Último
capítulo. Primera parte
Último
capítulo. Primera parte
Ha llegado el momento de interrogarnos sobre la
contradicción singular que, desde hace dos siglos, recorre la historia del
pensamiento socialista y del pensamiento reformador, atravesando al mismo
tiempo la historia de los movimientos reales para cambiar el destino de las
clases trabajadoras.
De un lado, la temática de la liberación del trabajo
y, en tiempos más recientes, la acción para cambiar la organización del trabajo
subordinado, han estado casi siempre relegados, en fin de cuentas, a un campo
secundario de la acción política y social. O incluso considerados inactuales en
una fase en la que el imperativo del desarrollo de todas las fuerzas
productivas (incluida la organización “racional del trabajo) sobresalía sobre
todo lo demás, al considerarse que dicho desarrollo era la gallina de los
huevos de oro del Estado providencia y redistribuidor. También eran
considerados, en todo caso, como “periféricos” –y de menor entidad-- con respecto a los que concebían como
objetivos y parámetros de una democracia política. Por lo que, más bien, se ha
hablado de una integración posible –aunque variable en sus contenidos— de
democracia política, democracia económica, democracia social y derechos de
“tercera generación”: los derechos sociales que, metiendo en el mismo saco, la
asistencia, la previsión y los derechos
individuales fundamentales –como el derecho a la formación y a la
información-- eran derechos de
ciudadanía, necesariamente dependientes, para su ejercicio, de los recursos
económicos variables de la colectividad
y de las opciones cambiantes de la política a nivel de Estado.
Por otro lado, a partir de esta temática,
considerada periférica por las ideologías dominantes de los movimientos
reformadores, se ha desarrollado de manera recurrente una áspera controversia
en el seno de dichos movimientos; una lucha sin exclusión de culpa, que ha
desembocado rápidamente en el conflicto
entre “estatalismo” y reforma de la sociedad civil, entre derechos individuales
y poder de las burocracias, entre libertad sin adjetivos y derivas autoritarias
del Estado.
En el origen de esta contradicción está
probablemente el hecho de que, aunque gran parte del movimiento
“reformador” --el de los primeros
demócratas y los primeros socialistas--
partía del reconocimiento (en sus diversas formas de opresión del
trabajo humano) de la esclavitud del trabajo asalariado, la primera raíz de la
falta de libertad de la persona, la negación de la identidad del hombre es el
origen de las desigualdades no naturales
entre los humanos. Fue una intuición de gran alcance para reconsiderar la relación entre los hombres en el trabajo y en
la vida cotidiana, aunque se resignó a situar la conquista de la libertad del
trabajo como el fin último del
proceso de emancipación, como la última frontera de la democracia. Los más
aguerridos se orientaron a utopías milenaristas, facilonas e improvisadas, para
superar la división social del trabajo (el hombre cazador, artesano y artista
al mismo tiempo, o en la “cocina” como gobierno de un Estado “administrador de
las cosas”, tras la extinción del Estado político) con tal de dejar íntegra la
hipótesis de ya larga tradición, que confiaba en los poderes autoritarios de un
ilustrado Estado planificador, encargado de calmar o resarcir los sufrimientos
y la falta de libertad de la persona que trabaja bajo la decisión discrecional
de otros.
Por esta razón, la lucha por la emancipación de la
clase trabajadora se detuvo no tanto --¡entiéndase bien!— ante las relaciones
de propiedad como ante la naturaleza “privada”, extra moenia [ante las murallas], de las relaciones de trabajo, de
gobernantes y gobernados en los centros de trabajo, considerados parte
integrante e inseparable de las fuerzas de producción y del proceso de
producción de riqueza.
O, por lo menos, fue de esa manera para la parte
“triunfante” de las ideologías socialistas y reformadoras.
Y, al mismo tiempo, la búsqueda de los liberales y
de los demócratas para la ampliación de las fronteras de la democracia política
hasta superar el derecho de censo y poner en tela de juicio la primacía del
derecho de propiedad, se detuvo generalmente en los umbrales de la sociedad
civil y de los centros “privados” de trabajo, que era donde desarrollaba una
grandísima parte de la humanidad un trabajo de tipo subordinado y subalterno.
