Sin embargo, en el movimiento obrero existían otros
caminos, y no sólo en el movimiento socialista y comunista; había otras
tendencias, otras culturas. Y, sobre todo, otras experiencias que –aunque
fueron derrotadas entre las dos guerras mundiales-- pudieron ofrecer preciosos
esbozos y estímulos a una búsqueda para sacar del impasse a las fuerzas
reformadoras en el que se encontraban sobre cuestión de la autorrealización de
la persona en el trabajo y por los escombros que dejó tras de si la idolatría
estatalista de la política.
El primer nombre que nos viene a la cabeza en el ala
radical del movimiento socialdemócrata es el de Rosa Luxemburgo con su
intransigente anti lassallianismo que la llevará a combatir, durante toda su
existencia, la “revolución por arriba”, contra el “socialismo de los decretos”
(116), y contra la sustitución en las funciones de gobierno de las viejas
clases dominantes por parte de los “delegados de la clase obrera” que deja intactos
–ante todo, en los centros de trabajo— el “espíritu esclavista de disciplina” y
la restricción de los derechos individuales (117).
Incluso su concepción de la “huelga general”, “como
el arma más potente de la lucha política por los derechos políticos (y como
precondición de cualquier proceso transformador), por unilateral y
provocadoramente esquemática que fuese, expresaba su preocupación constante por
“soldar la espontaneidad con la organización” y construir siempre, sobre las
necesidades y las reivindicaciones cotidianas específicas de los trabajadores,
un movimiento reformador con un sentido socialista (118).
“Trabajar desde abajo”, como
justamente subrayaba Oskar
Negt,
contra la ideología dominante en la socialdemocracia por la conquista del poder
de arriba es la recurrente fórmula de la batalla “libertaria” de Rosa
Luxemburgo que da un contenido inédito a los objetivos que ella plantea al
movimiento consejista (119). No es una “prueba general” y una “educación de las
masas para la revolución”; no es la anticipación de la toma del poder a nivel
de Estado. Sino un momento autónomo
de construcción del cambio: “La conquista del poder no se consigue de golpe
sino progresivamente, injertándose en el Estado burgués hasta ocupar todas las
posiciones, defendiéndolas con uñas y dientes […] Debemos luchar paso a paso, cuerpo
a cuerpo en todo Estado, en toda ciudad y en todo pueblo para transferir a los
consejos de obreros y soldados todos los instrumentos de poder del Estado que
deben ser expropiados, paso a paso, a la burguesía” (120). Es sobre la base de
esta concepción de la transformación como proceso –como obra de los individuos
de carne y hueso que componen las clases subalternas y encarnan los objetivos
reformadores— que Rosa Luxemburgo entrará en abierto conflicto con el
“socialismo de Estado” y con el “partido de vanguardia” que madura en la
concepción de Kautsky y Lenin y que desemboca, en la aventura autoritaria del
socialismo, con la expropiación del poder estatal solamente por parte del
partido bolchevique.
Aquí Rosa Luxemburgo hace
una ruptura radical (a la que Gramsci nunca se adhirió) con la concepción
marxista del “Estado de la dictadura del proletariado”, aunque buscó
desesperadamente defender esa “fórmula” como la expresión más ilimitada y
amplia de la democracia (121). “En lugar de los cuerpos representativos,
salidos de las elecciones populares, Lenin y Trotsky han instalado los soviets
como única representación de las masas trabajadoras. Pero con el
estrangulamiento de la vida política en todo el país, incluso la vida de los
soviets, no podrá escapar de una parálisis cada vez más extendida. Sin
elecciones generales, sin libertades ilimitadas de prensa y de reunión, libre
lucha de opinión en toda la enseñanza pública, la vida se desconecta y se
convierte en aparente. Ahí el único elemento activo es la burocracia […] un
predominio de grietas, ciertamente, una dictadura --pero no la dictadura del
proletariado— de un puñado de políticos, es decir, la dictadura en el sentido
burgués, en el sentido de dominio jacobino” (122).
