La experiencia británica del control obrero y de la
lucha por una articulación autónoma de la sociedad civil no fue una experiencia
aislada, más allá de la reconocida influencia de las tesis de los socialistas
guildistas en muchos dirigentes del movimiento socialista en Europa y en los
Estados Unidos.
Como subrayaba Cole en su referencia a la Gran Bretaña , esta experiencia
se relacionaba con los movimientos reivindicativos partidarios del “unionismo
industrial” y con las del sindicalismo revolucionario que luchaban por
conquistar nuevas formas de “democracia industrial” y construir sindicatos
“generales”, capaces de reunificar, en torno al “control desde abajo”, a los
trabajadores de las más diversas categorías y formas de ocupación.
Ciertamente había una influencia recíproca entre el
movimiento por el control obrero en la Gran
Bretaña y el que se desarrollaba en los Estados Unidos en los
primeros veinte años del siglo XX para construir los sindicatos de industria y
los comités de fábrica (una vez más, los shop
stewards). Era una alternativa no corporativa al proceso de racionalización
taylorista. Se trataba de un movimiento mucho más complejo y articulado de lo
que entendió Gramsci a través de la lectura de los apologetas franceses del
taylorismo, y más allá de las figuras –quizá demasiado sobredimensionadas—
como, entre otras, Daniel
de Leon.
Las batallas de los Industrial
Workers of the World por la conquista de
nuevos derechos individuales y colectivos en los centros de trabajo; la creación de nuevos organismos de representación
y control; el ingreso de los “no organizados” y las minorías étnicas en el
“sindicato de industria”; su acción contra el corporativismo conservador de la American Federation
of Labour (y su pacto con los fautores de la racionalización taylorista a
cambio de la legitimación del sindicato), dejará una huella en el movimiento
obrero americano que volverá a emerger en los años de la gran crisis con el
surgimiento de la CIO
y de un nuevo sindicalismo general en lucha para negociar las condiciones de trabajo,
sustrayéndolas de la determinación autoritaria de los jerarcas de las empresas.
El sindicalismo revolucionario francés sufrirá, sin
embargo, un colapso con la explosión de la primera guerra mundial.
Sucesivamente se verá afectado tanto por su crisis interna como por la política
de “unión sagrada” del sindicalismo reformista, en torno a compromisos
salariales, de la mayoría de la
CGT con los empresarios que pusieron en marcha la
“organización científica del trabajo”. Estos luchaban contra “todos los
abusos”, es cierto. Pero con la reafirmación del viejo principio reformista:
“Producir el máximo de trabajo con el menor tiempo para el mayor salario”. Los
objetivos establecidos --desde el “periodo bélico” del control obrero y de la
democracia industrial como contrapesos de la “organización científica del
trabajo”-- devienen en la práctica
reivindicativa de la CGT
la simple cobertura verbal de la búsqueda de un compromiso con las empresas en
el terreno meramente distributivo. Sin embargo, sobrevivieron a la crisis del
sindicalismo revolucionario, que fue mayoritario durante un tiempo, algunas
tendencias “federalistas” y “consejistas”. Por ejemplo, las que representaba la Conféderation Général
du Travail Syndicaliste Revolutionaire, que se opuso categóricamente al
taylorismo, particularmente en su versión francesa, intentado –con poco éxito—
la construcción de experiencias alternativas para “aumentar la posibilidad del
rendimiento mecánico y disminuir la fatiga del hombre”.
Junto a estas huellas del pasado toman cuerpo, no
obstante, nuevos tipos de experiencias reivindicativas y, sobre todo, de
elaboración que se sitúan más abiertamente en el terreno de la búsqueda de una
organización del trabajo centrada en la autonomía y la creatividad del trabajo
humano. En primer lugar, es significativo el testimonio de una organización
sindical autónoma como la Union
de Syndicats de Techniciens que organizaba a menudo trabajadores que fueron un
observatorio o “actores directos” de la organización científica del trabajo. La UST basará, de hecho, su
programa en el “rechazo de colaborar con la auténtica superexplotación que
comportan los procesos de racionalización bajo la cobertura de una
“mixtificación cultural y científica” (no existe, dicen, un tiempo de trabajo
justo como no existe un salario justo) y en la promoción de una organización
colectiva de la empresa que permita practicar una “racionalización
verdaderamente racional”.
