y artista al mismo tiempo, o en la “cocina” como gobierno de un Estado “administrador de las cosas”, tras la extinción del Estado político) con tal de dejar íntegra la hipótesis de ya larga tradición, que confiaba en los poderes autoritarios de un ilustrado Estado planificador, encargado de calmar o resarcir los sufrimientos y la falta de libertad de la persona que trabaja bajo la decisión discrecional de otros.

Por esta razón, la lucha por la emancipación de la clase trabajadora se detuvo no tanto --¡entiéndase bien!— ante las relaciones de propiedad como ante la naturaleza “privada”, extra moenia [ante las murallas], de las relaciones de trabajo, de gobernantes y gobernados en los centros de trabajo, considerados parte integrante e inseparable de las fuerzas de producción y del proceso de producción de riqueza.

O, por lo menos, fue de esa manera para la parte “triunfante” de las ideologías socialistas y reformadoras.

Y, al mismo tiempo, la búsqueda de los liberales y de los demócratas para la ampliación de las fronteras de la democracia política hasta superar el derecho de censo y poner en tela de juicio la primacía del derecho de propiedad, se detuvo generalmente en los umbrales de la sociedad civil y de los centros “privados” de trabajo, que era donde desarrollaba una grandísima parte de la humanidad un trabajo de tipo subordinado y subalterno.


Los filósofos griegos, los padres de la “libertad de los antiguos”, captaron ciertamente toda la dimensión del problema --para ellos desestabilizadora-- de cualquier forma posible de una solución radical que viniese de la redefinición de las relaciones de poder en el trabajo subordinado y del reconocimiento de los derechos específicos de las personas sujetas a un trabajo subordinado para garantizar la posibilidad de contribuir a determinar la calidad y cantidad  de la prestación laboral. Por esto construyeron la “polis” como esfera de libertad pública diferenciándola rigurosamente de la esfera privada, de la esfera del “dominio privado”. La polis como reino de la igualdad entre ciudadanos en contraposición a la vida familiar y a la esfera privada como “centro de la más rígida desigualdad” (Anna Haredt). Por esta razón Aristóteles identificaba la libertad con plena independencia “de las necesidades de la vida y de las relaciones que ellas originaban”. Y excluía de la esfera de la polis y de la libertad pública “no sólo el trabajo que definía la existencia del esclavo, totalmente condicionado por la necesidad de sobrevivir y por el dominio del patrón, sino también el trabajo del artesano y la actividad del mercader”.

Con mucho rigor Kant, que captaba con lucidez la peculiaridad y la íntima contradicción que refleja el “contrato” de trabajo subordinado, libremente pactado en el mercado de las mercancías pero basado en la “violencia” en el uso del tiempo vendido y de la persona que encarna ese tiempo, prefería excluir deliberadamente (¿esperando tiempos mejores?) del derecho de ciudadanía al sujeto de tal contrato, confinando su “estatuto” en la esfera del derecho privado. Esto era así porque el reconocimiento de los derechos públicamente tutelados al trabajador asalariado (y no sólo, como preveía Kant al dependiente del Estado) habría comportado poner en tela de juicio de los mismos términos del contrato y la relación entre violencia y dominio (Gewalt) que constituye su peculiaridad de cambiar,  que está en contradicción con la libertad del trabajador asalariado de intercambiar su propio trabajo con una retribución.

Ahí se detuvo Kant poniendo, tal vez por realismo, el límite que el concepto de ciudadanía  tenía en el siglo XVIII. No obstante se detenía con la consciencia de encontrarse ante una contradicción y un problema abierto. Porque introducir en la relación del trabajo subordinado asalariado la determinación de los derechos precisos que atestiguan, no una contradicción de compraventa sino la “independencia”, al menos parcial, usando la terminología de Kant, del trabajador salariado, implicaba introducir el principio de ciudadanía en el interior de aquella polis, respaldada por las relaciones privadas entre las personas, que es el lugar donde se organiza se y dirige el trabajo subordinado. Dicha contradicción conceptual y material distingue el contrato del trabajo subordinado marcará la negociación colectiva, el derecho civil y el derecho del trabajo hasta nuestros días.