La alternativa que Rosa
Luxemburgo vislumbra, incluso con relación a los posibles desarrollos del
socialismo real, entre “socialismo y barbarie” encuentra aquí sus bases más
profundas en una concepción de la transformación social anclada en una libre y
creativa iniciativa de las masas y de las personas, y una tensión hacia el
autogobierno que no está “escrita” en la historia, sino encomendada a la
voluntad de los hombres. Aquí está el fundamento de su visión de la libertad
como proceso en expansión, como derecho “uno e indivisible”. “La libertad sólo
para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido –por
numerosos que estos fueran— no es libertad. La libertad es siempre únicamente
libertad para quien piensa de manera diferente” (123).
Pero también Rosa Luxemburgo
–incluso asumiendo como conquista estructural toda esperanza de autogobierno en
los centros de trabajo, toda ruptura del “espíritu esclavista de disciplina, toda
experiencia de masas que, naciendo de la “esperanza, las necesidades y los
deseos de cada proletario en sus praxis cotidiana, politiza los intereses
cotidianos y las necesidades de los hombres (124)-- se detiene ante el problema
específico de la alienación que se produce con la expropiación de los
instrumentos de producción y de los saberes
del trabajador, y frente a la necesidad de explorar nuevos caminos en la misma
fase de la transformación de los núcleos de la sociedad civil que precede y
acompaña el acceso de los trabajadores al gobierno del Estado. Todo ello con la
idea de superar gradualmente la separación entre gobernantes y gobernados que
se va exasperando en los procesos de la racionalización taylorista. Por lo
demás, este límite se expresa –a pesar de sus importantes afirmaciones de
principio sobre el “trabajo desde abajo” o sobre las potencialidades políticas
de las “pequeñas reivindicaciones cotidianas”-- en el escaso interés que ella
demuestra, en su trabajo teórico y en sus escritos políticos, por las
implicaciones de los procesos de racionalización sobre las relaciones de poder
en los centros de trabajo y en los contenidos del conflicto social, en la
práctica diaria de los trabajadores organizados o auto organizados.
También por esta razón, si Rosa Luxemburgo capta con agudeza el
impacto de los procesos de racionalización y de las ideologías de la
racionalización sobre las organizaciones del movimiento obrero con el
nacimiento de nuevas estructuras burocráticas que constituyen un inter espacio,
cada vez con un mayor espesor, entre “organización y espontaneidad” en el conflicto
de clase, no conseguirá nunca superar –en la propia concepción del gobierno de
este conflicto-- la vieja dicotomía
entre lucha social y lucha política a la que debía corresponder la “natural”
división del trabajo entre “partido y sindicato”. Rosa Luxemburgo indicó
ciertamente un camino, como escribe Oskar Negt, una vía que lleva a una
concepción de la democracia en los centros de trabajo, no alternativa sino
integrada en un sistema de democracia representativa (125). Y ello la coloca,
ciertamente, en un horizonte que pocos dirigentes y teóricos del movimiento
socialista del siglo XX han alcanzado. No obstante, recorrió la mitad de este
camino.
Contrariamente a un juicio
al uso, no creo que se pueda situar a los llamados comunistas de izquierda de la
tendencia “consejista” entre los que supieron captar la nueva frontera de una
batalla por la democracia en el conflicto entre gobernantes y gobernados en el
interior de la relación de trabajo y no sólo en el circuito distributivo. Una
relectura de las tesis de Anton
Pannekoek, Paul
Mattick, Otto
Rühle o de Helmut
Wagner` confirma que sus tesis de los años veinte sobre el poder
consejista y sus elaboraciones posteriores (sobre todo en el International
Council Correspondance) no constituían una alternativa creíble al estatalismo
racionalizador que ya triunfaba en el movimiento socialista y comunista (126).
De
los “comunistas consejistas” y, particularmente, de Pannekoek se mantiene como
actual, aunque no aislada, su crítica despiadada a los procesos de burocratización
en las organizaciones tradicionales del movimiento obrero, de la involución
autoritaria de las estructuras de gobierno en la fábrica y en el Estado de la
naciente Unión Soviética, de la inevitable dictadura de un partido de élite y
de un partido “unico” de la clase obrera en la Rusia de los soviets y de la consiguiente
esclerotización de la democracia de los consejos. Y conserva un tono incisivo su tesis sobra la
impracticabilidad de una experiencia consejista en un país relativamente
subdesarrollado donde la clase obrera es una minoría. También sobre el carácter
“populista”, romántico (e intrínsecamente autoritario) de “una revolución
contra el capital”. Pero el “espontaneismo” de los comunistas “de izquierda”,
su rechazo de toda subordinación de los consejos al “partido único de la clase
obrera”, su teorización del autogobierno en los centros de trabajo como la
“auto actividad de amplias masas de trabajadores” y como regulación de las
“relaciones entre seres humanos en función de la producción”, son sistemáticamente
refutados por una concepción organicista y corporativa del poder consejista que
es concebido como el único que detenta una legitimación para deliberar en
nombre de toda la ciudadanía.
