martes, 17 de julio de 2012

CAPÍTULO 20. 2 TRABAJO Y CIUDADANÍA





Último capítulo Segunda parte


Como se ha visto, ha prevalecido hasta ahora en la cultura democrática y socialista una concepción de la democracia y del Estado que “evita” el nudo de la producción y del trabajo para afirmar la primacía (exclusiva) de la cuestión distributiva. También por esta razón las fronteras de la democracia y de los derechos de los ciudadanos se han detenido en las puertas de la empresa, en el corazón de la separación entre gobernantes y gobernados. 

Sin embargo, el destino de los movimientos más radicales que querían intervenir, a través de un cambio de las relaciones de propiedad y de la transformación de los sistemas de distribución, de una modificación de las relaciones de poder en la sociedad –confiando en la ocupación del Estado la única posibilidad de cambiar las condiciones de “bienestar”, al menos para los más desfavorecidos— fue el de acercarse al Estado “paternal” de los déspotas moralistas que Kant ya denunciaba: en el Estado que se arroga el derecho de concretar los cánones de la felicidad de los individuos, liquidando el derecho de la búsqueda de la personalidad de cada cual; en el Estado jacobino de la “dictadura del proletariado”, ya fuera realizado como Estado centralizado tipo soviético o ya fuera imaginado como “Estado consejista”. (De hecho, incluso en el Estado de los consejos que propugnaban Pannekoek  y otros, hay una estructura única, aunque articulada y descentralizada a nivel de fábrica, que gobierna en nombre de los productores y de sus intereses sin reconocerles –a ellos y a los otros ciudadanos--  unos derechos individuales específicos, inalienables y no delegables de alcance universal. También en el Estado “piramidal” de los consejos, que habría debido sustituir toda forma de democracia representativa, la libertad y la democracia se detuvieron ante el trabajo heterodigido y a su organización).

De esta manera, la separación –en una indeterminada “edad de oro”--  de toda forma de división del trabajo, de toda forma de jerarquía, de todo tipo de relación entre gobernantes y gobernados en los centros de trabajo con la extinción del Estado y la política que, con mucha superficialidad, se había imaginado en términos de pura coherencia filosófica y que no se correspondía, ni siquiera en la época de Marx, al mundo de las cosas históricamente posibles, se convirtió en la gran coartada para legitimar, en la “larga fase de transición” la primacía del Estado y del partido-Estado, la primacía de la política como arte del gobierno del Estado. Y para cancelar y combatir todo intento de cambiar –aunque fuera gradualmente en la búsqueda de una solución “no escrita en la historia--  las relaciones de poder y libertad en los centros de trabajo; y para conciliar las formas necesarias de división del trabajo y las responsabilidades tanto en el gobierno de la fábrica como en el de la sociedad, con las formas posibles de recomposición, reunificación y participación de los gobernados en la formación de las decisiones de los gobernantes.

De ese modo, el conjunto de los movimientos reformadores se encontraron ante una alternativa: entre acercarse al despotismo y ver, más tarde o más temprano, atropellados sus experimentos por la rebelión libertaria de los mismos trabajadores o ignorar, incluso en los regímenes democráticos, los confines cada vez más relevantes de un mecanismo distributivo que entra en conflicto con los límites humanos y ecológicos de un desarrollo no gobernado y de una organización de la producción sin reglas compartidas.

En el fondo, la controversia que ha lacerado dramáticamente al movimiento socialista y las fuerzas reformadoras no era, como sostenía Kelsen, entre la “neutralidad” del Estado, como máquina del gobierno de la sociedad civil y su “necesaria extinción”, sino entre un Estado que se arroga la primacía de la trasformación de las relaciones sociales y la distribución óptima de los recursos entre los individuos, incluso con el coste de conculcar los que han sido sentidos por la sociedad civil como derechos universales de ciudadanía y la formación gradual de un Estado que se convierta en la expresión consciente de la sociedad, demostrando ser capaz, cada vez más, de promover derechos y oportunidades para favorecer la búsqueda de la auto realización de la persona, ante todo en el trabajo, si este sigue siendo un factor decisivo de creación de identidad de los individuos.

La remoción de la irreducible cuestión de la libertad y la cualidad del trabajo –en una concepción ilustrada de la intervención del Estado y de la autonomía de la política con respecto a las transformaciones de la sociedad civil--  ha coincidido no casualmente con la obsesión, en las tradiciones de la izquierda occidental, del objetivo de promover nuevos derechos individuales como punto de referencia esencial de la acción colectiva y primer factor de solidaridad.

