martes, 10 de julio de 2012

CAPÍTULO 19.3 LOS OTROS CAMINOS. Simone Weil





La experiencia británica del control obrero y de la lucha por una articulación autónoma de la sociedad civil no fue una experiencia aislada, más allá de la reconocida influencia de las tesis de los socialistas guildistas en muchos dirigentes del movimiento socialista en Europa y en los Estados Unidos.

Como subrayaba Cole en su referencia a la Gran Bretaña, esta experiencia se relacionaba con los movimientos reivindicativos partidarios del “unionismo industrial” y con las del sindicalismo revolucionario que luchaban por conquistar nuevas formas de “democracia industrial” y construir sindicatos “generales”, capaces de reunificar, en torno al “control desde abajo”, a los trabajadores de las más diversas categorías y formas de ocupación.

Ciertamente había una influencia recíproca entre el movimiento por el control obrero en la Gran Bretaña y el que se desarrollaba en los Estados Unidos en los primeros veinte años del siglo XX para construir los sindicatos de industria y los comités de fábrica (una vez más, los shop stewards). Era una alternativa no corporativa al proceso de racionalización taylorista. Se trataba de un movimiento mucho más complejo y articulado de lo que entendió Gramsci a través de la lectura de los apologetas franceses del taylorismo, y más allá de las figuras –quizá demasiado sobredimensionadas— como, entre otras,  Daniel de Leon. Las batallas de los Industrial Workers of the World  por la conquista de nuevos derechos individuales y colectivos en los centros de trabajo;  la creación de nuevos organismos de representación y control; el ingreso de los “no organizados” y las minorías étnicas en el “sindicato de industria”; su acción contra el corporativismo conservador de la American Federation of Labour (y su pacto con los fautores de la racionalización taylorista a cambio de la legitimación del sindicato), dejará una huella en el movimiento obrero americano que volverá a emerger en los años de la gran crisis con el surgimiento de la CIO y de un nuevo sindicalismo general en lucha para negociar las condiciones de trabajo, sustrayéndolas de la determinación autoritaria de los jerarcas de las empresas.

El sindicalismo revolucionario francés sufrirá, sin embargo, un colapso con la explosión de la primera guerra mundial. Sucesivamente se verá afectado tanto por su crisis interna como por la política de “unión sagrada” del sindicalismo reformista, en torno a compromisos salariales, de la mayoría de la CGT con los empresarios que pusieron en marcha la “organización científica del trabajo”. Estos luchaban contra “todos los abusos”, es cierto. Pero con la reafirmación del viejo principio reformista: “Producir el máximo de trabajo con el menor tiempo para el mayor salario”. Los objetivos establecidos --desde el “periodo bélico” del control obrero y de la democracia industrial como contrapesos de la “organización científica del trabajo”--  devienen en la práctica reivindicativa de la CGT la simple cobertura verbal de la búsqueda de un compromiso con las empresas en el terreno meramente distributivo. Sin embargo, sobrevivieron a la crisis del sindicalismo revolucionario, que fue mayoritario durante un tiempo, algunas tendencias “federalistas” y “consejistas”. Por ejemplo, las que representaba la Conféderation Général du Travail Syndicaliste Revolutionaire, que se opuso categóricamente al taylorismo, particularmente en su versión francesa, intentado –con poco éxito— la construcción de experiencias alternativas para “aumentar la posibilidad del rendimiento mecánico y disminuir la fatiga del hombre”.

Junto a estas huellas del pasado toman cuerpo, no obstante, nuevos tipos de experiencias reivindicativas y, sobre todo, de elaboración que se sitúan más abiertamente en el terreno de la búsqueda de una organización del trabajo centrada en la autonomía y la creatividad del trabajo humano. En primer lugar, es significativo el testimonio de una organización sindical autónoma como la Union de Syndicats de Techniciens que organizaba a menudo trabajadores que fueron un observatorio o “actores directos” de la organización científica del trabajo. La UST basará, de hecho, su programa en el “rechazo de colaborar con la auténtica superexplotación que comportan los procesos de racionalización bajo la cobertura de una “mixtificación cultural y científica” (no existe, dicen, un tiempo de trabajo justo como no existe un salario justo) y en la promoción de una organización colectiva de la empresa que permita practicar una “racionalización verdaderamente racional”.

