La crisis ya manifiesta de lo que se acostumbra a
definir el sistema “taylorista-fordista” durará mucho tiempo entre avances y
derrotas redefiniendo modelos de organización del trabajo humano que cada vez
tienen un carácter menos definitivo (1). Pero, a partir de ahora, esta crisis
parece destinada a abrir nuevas heridas y nuevas divisiones entre las
organizaciones sociales y políticas que se inspiran en los diversos ideales de
emancipación de las clases trabajadoras y en el interior de cada una de ellas.
Sobre todo, esta crisis coge una vez más con el pie
cambiado a una gran parte de las fuerzas de izquierda en Italia y en Europa, pillándolas
frecuentemente desarmadas dada la consciencia tardía (cuando la hubo) del
inicio de dicha crisis y de sus
implicaciones sociales y políticas. Estas fuerzas no han ajustado las cuentas a
la herencia de la cultura taylorista-fordista que llevan en sí mismas. Ni
tampoco han tomado plenamente consciencia de la influencia que esta cultura ha
tenido en las ideologías productivistas y redistributivas que, a lo largo de un
siglo (incluso mediante la fuerte legitimación de los grandes ideólogos de la
revolución socialista y del socialismo real) han dominado el pensamiento
democrático y socialista en todo el mundo.
Vuelve a emerger, con formas frecuentemente
empobrecidas por el colapso de las ideologías milenaristas, de un lado, la
contraposición histórica entre un maximalismo reivindicativo, instrumental y subalterno
con relación a la primacía de la lucha política que tiene como objetivo, ante
todo, la conquista –si no del poder
estatal-- sí por lo menos del gobierno;
y, de otro lado, un gradualismo redistributivo cada vez más condicionado por la
restricción de los espacios existentes para una recolocación de los recursos
frente a la crisis fiscal e institucional del welfare state, particularmente en
su versión asistencialista, como es en el caso italiano.
En suma, parece que se repite, en una versión casi
caricaturesca, el conflicto que dividió a los reformistas de los
revolucionarios a finales de la
Primera guerra mundial. Y ello en un contexto político,
económico y social en el que han cambiado profundamente (e incluso han
desaparecido o colapsado) todos los referentes y todas las categorías
culturales e ideológicas, que hace casi ochenta años, parecían legitimar
aquella laceración de la izquierda europea.
Hoy como ayer, esta izquierda parece que está
condenada a sufrir, retomando una expresión de Gramsci, una segunda “revolución pasiva”: la que
nacerá del profundo malestar que afecta al mundo de las empresas y a las
organizaciones del Estado y a la sociedad civil en su larga marcha hacia el
postfordismo. Y, a la inversa, aquella revolución pasiva que se deriva de la
dificultad orgánica de gran parte de la izquierda occidental de comprender,
antes del alcance de su crisis, la
naturaleza y las implicaciones de un sistema de cultura y de ideologías que
hasta ahora ha permeabilizado el modo de trabajar y producir en todas las
sociedades industriales del mundo, ya fueran capitalistas o “socialistas”. También con la dificultad histórica de
definir una estrategia de tutela de los trabajadores subordinados, capaz de
reflejar, incluso en las formas y en los objetivos del conflicto social, los
nuevos imperativos de la reconquista del saber, de autonomía y de poder,
vueltos a proponer tras una “larga noche”, también por la crisis de la
organización científica del trabajo y sus modelos de gestión de la empresa y la
sociedad.
Sin embargo, por lo general esta crisis se recondujo
esencialmente por el efecto “revelador” y por las repercusiones devastadoras
del colapso de los regímenes del “socialismo real”. Dicho colapso marcó un giro
en el desgaste de los antiguos pilares de las diversas ideologías del
socialismo y del reformismo radical como, por ejemplo, la propiedad pública de
los “medios de producción” o la expansión ilimitada de un Estado social
centralizado y de los procesos redistributivos que garantizaba. Pero la
literatura y el debate político de la “izquierda” tendieron formalmente a
infravalorar los factores que, muchos años antes de la caída del Muro de
Berlín, pusieron en evidencia una creciente dificultad de los movimientos
socialistas y de los sindicatos a la hora de interpretar las profundas
transformaciones de los sistemas de producción y de organización de la sociedad
civil a los que hemos hecho referencia. Y, sobre todo, su dificultad para
prever una estrategia que fuera capaz de ofrecer objetivos y soluciones no
contingentes (y no puramente defensivos) a dichas transformaciones.
