jueves, 5 de julio de 2012

CAPÍTULO 19.1 LOS OTROS CAMINOS: Rosa Luxemburgo, Karl Korsch y Pannekoek




Sin embargo, en el movimiento obrero existían otros caminos, y no sólo en el movimiento socialista y comunista; había otras tendencias, otras culturas. Y, sobre todo, otras experiencias que –aunque fueron derrotadas entre las dos guerras mundiales-- pudieron ofrecer preciosos esbozos y estímulos a una búsqueda para sacar del impasse a las fuerzas reformadoras en el que se encontraban sobre cuestión de la autorrealización de la persona en el trabajo y por los escombros que dejó tras de si la idolatría estatalista de la política. 

El primer nombre que nos viene a la cabeza en el ala radical del movimiento socialdemócrata es el de Rosa Luxemburgo con su intransigente anti lassallianismo que la llevará a combatir, durante toda su existencia, la “revolución por arriba”, contra el “socialismo de los decretos” (116), y contra la sustitución en las funciones de gobierno de las viejas clases dominantes por parte de los “delegados de la clase obrera” que deja intactos –ante todo, en los centros de trabajo— el “espíritu esclavista de disciplina” y la restricción de los derechos individuales (117).

Incluso su concepción de la “huelga general”, “como el arma más potente de la lucha política por los derechos políticos (y como precondición de cualquier proceso transformador), por unilateral y provocadoramente esquemática que fuese, expresaba su preocupación constante por “soldar la espontaneidad con la organización” y construir siempre, sobre las necesidades y las reivindicaciones cotidianas específicas de los trabajadores, un movimiento reformador con un sentido socialista (118). 

“Trabajar desde abajo”, como justamente subrayaba Oskar Negt, contra la ideología dominante en la socialdemocracia por la conquista del poder de arriba es la recurrente fórmula de la batalla “libertaria” de Rosa Luxemburgo que da un contenido inédito a los objetivos que ella plantea al movimiento consejista (119). No es una “prueba general” y una “educación de las masas para la revolución”; no es la anticipación de la toma del poder a nivel de Estado. Sino un momento autónomo de construcción del cambio: “La conquista del poder no se consigue de golpe sino progresivamente, injertándose en el Estado burgués hasta ocupar todas las posiciones, defendiéndolas con uñas y dientes […] Debemos luchar paso a paso, cuerpo a cuerpo en todo Estado, en toda ciudad y en todo pueblo para transferir a los consejos de obreros y soldados todos los instrumentos de poder del Estado que deben ser expropiados, paso a paso, a la burguesía” (120). Es sobre la base de esta concepción de la transformación como proceso –como obra de los individuos de carne y hueso que componen las clases subalternas y encarnan los objetivos reformadores— que Rosa Luxemburgo entrará en abierto conflicto con el “socialismo de Estado” y con el “partido de vanguardia” que madura en la concepción de Kautsky y Lenin y que desemboca, en la aventura autoritaria del socialismo, con la expropiación del poder estatal solamente por parte del partido bolchevique.

Aquí Rosa Luxemburgo hace una ruptura radical (a la que Gramsci nunca se adhirió) con la concepción marxista del “Estado de la dictadura del proletariado”, aunque buscó desesperadamente defender esa “fórmula” como la expresión más ilimitada y amplia de la democracia (121). “En lugar de los cuerpos representativos, salidos de las elecciones populares, Lenin y Trotsky han instalado los soviets como única representación de las masas trabajadoras. Pero con el estrangulamiento de la vida política en todo el país, incluso la vida de los soviets, no podrá escapar de una parálisis cada vez más extendida. Sin elecciones generales, sin libertades ilimitadas de prensa y de reunión, libre lucha de opinión en toda la enseñanza pública, la vida se desconecta y se convierte en aparente. Ahí el único elemento activo es la burocracia […] un predominio de grietas, ciertamente, una dictadura --pero no la dictadura del proletariado— de un puñado de políticos, es decir, la dictadura en el sentido burgués, en el sentido de dominio jacobino” (122).        