De un lado, el derecho civil –no sólo Ricardo y Marx— considerará el trabajo (la fuerza de trabajo para Marx) como una mercancía libremente intercambiable en el mercado en una relación de compraventa que certifica la libertad de la persona y el derecho de propiedad. Esta fuerza de trabajo podrá ser definida, calculada y descompuesta como “trabajo abstracto” con una ficción económica y jurídica –tal como sostiene Polanyi--  que es útil, no sólo para una disertación económica, como es el caso de Marx, sino también para legitimar la organización parcelada de la prestación de trabajo concreto: el taylorismo será, a continuación, construido bajo el presupuesto de la descomponibilidad cuantitativa y el cálculo minucioso de toda unidad de trabajo abstracto. Por otro lado, el adquiriente de un trabajo abstracto –delimitado solamente por la duración de la prestación y bajo unas condiciones de relativa estabilidad de la relación de trabajo— toma posesión, al mismo tiempo, de una persona concreta (y, en cuanto tal, irreducible a una descomponibilidad cuantitativa) adquiriendo la facultad de someterla a su indiscriminado dominio. No por casualidad Kant ponía como condición que no estuviese delimitado en el tiempo, que en ningún caso durase toda la vida, con el fin de que la relación de trabajo subordinado no se convirtiera en una condición de servidumbre.

Por esta razón tanto el derecho civil como el derecho del trabajo en los países latinos y en los germánicos oscilarán entre una definición del contrato de trabajo asalariado que los sitúa entre los contratos de intercambio, de compraventa y en otra de origen corporativo que, sin embargo, los relaciona con el derecho de las personas y el derecho comunitario con la noción de subordinación personal. De esa forma se encontrarán aprisionadas por las dos caras que asume el trabajo en la relación del salariado: “la del trabajo como bien intercambiable y como objeto de derecho y el trabajador como persona, como sujeto de derecho.

Sin embargo, cuando se inicia la lucha de los reformadores para obtener el reconocimiento incluso para el trabajador salariado sin propiedad y después para las mujeres (otro sujeto que ha sido relegado a “lo privado”) de una “independencia” no ya sólo económica sino social y política; en el momento en que se completan los primeros pasos hacia el sufragio universal sin obligación de censo; en el momento en que, a mitad del siglo XIX, incluso la compraventa de la jornada de trabajo se convierte, cada vez más, en una controversia y en negociación colectiva –y algunos de sus contenidos están sujetos a las reglas universales de la legislación pública de tutela a la persona (sobre la duración del trabajo, la edad y el sexo de los trabajadores asalariados, la condición material de la prestación de trabajo) … entonces es cuando surge algo que ya no se puede dejar de lado: el dramático problema de la “libertad diferente” del trabajador subordinado. Y se transforma en contradicción real, conflictual, aquello que en un tiempo parecía ser solamente una contradicción “filosófica”, conceptual: la contradicción explosiva entre un trabajador ciudadano, habilitado para el gobierno de la ciudad, pero privado (por los hombres, no por la naturaleza) de derecho de buscar también en el trabajo su auto realización y conseguir su propia independencia, participando en las decisiones que se toman en el centro de trabajo; del derecho de ser informado, consultado y habilitado para expresarse sobre las decisiones que se refieren a su trabajo. Y el ejercicio efectivo de tales derechos pone inmediatamente la exigencia de reunificar en el trabajo lo que había estado separado por un muro infranqueable: el conocimiento y la ejecución; el trabajo y sus instrumentos, ante todo en términos de saber; el trabajo y la actividad creativa.

Aquí no se trata de la tradicional contradicción marxiana entre derechos formales (y, por ello, necesariamente desiguales) y derechos reales, o sea, los que podrían ser efectivamente gozados con la superación de la explotación mediante la radical modificación de las relaciones de propiedad. Se trata de otra contradicción que atraviesa también la cultura de la democracia y del socialismo; y que recorre, como ya lo hemos visto, la misma investigación de Marx y las diversas ideologías “marxistas” que surgieron después de Marx. Es la contradicción entre derechos formales reconocidos al ciudadano en el gobierno de la Ciudad y los derechos formales negados al trabajador asalariado en el gobierno de su propio trabajo. De ahí que, permaneciendo dicha contradicción, la lucha de los movimientos reformadores (socialistas o solamente democráticos) para garantizar mayores recursos (provisions) en el ejercicio de determinados derechos “de ciudadanía” resulta, de entrada, basada en la desigualdad en términos de derechos y oportunidades entre la persona que interviene en la esfera pública, la polis, y la persona sometida a una relación de subordinación en la esfera privada: la familia, en la asociación o en la empresa.