De hecho, el inicio de esta crisis está
probablemente situado en la fase que coincide con el agotamiento de los
primeros treinta años de crecimiento casi ininterrumpido de la producción y las
rentas en los países industrializados (los trente
glorieuses, como dicen los franceses) y con el surgimiento de los
crecientes límites del modelo fordista y de las formas tayloristas de
organización del trabajo ante la irrupción de las nuevas tecnologías flexibles
de la información y un proceso acelerado de mundialización de los mercados. Es
en este periodo cuando en realidad se determinan incesantes cambios de los
mercados laborales (no debidos solamente al aumento de un desempleo estructural
de masas) y de la composición social de las clases trabajadoras.
Sin embargo, con estas observaciones pretendo
referirme sobre todo a la que llamaré la “izquierda que ha triunfado” (sinistra vincente). Y a aquellas
culturas de la izquierda que, al menos hasta hoy, han acabado prevaleciendo, ya
sea en las batallas ideológicas que han atravesado el movimiento obrero desde
su nacimiento, ya sea en la dirección efectiva de los partidos socialistas y
comunistas; o bien, en la gestión o en
el condicionamiento del conflicto social. Es decir, me refiero a esa parte de
la izquierda que ha conseguido, al menos en última instancia, hegemonizar, de
vez en cuando, con sus propias
ideologías y opciones políticas, todas las orientaciones dominantes en las luchas
sociales y políticas del mundo del trabajo.
Desde los albores del movimiento socialista –y antes
en cierto sentido-- siempre existió
“otra alma” de la izquierda. Cierto, se trataba de una “izquierda” que nunca se
expresó de manera acabada. Se trata de
otra “alma” que se expresó de manera repetida a través del testimonio, a menudo
fragmentario y disperso (y liquidado por una historia escrita por los
vencedores), de una búsqueda y una tensión, de vez en cuando más presente en
una orientación política que en otras. Y
en todos esos casos se ha tratado, a fin de cuentas, de tendencias que, salvo
breves paréntesis, han sido minoritarias y fracasaron.
Naturalmente, esta “otra alma” de la izquierda
también está afectada en estos años por
la crisis de identidad que atraviesa
todas las corrientes culturales y políticas de la izquierda. Pero, tal vez, es
portadora de valores e instancias que pueden sobrevivir a los de la izquierda
que hasta ahora ha triunfado.
De hecho, se trata de un alma de la izquierda
occidental (en ella intentaremos encontrar algunos rasgos en estos ensayos) que,
incluso cuando ha asumido formas extremas y objetivos radicales, voluntaristas
o utópicos, frente a la consolidación y extensión de la hegemonía
taylorista-fordista en las sociedades industriales, se caracterizó siempre como la expresión
–incluso antes que una exigencia de equidad social y de un proyecto
redistributivo de los recursos disponibles— por una demanda de libertad, de
socialización de los poderes y los conocimientos, ante todo en el centro de
producción. Y como la expresión de una “cultura de los derechos”, orientada en
primer lugar a la tutela de los trabajadores subordinados, pero siempre a
partir de la persona concreta que trabaja y de la modificación de una relación
social basada en la restricción y en la total heterodeterminación del trabajo.