Por su parte, una revista como “La Révolution proletarienne”, que agrupaba intelectuales y militantes provinentes del sindicalismo revolucionario o del movimiento comunista como  Pierre Monatte, Boris Souvarine  y  Simone Weil, conduce una dura batalla incluso en el interior de los sindicatos (tanto en la CGT como en la CGTU, próxima ésta al Partido comunista) para boicotear toda forma de resignación ante el taylorismo (“lo opuesto a la ciencia”, afirman), planteando un espacio “ergonómico” en la organización del trabajo en la industria, promover iniciativas de resistencia y autogobierno del trabajo y responder al recurso desenfrenado del “trabajo en la cadena de montaje”.

Ya hemos dicho que en Italia (como el mismo Gramsci subrayaba) el sindicalismo revolucionario no expresó, tras la primera guerra mundial, un movimiento de gran consistencia como alternativa al taylorismo. Tampoco produjo una literatura que, al menos en términos de protesta, indicara otras soluciones a las que imponía el proceso de racionalización. Algunos “sindicalistas” como Carlo Petri que escribían en L´Ordine Nuevo fueron partidarios del sistema Taylor.

Sin embargo, tiene alguna importancia, ya en los años del fascismo, la contribución de un grupo de intelectuales, algunos de origen socialista, que se agrupa en torno a   Giustizia e libertà.  De hecho, esta aportación sitúa en el interior de una concepción federalista de la organización del Estado (que hoy alguien descubre como “extraña” a las tradiciones seculares de la izquierda, después de haber aceptado en el pasado con cierta desenvoltura un descubrimiento improvisado y facciosamente apologético de Proudhon) las reivindicaciones de un sistema de autonomías que se articula no sólo en las instituciones públicas sino también en la sociedad civil, en los parlamentos centrales y regionales, en los sindicatos y en los ayuntamientos. Este intento de formular un proyecto articulado de autogobierno que emanaba sobre todo de los intelectuales turineses de Giustizia e Libertà, aunque fuera todavía aproximativo, se situaba más allá de la versión gramsciana de los consejos y de las tesis de  Piero Gobetti

En las tesis de los turineses la autonomía se identifica con el desarrollo de formas de autogobierno, no alternativas a la democracia representativa, que en los consejos “no deben representar solamente la medida de la capacidad técnica de los trabajadores sino –a través del control obrero (esto es, el sistema de control que se substituye en la visión pública y estatalista de los consejos) constituir una afirmación de libertad política”. Por otra parte, hace tiempo que se ha subrayado la influencia que tuvieron en la reelaboración del federalismo, como “sistema de autonomías” que se vivifica en la sociedad civil,  tanto la obra de un gran sociólogo y jurista como Georges Gurvitch  como la aportación de una figura tan compleja intelectualmente como la de  Andrea Caffi o los escritos de G.D.H. Cole y las experiencias del Guild Socialism. Por otra parte, el debate que planteó el grupo turinés contribuirá a una reelaboración de los contenidos “sociales” del federalismo, sostenido por el movimiento de Giustizia e Libertà y, por parte de su ala socialista, Carlo Rosselli  y   Silvio Trentin a un cada vez más marcado enraizamiento en una concepción de la sociedad civil como lugar de reconstitución de formas de autogobierno, capaces de relacionarse y confrontarse con las instituciones de un Estado descentralizado.


