¿Cuáles son los desafíos de hoy? En primer lugar son
los retos que vienen de los efectos simultáneos del ordenamiento de los
mercados, de los sistemas de empresa, de
la división técnica del trabajo y de los roles determinados por la rápida
difusión y la incesante innovación de las técnicas productivas y organizativas,
basadas en la transmisión de los mensajes e informaciones y la mundialización
de todos los intercambios.
Estas tecnologías, y bajo el impulso de su
utilización las nuevas formas que asumen los procesos de decisión en todos los
campos de la actividad humana, han conferido características y potencialidades
absolutamente inéditas en la progresiva internacionalización de los mercados y
los movimientos de las mercancías, los servicios, los capitales y las
decisiones de los propietarios. La
mundialización de los mercados, que se entrelaza con el diseño de nuevas
articulaciones en el interior de las grandes áreas regionales en continua
expansión, permite cada vez más –gracias a las tecnologías de la informática y
las telecomunicaciones-- transferir en tiempos rapidísimos no sólo mercancías,
servicios y capitales sino también innovaciones con unos costes tendencialmente
decrecientes; y, sobre todo, informaciones sobre las posibles actividades de
los mercados concretos y su reactividad, sobre la evolución de la investigación
y del proyecto, sobre la dinámica de los procesos de organización de las
empresas y del trabajo. La mundialización de los mercados elimina barreras
físicas y políticas, poniendo en cuestión los monopolios nacionales y los
monopolios tecnológicos, también la
autonomía decisional de las propias empresas y la soberanía de los estados en muchos campos de la vida económica
revelando brutalmente el origen de la llamada economía de mercado (2).
Las mismas concentraciones empresariales de
dimensiones multinacionales acaban registrando, en su interior y en este nuevo
contexto, nuevas dislocaciones de los procesos decisionales, acentuándose la
complejidad y la articulación de su presencia en los mercados. Con el incremento de
las acciones financieras, de las joint venture y de los
intercambios de las patentes, las multinacionales ya no son aquellas
terminales ciegas y puramente ejecutivas de antaño. Ahora se multiplican,
a escala mundial, los centros de investigación, innovación y decisión; y el
poder, antaño absoluto de las “centrales metropolitanas” que constituían el corazón
de las multinacionales, tiende a diluirse en parcelas, suministros, contratos y
articulaciones autónomas diseminados a escala mundial. Los centros de control
de los recursos financieros deben necesariamente pactar con todos ellos (3).
En este nuevo contexto, el factor relativamente
menos móvil, a diferencia de como aparecía en los pasados decenios y en el
anterior siglo, es el factor humano, la “mercancía que piensa”, la persona y su
trabajo. Lo es por motivos de orden cultural: lo accesorio a las propias raíces
y al ambiente familiar, la dependencia de una lengua, de una determinada
cultura básica y los traumas del desarraigo cuando se convierten en definitivos.
La riqueza se mantuvo bajo el control de las
naciones, pero ahora tiende a convertirse, cada vez más, en el “trabajo de las
naciones”, tal como sostiene Robert Reicht. Y al mismo tiempo, la cualidad del
trabajo, en su más amplia acepción, que proporciona el pueblo, la capacidad de
los trabajadores y los mánagers para aprender, “innovar”, resolver problemas,
organizar y decidir, se convierten, cada vez más, en los principales recursos
sobre los que todavía puede influir la acción responsable de las colectividades
nacionales (4).
Por otra parte, en un sistema competitivo, las
potencialidades y el uso óptimo de las tecnologías basadas en la informática
imponen el uso flexible y cambiante, adaptándolas a las modulaciones y a los
cambios (incluso repentinos) de la demanda, a su vez inducidos por la cambiante
naturaleza de la oferta. Se trata del ocaso de la producción estandarizada en
serie sobre la que creció la ideología fordista (5). La legendaria y
displicente divisa de Henry Ford “el consumidor podrá
comprar un Ford Modelo T de cualquier color que quiera, siempre y cuando sea negro” es ya una reliquia, algo que ha fracasado.