De hecho, esta “izquierda diversa” parece dar
testimonio de la supervivencia –en términos filosóficos, políticos y sociales—
de una antigua e irreductible contradicción que atraviesa, primero, el
pensamiento democrático y, después, el pensamiento socialista desde sus
orígenes. Y que aparece, viva e irresuelta, incluso en la búsqueda de los
grandes teóricos del socialismo, empezando por Karl Marx: la contradicción que
resurge siempre, de un lado, entre el reconocimiento del papel emancipador de
los derechos políticos y civiles universales (aunque legitimados, en primer
lugar, sólo formalmente); y, por otro lado, la crítica demoledora del carácter
mistificador de tales derechos (solamente “proclamados” en una sociedad basada
en la desigualdad económica y social) que conduce a afirmar la necesidad
prioritaria de crear –mediante la abolición de las causas y efectos de las
desigualdades reales-- las condiciones
históricas del ejercicio de estos derechos. O, dicho en otros términos, la
contradicción entre la primacía de la igualdad, ante todo formal, de los
ciudadanos, como titulares de los derechos universales, y la igualdad de
oportunidades para ejercerlos y la primacía, sin embargo, de la igualdad de los
resultados; o sea, de una producción y una distribución de los recursos que, en
todo caso, garanticen un mínimo de igualdad real en el disfrute de tales
recursos, independientemente del ejercicio efectivo de los derechos “formales”
de una parte de los individuos.
Esta contradicción, que se expresará en fases
recurrentes en la experiencia concreta de los movimientos reformadores
(mediante ásperos y lacerantes conflictos políticos entre los diversos partidos
y asociaciones, e incluso en el interior de cada uno de ellos) estaba
destinada, por otra parte, a implicar concepciones, ideologías y “categorías”
culturales de dimensiones más generales.
Igual que el significado y las implicaciones (incluso en términos de
recursos necesarios para su explicación) de las libertades y de la
autorrealización posible de la persona, ante todo en su trabajo y en su vida
activa, en oposición a la búsqueda prioritaria de los medios para conseguir una
felicidad “necesaria” de la persona, o para asegurar su vocación o predeterminación histórica, en
el momento en que la persona se identifica con una clase o con una “masa”, en su
quehacer colectivo, capaz de dar
“sentido” a su actuación cotidiana y transcenderla. Esta contradicción acabó,
de hecho, identificándose con el conflicto político y social que siempre
contrapuso a quienes consideraban prioritaria e ineludible la cuestión de la
transformación de la sociedad civil y de sus formas de organización (incluso
como legítima condición a una candidatura al gobierno y a la reforma de las
instituciones estatales) y a cuantos, no obstante, asumieron la cuestión del
Estado (la atribución de poderes casi ilimitados en contraposición a los
individuos), de su conquista y transformación (como condición, subyacente entre
sí, para introducir cualquier cambio estructural en la sociedad civil) como
cosa central y preliminar de toda teoría y práctica de la transformación
social.
También esta contradicción se orientó a expresarse
en concepciones de la “política” y de lo “político” radicalmente divergentes
entre sí; en el papel y la autonomía
recíproca de los movimientos sociales y políticos que operan para cambiar las
condición civil y política del trabajador subordinado; en las relaciones que
pueden o deben existir entre ellos, en la sociedad civil y en los sistemas
institucionales; en el rol, la organización, la vigencia y la funcionalidad
misma de los partidos con respecto a objetivos históricamente determinados; en
la relación entre partidos (o el partido “predestinado” a la unificación o a la
absorción de las diversas formaciones partidarias de la clase trabajadora) y
los sindicatos; en la relación entre partidos, sindicatos y otras formas de
asociación voluntaria orientada a la consecución de un objetivo específico
tanto social como político; entre la primacía sobre las otras de una de estas,
diversas y cambiantes, formas de organización de la sociedad civil; entre la
posibilidad (o no) de poner límites, distintos
de aquellos que venían dictados por las reglas de una democracia consumada, en
el actuar de cada una de estas organizaciones; y en la posibilidad de definir
una división de las tareas o una relación de subalternidad entre ellas.
De hecho, este es el hilo rojo que recorre este malestar
y los diversos conflictos que han dividido, frecuentemente de manera dramática,
a partidos y sindicatos en el transcurso de los dos siglos desde el inicio de la Revolución francesa.
Este hilo rojo se sumerge en la maraña de instancias y momentos conflictivos de
los grandes objetivos inseparablemente proclamados por aquella revolución:
libertad, igualdad y fraternidad. Y quizá por esta razón --a diferencia de la
perentoria afirmación de algunos historiadores franceses, obnubilados por un
furor ideológico antisocialista-- se
puede pensar que la “Revolución francesa todavía no ha concluido”.