Por su parte, una revista
como “La Révolution
proletarienne”, que agrupaba intelectuales y militantes provinentes del
sindicalismo revolucionario o del movimiento comunista como Pierre
Monatte, Boris Souvarine y Simone Weil, conduce una dura batalla
incluso en el interior de los sindicatos (tanto en la CGT como en la CGTU , próxima ésta al Partido
comunista) para boicotear toda forma de resignación ante el taylorismo (“lo opuesto
a la ciencia”, afirman), planteando un espacio “ergonómico” en la organización
del trabajo en la industria, promover iniciativas de resistencia y autogobierno
del trabajo y responder al recurso desenfrenado del “trabajo en la cadena de
montaje”.
Ya hemos dicho que en Italia
(como el mismo Gramsci subrayaba) el sindicalismo revolucionario no expresó,
tras la primera guerra mundial, un movimiento de gran consistencia como
alternativa al taylorismo. Tampoco produjo una literatura que, al menos en términos
de protesta, indicara otras soluciones a las que imponía el proceso de
racionalización. Algunos “sindicalistas” como Carlo Petri que escribían en
L´Ordine Nuevo fueron partidarios del sistema Taylor.
Sin embargo, tiene alguna
importancia, ya en los años del fascismo, la contribución de un grupo de
intelectuales, algunos de origen socialista, que se agrupa en torno a Giustizia
e libertà. De hecho, esta
aportación sitúa en el interior de una concepción federalista de la
organización del Estado (que hoy alguien descubre como “extraña” a las
tradiciones seculares de la izquierda, después de haber aceptado en el pasado
con cierta desenvoltura un descubrimiento improvisado y facciosamente
apologético de Proudhon) las reivindicaciones de un sistema de autonomías que
se articula no sólo en las instituciones públicas sino también en la sociedad
civil, en los parlamentos centrales y regionales, en los sindicatos y en los
ayuntamientos. Este intento de formular un proyecto articulado de autogobierno
que emanaba sobre todo de los intelectuales turineses de Giustizia e Libertà,
aunque fuera todavía aproximativo, se situaba más allá de la versión gramsciana
de los consejos y de las tesis de Piero
Gobetti.
En
las tesis de los turineses la autonomía se identifica con el desarrollo de
formas de autogobierno, no alternativas a la democracia representativa, que en
los consejos “no deben representar solamente la medida de la capacidad técnica
de los trabajadores sino –a través del control obrero (esto es, el sistema de
control que se substituye en la visión pública y estatalista de los consejos)
constituir una afirmación de libertad política”. Por otra parte, hace tiempo que
se ha subrayado la influencia que tuvieron en la reelaboración del federalismo,
como “sistema de autonomías” que se vivifica en la sociedad civil, tanto la obra de un gran sociólogo y jurista
como Georges
Gurvitch como la
aportación de una figura tan compleja intelectualmente como la de Andrea Caffi o los escritos
de G.D.H. Cole y las experiencias del Guild Socialism. Por otra parte, el
debate que planteó el grupo turinés contribuirá a una reelaboración de los
contenidos “sociales” del federalismo, sostenido por el movimiento de Giustizia
e Libertà y, por parte de su ala socialista, Carlo
Rosselli y Silvio
Trentin a un cada vez más marcado enraizamiento en una concepción
de la sociedad civil como lugar de reconstitución de formas de autogobierno,
capaces de relacionarse y confrontarse con las instituciones de un Estado
descentralizado.