Sin embargo, en los años de la reflexión gramsciana sobre el taylorismo y el fordismo no faltaron las aportaciones de estudiosos o de corrientes culturales minoritarias que se expresaron no sólo en los márgenes del movimiento obrero organizado sino incluso en el mundo católico. Que, dentro y fuera de los sindicatos, de los partidos socialista y comunista, pudieron plantear (además de su búsqueda de la libertad de la persona en la relación de trabajo) una ruptura ideal y política con la vulgata dominante del socialismo de Estado, de los planes estatales y la revolución “por arriba”. Ante todo, clarificando las raíces de esta vía estatalista al socialismo y esta involución de la política, convertida en patrimonio de un cuerpo especializado y separado (con sus reglas y sus “secretos”) como fue el caso de la tecnoburocracia. Es decir, por un lado, la negación de toda libertad en la prestación de trabajo subordinado, una vez que han sido convenidas la duración del tiempo de trabajo y las remuneraciones; la pérdida de todo derecho de ciudadanía en el centro de trabajo; la fisicidad y unilateralidad, que caracterizan en el trabajo subordinado, la relación entre gobernantes y gobernados; y, por otro lado, la sistemática sustitución de la “liberación del trabajo”, de la conquista de una mayor libertad de la persona en el trabajo por la modificación de las relaciones de propiedad, operada por las ideologías “vencedoras” que hegemonizaron las diversas asociaciones inspiradas en el objetivo del socialismo o la emancipación de los trabajadores.

Entre tales aportaciones emerge, en la segunda mitad de los años treinta, la  provocada por la extraordinaria aventura intelectual y política de Simone Weil.      

Muchos críticos, pero también numerosos defensores de la obra de Simone Weil, haciendo una relectura “en el interior” de su tormentosa búsqueda, tienden a reconducir su testimonio a una especie de revuelta moral ante el trabajo “despersonalizado” y “desarraigado” y a algo así como un rechazo, místico y nostálgico, a la par del progreso y la modernidad. Y lo achacan a las formas que asumió, en el último periodo de su vida, su conversión al catolicismo. Existe, ciertamente, un momento místico en el sufrido itinerario de Simone Weil, donde parece que entrevé las vías de la liberación del hombre en una especie de ascesis y auto obligación de la persona, que incluso puede tener una cierta forma de iluminismo autoritario que transpira en las páginas tan sugestivas de  sus escritos de los años cuarenta en Londres. Pero es totalmente equivocado reducir toda la contribución de Weil a la cultura de la liberación a su conversión religiosa. Estas lecturas reduccionistas, cuando no viciadas por un prejuicio de fondo, no hacen sino reververar el rechazo opuesto, en años ya lejanos, a la crítica laica que Weil hizo del “marxismo post Marx” y de las ideologías autoritarias de la racionalización por parte de los mayores exponentes de la izquierda tradicional y de la comunista (entre ellos, el herético Trotsky) y, en el lado opuesto, por parte de los apologetas “burgueses” del taylorismo, como nos recuerda  Georges Friedmann.

En realidad, el acercamiento de Weil a la cuestión de la opresión del trabajo, como “génesis” del Estado autoritario moderno, precede a su dolorosa experiencia personal que quiso vivir como testigo y actor en la fábrica de trabajo parcelado. De ahí arranca su crítica radical a la deriva autoritaria del socialismo de Estado y un análisis desencantado de los mitos del progreso industrial y la “neutralidad” de las fuerzas de producción, que están en el origen del influjo dominante que ejercieron las ideologías de la racionalización en todas las corrientes del movimiento socialista. Detrás de la “religión de la ciencia” --trasmudada a una cultura de “iniciados” y en un “lugar secreto” del saber, dentro del culto al Estado (como único lugar de la política), como centro impulsor de los procesos de racionalización y planificación centralizada--  Weil, desde sus escritos de 1933, capta la proyección del gobierno opresivo y totalitario sobre el trabajo asalariado en las fábricas racionalizadas hacia una organización autoritaria y totalitaria del Estado, y la emergencia en la fábrica y en el Estado de una nueva clase social capaz de hacer madurar la naturaleza del Estado mismo.