Los filósofos griegos, los padres de la “libertad de
los antiguos”, captaron ciertamente toda la dimensión del problema --para ellos
desestabilizadora-- de cualquier forma posible de una solución radical que
viniese de la redefinición de las relaciones de poder en el trabajo subordinado
y del reconocimiento de los derechos específicos de las personas sujetas a un
trabajo subordinado para garantizar la posibilidad de contribuir a determinar
la calidad y cantidad de la prestación
laboral. Por esto construyeron la “polis” como esfera de libertad pública
diferenciándola rigurosamente de la esfera privada, de la esfera del “dominio
privado”. La polis como reino de la
igualdad entre ciudadanos en contraposición a la vida familiar y a la esfera
privada como “centro de la más rígida desigualdad” (Anna Haredt). Por esta
razón Aristóteles identificaba la libertad con plena independencia “de las
necesidades de la vida y de las relaciones que ellas originaban”. Y excluía de
la esfera de la polis y de la libertad pública “no sólo el trabajo que definía
la existencia del esclavo, totalmente condicionado por la necesidad de
sobrevivir y por el dominio del patrón, sino también el trabajo del artesano y
la actividad del mercader”.
Con mucho rigor Kant, que captaba con lucidez la
peculiaridad y la íntima contradicción que refleja el “contrato” de trabajo
subordinado, libremente pactado en el mercado de las mercancías pero basado en
la “violencia” en el uso del tiempo
vendido y de la persona que encarna ese tiempo, prefería excluir
deliberadamente (¿esperando tiempos mejores?) del derecho de ciudadanía al sujeto de tal contrato, confinando su
“estatuto” en la esfera del derecho privado. Esto era así porque el
reconocimiento de los derechos públicamente tutelados al trabajador asalariado
(y no sólo, como preveía Kant al dependiente del Estado) habría comportado
poner en tela de juicio de los mismos términos del contrato y la relación entre
violencia y dominio (Gewalt) que
constituye su peculiaridad de cambiar,
que está en contradicción con la libertad del trabajador asalariado de intercambiar
su propio trabajo con una retribución.
Ahí se detuvo Kant poniendo, tal vez por realismo,
el límite que el concepto de ciudadanía tenía
en el siglo XVIII. No obstante se detenía con la consciencia de encontrarse
ante una contradicción y un problema abierto. Porque introducir en la relación
del trabajo subordinado asalariado la determinación de los derechos precisos
que atestiguan, no una contradicción de compraventa sino la “independencia”, al
menos parcial, usando la terminología de Kant, del trabajador salariado,
implicaba introducir el principio de ciudadanía en el interior de aquella
polis, respaldada por las relaciones privadas entre las personas, que es el
lugar donde se organiza se y dirige el trabajo subordinado. Dicha contradicción
conceptual y material distingue el contrato del trabajo subordinado marcará la
negociación colectiva, el derecho civil y el derecho del trabajo hasta nuestros
días.
De un lado, el derecho civil –no sólo Ricardo y
Marx— considerará el trabajo (la fuerza de trabajo para Marx) como una mercancía libremente intercambiable en
el mercado en una relación de compraventa que certifica la libertad de la
persona y el derecho de propiedad. Esta fuerza de trabajo podrá ser definida,
calculada y descompuesta como “trabajo
abstracto”
con una ficción económica y jurídica –tal como sostiene Polanyi-- que es útil, no sólo para una disertación
económica, como es el caso de Marx, sino también para legitimar la organización
parcelada de la prestación de trabajo concreto: el taylorismo será, a
continuación, construido bajo el presupuesto de la descomponibilidad
cuantitativa y el cálculo minucioso de toda unidad de trabajo abstracto. Por
otro lado, el adquiriente de un trabajo abstracto –delimitado solamente por la
duración de la prestación y bajo unas condiciones de relativa estabilidad de la
relación de trabajo— toma posesión, al mismo tiempo, de una persona concreta (y, en cuanto tal,
irreducible a una descomponibilidad cuantitativa) adquiriendo la facultad de
someterla a su indiscriminado dominio. No por casualidad Kant ponía como
condición que no estuviese delimitado en el tiempo, que en ningún caso durase
toda la vida, con el fin de que la relación de trabajo subordinado no se
convirtiera en una condición de servidumbre.