Sin
embargo, en los años de la reflexión gramsciana sobre el taylorismo y el fordismo
no faltaron las aportaciones de estudiosos o de corrientes culturales
minoritarias que se expresaron no sólo en los márgenes del movimiento obrero
organizado sino incluso en el mundo católico. Que, dentro y fuera de los
sindicatos, de los partidos socialista y comunista, pudieron plantear (además
de su búsqueda de la libertad de la persona en la relación de trabajo) una
ruptura ideal y política con la vulgata dominante del socialismo de Estado, de
los planes estatales y la revolución “por arriba”. Ante todo, clarificando las
raíces de esta vía estatalista al socialismo y esta involución de la política,
convertida en patrimonio de un cuerpo especializado y separado (con sus reglas
y sus “secretos”) como fue el caso de la tecnoburocracia. Es decir, por un
lado, la negación de toda libertad en la prestación de trabajo subordinado, una
vez que han sido convenidas la duración del tiempo de trabajo y las
remuneraciones; la pérdida de todo derecho de ciudadanía en el centro de
trabajo; la fisicidad y unilateralidad, que caracterizan en el trabajo
subordinado, la relación entre gobernantes y gobernados; y, por otro lado, la
sistemática sustitución de la “liberación del trabajo”, de la conquista de una
mayor libertad de la persona en el trabajo por la modificación de las
relaciones de propiedad, operada por las ideologías “vencedoras” que
hegemonizaron las diversas asociaciones inspiradas en el objetivo del
socialismo o la emancipación de los trabajadores.
Entre
tales aportaciones emerge, en la segunda mitad de los años treinta, la provocada por la extraordinaria aventura
intelectual y política de Simone
Weil.
Muchos
críticos, pero también numerosos defensores de la obra de Simone Weil, haciendo
una relectura “en el interior” de su tormentosa búsqueda, tienden a reconducir
su testimonio a una especie de revuelta moral ante el trabajo “despersonalizado”
y “desarraigado” y a algo así como un rechazo, místico y nostálgico, a la par
del progreso y la modernidad. Y lo achacan a las formas que asumió, en el
último periodo de su vida, su conversión al catolicismo. Existe, ciertamente,
un momento místico en el sufrido itinerario de Simone Weil, donde parece que
entrevé las vías de la liberación del hombre en una especie de ascesis y auto
obligación de la persona, que incluso puede tener una cierta forma de
iluminismo autoritario que transpira en las páginas tan sugestivas de sus escritos de los años cuarenta en Londres.
Pero es totalmente equivocado reducir toda la contribución de Weil a la cultura
de la liberación a su conversión religiosa. Estas lecturas reduccionistas,
cuando no viciadas por un prejuicio de fondo, no hacen sino reververar el
rechazo opuesto, en años ya lejanos, a la crítica laica que Weil hizo del “marxismo post Marx” y de las ideologías
autoritarias de la racionalización por parte de los mayores exponentes de la
izquierda tradicional y de la comunista (entre ellos, el herético Trotsky) y,
en el lado opuesto, por parte de los apologetas “burgueses” del taylorismo,
como nos recuerda Georges
Friedmann.
En
realidad, el acercamiento de Weil a la cuestión de la opresión del trabajo,
como “génesis” del Estado autoritario moderno, precede a su dolorosa
experiencia personal que quiso vivir como testigo y actor en la fábrica de
trabajo parcelado. De ahí arranca su crítica radical a la deriva autoritaria
del socialismo de Estado y un análisis desencantado de los mitos del progreso
industrial y la “neutralidad” de las fuerzas de producción, que están en el
origen del influjo dominante que ejercieron las ideologías de la
racionalización en todas las corrientes del movimiento socialista. Detrás de la
“religión de la ciencia” --trasmudada a una cultura de “iniciados” y en un
“lugar secreto” del saber, dentro del culto al Estado (como único lugar de la
política), como centro impulsor de los procesos de racionalización y
planificación centralizada-- Weil, desde
sus escritos de 1933, capta la proyección del gobierno opresivo y totalitario
sobre el trabajo asalariado en las fábricas racionalizadas hacia una
organización autoritaria y totalitaria del Estado, y la emergencia en la
fábrica y en el Estado de una nueva clase social capaz de hacer madurar la
naturaleza del Estado mismo.