El
gobierno “autárquico” del consejo obrero de empresa, situado como alternativa a
la estatalización y al poder de las burocracias manageriales, mantiene de hecho
una mera función sustitutiva de la gestión “burguesa” de la empresa,
exactamente como en el esquema leninista, y es concebido simplemente como gestión
colectiva de la racionalización taylorista que, como tal, nunca se pone en
cuestión. Incluso, el proceso de “socialización” de los recursos, propugnado
por los comunistas “consejistas”, se expresa una vez más solamente en el campo
de la distribución: el “socialismo” es la retribución, con un criterio
uniforme, de “la hora media de trabajo” sustituyendo, con un mecanismo
igualitario, la “relación del trabajo asalariado” (128). De dicha manera, el
sistema consejista –mediante su estructura “piramidal”-- sería capaz de convertirse en Estado,
superponiéndose a los partidos (cuya existencia es transitoria), eliminando los
sindicatos (cuya función está superada por la supresión de la propiedad privada
de los medios de producción) y sustituyendo al sistema parlamentario que, en
tanto que expresa la representación del universo de la ciudadanía, es
incompatible con el poder consejista. De hecho, esto excluye del propio ámbito
los representantes de las clases “enemigas” de la clase obrera o extrañas a
ella (129). Es el “Estado de la dictadura del proletariado” en su versión más
autoritaria que sustituye a la dictadura de un partido por la del poder
indiviso de los consejos obreros.
Las
huellas que dejaron los comunistas “consejistas” en la historia de las ideas
socialistas son las de un movimiento “contra” la dictadura burocrática de los
partidos de “élite”. Pero también las de un movimiento sin un proyecto, y
sorprendentemente separado, en sus análisis y objetivos, de los acontecimientos
concretos y de los objetivos específicos del conflicto social.
Incluso
si Karl
Korsch confluyó en parte –sobre todo tras su emigración a los
Estados Unidos en 1936-- con lo que
quedaba del comunismo de izquierda (en particular la revista Living Marxism), compartiendo su lucha
sin cuartel contra el “imperialismo rojo”, su relación con la historia de las
ideas del movimiento socialista y la construcción de una teoría de la
democracia industrial, como parte integrante de la democracia política que
marcó la primera fase de su experiencia política, no puede ser confundido, en
modo alguno, con las tesis sumarias y totalizantes de los teóricos del poder
exclusivo del poder de los consejos.
En
primer lugar porque la reflexión de Korsch sobre los problemas de la democracia
en los centros de trabajo nace de su búsqueda de nuevos caminos para superar –a
través del instrumento del control y no de la formal expropiación de los
títulos de propiedad-- la separación
entre gobernantes y gobernados que excluía de la fábrica las reglas de la
democracia. Toda su obra, desde los inicios de su colaboración en la “Comisión
por la socialización” (130), instituida por la República de Weimar en
1918, está impregnada por el convencimiento de que una transformación
socialista, y lo que la distingue de las revoluciones burguesas que liberaron
al hombre en tanto que ciudadano, “consiste en el hecho de que ella no es sólo
una batalla por las libertades políticas e intelectuales sino, al mismo tiempo,
una lucha por la liberación del hombre que trabaja” (131). Korsch busca aquí la
construcción de “un Estado social de derecho” (132) donde el proceso de
“autoliberación” de la clase obrera –para permitirle una “forma directa de
autodeterminación de sus condiciones de trabajo” (objetivo siempre ignorado en
los programas y en la praxis de los viejos partidos y sindicatos
socialdemócratas de Europa y América)--
se combine, mediante la praxis del control en los centros de trabajo,
con una democracia de la representación, capaz de expresar los intereses, sobre
todo los de los consumidores, en toda la colectividad (132).