Weil subraya una diferencia neta entre la relación de explotación que nace en el mercado de trabajo con la compraventa “desigual” del tiempo de trabajo y la relación de opresión. Y llevando a sus últimas consecuencias las observaciones de Marx, evidencia la autonomía de la relación de opresión y del sistema de poder insito en todas las formas de organización industrial, tanto de las relaciones de propiedad como de las políticas distributivas. Con un recorrido diferente al que siguió Hannah Arendt, Weil consigue determinar, en la opresión en el trabajo humano,  una contradicción lacerante de las democracias modernas y el “crisol” del Estado moderno racionalizado y totalitario. Su crítica de la utopía totalizante de la tecnocracia y del Estado totalitario –y, al mismo tiempo, de su impotencia para gobernar desde arriba la totalidad y la complejidad— madura en aquellos años de la racionalización triunfante.

De este acto de ruptura con la deriva lassalleana del marxismo y con la “religión de las fuerzas productivas” que, según ella, constituía la gran limitación del análisis de Marx, madurará la decisión, que no era impulsiva, de experimentar personalmente el trabajo parcelado y oprimido; de vivir y padecer el taylorismo y el fordismo ya realizados. Weil afrontará dicha prueba para situar, en su bagaje crítico, sus reflexiones sobre  las “causas de la libertad y la opresión social”, y para buscar los caminos posibles de una salida progresiva a un sistema de gobierno opresivo del hombre y de su trabajo, que no podía cambiarse con la ilusoria ruptura revolucionaria, reducida a un solo momento.

Aquí esta el valor de su trabajo práctico, que no está desprovisto de un punto de vista teórico. Incluso por esta razón, su aguda desmixtificación del “cientifismo” y la misma racionalidad del modelo taylorista y el sistema fordista, sus investigaciones en el terreno práctico en torno al ligamen entre “la orden” y “el tiempo” en el trabajo parcelado; sobre el despiadado vínculo que la subordinación a la “orden” recibida, a la predeterminación –incluso repentina--  del instante de ese trabajo, impone a la persona confinada en una tarea sólo de ejecución y sobre el nexo simultáneo del “tiempo” exigido para la ejecución del trabajo (que impide, en la terrible monotonía y repetición de la tarea, estar descuidada y obliga al trabajador a concentrarse “segundo a segundo” sobre un problema mezquino), constituyeron en los años treinta una de las más profundas investigaciones críticas sobre la racionalización y la despersonalización del trabajo. Todo ello en flagrante contraste con las doctrinas productivistas que triunfaban en el movimiento socialista.

Por otra parte, Simone Weil  --mucho más que otros--  supo establecer la la alienación en el trabajo como resultado de una relación opresiva y deshumanizadora con la alienación de la sociedad civil. No sólo subrayando que las formas de la “fuga” del trabajo resultan ilusorias e, incluso, desestabilizadoras para la convivencia civil si no encuentran en la liberación, aunque sea gradual y siempre parcial, del trabajo su fundamental punto de referencia. Pero también evidenciando la exasperación de la relación de opresión y  el proceso de burocratización del poder en los centros de trabajo la matriz de una involución burocrática y autoritaria del Estado que nunca podrá ser eliminada únicamente con la modificación de las relaciones de propiedad. Incluso cuando la modificación de estas relaciones  coincide con la estatalización de los medios de producción, la relación de opresión en la fábrica es, para Weil, la sanción de la deriva represiva del Estado totalitario.