La alternativa que Rosa Luxemburgo vislumbra, incluso con relación a los posibles desarrollos del socialismo real, entre “socialismo y barbarie” encuentra aquí sus bases más profundas en una concepción de la transformación social anclada en una libre y creativa iniciativa de las masas y de las personas, y una tensión hacia el autogobierno que no está “escrita” en la historia, sino encomendada a la voluntad de los hombres. Aquí está el fundamento de su visión de la libertad como proceso en expansión, como derecho “uno e indivisible”. “La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido –por numerosos que estos fueran— no es libertad. La libertad es siempre únicamente libertad para quien piensa de manera diferente” (123).

Pero también Rosa Luxemburgo –incluso asumiendo como conquista estructural toda esperanza de autogobierno en los centros de trabajo, toda ruptura del “espíritu esclavista de disciplina, toda experiencia de masas que, naciendo de la “esperanza, las necesidades y los deseos de cada proletario en sus praxis cotidiana, politiza los intereses cotidianos y las necesidades de los hombres (124)-- se detiene ante el problema específico de la alienación que se produce con la expropiación de los instrumentos de producción  y de los saberes del trabajador, y frente a la necesidad de explorar nuevos caminos en la misma fase de la transformación de los núcleos de la sociedad civil que precede y acompaña el acceso de los trabajadores al gobierno del Estado. Todo ello con la idea de superar gradualmente la separación entre gobernantes y gobernados que se va exasperando en los procesos de la racionalización taylorista. Por lo demás, este límite se expresa –a pesar de sus importantes afirmaciones de principio sobre el “trabajo desde abajo” o sobre las potencialidades políticas de las “pequeñas reivindicaciones cotidianas”-- en el escaso interés que ella demuestra, en su trabajo teórico y en sus escritos políticos, por las implicaciones de los procesos de racionalización sobre las relaciones de poder en los centros de trabajo y en los contenidos del conflicto social, en la práctica diaria de los trabajadores organizados o auto organizados.

También por esta razón,  si Rosa Luxemburgo capta con agudeza el impacto de los procesos de racionalización y de las ideologías de la racionalización sobre las organizaciones del movimiento obrero con el nacimiento de nuevas estructuras burocráticas que constituyen un inter espacio, cada vez con un mayor espesor, entre “organización y espontaneidad” en el conflicto de clase, no conseguirá nunca superar –en la propia concepción del gobierno de este conflicto--  la vieja dicotomía entre lucha social y lucha política a la que debía corresponder la “natural” división del trabajo entre “partido y sindicato”. Rosa Luxemburgo indicó ciertamente un camino, como escribe Oskar Negt, una vía que lleva a una concepción de la democracia en los centros de trabajo, no alternativa sino integrada en un sistema de democracia representativa (125). Y ello la coloca, ciertamente, en un horizonte que pocos dirigentes y teóricos del movimiento socialista del siglo XX han alcanzado. No obstante, recorrió la mitad de este camino.


Contrariamente a un juicio al uso, no creo que se pueda situar a los llamados comunistas de izquierda de la tendencia “consejista” entre los que supieron captar la nueva frontera de una batalla por la democracia en el conflicto entre gobernantes y gobernados en el interior de la relación de trabajo y no sólo en el circuito distributivo. Una relectura de las tesis de   Anton Pannekoek, Paul Mattick, Otto Rühle o de Helmut Wagner` confirma que sus tesis de los años veinte sobre el poder consejista y sus elaboraciones posteriores (sobre todo en el International Council Correspondance) no constituían una alternativa creíble al estatalismo racionalizador que ya triunfaba en el movimiento socialista y comunista (126).