La
palabra clave que inspira la búsqueda de Korsch, y que no cambia de valor con
la mutación de las relaciones de propiedad, es la del “control desde abajo”
sobre las condiciones y la organización del trabajo y --en sus hipótesis más
audaces-- sobre la gestión de la empresa. Un control que no elimina, con un
utopismo facilón, la existencia de formas
–si bien mudables y reformables--
de la división técnica del trabajo y de la estructura jerárquica de
la empresa, también ésta reformable, no
dejando espacio a una gestión autoritaria indiscutible. La cual se afirma tan
pronto como la utopía instrumental del cambio “autosuficiente” de los titulares exclusivos del poder revelando
su propio carácter despótico. Un control que conserve y alimente espacios
efectivos de libertad de la ciudadanía, de participación en las decisiones, de
poder en los centros de trabajo en una dialéctica conflictual, pero no
irreducible al compromiso con las instituciones a cargo del gobierno de la
empresa, y que se confronte con las instituciones democráticas del gobierno del
Estado sin privarlas nunca de su autoridad (134).
De
hecho, en Korsch es manifiesta la aversión a una concepción del socialismo,
llevado de la mano por un mecanismo utilizable para ese fin, que se limitase a
una modificación de las relaciones de propiedad sin dañar el sistema que regula
las relaciones entre personas en los centros de producción y en la organización
del trabajo humano. Así, su repulsa es radical hacia las nuevas ideologías
estatalistas que predominaron en aquella época, con formas diversas, en los
partidos socialdemócratas y en el Partido comunista ruso: “Ninguno de los
medios políticos para la liberación de la clase obrera de la explotación
capitalista, en primer lugar la teoría socialista, se ha referido, de un modo
exclusivo, a ser capaz de llevarnos al socialismo al que aspiran las masas
trabajadoras […] la clase de los obreros –que es la única productiva-- no deviene más libre, su modo de vida y de trabajo no deviene más humano por el hecho de que al director
nombrado por el dueño del capital privado le suceda un funcionario designado
por el gobierno o por la administración local” (115). La prioridad absoluta de
la conquista del “poder político”, ocupando el Estado, arruina, según Korsch, el
objetivo de una democracia industrial que debe realizarse paso a paso, mediante
el control desde abajo hasta el control de la gestión de la empresa,
independientemente del régimen de propiedad. En esto Korsch coincidía con otros
dirigentes de la socialdemocracia alemana, influenciados por la Sociedad
Fabiana inglesa y por el Guild
Socialsim, como Bernstein. Incluso si este último se detiene
ante la organización racional de la gran fábrica, asumiéndola, tal como era:
como “fuerza productiva” al servicio de un nuevo Estado.
Para
Korsch la socialización “no se detiene en la conquista del poder político”, sino que –siendo capaz
de construir un sistema de democracia industrial in progress— deviene un proceso que no espera el cambio de las
relaciones de poder a nivel del Estado, sino que influencia, más bien, su
carácter y sus contenidos.
Es
un proceso que no se agota sino que se acentúa en el momento en que es una
eventual “sustitución en las funciones” en el gobierno de la empresa y del
Estado. Es un proceso que no se agota sino que se acentúa en el momento en el
que se opera una eventual “sustitución
en las funciones” del gobierno de la empresa y del Estado. Para Korsch –también
para Otto Bauer y otros muchos—
“la dialéctica de los poderes”, la coexistencia de diversas formas de
democracia, no excluyentes entre sí, constituye la única garantía de que la
“socialización” –incluso antes de la conquista y la reforma del Estado— comporte
una transformación del “modo de producción” y no sólo del modelo distributivo,
mediante una transformación de la relación del trabajo subordinado realizada
por los mismos trabajadores y no sólo de los que se auto invisten como sus
representantes.