Sin embargo, para usar todas las potencialidades, en
incesante cambio, de las tecnologías --basadas en la informática y en la
densidad de las redes telemáticas, en un mercado que, sobre todo con la
difusión de la innovación tiende a
alcanzar una dimensión mundial-- es necesario disponer de la aportación del
trabajo humano, incluso en sus formas más ejecutoras y subalternas, y una
división funcional de tal trabajo, cualitativamente diferente de los que
prevalecieron en la gran fábrica, basada en el trabajo parcelado y una
producción en serie estandarizada. Un trabajo dotado de capacidades
polivalentes, capaz de expresarse libremente y enriquecer un “saber hacer” (y
su correspondiente “cómo hacerlo”) que pueda adaptarse a las mutaciones y a los
imprevistos, y sobre todo a “resolver problemas”. No es sólo una mercancía que piensa, sino una mercancía
que debe pensar. Son estas las connotaciones de un trabajo investido de una
responsabilidad para garantizar la cualidad de la producción y el gobierno de
la flexibilidad. Y son estos los factores, hasta ahora en manos de una
jerarquía centralizada que ha detentado el monopolio del saber, orientados a
definir la cualidad y la profesionalidad del trabajo humano (6).
De hecho, parece que se hace realidad, sólo en las
condiciones creadas por la revolución informática y por la crisis de la
organización taylorista del trabajo, la famosa intuición profética de Marx:
“Pero si ahora la variación del trabajo se impone sólo como prepotente ley
natural y con el efecto ciegamente destructivo de una ley natural que encuentra
obstáculos por doquier, la gran industria con sus mismas catástrofes hace que
el reconocimiento de las variaciones de los trabajos y de la mayor versatilidad
posible del obrero, como ley social general de la producción y adaptación de
las circunstancias a la actuación normal de dicha ley, se conviertan en una
cuestión de vida o muerte” (7).
La competencia entre las empresas se mueve, cada vez
más por estas razones, en las férreas conexiones del pasado entre cantidad
producida y precio hacia el rendimiento del requisito básico de la cualidad del
producto, de la cualidad del trabajo que está contenido en él y de la cualidad
de los servicios que facilitan su uso.
No obstante, un trabajo capaz de expresar y aumentar
mediante el conocimiento y la experiencia su propio “saber hacer” y su concreto “cómo hacer” es impensable,
tanto en las tareas llamadas ejecutoras como en las funciones manageriales sin
infringir los dos postulados de la llama “organización científica del trabajo
(8): la rígida división técnica de las tareas y de las funciones construida en
su extrema parcelización (de hecho no es posible decidir sobre cómo asegurar la máxima cualidad de un
producto o servicio sin interferir otras funciones u otros centros de decisión
ya se trate de las políticas de mercado o de la proyectación y manutención de
un producto, un proceso y de la misma tecnología); y la rígida división
jerárquica del trabajo con la requisición de los saberes y de autonomía
decisional como obra de los vértices manageriales.
Así, comenzando por la fábrica mecanizada y
automatizada, con la revolución informática y la mundialización de los
mercados, la división técnica del trabajo y de las funciones, instaurada por el
taylorismo, se contrapone al imperativo competitivo de utilizar todas las que
ofrecen las nuevas tecnologías y las que están latentes en el trabajo humano
que el uso de tales tecnologías exige como una “cuestión de vida o muerte”. La
crisis de la “dirección científica del trabajo”, que ya se dibujaba en Italia a
finales de los años sesenta (con el crecimiento del nivel de escolaridad de las
nuevas generaciones obreras y con la resistencia cada vez más consistente de
media y alta cualificación a la expropiación, por parte de la dirección del
management, de sus recursos profesionales y su saber hacer), registra un salto
cualitativo, imponiendo a las direcciones de las empresas –y no sólo a los
mánagers ilustrados— una nueva forma de pensar los sistemas organizativos y
jerárquicos, los modelos de formación profesional y de los mismos
procedimientos que gestionan los circuitos informativos, con la
“concesión” formal o de hecho de nuevos
espacios de decisión a los trabajadores dependientes y la creación de nuevas
sedes interprofesionales e interfuncionales de control, concertación y
decisión.