Pero, al mismo tiempo, no se escapa de su investigación la toma de conciencia del límite y la contradicción profunda que hay en el proceso de racionalización tanto en la fábrica como en el Estado. Mientras percibe con lucidez los “límites del desarrollo”, Weil sabe poner de relieve que el poder centralizado y su aparato burocrático, con su progresiva tendencia a la centralización de las decisiones y al control detallado de lo existente, son cada vez más impotentes para gobernar la realidad cada vez más compleja y dinámica, de la fábrica y la sociedad civil. El poder autoritario del Estado autoritario crea un divorcio entre la sociedad legal y la real, entre política y economía, entre las élites tecnocráticas y el resto de los estratos sociales. Y, en la fábrica, la aplicación rigurosa de la racionalización taylorista llevaría a la parálisis del aparato productivo si no se eludieran cotidianamente, contradiciéndolas, mediante las mil astucias del “saber hacer”  y de los espacios de libertad que cada cual se ve obligado a inventar. Se trata de observaciones que, aunque comprobadas en el terreno práctico, fueron liquidadas en los años de la segunda posguerra. Pero ¡qué ruptura con las profecías de la racionalización triunfante como crisol del socialismo lo que todo ello representó en aquellos años!

En la utopía del despotismo ilustrado, que acaba por “oprimir con la esperanza de la liberación, como hizo Lenin, Weil propone una utopía experimental, es decir, la determinación de las condiciones óptimas  para garantizar al hombre “la verdadera libertad”, una condición en la que todas sus acciones “se derivarían de una anterior valoración referente al fin que él propone y la sucesión de medios idóneos para realizar dicho fin”, escribe en  Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social*.  Ello en la plena conciencia de lo inalcanzable de tal objetivo, y sólo con el objetivo de alcanzar un criterio para experimentar, en su interacción, todas las posibilidades, incluso las más modestas, de “aproximación” a este resultado “imposible”.

Con gran lucidez, Weil pasando revista a las diversas pistas que debía intentar como alternativa a la ilusión del momento único de resolución (por ejemplo, el control obrero y de la formación polivalente, de la alternancia de funciones y la movilidad profesional, de los grupos de trabajo multifuncionales y la experimentación de nuevas tecnologías en función de la liberación de las potencialidades intelectivas de los trabajadores, de la investigación de grandes dimensiones, incluso arquitectónicas, más “humanas” en la empresa o de una estrategia de la innovación organizativa donde se entrelazan colaboración y conflicto entre obreros y management) busca sin ningún tipo de nostalgia en el mundo preindustrial la forma de “dar un poco de alegría a la máquina que nos aplasta: el modo de dejar al individuo, aquí y allá, una cierta libertad de movimiento en el interior de los lazos que le rodea la organización social. Este es el único proceso revolucionario imaginable, capaz de incidir en las causas estructurales de la opresión, “ejercida en nombre de la función”, que Weil contrapone a la contumacia de la teoría y la práctica dominantes en partidos y sindicatos que, de cualquier modo, están relacionados al movimiento socialista y comunista.      
     
No había moralismo de ninguna clase, ni tampoco metafísica en la investigación minuciosa y casi escéptica que vislumbra Simone Weil buscando las connotaciones de un “sistema que no conocemos” para ensayar las potencialidades de reducir --aunque parcial y siempre gradualmente--  la opresión en el trabajo subordinado; las potencialidades  que presentan la enseñanza, el control, la información y promoción de una tecnología que asuma tendencialmente al hombre como variable independiente.

Y no es por casualidad que dicha investigación constituirá una fundamental referencia para quienes, en los años treinta, se midieron con las contradicciones devastadoras de la gran “racionalización” de la condición del trabajo subordinado: Georges Bernanos, Emmanuel Mounier,  y el grupo del Esprit, y sobre todo gentes como Geroges Friedmann  y otros muchas tras él.


Georges Friedmann, en el curso de su largo y sistemático análisis de las implicaciones de los procesos de racionalización sobre la naturaleza y la libertad del trabajo humano, siguió un itinerario diferente, si no opuesto, al de Simone Weil. A mitad de los años treinta, el joven Friedmann estaba ocupado sobre todo en refutar las rebeliones metafísicas y reaccionarias del progreso, que la gran crisis de 1929, exigía a muchos intelectuales; y de subrayar, sin embargo, las connotaciones de clase que los procesos de racionalización asumían en el capitalismo. De hecho, Friedmann atribuía un papel determinante a las relaciones de producción (y, entre estas, a las de propiedad) en la exasperación de los contenidos opresivos de la división técnica del trabajo. Por esta razón buscaba percibir –en la primera fase del experimento soviético— un taylorismo de “rostro humano”, inspirándose en los escritos de la escuela rusa de psicotécnica y hasta en el movimiento estajanovista que el confundía al pensar que había una recuperación de la relación entre el pensamiento y la acción en el momento de trabajar. 