Por esta razón tanto el derecho civil como el
derecho del trabajo en los países latinos y en los germánicos oscilarán entre
una definición del contrato de trabajo asalariado que los sitúa entre los
contratos de intercambio, de compraventa y en otra de origen corporativo que,
sin embargo, los relaciona con el derecho de las personas y el derecho
comunitario con la noción de subordinación personal. De esa forma se encontrarán
aprisionadas por las dos caras que asume el trabajo en la relación del
salariado: “la del trabajo como bien intercambiable y como objeto de derecho y el trabajador como persona, como sujeto de derecho.
Sin embargo, cuando se inicia la lucha de los reformadores
para obtener el reconocimiento incluso para el trabajador salariado sin
propiedad y después para las mujeres (otro sujeto que ha sido relegado a “lo
privado”) de una “independencia” no ya sólo económica sino social y política;
en el momento en que se completan los primeros pasos hacia el sufragio
universal sin obligación de censo; en el momento en que, a mitad del siglo XIX,
incluso la compraventa de la jornada de trabajo se convierte, cada vez más, en
una controversia y en negociación colectiva –y algunos de sus contenidos están
sujetos a las reglas universales de la legislación pública de tutela a la persona (sobre la duración del trabajo,
la edad y el sexo de los trabajadores asalariados, la condición material de la
prestación de trabajo) … entonces es cuando surge algo que ya no se puede dejar
de lado: el dramático problema de la “libertad diferente” del trabajador
subordinado. Y se transforma en contradicción real, conflictual, aquello que en
un tiempo parecía ser solamente una contradicción “filosófica”, conceptual: la
contradicción explosiva entre un trabajador ciudadano, habilitado para el
gobierno de la ciudad, pero privado (por los hombres, no por la naturaleza) de
derecho de buscar también en el trabajo
su auto realización y conseguir su propia independencia, participando en las
decisiones que se toman en el centro de trabajo; del derecho de ser informado,
consultado y habilitado para expresarse sobre las decisiones que se refieren a
su trabajo. Y el ejercicio efectivo de tales derechos pone inmediatamente la
exigencia de reunificar en el trabajo lo que había estado separado por un muro
infranqueable: el conocimiento y la ejecución; el trabajo y sus instrumentos,
ante todo en términos de saber; el trabajo y la actividad creativa.
Aquí no se trata de la tradicional contradicción
marxiana entre derechos formales (y, por ello, necesariamente
desiguales) y derechos reales, o sea,
los que podrían ser efectivamente gozados con la superación de la explotación
mediante la radical modificación de las relaciones de propiedad. Se trata de
otra contradicción que atraviesa también la cultura de la democracia y del
socialismo; y que recorre, como ya lo hemos visto, la misma investigación de
Marx y las diversas ideologías “marxistas” que surgieron después de Marx. Es la
contradicción entre derechos formales reconocidos al ciudadano en el gobierno
de la Ciudad y
los derechos formales negados al trabajador asalariado en el gobierno de su
propio trabajo. De ahí que, permaneciendo dicha contradicción, la lucha de los
movimientos reformadores (socialistas o solamente democráticos) para garantizar
mayores recursos (provisions) en el
ejercicio de determinados derechos “de ciudadanía” resulta, de entrada, basada
en la desigualdad en términos de derechos y oportunidades entre la persona que
interviene en la esfera pública, la polis,
y la persona sometida a una relación de subordinación en la esfera privada: la
familia, en la asociación o en la empresa.
Mientras –como afirmaba un
jurista francés, Georges
Ripert, en los años cincuenta--
es necesario reconocer que “el trabajo es el mismo hombre en su cuerpo y
espíritu, y ello no es el objeto posible de un contrato de derecho privado”.