Se inicia, de esta manera, un proceso a menudo
caótico y errático de reorganización del trabajo que, partiendo de la industria,
parece destinado a cambiar, andando el tiempo, todos los centros de producción
de bienes y servicios, todos los lugares donde se presta un trabajo
subordinado.
Se trata, sin embargo, de un proceso inevitablemente
marcado por impulsos contradictorios que previenen de la exigencia de superar
las segmentaciones y las escalas jerárquicas del taylorismo y de las
resistencias de las mismas estructuras del management
de ceder espacios de decisión y, sobretodo, para superar idiotismos de oficio,
culturas profesionales y prerrogativas que, hasta la presente, han concurrido
en el devenir de su identidad (9). Los intentos más conocidos de las
estructuras manageriales, ya sometidos a discusión por otros experimentos, de
escaparse de la organización taylorista-fordista están ahí: es el caso del
llamado “toyotismo”. Con intención de salvaguardar, mediante una
división técnica del trabajo de ejecución más elástica y con una estructura
jerárquica más ligera y descentralizada, un poder discrecional (casi absoluto)
del manager para determinar la cantidad y cualidad de las informaciones que hay
que erogar a los trabajadores, los espacios decisionales que hay que
concederles, el número de sujetos involucrados por tales “concesiones”;
consolidando, así, una fractura entre un área de “management ampliado” y la
gran masa de trabajadores (10).
Por un lado, la relevante inversión que comportan,
no sólo para la colectividad sino para la empresa, la formación profesional y
una puesta al día de la polivalencia a lo largo de todo el curso de la vida
laboral, tal como exigiría una organización del trabajo basada en la
transversalidad de las decisiones y en la pluralidad de las destrezas, tiende a
ser marginado o infravalorado por las estrategias del management: ya sea porque se basa en la inversión de un elevado
coste inmediato y con un rendimiento diferido en el tiempo; ya sea porque su
“amortización” presupone la salvaguarda de la continuidad de la relación de
trabajo, al menos por la duración del proyecto en el que está implicado el
trabajador y el mantenimiento, aunque sea en formas cambiantes, de los niveles
de empleo incluso en las fases de recesión. Lo que choca contra la filosofía
liberal de un management, a menudo anclado en el axioma de la flexibilidad
“coyuntural” de la ocupación y la precarización del empleo y al dogma
taylorista de la absoluta fungibilidad de las diversas prestaciones laborales
(el trabajo “abstracto”), entendido como condición e instrumento de dominio y
condicionamiento del trabajador.
Esta contradicción creciente entre la tendencia,
inducida por el uso de las tecnologías informatizadas, a aumentar los
requisitos profesionales de las prestaciones del trabajo –en términos de
control de la calidad del producto o en términos de competentes capacidades de
decisión e intervención en las situaciones cada vez más numerosas que deben ser
corregidas o variar el flujo productivo o suplir las imperfecciones de las
máquinas (o de su programación) y el aumento de la inseguridad en la duración
de la relación de trabajo, también ahora en el modelo japonés del empleo de
“por vida” para una minoría de trabajadores— acentúa la resistencia
motivada entre los mismos trabajadores a
la hora de afrontar el trauma que se deriva de un cambio radical de su modo de
trabajar y el coste, incluso psicológico, de tener que reemprender, en edad
madura, una nueva experiencia de carácter formativo.
