sábado, 7 de julio de 2012

CAPÍTULO 19.2 Los otros caminos: Austromarxismo y Socialismo guildista.




Entre otros muchos que, en el movimiento obrero –y sobre todo en la socialdemocracia alemana y austriaca— sufrieron una fuerte influencia de las ideas de Guild Socialism en la búsqueda de los problemas de la libertad del trabajo, casi en antítesis con el redescubrimiento del Estado que otros hicieron, como única sede y espacio de la política, hay que recordar a Otto Bauer que intentó conciliar la experiencia de los consejos con el Estado parlamentario, basado en la defensa prioritaria de los derechos individuales.

Es verdad que tampoco Bauer cuestiona radicalmente el proceso de racionalización, aunque denuncia “su uso capitalista” (lo que no es poco). Es verdad que una parte de su pensamiento sigue anclado en las categorías de la racionalidad y la racionalización formal. Sin embargo, mucho más que otros de su tiempo, sabe captar algunos aspectos esenciales de la racionalización taylorista en sus implicaciones “objetivas” sobre la “deshumanización” del trabajo. Y contrariamente a las corrientes “estatalistas” del socialismo europeo y del leninismo no ve, en absoluto, la superación o la “transmutación” de sus efectos en una “ética socialista” o en el “ascetismo” gramsciano del trabajador alienado; ni tampoco en una política de altos salarios o en la búsqueda fuera del trabajo (sólo con la reducción de los horarios) de la libertad negada en el lugar de la producción.

Lo que Bauer percibe como la única vía es, más bien, un proceso de control conflictual sobre los procesos del trabajo, y ésta debería ser la función de los consejos. “La racionalidad tiene todavía otros efectos: encadena al obrero a la cadena de producción, a la máquina semi automática y a la eterna repetición del mismo gesto; encadena al administrativo a la máquina calculadora [ … ], condena a las masas a trabajos que no ofrecen posibilidad alguna de valoración y satisfacción de la iniciativa personal, de la fantasía y  del instinto personal de creación y afirmación. Lo que el trabajo niega a los hombres lo buscan el domingo por la tarde en el cine, en el campo de deportes y en la vida social. El deseo de experiencias más fuertes, del riesgo, de la aventura arroja a unos al fascismo y a otros al bolchevismo. Si la clase capitalista se siente amenazada en el dominio y en la posesión puede explotar este estado de ánimo, ampliamente extendido en las masas, para destruir la democracia y hacer un llamamiento a la fuerza”.

De hecho es un dato revelador que Bauer ponga en el centro de su crítica la involución autoritaria del experimento leninista, en la URSS, no sólo la negación de los derechos y de las libertades individuales que son el fundamento de la democracia, sino que (con Max Adler) sitúa la cuestión de la dialéctica entre gestión y control. En suma, la división de los poderes –en primer lugar, incluso--  en los centros de producción. Bauer no considera, en absoluto, como resolutiva la solución de la “sustitución” en las funciones de gobierno de la empresa o del Estado de una clase contra otra, cuando introduce, también en una empresa “socializada”, la necesidad de un control de la nueva dirigencia de la burocracia industrial desde debajo.

Tal vez está aquí la fecunda contradicción de las reflexiones de Otto Bauer y otros austromarxistas como Max Adler: la introducción de una auténtica democracia industrial en los centros de trabajo dentro de una dialéctica conflictiva, no sólo entre el sistema de los consejos y las instituciones de la democracia parlamentaria, aunque respetando de la prerrogativas recíprocas con en el reconocimiento de la supremacía del parlamento, sino entre el “control social” desde abajo y la dirección de la “burocracia industrial”. Esta concepción de la burocracia industrial no conduce, como asegura Alvater, a una “racionalización con suficiente eficiencia” pero consolidada en sus presupuestos, aunque introduce una contradicción dinámica en el mismo corazón de los procesos de racionalización. Que son, por su naturaleza, radicalmente alternativos a toda forma de democracia de base, a todo control, a todo proceso de “codeterminación” de la organización del trabajo. Me parece que ésta es la correcta interpretación de la transformación molecular de la sociedad civil, que no espera el “acto creativo de la política”, insito en la conquista del Estado (tal como lo concebían Renner, Hilferding y Kelsen) y que constituye, sin “etapas prefiguradas”, unas experiencias socialistas en la fábrica y en la comunidad, sobrepasando –como observa  Giacomo Marramao— la “mixtificante alternativa entre reforma y revolución”. Escribe Bauer: “Todavía nos rodean muchas Bastillas. ¡Todas hay que asaltarlas y destruirlas! Si lo queremos, cada día podemos destruir una. Pero no todos los días podemos abatir las grandes Bastillas; mientras tanto, podemos destruir innumerables pequeñas Bastillas: las de la superstición, la explotación y la servidumbre”.