En realidad, la acción
sindical, la legislación social y la jurisprudencia desde finales del siglo
XIX, han intentado conciliar de alguna manera, la tutela de la persona que
trabaja, como sujeto de derechos, con la compraventa de la mercancía-trabajo
que asegura a su adquiriente un derecho de mando sobre la persona misma; compatibilizar,
de alguna manera, la contradicción entre libertad y subordinación. Será a
través de la afirmación de los derechos colectivos –en primer lugar, del
derecho a la negociación colectiva--
donde las fuerzas reformadores intentaron salir del vínculo ciego de la
sumisión voluntaria del trabajador que sancionaba el derecho de compraventa de
la fuerza de trabajo. Ciertamente, por esa vía se redujo el espacio de
arbitrariedad y discrecionalidad que tenía el contrato individual de la
compraventa. Aunque también se redujo y quedó delimitado el territorio donde
queda intacto el dominio de la jerarquía de la empresa sobre el trabajador.
Fueron conquistas de gran valor.
Pero tales conquistas no se
han traducido, en la generalidad de los casos, en una nueva generación de
derechos individuales, y no han mellado, en esencia, el poder discrecional del dador de trabajo en la determinación del
objeto del trabajo y las reglas que,
de vez en cuando, estaban presentes en la manifestación de la relación de
subordinación de la concreta prestación del trabajo.
La libertad de asociación,
asamblea e información se fueron consolidando también en el interior del
recinto de la fábrica en la segunda mitad del siglo XX. Y, con anterioridad, el derecho a una tarea
que se corresponda con la cualificación reconocida; el derecho a negociar o a
determinar por vía legislativa la delimitación del horario de trabajo y las
condiciones mínimas de salubridad y seguridad en el trabajo. Pero el área donde
se desarrolla directamente la prestación del trabajo subordinado y donde, con
la organización del trabajo, se ejerce el dominio sobre el trabajador
asalariado, el área donde se determina
el objeto concreto del trabajo ha quedado, hasta la presente, excluida –al
menos en la mayoría de los casos-- de
cualquier forma de negociación colectiva como, por ejemplo, la formalización de
derechos inherentes a la persona-trabajador. Ha quedado en un área que está
confinada en el derecho privado, en la que están “suspendidos” los derechos de
ciudadanía.
En la medida en que esta
contradicción entre trabajo mercantilizado y persona, como sujeto de derechos,
es cada vez más lacerante en la realidad cotidiana y no sólo conceptualmente;
en la medida en que ella genera conflictos cada vez más agudos en la esfera de
la producción de bienes y valores; y en el momento que determina una sobrecarga
cada vez mayor de demanda en la esfera de la distribución y una continuada
desestabilización del ordenamiento social, la cuestión de la “libertad” en el
trabajo, se convierte en la libertad tout
court. Y la cuestión de la “democracia industrial” –es decir, la relación
entre gobernantes y gobernados-- deviene
la cuestión dirimente para el futuro de la democracia sin adjetivos.
En otras palabras, la
libertad en la época moderna se ha convertido en la cuestión de la reunificación
ante todo, en términos de derechos y oportunidades-- del trabajo y de sus
instrumentos de conocimiento y decisión. El imperativo de las formas modernas
de democracia –“conocer para poder participar en las decisiones”-- es irrealizable si no coincide cada vez más
con la afirmación de nuevas formas de democracia en el trabajo que sea capaz de liberar las potencialidades
creadoras, de reunificación tendencial del trabajo, la obra y la actividad.
La posibilidad de
reconstruir una ligazón, una continuidad, entre estos diversos momentos de la
actividad humana y de reconstruir dicho ligamen, ante todo en el trabajo
subordinado, depende cada vez más de la posibilidad de poner en marcha una
iniciativa consciente orientada a reducir las formas de opresión y
discrecionalidad que cargan sobre todas las formas del trabajo
heterodidirigido. La posibilidad de encontrar, en cualquier tipo de trabajo, la
oportunidad de realizar un “proyecto personal” está inextricablemente
ligado a la conquista, siempre, de nuevos
espacios de libertad y participación en las decisiones para someter a un
control efectivo todas las formas de heterodirección.