Se ha observado justamente cómo ha prevalecido en la izquierda italiana (y no sólo italiana) incluso en las décadas recientes (tras el abandono del mito catártico de la propiedad pública de los medios de producción) “la idea del Estado como lugar donde, de un modo más o menos autoritario, se determina el gobierno total de la sociedad”. Y cómo, sin embargo, se ha mantenido una concepción marginal del Estado como legitimación de la auto organización social”. De hecho, de ahí nacen el progresivo oscurecimiento de los derechos fundamentales, individuales y colectivos, como estructura de un nuevo proyecto de solidaridad (en el momento en que el viejo compromiso social acaba siendo puesto boca abajo por las transformaciones gigantescas de la economía y de los mercados de trabajo) y el repliegue de la política hacia unas ingenierías institucionales enrocadas en el Estado, ignorando la impelente necesidad de una auténtica reforma institucional, de sus expresiones asociativas, de sus formas de representación y participación en las decisiones de una organización descentralizada del Estado.

Volver al centro de una estrategia reformadora con una Carta de los derechos, de los valores comunes y la acción colectiva, en la sociedad y en el Estado, para promover e implementar el ejercicio de tales derechos, para experimentar las implicaciones sobre unas reglas no escritas de la convivencia civil, quiere decir, ineluctablemente en este caso,  establecer una redefinición de los derechos, de las responsabilidades, de los espacios de libertad de tutelar, en todas las formas del trabajo subordinado y heterodigido y en toda la gama de las actividades humanas donde maduran las relaciones primordiales de las personas, la misma organización y legitimación del Estado.  


Con la crisis definitivamente manifiesta de los procesos de racionalización y de la organización del trabajo y de los saberes, que ha afectado a una gran parte de las naciones industriales durante el siglo XX, la libertad del trabajo –conculcada durante tanto tiempo por las ideologías dominantes de los movimientos reformadores--  vuelve a emerger, como una cuestión fundamental de las democracias modernas. Vuelve a emerger como el verdadero nudo que se debe deshacer para superar la “democracia bloqueada”. Cuando ésta, especialmente porque no ha sabido afrontar la cuestión primordial de la libertad del trabajo, está destinada a soportar una sobrecarga creciente de demandas, que una política puramente redistributiva ya no puede satisfacer, corre el peligro de plegarse a las tentaciones de una selección autoritaria y de “gobierno” de los procesos de exclusión que alimentan tales contradicciones.  

No estamos ante “el fin del trabajo” como sostienen cíclicamente unos profetas improvisados, que están condenados a volver a proponer soluciones totalitarias de pérdida del trabajo, incluso si sus transformaciones tienden a convertirlas cada vez más en abstractas e impracticables [Véase Jeremy Rifkin, El fin del trabajo (Paidós)].  Estamos, más bien, ante unos profundos cambios del trabajo y de sus formas que exigen una reelaboración radical de sus tutelas, de sus reglas, de sus derechos so pena de una regresión general no tanto en el empleo a corto plazo sino de las reglas de la convivencia civil y de un ordenamiento democrático construido a partir del reconocimiento de los derechos individuales fundamentales, indisponibles e indivisibles.

Ante tales transformaciones y al desgaste de los viejos sistemas de organización de la producción y del trabajo, de hecho, no puede constituir una vía de salida a esta crisis de civilización (o una vía de salida deseable en términos de desarrollo de la democracia, una vez admitido que sea practicable) un acercamiento a la cuestión del trabajo que parta de la vieja separación, heredada del sistema taylorista y fordista, entre defensa o creación del empleo y conquista de nuevos derechos y nuevas reglas de tutela y promoción de todas las formas del trabajo. Separar, como es costumbre –incluso por comodidad expositiva--  en las terapias del desempleo la temática del empleo ante las nuevas tecnologías de los nuevos contenidos se convierte en la cuestión central  del trabajo realizado, de su “sentido”, de su poder ser “escogido” (y de su posible liberación), quiere decir estar condenados a volver a proponer un planteamiento meramente distributivo y compensatorio que la izquierda siempre ha practicado, con éxitos alternos, durante más de un siglo, ante un escenario que ha cambiado profundamente y cada vez más impermeable a estas viejas recetas.