Mientras –como afirmaba un jurista francés, Georges Ripert, en los años cincuenta--  es necesario reconocer que “el trabajo es el mismo hombre en su cuerpo y espíritu, y ello no es el objeto posible de un contrato de derecho privado”.

En realidad, la acción sindical, la legislación social y la jurisprudencia desde finales del siglo XIX, han intentado conciliar de alguna manera, la tutela de la persona que trabaja, como sujeto de derechos, con la compraventa de la mercancía-trabajo que asegura a su adquiriente un derecho de mando sobre la persona misma; compatibilizar, de alguna manera, la contradicción entre libertad y subordinación. Será a través de la afirmación de los derechos colectivos –en primer lugar, del derecho a la negociación colectiva--  donde las fuerzas reformadores intentaron salir del vínculo ciego de la sumisión voluntaria del trabajador que sancionaba el derecho de compraventa de la fuerza de trabajo. Ciertamente, por esa vía se redujo el espacio de arbitrariedad y discrecionalidad que tenía el contrato individual de la compraventa. Aunque también se redujo y quedó delimitado el territorio donde queda intacto el dominio de la jerarquía de la empresa sobre el trabajador. Fueron conquistas de gran valor.

Pero tales conquistas no se han traducido, en la generalidad de los casos, en una nueva generación de derechos individuales, y no han mellado, en esencia, el poder discrecional del dador de trabajo en la determinación del objeto del trabajo y las reglas que, de vez en cuando, estaban presentes en la manifestación de la relación de subordinación de la concreta prestación del trabajo.

La libertad de asociación, asamblea e información se fueron consolidando también en el interior del recinto de la fábrica en la segunda mitad del siglo XX.  Y, con anterioridad, el derecho a una tarea que se corresponda con la cualificación reconocida; el derecho a negociar o a determinar por vía legislativa la delimitación del horario de trabajo y las condiciones mínimas de salubridad y seguridad en el trabajo. Pero el área donde se desarrolla directamente la prestación del trabajo subordinado y donde, con la organización del trabajo, se ejerce el dominio sobre el trabajador asalariado, el  área donde se determina el objeto concreto del trabajo ha quedado, hasta la presente, excluida –al menos en la mayoría de los casos--  de cualquier forma de negociación colectiva como, por ejemplo, la formalización de derechos inherentes a la persona-trabajador. Ha quedado en un área que está confinada en el derecho privado, en la que están “suspendidos” los derechos de ciudadanía.

En la medida en que esta contradicción entre trabajo mercantilizado y persona, como sujeto de derechos, es cada vez más lacerante en la realidad cotidiana y no sólo conceptualmente; en la medida en que ella genera conflictos cada vez más agudos en la esfera de la producción de bienes y valores; y en el momento que determina una sobrecarga cada vez mayor de demanda en la esfera de la distribución y una continuada desestabilización del ordenamiento social, la cuestión de la “libertad” en el trabajo, se convierte en la libertad tout court. Y la cuestión de la “democracia industrial” –es decir, la relación entre gobernantes y gobernados--  deviene la cuestión dirimente para el futuro de la democracia sin adjetivos.

En otras palabras, la libertad en la época moderna se ha convertido en la cuestión de la reunificación ante todo, en términos de derechos y oportunidades-- del trabajo y de sus instrumentos de conocimiento y decisión. El imperativo de las formas modernas de democracia –“conocer para poder participar en las decisiones”--  es irrealizable si no coincide cada vez más con la afirmación de nuevas formas de democracia en el trabajo que sea capaz de liberar las potencialidades creadoras, de reunificación tendencial del trabajo, la obra y la actividad.

La posibilidad de reconstruir una ligazón, una continuidad, entre estos diversos momentos de la actividad humana y de reconstruir dicho ligamen, ante todo en el trabajo subordinado, depende cada vez más de la posibilidad de poner en marcha una iniciativa consciente orientada a reducir las formas de opresión y discrecionalidad que cargan sobre todas las formas del trabajo heterodidirigido. La posibilidad de encontrar, en cualquier tipo de trabajo, la oportunidad de realizar un “proyecto personal” está inextricablemente ligado  a la conquista, siempre, de nuevos espacios de libertad y participación en las decisiones para someter a un control efectivo todas las formas de heterodirección.