Otto Bauer --que no dudaba en propugnar, sobre estas bases, unas “vías nacionales al socialismo” contra el principio del Estado-guía y del partido-guía, incluso cuando “se consolidaba la teoría del socialismo en un solo país”— sostendrá con orgullo que “lo que la ignorancia de nuestros burguesuchos llama austromarxismo, es en realidad la corriente espiritual internacional del centro marxista; no se trata de una especialidad, sino de una tendencia ideal en el interior de la Internacional que tiene sus exponentes y seguidores en todos los partidos socialistas. Pero, aplastada por el conflicto entre el reformismo estatalista y la dictadura bolchevique en un solo país –y abrumada por el derrumbe de la ejemplar “utopía” que fue aquella “Viena roja” bajo el ataque de la reacción fascista--  esta “tendencia ideal”  fue marginada primero y derrotada después. Ciertamente, por los acontecimientos. Y por los graves errores de perspectiva. Pero también por la agresión conjunta de ideologías opuestas que coincidían en una concepción común de la primacía del Estado y de la primacía “ilustrada” de la política sobre la sociedad civil. Y que acabaron por compartir la hegemonía en los diversos movimientos socialistas.

La gran crisis de la racionalización taylorista y la ingobernabilidad de de las sociedades complejas, mediante la mera gestión burocrática y autoritaria del Estado y de las empresas que emergen a finales del siglo XX, restituyen sin embargo al austromarxismo de Otto Bauer y Max Adler el valor de un intento fecundo que debemos reconsiderar con respeto.

Pero en ese aspecto es bueno volver la mirada a una de las experiencias que, más allá de sus resultados concretos (nada despreciables) ejerció una relevante influencia entre los que, en las primeras décadas del siglo XX, se interrogaban sobre las vías a recorrer para luchar contra “la raíz del despotismo como tal y la falta de libertad del hombre que trabaja en la esfera de la producción. Es decir, a la experiencia del “control obrero” en las fábricas inglesas, a caballo de la segunda guerra mundial, y a las tesis del Guild Socialism. La gran influencia del socialismo guildista –un pequeño grupo minoritario en el panorama de los movimientos socialistas ingleses--  sobre alguno de los más relevantes teóricos de la socialdemocracia alemana y austriaca (desde Bernstein a Hilferding y de Korsch a Bauer y Adler) solamente puede explicarse por el hecho de que su fuerza y su fascinación no se apoyaban sólo en la gran tradición del pensamiento radical inglés –desde Owen a los Cartistas, a los primeros partidarios del sindicalismo industrial como Tom Mann— sino incluso y, sobre todo, a su capacidad de dar voz, legitimación teórica y representación política a un movimiento real por el control desde abajo que se desarrolló, a partir de 1914, en algunos centros vitales del sistema industrial británico. 