Esta prioridad estratégica
de una auténtica reforma de la sociedad civil es cada vez más imperiosa en la
presente fase cuando asistimos a profundas transformaciones del trabajo en
todas sus formas (que todavía están abiertas a las salidas más diversas) y
cuando vemos, sobre todo en la “periferia” del sistema industrial, que se
cuestionan las barreras que separaban rígidamente el trabajo ejecutivo del
trabajo creativo, el trabajo asalariado del trabajo autónomo, el trabajo
“abstracto” de la prestación personalizada. Precisamente cuando la exigencia de
definir los espacios de libertad, creatividad y auto realización de la persona
no se identifica solamente con la categoría tradicional del trabajo asalariado
pero se encarna cada vez más en todas las formas de trabajo y actividad.
En todo caso, es ante todo
el contrato de trabajo subordinado el que entre en una crisis irreversible con
el peso ya insostenible de su contradicción originaria, cuando el impacto de la
nueva revolución industrial, basada en las tecnologías de la información y las
comunicaciones, determina el declive del sistema fordista y comienza a
cuestionar las formas tayloristas de la organización del trabajo que han sido
su “corazón”.
Esta crisis se manifiesta en
dos vertientes. En primer lugar, el bajón de la posibilidad de recurrir a la
ficción económica y jurídica del trabajo
abstracto, como unidad de cuenta que permitía tanto la compraventa de la
mercancía-trabajo como la organización fragmentada –aunque a menudo más
convencional que real-- del trabajo
subordinado, hace emerger la persona
concreta del trabajador, como sujeto
de la relación de trabajo incluso dentro de la relación del trabajo subordinado, y tras el acto de compraventa: un sujeto
de derechos sin derechos, al menos en lo referente a la determinación de las
condiciones que deben efectuarse en su trabajo concreto. En segundo lugar, la venida a menos de una condición
fundamental, bajo la cual –en la mayoría de los casos-- se efectuaba el intercambio entre un salario,
capaz de asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo y la disponibilidad
de la persona que encarnaba dicha fuerza de trabajo durante un periodo de tiempo
determinado. Es decir, la relativa estabilidad de la relación de trabajo –o, al
menos, la indeterminación efectiva de su duración.
En este punto, cuando la
flexibilidad creciente de la prestación de trabajo – en su calidad, sus tiempos
y su duración-- pone fin a una de las
condiciones de dicho intercambio anómalo, la cuestión del objeto de trabajo, de la obra a realizar y de las nuevas certezas
que, en términos de la calidad del trabajo pueden sustituir las certezas que
ofrece la duración indeterminada de la relación del trabajo, adquieren una
importancia central. Y su resolución es la condición de supervivencia de un
contrato de trabajo que no vuelva a ser una relación de tipo servil. De ahí que
surja la exigencia de definir los derechos –en primer lugar, los individuales,
aunque deben ejercerse colectivamente--
que pueden, no tanto aumentar las contrapartidas, los resarcimientos
salariales y “sociales” del trabajo de duración indeterminada, del trabajo a
término, como permitir a la persona concreta que se exprese a través de
cualquier tipo de trabajo y participe en las decisiones que definen dicho
trabajo con sus requisitos y sus vínculos.
La libertad y la auto
realización de la persona, en todas las formas de trabajo y actividad donde se
pone a prueba un proyecto personal que define la identidad de un individuo que
vive en comunidad, aparecen –hoy más que ayer--
como el cemento posible de un nuevo contrato social que conjure la
guerra de corporaciones en un conflicto distributivo cada vez más recluido en
estrechos confines determinados por vínculos externos que influyen en las
economías nacionales.
En el pasado, ante dicho
desafío –en esto y no en otra cosa consiste la reconstrucción de una relación
dialéctica entre Estado y sociedad civil, entre política y economía, volviendo
a descubrir el espesor de la historia de la sociedad civil que a menudo ha
procedido de un modo autónomo y disociado de la historia de los Estados y de la
historia de la ciudadanía política-- las
fuerzas reformadoras radicales, los movimientos socialistas se han dividido de
manera dramática. No tanto sobre los medios que después se convirtieron en “fines” sino sobre el fin explícito que, de vez en cuando, era
posible alcanzar.