En los años siguientes, sobre todo en la segunda posguerra, Friedmann recorrerá, sin embargo, a través de su investigación crítica sobre el “trabajo a trozos” todas las etapas de la búsqueda de Simone Weil de las formas posibles de recomposición del trabajo, de la formación polivalente de los trabajadores, de reconquista mediante el conflicto de los espacios de libertad en la prestación del trabajo. Lo que le llevó a reconocer que los cambios en las relaciones de propiedad podían ser totalmente ininfluyentes en la relación entre gobernantes y gobernados en los centros de trabajo; y que –cuando se traducían en la estatalización de los medios de producción—incluso podían acelerar el surgimiento de un estado totalitario. Como ocurrió en la Unión Soviética, donde los intentos de “domesticar” el taylorismo por parte de la joven escuela psicotécnica fueron hechos trizas por la represión staliniana. Y será su reflexión sobre las fuertes conexiones existentes entre una cierta fase del progreso técnico y el barlovento –sin duda no ineluctable, pero formalmente obligado por la cultura de aquella época, por la ideología taylorista y fordista— lo que llevó a Friedmann, en los últimos años de su vida, a una fuerte revalorización de la crítica espiritualista de Karl Jaspers y de Henri Bergson. E incluso a un cierto escepticismo, mucho más radical que el de Weil, en lo atinente a la necesaria experimentación de formas alternativas de organización del trabajo y de la sociedad civil, capaces de revalorizar la autonomía y la auto realización de la persona en el momento de trabajar.

Sin embargo, es mucho más sintomático que los síntomas de la reflexión de Friedmann en la segunda posguerra estuvieran ya presentes en sus primeros escritos de los años treinta. Estos contienen ya un núcleo de pensamiento del que nunca renegará; así como sigue siendo válida, en esencia, su crítica de las formas espiritualistas de rebelión al progreso técnico y los planteamientos reaccionarios de los procesos de racionalización, como el corporativismo. Y también su crítica al corazón de la ideología de la racionalización –al taylorismo y al fordismo--, a sus contenidos autoritarios: se trata de una ruptura con la apología del taylorismo que se extiende, durante estos años, en los sindicatos reformistas, en los partidos socialdemócratas y en muchos de los partidarios del experimento bolchevique.


Incluso en aquel periodo de entreguerras, caracterizado por el triunfo de las ideologías de la racionalización y la estatalización en las culturas y las estrategias del movimiento socialista y de los movimientos reformadores –como, por ejemplo, los de matriz cristiana— se ensayaron otros caminos. Hubo otras prioridades posibles a legitimar en el conflicto social y en la iniciativa de los partidos reformadores. Hubo otras posibilidades que partieran de un análisis más riguroso frente a la racionalización como crisol de las tendencias de transformación del Estado en sentido autoritario, situando el objetivo de la democracia en la sociedad civil y una mayor libertad de la persona en la relación de trabajo como fin inmediato y no como medio de la política.

Hubo, y todavía las hay posibilidades de una búsqueda para conquistar, aquí y ahora, nuevos espacios de libertad en la actual relación de trabajo y de remoción de la soledad del trabajador subordinado, demediado en su unidad de ser pensante y despedazado en su dignidad. Por lo tanto, de su existencia.

Este es también el valor del testimonio de Simone Weil, más allá de su recorrido errático y su acercamiento místico con rasgos desesperados.

Hubo entonces, y hay todavía otra izquierda posible. 



*   Hay edición castellana, Paidós Ibérica N. del T.  

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