El giro que tomó en Gran Bretaña la militarización de la industria y los transportes en la difusión de los procesos de “racionalización” de la organización de la producción y del trabajo y en la composición social y profesional de la clase trabajadora, constituyó el terreno en el que maduró una iniciativa obrera, a menudo autónoma de la dirección de los sindicatos tradicionales, en la defensa, la mejora y la negociación las condiciones de trabajo: para contener y, sobre todo, determinar los criterios de los destajos; para negociar los niveles de empleo y la composición de las plantillas; para representar y tutelar la nueva “profesionalidad colectiva” de los grupos de trabajo que, de manera creciente, sustituían las viejas categorías profesionales. Fue un movimiento complejo e, incluso, contradictorio. Que, en algunos casos, expresaba una resistencia a  la transformación, una reacción “corporativa” a la crisis y a la marginación de los viejos oficios. Pero que, en la mayoría de los casos, afirmaba una voluntad de control de las decisiones del management. Fue un intento consciente de participar en el gobierno de la organización del trabajo en la empresa y de intervenir en la gestión de la empresa misma. La elección de los delegados (shop stewards) y de sus comités de fábrica –y su lucha por construir sindicatos industriales “generales”, superando las viejas organizaciones de oficio--  expresaban la búsqueda de nuevas formas de organización del conflicto social en torno a objetivos de “segundo tipo”. De una parte, escribe un observador atento del movimiento de los shop stewards, Carter L. Goodrich, “está el control que, desde hacía tiempo, se ejercía como derecho consuetudinario, por los sindicatos conservadores, exclusivistas (y, a menudo, pequeños) de los viejos oficios que luchaban, desde tiempos lejanos, únicamente para resistir las ´violaciones´ de sus antiguos privilegios;  por otra parte, estaba el control-- conquistado reciente y conscientemente por los sindicatos agresivos, frecuentemente los industriales-- de las grandes industrias organizadas, los cuales no luchaban para resistir a las ´violaciones´  sino para realizarlas.

Se trató de un movimiento articulado en sus objetivos, pero difuso y “contagioso” que, mediante conflictos muy duros, resultaron ventajosos en algunos grandes complejos industriales, de la minería y los transportes con innovaciones radicales en la negociación colectiva. Fue un movimiento de masas que acabó consiguiendo, con algunas experiencias punteras y en algunos sectores (como los mineros y los ferrocarriles) reivindicaciones de control y transformación de la organización del trabajo, de participación en la gestión de la empresa, contraponiéndose a la hipótesis de la “estatalización”. “El hecho es que –declaraba William Straker, dirigente de la federación de los mineros, en la Comisión de la Industria Carbonífera, constituida en 1919--  la inquietud es mayor por las esterlinas, los chelines y los peniques que por lo que es necesario. La raíz del problema reside en las tensiones del espíritu humano hacia la libertad”.

El Guild Socialism, que se constituyó pocos años antes de la primera guerra mundial con la idea de crear sindicatos de industria, el control de los trabajadores sobre su propio trabajo y la superación gradual del capitalismo, encontró un nuevo respiro con el movimiento de los shop stewards y los “consejos de fábrica” y, más allá  --en organizaciones como el Partido Laborista o de los apologetas de la “racionalización industrial” como Beatrice y Sidney Webb--  tuvo la oportunidad de ejercer una influencia real con experiencias de control, practicados en aquellos años, con los principales dirigentes del movimiento consejista. Y, sobre todo, el Guild Socialism  fue capaz de dar a los primeros objetivos un respiro teórico y político internacional.

En 1922, Karl Polanyi escribirá: “ […] el socialismo guildista elabora una teoría completamente nueva que podemos resumir en estas tesis: el Estado no expresa la esencia de la sociedad, y ésta en su realidad no es otra cosa que el armónico funcionamiento conjunto de sus órganos funcionales […] Hoy por hoy, el socialismo guildista es sólo una teoría […] En Inglaterra, el autogobierno industrial ha sido algo más que una consigna en la lucha general. Junto a su resultado práctico, el guildismo actúa para el triunfo de sus ideas, para el que trabajador consiga nuevamente relaciones vitales con una verdadera lucha de liberación, por los ideales de la autodeterminación personal, el respeto a la profesionalidad libremente asumida”.

La tesis de los socialistas guildistas presentan impresionantes analogías con las de Karl Korsch en los años veinte, con las de Bauer y Adler. De todas ellas G.D.H. Cole, en más de una ocasión, hará un reconocimiento explícito. Esas tesis se contraponen radicalmente a las posiciones de los comunistas de izquierda en lo referente al carácter totalizante de los consejos de fábrica; y también, naturalmente, de las diversas versiones socialdemócratas del socialismo de Estado y de las posiciones bolcheviques. Estas últimas, partiendo del engañoso “todo el poder a los soviets” –sin introducir ninguna dialéctica entre “control” y “dirección”— recalaban en la dictadura del partido, a través del Estado, y en la dictadura del “director único” en los centros de trabajo. Los guildistas imaginaron, en efecto, la necesidad de una estructura de control de la condición obrera y del gobierno de la empresa en todas las formas de gestión y propiedad de la empresa.