Así aparecen esas recetas que traducen en términos fordistas las históricas reivindicaciones de la reducción del horario de trabajo y de una gestión colectiva del tiempo de trabajo formulando proyectos totalizantes de reparto del empleo: “trabajar menos para que trabajen todos”. Como si estuviésemos aun en el siglo en el que el trabajo abstracto de Marx reflejaba la contradicción de fungibilidad y descomposición que caracterizaba al trabajador concreto, al menos el de una gran masa de trabajadores. Como si las formas y contenidos del trabajo no tendieran cada vez más a articularse y diferenciarse desde el punto de vista profesional, de la formación de competencias, de la autonomía de las decisiones, de la duración y recurrencia de las prestaciones. Como si el trabajo fuese todavía reducible sólo a una mercancía, a un trabajo abstracto que se objetiva en un salario, y no fuese también –y cada vez más, para bien y para mal--  la subjetividad de la persona humana “tal como se manifiesta a través de sus obras, su actividad y su capacidad de vivir socialmente”.

Establecer la separación, de un lado, entre la cuestión del horario de trabajo, de los tiempos de trabajo y de vida fuera del trabajo, y, de otro lado, los contenidos del mismo trabajo, prescindiendo de las transformaciones en curso de la organización del trabajo y, sobre todo, de las que son posibles, y no teniendo en cuenta los espacios de auto realización en el trabajo que una nueva división técnica del trabajo hace posible en las actuales condiciones, no constituye solamente una fatiga de Sísifo destinada a la derrota también en la consciencia de tantos trabajadores que no pueden encontrar en esta receta un motivo de solidaridad ante o nuevo que les preocupa. Quiere decir instalarse en un análisis basado en categorías y criterios totalmente superados por las transformaciones en curso de las últimas décadas, recayendo por tanto en las viejas tentaciones de remover la cuestión de la libertad del trabajo, del trabajo como fuente de un nuevo derecho de ciudadanía, que ha sido en mi opinión la antigua maldición de la izquierda y una de las razones principales de sus derrotas pasadas y, hoy, de su crisis de identidad.

Se podría seguir un razonamiento análogo, a propósito de las diversas formas, cansinamente repetidas desde hace cincuenta años, sobre la “renta de ciudadanía”. Que está relacionada, o no, con la reducción radical, generalizada y simultánea del tiempo de trabajo. Prescindiendo de sus costes, probablemente insostenibles para la colectividad, y de sus efectos de “exclusión resarcida” por el mercado de trabajo, difícilmente contestables, este tipo de terapia del desempleo y la pobreza (dando por descontado, en cuanto inevitablemente coexistenciales en las sociedades de la tercera revolución industrial), vuelve a proponer y sufre, al mismo tiempo, una dicotomía entre trabajo y no trabajo y otras formas de actividad que han condenado y siguen condenando a millones de personas a una búsqueda ilusoria, fuera del trabajo, de identidad y de sentido, perdidos en el trabajo. Como si  no hubiesen dejado ninguna huella la búsqueda, las reflexiones, las batallas de tantos militantes sobre la necesidad de reencontrar en el trabajo el sentido, la razón de un tiempo liberado  que debe convertirse todavía  en “tiempo libre”  para muchos.

Más todavía, en lo referente al desarrollo y la promoción de una economía del “tercer sector” que es el resultado posible de una transformación de una transformación del welfare state, también impuesta por una crisis fiscal profunda y, sobre todo, por una crisis de solidaridad y siempre abierta a unas salidas diversas y  discriminadoras.   Lo que principalmente falta es una iniciativa reformadora de la izquierda que, superando las viejas y ya mistificadoras agregaciones corporativas, personalice cada vez más los servicios de la colectividad, incentive todas las formas del trabajo y actividad y unifique –sobre la base de los derechos--  la reglamentación de todas las formas de trabajo desde la fábrica tradicional al “tercer sector”.

¿Cómo imaginar --sin renunciar de partida a un proyecto de liberación y a toda forma de representación del mundo del trabajo en transformación--  una sociedad solidaria, del voluntariado, del trabajo de servicio como acto creativo, si queda reducida a  un puro remedio de resarcimiento del “fin del trabajo” como compensación a la caída del empleo, como pura sustitución de actividades “abstractas”, a veces no cualificadas y poco remuneradas, al “trabajo abstracto” que desaparece en la gran industria y en los servicios? ¿Y cómo conjurar –haciendo incluso del tercer sector un elemento propulsor de una nueva ocupación, de un nuevo trabajo y del cambio de la cualidad del trabajo ya existente— el incremento de la distancia  entre quien sabe y quien no sabe?

El desarrollo de un tercer sector en la economía, ligado a un crecimiento de las necesidades de servicios en la empresa, a las personas y a una demanda de personalización de las prestaciones sanitarias y asistenciales, que surge de la crisis del viejo Estado social de tipo “asegurador”, puede desarrollarse en dos tipos de actividades empresariales y dos tipos de “mercado social” entre ellos radicalmente alternativos.  Esperar, también  aquí, en la autorregulación del mercado como solución óptima –al menos, desde el punto de vista de la eficiencia--  puede ser, económicamente hablando, una opción miope y devastador en sus implicaciones sociales.