Esta prioridad estratégica de una auténtica reforma de la sociedad civil es cada vez más imperiosa en la presente fase cuando asistimos a profundas transformaciones del trabajo en todas sus formas (que todavía están abiertas a las salidas más diversas) y cuando vemos, sobre todo en la “periferia” del sistema industrial, que se cuestionan las barreras que separaban rígidamente el trabajo ejecutivo del trabajo creativo, el trabajo asalariado del trabajo autónomo, el trabajo “abstracto” de la prestación personalizada. Precisamente cuando la exigencia de definir los espacios de libertad, creatividad y auto realización de la persona no se identifica solamente con la categoría tradicional del trabajo asalariado pero se encarna cada vez más en todas las formas de trabajo y actividad.

En todo caso, es ante todo el contrato de trabajo subordinado el que entre en una crisis irreversible con el peso ya insostenible de su contradicción originaria, cuando el impacto de la nueva revolución industrial, basada en las tecnologías de la información y las comunicaciones, determina el declive del sistema fordista y comienza a cuestionar las formas tayloristas de la organización del trabajo que han sido su “corazón”. 

Esta crisis se manifiesta en dos vertientes. En primer lugar, el bajón de la posibilidad de recurrir a la ficción económica y jurídica del trabajo abstracto, como unidad de cuenta que permitía tanto la compraventa de la mercancía-trabajo como la organización fragmentada –aunque a menudo más convencional que real--  del trabajo subordinado, hace emerger la persona concreta  del trabajador, como sujeto de la relación de trabajo incluso dentro de la  relación del trabajo subordinado, y tras el acto de compraventa: un sujeto de derechos sin derechos, al menos en lo referente a la determinación de las condiciones que deben efectuarse en su trabajo concreto. En segundo lugar, la venida a menos de una condición fundamental, bajo la cual –en la mayoría de los casos--  se efectuaba el intercambio entre un salario, capaz de asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo y la disponibilidad de la persona que encarnaba dicha fuerza de trabajo durante un periodo de tiempo determinado. Es decir, la relativa estabilidad de la relación de trabajo –o, al menos, la indeterminación efectiva de su duración.

En este punto, cuando la flexibilidad creciente de la prestación de trabajo – en su calidad, sus tiempos y su duración--  pone fin a una de las condiciones de dicho intercambio anómalo, la cuestión del objeto de trabajo, de la obra a realizar y de las nuevas certezas que, en términos de la calidad del trabajo pueden sustituir las certezas que ofrece la duración indeterminada de la relación del trabajo, adquieren una importancia central. Y su resolución es la condición de supervivencia de un contrato de trabajo que no vuelva a ser una relación de tipo servil. De ahí que surja la exigencia de definir los derechos –en primer lugar, los individuales, aunque deben ejercerse colectivamente--  que pueden, no tanto aumentar las contrapartidas, los resarcimientos salariales y “sociales” del trabajo de duración indeterminada, del trabajo a término, como permitir a la persona concreta que se exprese a través de cualquier tipo de trabajo y participe en las decisiones que definen dicho trabajo con sus requisitos y sus vínculos.

La libertad y la auto realización de la persona, en todas las formas de trabajo y actividad donde se pone a prueba un proyecto personal que define la identidad de un individuo que vive en comunidad, aparecen –hoy más que ayer--  como el cemento posible de un nuevo contrato social que conjure la guerra de corporaciones en un conflicto distributivo cada vez más recluido en estrechos confines determinados por vínculos externos que influyen en las economías nacionales.

En el pasado, ante dicho desafío –en esto y no en otra cosa consiste la reconstrucción de una relación dialéctica entre Estado y sociedad civil, entre política y economía, volviendo a descubrir el espesor de la historia de la sociedad civil que a menudo ha procedido de un modo autónomo y disociado de la historia de los Estados y de la historia de la ciudadanía política--  las fuerzas reformadoras radicales, los movimientos socialistas se han dividido de manera dramática. No tanto sobre los medios que después  se convirtieron en “fines” sino sobre el fin explícito que, de vez en cuando, era posible alcanzar. 