Ellos concibieron el control como parte integrante de un sistema de democracia industrial fundado en el principio de la coparticipación conflictual en las decisiones y en el “título” en el “ejercicio cotidiano de la capacidad directiva”. Es un principio que no niega de raíz el papel de la jerarquía ni la necesidad de una forma de división técnica del trabajo, pero que quiere definir sus contrapesos a través de un control “propositivo” de los trabajadores que se refiera a “las condiciones internas de la industria, de tal manera que la fábrica y el puesto de trabajo se gestionen cómo son elegidos los directivos y cómo se establecen las condiciones de trabajo y, sobre todo, la cantidad de libertad que, en su trabajo, goza el productor del brazo y de la mente.

Los guildistas, en fin, no consiguieron, aunque reivindicaron, una corresponsbilidad de los institutos de control con los de un Estado, basado en la democracia representativa que sea expresión de los intereses generales de la ciudadanía política y de la tutela de las grandes masas de ciudadanos consumidores. De tal manera pensaron que se podía establecer una relación no pasiva entre gobernantes y gobernados en una sociedad que pudiera ser auto “gobernada”, porque estaba fundada en la iniciativa local de “pequeños grupos”, capaces de contrapesar las rigideces conservadoras de la “organización a gran escala”. Los guildistas concibieron la  transformación social y política de la sociedad y el Estado, en sentido socialista, como un proceso que parte de la conquista de un poder de la economía para conseguir el poder político que no permitiera nunca una ampliación de la política del Estado o a “una revolución del Estado” que derogara, desde arriba, las nuevas reglas de “la organización social, confiando en la neutralidad pasiva de la mayoría de la población”.

Cierto, se trataba solamente del esbozo de un proyecto político, no privado de unilateralidades y aproximaciones. Pero capaz –y esta era su verdadera fuerza--  de entrelazarse con un movimiento real y con experiencias concretas de control en los centros de trabajo; con la misma fuerza y el mismo impacto que tuvieron, a mediados del siglo XIX, movimientos como el owenismo y el cartismo. Como la de hacer emerger, en algunas fases cruciales de las luchas sociales la contraposición radical que enfrenta –no sólo en los objetivos, parciales y graduales (en unos casos y totalizantes en otros), pero con la misma concepción de la política— dos “estrategias” del conflicto social. De un lado, la utopía consciente y deliberada (el proyecto imaginado, ya fuera por deducción del movimiento real o ya lo fuese por una opción ética) que se mide de manera urgente con  lo cotidiano y plasma con la experiencia concreta la nueva cultura política de muchas personas, y no tanto de las masas. De otro lado, el “historicismo milenarista” que acaba liquidando la subjetividad de la persona y su historia individual en la entidad “presupuesta” de la “clase” como sujeto. Todo ello con una inmensa carga de idealidad, ciertamente. Pero también –a diferencia de la “utopía consciencia y deliberada”--  con el límite de no exponerse nunca a la terrible prueba de la verificación y del consenso crítico, temiendo ser un experimento “prematuro” y una pérdida de sentido.                              

El Guild Socialism, como fenómeno político relevante y expresión de una experiencia colectiva de cierta importancia, tuvo una vida breve, como reconoció el mismo Cole. A mitad de los años veinte no existía prácticamente como movimiento de masas. Pero es innegable que su impronta sobre las primeras experiencias de control de la organización del trabajo y la dirección de la fábrica dejó una huella profunda en la historia del movimiento obrero inglés, y no sólo en él. Una huella que volverá a florecer en la experiencia de los workers control y que enlazará con los shop stewards y los sindicatos industriales durante la segunda guerra mundial y en el curso de los procesos de reestructuración industrial de la segunda posguerra.

Desde este punto de vista se convirtió en un alma –ciertamente minoritaria y muchas veces derrotada, pero todavía viva--  del movimiento obrero inglés. Un alma capaz de nutrir aún algunas respuestas a los interrogantes del presente: por ejemplo, ahora que la racionalización capitalista, como “base neutra” de cualquier modelo de desarrollo con su aparato jerárquico y burocrático --que los guildistas intentaron cuestionar con sus experiencias de “control”—  está afectada por la crisis del taylorismo y el fordismo, poniendo a prueba la falta de preparación cultural y política de los movimientos reformadores para afrontar en el actual contexto los problemas de la libertad de la persona en el trabajo.



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