De los “comunistas consejistas” y, particularmente, de Pannekoek se mantiene como actual, aunque no aislada, su crítica despiadada a los procesos de burocratización en las organizaciones tradicionales del movimiento obrero, de la involución autoritaria de las estructuras de gobierno en la fábrica y en el Estado de la naciente Unión Soviética, de la inevitable dictadura de un partido de élite y de un partido “unico” de la clase obrera en la Rusia de los soviets y de la consiguiente esclerotización de la democracia de los consejos.  Y conserva un tono incisivo su tesis sobra la impracticabilidad de una experiencia consejista en un país relativamente subdesarrollado donde la clase obrera es una minoría. También sobre el carácter “populista”, romántico (e intrínsecamente autoritario) de “una revolución contra el capital”. Pero el “espontaneismo” de los comunistas “de izquierda”, su rechazo de toda subordinación de los consejos al “partido único de la clase obrera”, su teorización del autogobierno en los centros de trabajo como la “auto actividad de amplias masas de trabajadores” y como regulación de las “relaciones entre seres humanos en función de la producción”, son sistemáticamente refutados por una concepción organicista y corporativa del poder consejista que es concebido como el único que detenta una legitimación para deliberar en nombre de toda la ciudadanía.

El gobierno “autárquico” del consejo obrero de empresa, situado como alternativa a la estatalización y al poder de las burocracias manageriales, mantiene de hecho una mera función sustitutiva de la gestión “burguesa” de la empresa, exactamente como en el esquema leninista, y es concebido simplemente como gestión colectiva de la racionalización taylorista que, como tal, nunca se pone en cuestión. Incluso, el proceso de “socialización” de los recursos, propugnado por los comunistas “consejistas”, se expresa una vez más solamente en el campo de la distribución: el “socialismo” es la retribución, con un criterio uniforme, de “la hora media de trabajo” sustituyendo, con un mecanismo igualitario, la “relación del trabajo asalariado” (128). De dicha manera, el sistema consejista –mediante su estructura “piramidal”--  sería capaz de convertirse en Estado, superponiéndose a los partidos (cuya existencia es transitoria), eliminando los sindicatos (cuya función está superada por la supresión de la propiedad privada de los medios de producción) y sustituyendo al sistema parlamentario que, en tanto que expresa la representación del universo de la ciudadanía, es incompatible con el poder consejista. De hecho, esto excluye del propio ámbito los representantes de las clases “enemigas” de la clase obrera o extrañas a ella (129). Es el “Estado de la dictadura del proletariado” en su versión más autoritaria que sustituye a la dictadura de un partido por la del poder indiviso de los consejos obreros.

Las huellas que dejaron los comunistas “consejistas” en la historia de las ideas socialistas son las de un movimiento “contra” la dictadura burocrática de los partidos de “élite”. Pero también las de un movimiento sin un proyecto, y sorprendentemente separado, en sus análisis y objetivos, de los acontecimientos concretos y de los objetivos específicos del conflicto social.


Incluso si Karl Korsch confluyó en parte –sobre todo tras su emigración a los Estados Unidos en 1936--  con lo que quedaba del comunismo de izquierda (en particular la revista Living Marxism), compartiendo su lucha sin cuartel contra el “imperialismo rojo”, su relación con la historia de las ideas del movimiento socialista y la construcción de una teoría de la democracia industrial, como parte integrante de la democracia política que marcó la primera fase de su experiencia política, no puede ser confundido, en modo alguno, con las tesis sumarias y totalizantes de los teóricos del poder exclusivo del poder de los consejos.

En primer lugar porque la reflexión de Korsch sobre los problemas de la democracia en los centros de trabajo nace de su búsqueda de nuevos caminos para superar –a través del instrumento del control y no de la formal expropiación de los títulos de propiedad--  la separación entre gobernantes y gobernados que excluía de la fábrica las reglas de la democracia. Toda su obra, desde los inicios de su colaboración en la “Comisión por la socialización” (130), instituida por la República de Weimar en 1918, está impregnada por el convencimiento de que una transformación socialista, y lo que la distingue de las revoluciones burguesas que liberaron al hombre en tanto que ciudadano, “consiste en el hecho de que ella no es sólo una batalla por las libertades políticas e intelectuales sino, al mismo tiempo, una lucha por la liberación del hombre que trabaja” (131). Korsch busca aquí la construcción de “un Estado social de derecho” (132) donde el proceso de “autoliberación” de la clase obrera –para permitirle una “forma directa de autodeterminación de sus condiciones de trabajo” (objetivo siempre ignorado en los programas y en la praxis de los viejos partidos y sindicatos socialdemócratas de Europa y América)--  se combine, mediante la praxis del control en los centros de trabajo, con una democracia de la representación, capaz de expresar los intereses, sobre todo los de los consumidores, en toda la colectividad (132).