Se han dividido entre, de un lado, la búsqueda (en primer lugar, en el campo de los derechos individuales y en los de la educación y la formación) de una igualdad progresiva de las oportunidades, incluso en la relación de trabajo que nunca sustituía la acción individual y colectiva de quien, en el tiempo, pierde la independencia y la dignidad, y busque reconquistarla; y, de otro lado, la búsqueda de la realización, fuera del trabajo, de la máxima felicidad posible  (no de la libertad) del trabajador subordinado, interpretando las necesidades alienadas que ello expresa más allá de su relación subordinada, para poder compensar sus efectos negativos. Naturalmente sobre la base de los cambiantes criterios establecidos por las clases dominantes, asumiendo que el Estado  (y no la sociedad civil)  es la única sede de las decisiones que pueden ser tomadas para el bienestar de una comunidad mutilada.

La separación que se determina en las filosofías y experiencias concretas de las fuerzas reformadoras –desde los años de la Revolución francesa--  ha sido entre, de un lado, la conquista y experimentación, aquí y ahora, de nuevos espacios de libertad, ante todo en el trabajo, promoviendo incluso con la intervención legislativa del Estado el posible ejercicio de derechos individuales y colectivos orientados a ampliar las oportunidades libremente elegidas cuestionando los equilibrios de poder (antes que las relaciones de propiedad) que se concretan con el monopolio de la decisión, el uso de los medios de producción y los instrumentos del saber; y, de otro lado, la persecución de una imposible igualdad “de los puntos de llegada” (como querían los levellers ingleses, los sans culottes franceses o quienes, más tarde se convirtieron en recurrentes profetas de un igualitarismo salarial) orientada a compensar de alguna manera la dificultad de alcanzar el reconocimiento y legitimación de los derechos al conocimiento y a la decisión en la relación del trabajo subordinado y heterodirigido.

Es el conflicto que transpira entre el Robespierre de la abolición del “censo”, el Robespierre del derecho universal de ciudadanía, de la libertad de asociación y el Robespierre de la abolición de las corporaciones del trabajo subordinado, de la Diosa Razón y la fiesta del Ser Supremo.

Es el conflicto entre las ideas de Nicolas de Condorcet   sobre el papel liberador de la instrucción pública, la descentralización del Estado, la abolición de toda discriminación de sexo, etnia, religión, estatus entre los ciudadanos y la opción de Robespierre en defensa de un poder centralizado del Estado (contra cualquier hipótesis de federalismo) y de su prerrogativa de representar de manera exclusiva y expresar el “bien supremo” de la nación.

Es el conflicto que permanece entre el Marx que, a partir del análisis de las relaciones de opresión que permiten la alienación y la fragmentación del trabajo, reenvía sin mediaciones a cuando el trabajo sea “el primer deseo de la vida”, es decir, cuando sea superada la división, social y técnica, del trabajo, y el Marx que confía en “el Estado de la dictadura del proletariado” la tarea preliminar de modificar las relaciones de propiedad y superar la “explotación” a través de la socialización de los procesos distributivos.

Es el conflicto entre cuantos, desde Lassalle a Kaustky y Lenin, extraen de la ambigüedad de Marx  la convicción de que el socialismo pasa, ante todo, por la ocupación del Estado y por la intervención, más o menos radical, de ello en la esfera distributiva, dejando no obstante intactos las relaciones entre gobernantes y gobernados en los centros de producción, y aquellos que –incluso en nuestros días--  intentan recuperar la actualidad y la inmediatez de la conquista (aunque gradualmente) de la liberación del trabajo que Marx aplaza en una lógica gradualista equívoca y, a menudo, errónea en la fase superior de la sociedad comunista; y que, sin embargo, “vive como voluntad, como esperanza, como utopía concreta en las acciones y en las fantasías de los hombres de hoy” [Ver Oskar Negt La logica specifica del periodo di transizione. Sull´attualità delle Glosse marginali al programma di Gotha].  

De hecho, para estos últimos, el conflicto entre gobernantes y gobernados nace, en primer lugar, allí  donde se desarrolla la relación de trabajo subordinado, donde se han prefigurado las formas de organización del Estado y su burocaracia “racionalizada”.                    
 

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