Weil
subraya una diferencia neta entre la relación de explotación que nace en el
mercado de trabajo con la compraventa “desigual” del tiempo de trabajo y la
relación de opresión. Y llevando a sus últimas consecuencias las observaciones
de Marx, evidencia la autonomía de la relación de opresión y del sistema de
poder insito en todas las formas de organización industrial, tanto de las
relaciones de propiedad como de las políticas distributivas. Con un recorrido
diferente al que siguió Hannah
Arendt, Weil consigue determinar, en la opresión en el trabajo
humano, una contradicción lacerante de
las democracias modernas y el “crisol” del Estado moderno racionalizado y
totalitario. Su crítica de la utopía totalizante de la tecnocracia y del Estado
totalitario –y, al mismo tiempo, de su impotencia para gobernar desde arriba la
totalidad y la complejidad— madura en aquellos años de la racionalización
triunfante.
De
este acto de ruptura con la deriva lassalleana del marxismo y con la “religión
de las fuerzas productivas” que, según ella, constituía la gran limitación del
análisis de Marx, madurará la decisión, que no era impulsiva, de experimentar
personalmente el trabajo parcelado y oprimido; de vivir y padecer el taylorismo
y el fordismo ya realizados. Weil afrontará dicha prueba para situar, en su
bagaje crítico, sus reflexiones sobre
las “causas de la libertad y la opresión social”, y para buscar los
caminos posibles de una salida progresiva a un sistema de gobierno opresivo del
hombre y de su trabajo, que no podía cambiarse con la ilusoria ruptura
revolucionaria, reducida a un solo momento.
Aquí
esta el valor de su trabajo práctico, que no está desprovisto de un punto de
vista teórico. Incluso por esta razón, su aguda desmixtificación del
“cientifismo” y la misma racionalidad del modelo taylorista y el sistema
fordista, sus investigaciones en el terreno práctico en torno al ligamen entre
“la orden” y “el tiempo” en el trabajo parcelado; sobre el despiadado vínculo
que la subordinación a la “orden” recibida, a la predeterminación –incluso
repentina-- del instante de ese trabajo,
impone a la persona confinada en una tarea sólo de ejecución y sobre el nexo
simultáneo del “tiempo” exigido para la ejecución del trabajo (que impide, en
la terrible monotonía y repetición de la tarea, estar descuidada y obliga al
trabajador a concentrarse “segundo a segundo” sobre un problema mezquino),
constituyeron en los años treinta una de las más profundas investigaciones
críticas sobre la racionalización y la despersonalización del trabajo. Todo
ello en flagrante contraste con las doctrinas productivistas que triunfaban en
el movimiento socialista.
Por
otra parte, Simone Weil --mucho más que
otros-- supo establecer la la alienación
en el trabajo como resultado de una relación opresiva y deshumanizadora con la
alienación de la sociedad civil. No sólo subrayando que las formas de la “fuga”
del trabajo resultan ilusorias e, incluso, desestabilizadoras para la
convivencia civil si no encuentran en la liberación, aunque sea gradual y
siempre parcial, del trabajo su fundamental punto de referencia. Pero también
evidenciando la exasperación de la relación de opresión y el proceso de burocratización del poder en
los centros de trabajo la matriz de una involución burocrática y autoritaria
del Estado que nunca podrá ser eliminada únicamente con la modificación de las
relaciones de propiedad. Incluso cuando la modificación de estas
relaciones coincide con la
estatalización de los medios de producción, la relación de opresión en la
fábrica es, para Weil, la sanción de
la deriva represiva del Estado totalitario.