La palabra clave que inspira la búsqueda de Korsch, y que no cambia de valor con la mutación de las relaciones de propiedad, es la del “control desde abajo” sobre las condiciones y la organización del trabajo y --en sus hipótesis más audaces-- sobre la gestión de la empresa. Un control que no elimina, con un utopismo facilón, la existencia de formas  –si bien mudables y reformables--  de la división técnica del trabajo y de la estructura jerárquica de la  empresa, también ésta reformable, no dejando espacio a una gestión autoritaria indiscutible. La cual se afirma tan pronto como la utopía instrumental del cambio “autosuficiente” de los titulares exclusivos del poder revelando su propio carácter despótico. Un control que conserve y alimente espacios efectivos de libertad de la ciudadanía, de participación en las decisiones, de poder en los centros de trabajo en una dialéctica conflictual, pero no irreducible al compromiso con las instituciones a cargo del gobierno de la empresa, y que se confronte con las instituciones democráticas del gobierno del Estado sin privarlas nunca de su autoridad (134).

De hecho, en Korsch es manifiesta la aversión a una concepción del socialismo, llevado de la mano por un mecanismo utilizable para ese fin, que se limitase a una modificación de las relaciones de propiedad sin dañar el sistema que regula las relaciones entre personas en los centros de producción y en la organización del trabajo humano. Así, su repulsa es radical hacia las nuevas ideologías estatalistas que predominaron en aquella época, con formas diversas, en los partidos socialdemócratas y en el Partido comunista ruso: “Ninguno de los medios políticos para la liberación de la clase obrera de la explotación capitalista, en primer lugar la teoría socialista, se ha referido, de un modo exclusivo, a ser capaz de llevarnos al socialismo al que aspiran las masas trabajadoras […] la clase de los obreros –que es la única productiva--  no deviene más libre, su modo de vida y de trabajo no deviene más humano por el hecho de que al director nombrado por el dueño del capital privado le suceda un funcionario designado por el gobierno o por la administración local” (115). La prioridad absoluta de la conquista del “poder político”, ocupando el Estado, arruina, según Korsch, el objetivo de una democracia industrial que debe realizarse paso a paso, mediante el control desde abajo hasta el control de la gestión de la empresa, independientemente del régimen de propiedad. En esto Korsch coincidía con otros dirigentes de la socialdemocracia alemana, influenciados por la Sociedad Fabiana inglesa y por el Guild Socialsim, como Bernstein. Incluso si este último se detiene ante la organización racional de la gran fábrica, asumiéndola, tal como era: como “fuerza productiva” al servicio de un nuevo Estado.

Para Korsch la socialización “no se detiene en la conquista  del poder político”, sino que –siendo capaz de construir un sistema de democracia industrial in progress— deviene un proceso que no espera el cambio de las relaciones de poder a nivel del Estado, sino que influencia, más bien, su carácter y sus contenidos.

Es un proceso que no se agota sino que se acentúa en el momento en que es una eventual “sustitución en las funciones” en el gobierno de la empresa y del Estado. Es un proceso que no se agota sino que se acentúa en el momento en el que se opera una   eventual “sustitución en las funciones” del gobierno de la empresa y del Estado. Para Korsch –también para  Otto Bauer y otros muchos— “la dialéctica de los poderes”, la coexistencia de diversas formas de democracia, no excluyentes entre sí, constituye la única garantía de que la “socialización” –incluso antes de la conquista y la reforma del Estado— comporte una transformación del “modo de producción” y no sólo del modelo distributivo, mediante una transformación de la relación del trabajo subordinado realizada por los mismos trabajadores y no sólo de los que se auto invisten como sus representantes.