Esta profunda e inédita contradicción que emerge en
todas las formas de organización del trabajo, obligadas como están a ajustar
las cuentas con la crisis del sistema taylorista y con la gradual superación
del modelo fordista de producción estandarizada, abre ciertamente un espacio
nuevo a la iniciativa de los trabajadores organizados, también en el campo de
la negociación colectiva una mayor
autonomía de decisión en la prestación
laboral y un poder de codeterminación tanto en los objetivos cuantitativos y
cualitativos a conseguir en el proceso productivo como en los instrumentos que
deben activarse para realizar similares objetivos, comenzando por la
organización del trabajo y los sistemas horarios
Sin embargo, hay que recelar, también en este caso,
de toda forma de determinismo. Los espacios de iniciativa y libertad, que
podrían crearse frente al imperativo de las empresas de tener en cuenta una
cierta valoración del trabajo humano y de su responsabilidad en el proceso
productivo, no nacen y no nacerán nunca de manera espontánea. Incluso, en
ausencia de una coherente y calibrada iniciativa sindical capaz de conquistar
un consenso duradero entre trabajadores interesados sobre objetivos creíbles, y
sin una intervención pública capaz de promover –incluso con recursos de la
propia colectividad-- la experimentación
de diversas formas, negociadas, de organización del trabajo, es muy probable
que la mayoría de las empresas, confrontada con la contradicción que hemos
referido, intente hacerle frente acentuando
y no atenuando los rasgos autoritarios de la fábrica taylorista. La reacción espontánea de muchas empresas a
la crisis del sistema taylorista será, de hecho, la de construir o consolidar
una relación directa de autoridad con el trabajador individualmente,
seleccionando algunas minorías intentando cooptarlas en una especie de staff
dirigente ampliado”, expulsando al sindicato de la nueva regulación de la
relación de trabajo con la idea de salvaguardar la integridad y
discrecionalidad del poder de las estructuras de management. De ello hay muchos
ejemplos concretos en Europa y los Estados Unidos.
Incluso el temor a la apertura de estos espacios
potenciales de autonomía y “autogobierno” del trabajo subordinado, que incide
inmediatamente en la división de los poderes y en la estructura jerárquica de
la empresa, puede llevar al manager a anticiparse, radicalizando su poder de coerción sobre el trabajador. Ya
sea expulsando al sindicato de los centros de trabajo, como lo demuestran ahora
en los Estados Unidos muchas non union
shops, incluso empresas empeñadas en la innovación organizativa para
superar los límites macroscópicos del taylorismo; o bien promoviendo la
transformación del sindicato, legitimado en la empresa, en un dócil
intermediario de las decisiones inmodificables del management tal como ha
ocurrido en muchas empresas japonesas. O también, como en el caso italiano,
multiplicando los obstáculos de la negociación descentralizada de las
condiciones del trabajo contraponiéndolo a la centralización de la negociación
colectiva. E, incluso, contrastando la negociación de cuotas de salario ligadas
a la consecución de objetivos de producción, productividad y cualidad para
establecer improbables vínculos entre la retribución con la “rentabilidad
general de la empresa” para erradicar toda posibilidad de negociación entre el
sindicato y la empresa sobre los métodos organizativos y las condiciones de
trabajo.
En suma, mientras las nuevas tecnologías de la
información y la mundialización de los mercados causan golpes mortales a los
pilares del modelo fordista, como la producción en serie estandarizada y la
fungibilidad de las tareas para la mayor parte de los que prestan la mano de
obra, este proceso no determina automáticamente la superación del núcleo duro
del fordismo: la organización “científica del trabajo” y una estructura
jerárquica centralizadora de los saberes y de las decisiones. Paradójicamente
el taylorismo puede sobrevivir al colapso del fordismo con unos costes
relevantes, no sólo sociales, y en detrimento de la eficiencia y competitividad
de las empresas: el “scientific management”, antes de irse a pique, venderá
cara su piel.