No
es por casualidad que tiende a
desaparecer, en la concepción de Korsch, todo ritual de la “división del
trabajo” y toda jerarquía preconstituida entre las diversas expresiones
asociativas del movimiento obrero. Korsch hablará siempre de “los partidos” y no
del partido de vanguardia; defenderá
la obra, no efímera, de los sindicatos que –transformados en “sindicatos de
industria” y superando el corporativismo de oficio— pueden, en su opinión,
constituir el verdadero trait d´union
entre los consejos y las sociedades nacionales con sus complejos intereses. Y
considerará fatal para la experiencia consejista y para el sindicato la
desnaturalización del carácter autónomo y voluntario
de las expresiones organizadas del movimiento obrero. La obligación de
afiliarse a un sindicato “legal” y toda legislación coercitiva del
asociacionismo obrero están en contradicción, dice Korsch, con toda forma de
democracia industrial. Su defensa del pluralismo de las ideas y de las libres
expresiones organizadas del movimiento de los trabajadores constituye el
corazón de su concepción de la democracia consejista como parte de una
democracia completa (136).
Korsch
no afrontó de cara los problemas inéditos, en los puestos de trabajo, de la
organización taylorista y del modelo fordista. Solamente intentó esbozar una
solución institucional que dejara la gestión del proceso de “racionalización” a
la dirección de la fábrica, subordinando post
factum esta dirección al veredicto de los trabajadores. Y ello fue una
limitación en su fecunda búsqueda. Pero Korsch sigue siendo el principal
exponente de relieve del movimiento socialdemócrata y después comunista al
haber afrontado, de manera orgánica, la problemática de la transformación
(137).
En
su investigación siempre estuvo atento a las diversas experiencias políticas y
reivindicativas que maduraban también en los aledaños del movimiento socialista
en las organizaciones obreras de los diversos países europeos en la primera
posguerra (138). Entre ellas, además del Guild
Socialism, incluso las que expresaban por los movimientos sindicales
revolucionarios en Alemania, Francia e Italia. Aunque nunca se identificó con
ellos, supo captar la fecundidad de sus análisis y la pars construens de su lucha
contra las nuevas formas de opresión que ya maduraban con la racionalización
taylorista. Sin embargo, es necesario decir que, salvo el Guild Socialism, casi nadie de estos movimientos consiguió expresar
una capacidad de proyecto alternativo que no estuviera limitada a la mera
teoría, ni ser capaz de construir esperanzas duraderas en la lucha, en algunos
países, contra la racionalización taylorista.
Notas
(116)
“El socialismo no se hace y no puede hacerse mediante decretos, ni siquiera por
un gobierno socialista. El socialismo debe hacerse por las masas, por cada
proletario, allá donde está ligado a la cadena del capital” (Rosa Luxemburgo, Discurso sobre el Programa de 1919).
Citado por Negt en Rosa Luxemburg e il
riinovamento del marxismo.
(117)
Ibidem
(118)
Rosa Luxemburgo. Huelga general, partido
y sindicatos.
(119)
Ibidem
(120)
Ibidem
(121)
Israel Getzler. Octubre de 1917, il
dibattito sulla rivoluzione.
(122)
Rosa Luxemburgo. La rivoluzione russa (1919)
(123)
Ibidem
(124)
Negt. Rosa Luxemburg… Obra citada.
(125)
Ibidem
(126)
Organizzacione rivoluzionaria e Consigli
operai, Feltrinelli 1970
(127)
La contre-revolution bureaucratique.
Obra citada.
(128)
Ibidem
(129)
Organizzazione rivoluzionaria …
(130)
Gian Enrico Rusconi. La problemática dei
Consigli in Karl Korsch, Feltrinelli 1973
(131)
Karl Korsch. Legislazione del lavoro peri l Consigli di fabbrica. Laterza 1970
(132)
“Mediante la inmediata y general atracción de un control similar desde abajo,
el esclavo asalariado del viejo
sistema es transformado de golpe en el ciudadano
trabajador del estado social de derecho, un ciudadano que participa
concretamente en las decisiones” (Karl Korsch en Ché cosa é la socializzazione?)
(133)
Ibidem
(134)
Gian Carlo Rusconi. Obra ya citada.
(135)
K. Korsch. Consigli di fabbrica …
(136)
Leonardo Ceppa. La concezzione del
marxismo in Karl Korsch.
(137)
Danilo Zolo. I marxisti e lo Stato.
(138) Korsch. I Consigli di fabbrica.
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