Se trata de una hipótesis similar que procuraremos verificar en esta
investigación. No ciertamente con la intención de demostrar con certeza que las
razones de una izquierda libertaria que, hasta ahora, ha resultado perdedora,
ni tampoco para reconstruir artificiosamente su continuidad orgánica o una
rigurosa coherencia. Sino para reencontrar testimonios, rasgos y señales,
afines entre ellos a una tensión y una búsqueda. Y sobre todo de una
contradicción y una fatiga del pensamiento democrático que tiene raíces lejanas
que no han sido superadas.
Porque si estas huellas probaran la posibilidad de
encarar la cuestión, a nuestro juicio cada vez más actual, de la liberación del
trabajador subordinado de los contenidos más opresivos de su relación con la
empresa, con la organización de la sociedad civil y con el Estado mediante
otros objetivos, otras prioridades y otros instrumentos con respecto a los que
han acabado prevaleciendo, desde hace dos siglos, en el conflicto social,
entonces habría valido la pena si esta otra izquierda –hasta ahora minoritaria
y derrotada— nos pueda dar con sus intentos y esperanzas (también con sus
fallos) algunas indicaciones fuertes para encarar los desafíos de hoy; y algún
vislumbre para sacar a la izquierda occidental del profundo agujero de su
crisis de identidad, como por sus intentos ansiosos y frecuentemente transformadores
para liberarse, paso a paso, de sus complejas y contradictorias herencias históricas.
(1) Con este esquemático término no
intentamos agrupar en un solo aparato conceptual el trabajo de Frederick W.
Taylor, de sus continuadores y apologistas con la ideología que Henry Ford supo
dibujar en el curso de su gran aventura como capitán de industria.
Que se trate de modelos de
organización de la producción ampliamente complementarios (el fordismo nace del
taylorismo, por así decirlo), pero está demostrado que son distintos, ya que en
la fase actual de crisis (irreversible) del modelo fordista emerge una singular
capacidad de “resistencia” de las formas de organización jerárquica del trabajo
heredadas de los principios de la “organización científica del management”,
elaborados por Taylor. A grandes rasgos se pueden sintetizar como sigue:
a) Estudio de los
movimientos del trabajador mediante su descomposición
para seleccionar aquellos que son “útiles”, suprimiendo los “inútiles” aunque
sean instintivos para reconstruir la “la cantidad de trabajo veloz que se le
puede exigir a un obrero para que siga manteniendo su ritmo durante muchos años
sin ser molestado” (Este análisis de los movimientos y su cronometraje fueron
incluso más eficaces en el método cinematográfico de Frank G. Gilbreth);
b) Concentración de todos
los elementos del conocimiento (del saber
hacer), que en el pasado estaban en manos de los obreros, en el management
que “deberá clasificar estas informaciones, sintetizarlas y sacar de estos
conocimientos las reglas, las leyes y las fórmulas”;
c) Apropiación de todo el
trabajo intelectual al departamento de producción para concentrarlo en los
despachos de planificación y organización; con la separación radical (“funcional”) entre la concepción, el
proyecto y la ejecución; entre el
thinking departament y la tarea ejecutiva e individual del trabajador que
está aislado de todo el grupo o bien está en un colectivo. (Taylor repetía a
sus obreros de la Midvale
en 1890: “No se os pide que penséis, para ello pagamos a otras personas);
d) Predisposición minuciosa, por parte del
manegement, del trabajo a desarrollar y de sus reglas para facilitar su
ejecución. Las instituciones predispuestas del management deben sustituir
totalmente el “saber hacer” del trabajador y especificar no solamente qué es lo
que debe hacerse sino “de qué manera hay
que hacerlo en un tiempo precisado para hacerlo”. Véase entre tantas
fuentes, además de los escritos de Taylor (La organización científica del
trabajo), Georges Friedmann (La crisis
del progresso, Guarini e Associati, Milano 1994) e Problemi umani del
macchinismo industriale, Einaudi, Torino 1971) y Harry Braverman (Travail et capitalismo monopoliste,
Maspero, París 1976).
No hay una version en pdf de la citta del lavoro?seria mas facil de leer,es un libro muy interesante.
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