La expansión de una economía de servicios puede convertirse, de hecho, en un almacén de una nueva generación de trabajos altamente profesionalizados y “multidisciplinares”,  injertando un salto de cualidad en el aumento de la eficiencia de las prestaciones y en la progresiva reducción de los costes en el tercer sector; o, por el contrario, puede convertirse, siguiendo la evolución “espontánea” de la oferta, como ocurre en los Estados Unidos, en el guetto de los poor workers que desarrollan su actividad con bajas cualificaciones y baja productividad, y un “mercado social” que sobrevive en la sobreabundancia de servicios de poca eficiencia y altos costes. Para marcar la diferencia estará la capacidad de la colectividad, del Estado descentralizado y las comunidades, un sistema de enseñanza basado en la autonomía y libertad de iniciativa y un sistema formativo a lo largo y ancho del territorio y en los centros de trabajo, poniendo en marcha una auténtica revolución cultural que asuma la formación permanente, la promoción de nuevas redes de comunicación como los recursos principales para poner a disposición de lo que puede convertirse en el factor decisivo de una competición no destructiva a escala mundial y también de las sociedades democráticas: el trabajo que piensa y sabe ser creativo.

En el tipo de promoción que afirmará la naturaleza y cualidad de la ocupación en el “tercer sector”; en la naturaleza de las reglas y los vínculos transparentes que definirán las relaciones entre el Estado, las comunidades locales, las empresas y las asociaciones; en la naturaleza de los derechos que definirán el contenido del trabajo prestado y sus prerrogativas; en el apoyo de la formación y recualificación permanente que  debe asegurarse a los trabajadores y trabajadoras, se decidirá gran parte de las articulaciones que se perfilan en la sociedad civil. Hacia una modificación y una movilidad de las aptitudes profesionales a partir de la difusión de una cultura de base general que puede tener un papel de cohesión a escala nacional y mundial con su capacidad de crear y recrear nuevas competencias ante las transformaciones del trabajo, asegurando una, primera, una segunda, una tercera, una cuarta oportunidad de aprendizaje y reconversión de los saberes; conjurando no sólo la paradoja de los jóvenes, relegados a empleos precarios y descualificadas, sino también lo que –con la ampliación de las expectativas de vida— consolida la tendencia del mercado laboral de expulsar a los mayores de cuarenta años de las cualificaciones medio-bajas o simplemente obsoletas. O hacia la ampliación del abismo que ya tiende a dividir, en la relación entre gobernantes y gobernados, a los que saben y los que no saben; a los que mandan porque saben y los que no tienen, ni siquiera, los instrumentos culturales para comprender el significado de aquello que se les ordena. Es una fosa que tenderá a separar los que trabajan, incluso sesenta horas a la semana de aquellos que se verán expulsados a los últimos peldaños de la escala social. Es la perspectiva de la sociedad de los “cuatro quintos”, donde un solo quinto de la población puede detentar el poder en la empresa y en el Estado porque tiene el monopolio del saber. Es este tipo de sociedad –y no la eufemística de los “dos tercios”, todavía imaginada en términos de pura distribución de la renta— la que constituye el inmenso peligro que se cierne sobre las democracias modernas. Que hace del proceso de exclusión de los instrumentos del conocimiento la fuerza de un grupo político profesionalizado y de una élite de técnicos, separados y contrapuestos al resto de la sociedad civil y a decenas de miles de nuevos analfabetos que viven en las sociedades de la globalización.

En realidad, todos estos retornos a un terreno meramente distributivo, asistencial y de resarcimiento de la cuestión del trabajo se corresponden con una lectura totalmente miope de las transformaciones en curso y de sus aspectos sociales más dinámicos.

De hecho, y sin tener en cuenta las probables recaídas, incluso en términos de empleo, de una tercera generación de los productos y los procesos de la revolución de la informática, parece destinada a suscitar como cualquier oleada de esta innovación que la precedido, es un hecho que ya, en la fase actual,  con la tendencia a la mundialización de los mercados, la demanda de trabajo continúa creciendo: millones y millones de hombres y mujeres entran en la sociedad del trabajo.