Pero,
al mismo tiempo, no se escapa de su investigación la toma de conciencia del
límite y la contradicción profunda que hay en el proceso de racionalización
tanto en la fábrica como en el Estado. Mientras percibe con lucidez los
“límites del desarrollo”, Weil sabe poner de relieve que el poder centralizado
y su aparato burocrático, con su progresiva tendencia a la centralización de
las decisiones y al control detallado de lo existente, son cada vez más
impotentes para gobernar la realidad cada vez más compleja y dinámica, de la
fábrica y la sociedad civil. El poder autoritario del Estado autoritario crea
un divorcio entre la sociedad legal y la real, entre política y economía, entre
las élites tecnocráticas y el resto de los estratos sociales. Y, en la fábrica,
la aplicación rigurosa de la racionalización taylorista llevaría a la parálisis
del aparato productivo si no se eludieran cotidianamente, contradiciéndolas,
mediante las mil astucias del “saber hacer” y de los espacios de libertad que cada cual se
ve obligado a inventar. Se trata de observaciones que, aunque comprobadas en el
terreno práctico, fueron liquidadas en los años de la segunda posguerra. Pero
¡qué ruptura con las profecías de la racionalización triunfante como crisol del
socialismo lo que todo ello representó en aquellos años!
En
la utopía del despotismo ilustrado, que acaba por “oprimir con la esperanza de
la liberación, como hizo Lenin, Weil propone una utopía experimental, es decir,
la determinación de las condiciones óptimas
para garantizar al hombre “la verdadera libertad”, una condición en la
que todas sus acciones “se derivarían de una anterior valoración referente al
fin que él propone y la sucesión de medios idóneos para realizar dicho fin”,
escribe en Reflexiones sobre las causas de la libertad
y de la opresión social*. Ello en la plena
conciencia de lo inalcanzable de tal objetivo, y sólo con el objetivo de
alcanzar un criterio para experimentar, en su interacción, todas las
posibilidades, incluso las más modestas, de “aproximación” a este resultado
“imposible”.
Con
gran lucidez, Weil pasando revista a las diversas pistas que debía intentar
como alternativa a la ilusión del momento único de resolución (por ejemplo, el
control obrero y de la formación polivalente, de la alternancia de funciones y
la movilidad profesional, de los grupos de trabajo multifuncionales y la
experimentación de nuevas tecnologías en función de la liberación de las
potencialidades intelectivas de los trabajadores, de la investigación de
grandes dimensiones, incluso arquitectónicas, más “humanas” en la empresa o de
una estrategia de la innovación organizativa donde se entrelazan colaboración y
conflicto entre obreros y management) busca sin ningún tipo de nostalgia en el
mundo preindustrial la forma de “dar un poco de alegría a la máquina que nos
aplasta: el modo de dejar al individuo, aquí y allá, una cierta libertad de
movimiento en el interior de los lazos que le rodea la organización social.
Este es el único proceso revolucionario imaginable, capaz de incidir en las
causas estructurales de la opresión, “ejercida en nombre de la función”, que
Weil contrapone a la contumacia de la teoría y la práctica dominantes en
partidos y sindicatos que, de cualquier modo, están relacionados al movimiento
socialista y comunista.
No
había moralismo de ninguna clase, ni tampoco metafísica en la investigación
minuciosa y casi escéptica que vislumbra Simone Weil buscando las connotaciones
de un “sistema que no conocemos” para ensayar las potencialidades de reducir
--aunque parcial y siempre gradualmente--
la opresión en el trabajo subordinado; las potencialidades que presentan la enseñanza, el control, la
información y promoción de una tecnología que asuma tendencialmente al hombre
como variable independiente.
Y
no es por casualidad que dicha investigación constituirá una fundamental
referencia para quienes, en los años treinta, se midieron con las
contradicciones devastadoras de la gran “racionalización” de la condición del
trabajo subordinado: Georges
Bernanos, Emmanuel
Mounier, y el grupo del
Esprit, y sobre todo gentes como Geroges Friedmann y otros muchas tras él.
Georges Friedmann, en el
curso de su largo y sistemático análisis de las implicaciones de los procesos
de racionalización sobre la naturaleza y la libertad del trabajo humano, siguió
un itinerario diferente, si no opuesto, al de Simone Weil. A mitad de los años
treinta, el joven Friedmann estaba ocupado sobre todo en refutar las rebeliones
metafísicas y reaccionarias del progreso, que la gran crisis de 1929, exigía a
muchos intelectuales; y de subrayar, sin embargo, las connotaciones de clase
que los procesos de racionalización asumían en el capitalismo. De hecho,
Friedmann atribuía un papel determinante a las relaciones de producción (y,
entre estas, a las de propiedad) en la exasperación de los contenidos opresivos
de la división técnica del trabajo. Por esta razón buscaba percibir –en la
primera fase del experimento soviético— un taylorismo de “rostro humano”,
inspirándose en los escritos de la escuela rusa de psicotécnica y hasta en el
movimiento estajanovista que el confundía al pensar que había una recuperación
de la relación entre el pensamiento y la acción en el momento de trabajar.