No es por casualidad que  tiende a desaparecer, en la concepción de Korsch, todo ritual de la “división del trabajo” y toda jerarquía preconstituida entre las diversas expresiones asociativas del movimiento obrero. Korsch hablará siempre de “los partidos” y no del partido de vanguardia; defenderá la obra, no efímera, de los sindicatos que –transformados en “sindicatos de industria” y superando el corporativismo de oficio— pueden, en su opinión, constituir el verdadero trait d´union entre los consejos y las sociedades nacionales con sus complejos intereses. Y considerará fatal para la experiencia consejista y para el sindicato la desnaturalización del carácter autónomo y voluntario de las expresiones organizadas del movimiento obrero. La obligación de afiliarse a un sindicato “legal” y toda legislación coercitiva del asociacionismo obrero están en contradicción, dice Korsch, con toda forma de democracia industrial. Su defensa del pluralismo de las ideas y de las libres expresiones organizadas del movimiento de los trabajadores constituye el corazón de su concepción de la democracia consejista como parte de una democracia completa (136).

Korsch no afrontó de cara los problemas inéditos, en los puestos de trabajo, de la organización taylorista y del modelo fordista. Solamente intentó esbozar una solución institucional que dejara la gestión del proceso de “racionalización” a la dirección de la fábrica, subordinando post factum esta dirección al veredicto de los trabajadores. Y ello fue una limitación en su fecunda búsqueda. Pero Korsch sigue siendo el principal exponente de relieve del movimiento socialdemócrata y después comunista al haber afrontado, de manera orgánica, la problemática de la transformación (137).

En su investigación siempre estuvo atento a las diversas experiencias políticas y reivindicativas que maduraban también en los aledaños del movimiento socialista en las organizaciones obreras de los diversos países europeos en la primera posguerra (138). Entre ellas, además del Guild Socialism, incluso las que expresaban por los movimientos sindicales revolucionarios en Alemania, Francia e Italia. Aunque nunca se identificó con ellos, supo captar la fecundidad de sus análisis y la pars construens de su lucha contra las nuevas formas de opresión que ya maduraban con la racionalización taylorista. Sin embargo, es necesario decir que, salvo el Guild Socialism, casi nadie de estos movimientos consiguió expresar una capacidad de proyecto alternativo que no estuviera limitada a la mera teoría, ni ser capaz de construir esperanzas duraderas en la lucha, en algunos países, contra la racionalización taylorista.              



Notas


(116) “El socialismo no se hace y no puede hacerse mediante decretos, ni siquiera por un gobierno socialista. El socialismo debe hacerse por las masas, por cada proletario, allá donde está ligado a la cadena del capital” (Rosa Luxemburgo, Discurso sobre el Programa de 1919). Citado por Negt en Rosa Luxemburg e il riinovamento del marxismo.     

(117) Ibidem

(118) Rosa Luxemburgo. Huelga general, partido y sindicatos.

(119) Ibidem

(120) Ibidem

(121) Israel Getzler. Octubre de 1917, il dibattito sulla rivoluzione.

(122) Rosa Luxemburgo. La rivoluzione russa (1919)

(123) Ibidem

(124) Negt. Rosa Luxemburg… Obra citada.

(125) Ibidem

(126) Organizzacione rivoluzionaria e Consigli operai, Feltrinelli 1970

(127) La contre-revolution bureaucratique. Obra citada.

(128) Ibidem

(129) Organizzazione rivoluzionaria

(130) Gian Enrico Rusconi. La problemática dei Consigli in Karl Korsch, Feltrinelli 1973

(131) Karl Korsch. Legislazione del lavoro peri l Consigli di fabbrica. Laterza 1970

(132) “Mediante la inmediata y general atracción de un control similar desde abajo, el esclavo asalariado del viejo sistema es transformado de golpe en el ciudadano trabajador del estado social de derecho, un ciudadano que participa concretamente en las decisiones” (Karl Korsch en Ché cosa é la socializzazione?) 

(133) Ibidem

(134) Gian Carlo Rusconi. Obra ya citada.

(135) K. Korsch. Consigli di fabbrica …  

(136) Leonardo Ceppa. La concezzione del marxismo in Karl Korsch.

(137) Danilo Zolo. I marxisti e lo Stato.

(138) Korsch. I Consigli di fabbrica.




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