Crece el empleo a escala mundial. Cierto, en formas nuevas y cada vez más articuladas. Donde se entrelazan procesos de expansión del trabajo precario, sin reglas, ni libertades con la atenuación de las fronteras las separaban entre sí –en la realidad, los conceptos y en las mismas instituciones de la sociedad civil-- el trabajo asalariado y subordinado, el trabajo más o menos autónomo pero siempre heterodigido, el trabajo dependiente pero elegido, las formas embrionarias de autogobierno del trabajo dependiente (sobre todo en las tareas más cualificadas), las actividades, las acciones voluntarias y los intercambios (doni)* que se expanden dentro de los, todavía codificados, espacios de las nebulosas categorías del “no trabajo” o del “tiempo de vida”.

Por otra parte, la carrera de los mercados construidos sobre la incentivación hacia abajo de las diferencias salariales en los países industrializados no coincide ya con los vastos movimientos migratorios de las personas a la búsqueda de cualquier empleo. Y es sobre todo el caso de empresas que intentan, en las bolsas de los salarios más bajos en las áreas subdesarrolladas, una vía de salida a una competencia cada vez más difícil en los sectores de tecnología madura y alta intensidad de trabajo no cualificado. Mientras, en una dirección opuesta, continúa el flujo migratorio de personas del Sur y del Este en pos de una ocupación en los países industrializados con los niveles más altos de retribución.

Pero, sobre todo, estos procesos de gran alcance están, de cualquier manera, influenciados (y, en cierto modo, desautorizados) por dos grandes cambios que intervienen en la competencia internacional entre empresas y naciones, especialmente por las características de la tercera revolución industrial in progress   de la informática y las comunicaciones.

Por un lado, con la mayor rapidez de la movilidad de los capitales, las estructuras de propiedad, las tecnologías y el know how,  la nueva frontera, el banco de prueba de la competencia entre empresas, segmentos de empresas y sistemas es, de manera creciente, la organización del trabajo, los saberes y las informaciones. Y por primera vez, desde hace dos siglos, esta organización y coordinación de los saberes tiene a ser funcional, incluso en el momento de la ejecución de un trabajo, en la creación de espacios de decisión “creadora”, de problems solving,  comportando una creciente dislocación de los procesos de decisión en el puesto de trabajo. Al mismo tiempo, las transformaciones del trabajo (subordinado y heterodirigido), tras la fase de máxima expansión del taylorismo, vuelve a ser inseparable de la posibilidad de reducir y articular los tiempos de trabajo. Así como es inseparable de la creación de nuevas oportunidades de empleo, trabajo y actividad. 

Por otro lado, la exigencia de conseguir una organización coordinada de los saberes, basada en espacios descentralizados y horizontales de decisión creadora (y nunca piramidales) tiende a desestabilizar –ante todo, en la empresa--  las estructuras jerárquicas existentes; y reclama, paradójicamente, una intervención autoritaria de los procesos de decisión o (aunque no será un proceso espontáneo) la valoración del trabajo, expresado a través de nuevos tipos de competencias “horizontales” y de profesionalidades pluridisciplinares, no sólo en términos de renta y estatus sino, sobre todo, de derechos, prerrogativas y poderes.  Todo ello hasta volver a cuestionar radicalmente los modelos tayloristas de segmentación del trabajo, no sólo de las tareas de ejecución sino también, y en primer lugar, en los sistemas manageriales. La riqueza relativamente estable (o menos móvil) que todavía puede definir la capacidad competitiva de una empresa, un territorio, o una nación vuelve a ser, en última instancia, el trabajo inteligente e informado, capaz de “resolver los problemas” y de innovar, dotado siempre de nuevos espacios de discrecionalidad decisional.

Valorar estos recursos e invertir en el factor humano constituye el verdadero desafío que debe encarar una política económica orientada al pleno empleo. La separación, practicada en el pasado por las políticas de empleo, de investigación y de innovación, tecnológica y organizativa, por las políticas de formación básica y de reciclaje de las competencias profesionales, basadas en la construcción de nuevas relaciones entre la enseñanza y la empresa, llevarían al fracaso todo intento de construir en Europa una política social que acepte el desafío de una competición que no conozca fronteras.           


Nota del traductor


I doni.  Lo he traducido por ´intercambios´, porque me parece más atinado que ´donaciones¨.  Se entiende por ´dono´ --y más concretamente, por economia del dono--, acuñada por el sociólogo francés Marcel Mauss, el sistema en el que las prestaciones ofrecidas por las gentes, entre sí, no se miden en cantidades equivalentes en relación a las prestaciones restituidas, indicando sobre todo la relevancia del ligamen entre “quien da” y “quien recibe”. Por otra parte el tiempo asume unas características particulares en la “economia del dono”, pues lo que se valora en el intercambio es la relación entre las personas o grupos. Se trata de una cosa muy relacionada con el “banco del tiempo” que en algunas ciudades cuenta con algunas experiencias. 





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