En los años siguientes,
sobre todo en la segunda posguerra, Friedmann recorrerá, sin embargo, a través
de su investigación crítica sobre el “trabajo a trozos” todas las etapas de la
búsqueda de Simone Weil de las formas posibles de recomposición del trabajo, de
la formación polivalente de los trabajadores, de reconquista mediante el
conflicto de los espacios de libertad en la prestación del trabajo. Lo que le
llevó a reconocer que los cambios en las relaciones de propiedad podían ser
totalmente ininfluyentes en la relación entre gobernantes y gobernados en los
centros de trabajo; y que –cuando se traducían en la estatalización de los
medios de producción—incluso podían acelerar el surgimiento de un estado
totalitario. Como ocurrió en la Unión
Soviética , donde los intentos de “domesticar” el taylorismo
por parte de la joven escuela psicotécnica fueron hechos trizas por la
represión staliniana. Y será su reflexión sobre las fuertes conexiones
existentes entre una cierta fase del progreso técnico y el barlovento –sin duda
no ineluctable, pero formalmente obligado por la cultura de aquella época, por
la ideología taylorista y fordista— lo que llevó a Friedmann, en los últimos
años de su vida, a una fuerte revalorización de la crítica espiritualista de Karl
Jaspers y
de Henri Bergson. E incluso a un cierto escepticismo, mucho más
radical que el de Weil, en lo atinente a la necesaria experimentación de formas
alternativas de organización del trabajo y de la sociedad civil, capaces de
revalorizar la autonomía y la auto realización de la persona en el momento de
trabajar.
Sin embargo, es mucho más
sintomático que los síntomas de la reflexión de Friedmann en la
segunda posguerra estuvieran ya presentes en sus primeros escritos de los años
treinta. Estos contienen ya un núcleo de pensamiento del que nunca renegará;
así como sigue siendo válida, en esencia, su crítica de las formas
espiritualistas de rebelión al progreso técnico y los planteamientos
reaccionarios de los procesos de racionalización, como el corporativismo. Y
también su crítica al corazón de la ideología de la racionalización –al
taylorismo y al fordismo--, a sus contenidos autoritarios: se trata de una
ruptura con la apología del taylorismo que se extiende, durante estos años, en
los sindicatos reformistas, en los partidos socialdemócratas y en muchos de los
partidarios del experimento bolchevique.
Incluso en aquel periodo de
entreguerras, caracterizado por el triunfo de las ideologías de la
racionalización y la estatalización en las culturas y las estrategias del
movimiento socialista y de los movimientos reformadores –como, por ejemplo, los
de matriz cristiana— se ensayaron otros caminos. Hubo otras prioridades
posibles a legitimar en el conflicto social y en la iniciativa de los partidos
reformadores. Hubo otras posibilidades que partieran de un análisis más riguroso
frente a la racionalización como crisol de las tendencias de transformación del
Estado en sentido autoritario, situando el objetivo de la democracia en la
sociedad civil y una mayor libertad de la persona en la relación de trabajo
como fin inmediato y no como medio de la política.
Hubo, y todavía las hay
posibilidades de una búsqueda para conquistar, aquí y ahora, nuevos espacios de
libertad en la actual relación de trabajo y de remoción de la soledad del
trabajador subordinado, demediado en su unidad de ser pensante y despedazado en
su dignidad. Por lo tanto, de su existencia.
Este es también el valor del
testimonio de Simone Weil, más allá de su recorrido errático y su acercamiento
místico con rasgos desesperados.
Hubo entonces, y hay todavía
otra izquierda posible.
* Hay edición castellana, Paidós Ibérica N. del T.
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