Se han dividido entre, de un
lado, la búsqueda (en primer lugar, en el campo de los derechos individuales y
en los de la educación y la formación) de una igualdad progresiva de las
oportunidades, incluso en la relación de trabajo que nunca sustituía la acción
individual y colectiva de quien, en el tiempo, pierde la independencia y la
dignidad, y busque reconquistarla; y, de otro lado, la búsqueda de la
realización, fuera del trabajo, de la
máxima felicidad posible (no de la libertad) del trabajador
subordinado, interpretando las necesidades alienadas que ello expresa más allá
de su relación subordinada, para poder compensar sus efectos negativos.
Naturalmente sobre la base de los cambiantes criterios establecidos por las
clases dominantes, asumiendo que el Estado
(y no la sociedad civil) es la
única sede de las decisiones que pueden ser tomadas para el bienestar de una
comunidad mutilada.
La separación que se
determina en las filosofías y experiencias concretas de las fuerzas
reformadoras –desde los años de la Revolución francesa-- ha sido entre, de un lado, la conquista y
experimentación, aquí y ahora, de nuevos espacios de libertad, ante todo en el
trabajo, promoviendo incluso con la intervención legislativa del Estado el
posible ejercicio de derechos individuales y colectivos orientados a ampliar
las oportunidades libremente elegidas cuestionando los equilibrios de poder
(antes que las relaciones de propiedad) que se concretan con el monopolio de la
decisión, el uso de los medios de producción y los instrumentos del saber; y,
de otro lado, la persecución de una imposible igualdad “de los puntos de
llegada” (como querían los levellers
ingleses, los sans
culottes franceses o quienes, más tarde se convirtieron en recurrentes
profetas de un igualitarismo salarial) orientada a compensar de alguna manera
la dificultad de alcanzar el reconocimiento y legitimación de los derechos al
conocimiento y a la decisión en la relación del trabajo subordinado y
heterodirigido.
Es
el conflicto que transpira entre el Robespierre de la abolición del “censo”, el
Robespierre del derecho universal de ciudadanía, de la libertad de asociación y
el Robespierre de la abolición de las corporaciones del trabajo subordinado, de
la Diosa Razón
y la fiesta del Ser Supremo.
Es
el conflicto entre las ideas de Nicolas
de Condorcet sobre el
papel liberador de la instrucción pública, la descentralización del Estado, la
abolición de toda discriminación de sexo, etnia, religión, estatus entre los
ciudadanos y la opción de Robespierre en defensa de un poder centralizado del
Estado (contra cualquier hipótesis de federalismo) y de su prerrogativa de
representar de manera exclusiva y expresar el “bien supremo” de la nación.
Es
el conflicto que permanece entre el Marx que, a partir del análisis de las
relaciones de opresión que permiten la alienación y la fragmentación del
trabajo, reenvía sin mediaciones a cuando el trabajo sea “el primer deseo de la
vida”, es decir, cuando sea superada la división, social y técnica, del
trabajo, y el Marx que confía en “el Estado de la dictadura del proletariado”
la tarea preliminar de modificar las
relaciones de propiedad y superar la “explotación” a través de la socialización
de los procesos distributivos.
Es
el conflicto entre cuantos, desde Lassalle a Kaustky y Lenin, extraen de la
ambigüedad de Marx la convicción de que
el socialismo pasa, ante todo, por la ocupación del Estado y por la
intervención, más o menos radical, de ello en la esfera distributiva, dejando
no obstante intactos las relaciones entre gobernantes y gobernados en los
centros de producción, y aquellos que –incluso en nuestros días-- intentan recuperar la actualidad y la
inmediatez de la conquista (aunque gradualmente) de la liberación del trabajo
que Marx aplaza en una lógica gradualista equívoca y, a menudo, errónea en la
fase superior de la sociedad comunista; y que, sin embargo, “vive como
voluntad, como esperanza, como utopía concreta en las acciones y en las
fantasías de los hombres de hoy” [Ver Oskar Negt La logica specifica del periodo di transizione. Sull´attualità delle
Glosse marginali al programma di Gotha].
De
hecho, para estos últimos, el conflicto entre gobernantes y gobernados nace, en
primer lugar, allí donde se desarrolla
la relación de trabajo subordinado, donde se han prefigurado las formas de
organización del Estado y su burocaracia “racionalizada”.
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