En consecuencia, sin una fuerte intervención de las
colectividades locales y los Estados nacionales --que sostenga y oriente tales
transformaciones y nuevos experimentos organizativos que ellas presuponen,
socializando una parte de los costes que las empresas deben aportar en la “fase de transición” a un nuevo sistema
organizativo y sin una intervención del sindicato, orientado prioritariamente a
romper el monopolio de los saberes y las decisiones dentro de los cual se
enroca el sistema del management garantizando a los asalariados aquellos
derechos individuales y colectivos, aquellos poderes y aquella mínima seguridad
en el porvenir, capaz de justificar y motivar su participación activa y
responsable en el proyecto de transformación-- la crisis del sistema taylorista
corre el riesgo de ser larga y atormentada. Y, sobre todo, estará marcada por
continuas oscilaciones y compromisos entre la innovación y el retorno al
pasado. Además, los costes sociales y económicos que deben soportar en esta
fase de transición, corren el riesgo de ser extremadamente altos: disipando y
destruyendo el patrimonio profesional de la colectividad y el llamado “capital
humano”, que tendría pocos precedentes en la historia de las sociedades
industriales.
Ahora sabemos que, ante los imperativos y
oportunidades que ofrece la caída del fordismo, las intervenciones de las
comunidades nacionales –a través del Estado y las administraciones
locales-- han sido hasta hoy débiles y episódicas, incluso en las
sociedades industriales que, inicialmente, han intentado poner en marcha esas
nuevas cuestiones, como, por ejemplo, en Suecia y Alemania, en Japón y Estados
Unidos, y en cierta medida también en Francia.
La misma intervención del sindicato ha sido, hasta
ahora, discontinua y esporádica cuando no confusa y errónea. Como, por ejemplo,
en los numerosos casos en que se ha involucrado en la gestión de una
evanescente participación de los asalariados en los “avatares financieros” de
las empresas, permitiendo al management neutralizar el impulso sindical e
intervenir, con el control de lo
negociado, en la transformación de la organización del trabajo. La existencia
de algunas “islas” que le han permitido participar en algunas experiencias
–algunas de ellas como la Volvo en Suecia y el
proyecto Saturno, en los Estados Unidos) no puede eliminar el hecho de que, por
lo general, el movimiento sindical en los países industrializados, desde hace
años, se ha visto forzado –incluso debido al prolongado ataque a los niveles de
ocupación de los asalariados— a estar a la defensiva, y cada vez más limitado a
una acción en el campo distributivo y cada vez más extrañado del gobierno
efectivo de las transformaciones en curso en el sistema de las empresas.
Por lo demás, estas limitaciones ponen en tela de
juicio el retraso más general de las culturas que han inspirado gran parte de
las fuerzas democráticas y socialistas; e, incluso, como en el caso italiano,
su progresivo alejamiento del compromiso con las grandes cuestiones que,
originariamente, justificaban su existencia: la emancipación del trabajo y la
transformación de la sociedad civil. De hecho, es sintomático que, en una fase
de tan profunda y alterada transformación de los procesos productivos, la
organización del trabajo subordinado, la composición social de la clase
trabajadora y las estructuras de los mercados laborales, muchos intelectuales y
hombres políticos de la izquierda hayan cambiado los retos que provienen de
tales cambios y busquen sus referentes políticos y sociales fuera de la
sociedad civil y fuera del trabajo subordinado.
La operación se basaba en un diagnóstico tan
lapidario como miope: la crisis de identidad de la izquierda nace de la
desaparición de la “clase obrera” como entidad políticamente relevante. De este
modo, los aspectos más llamativos de las transformaciones sociales de los años
ochenta y noventa –o sea, la reducción del peso relativo y, en muchos casos, el
número absoluto de los obreros industriales en Occidente y las sucesivas
oleadas de incremento del desempleo (un dato que, todavía, no es comparable en
los países más recientemente industrializados)— se identifican con el ocaso de
la “clase obrera”; ergo, también, del
proletariado (en el sentido paradigmático que el marxismo da a este término) y con
la desaparición del referente social y del principal factor de identidad, ora
de los movimientos socialistas, ora del movimiento sindical (11). El ocaso del
trabajador “abstracto” de Ford, del “obrero masa” de los años sesenta se
transforma, así, en el fin del trabajo asalariado o, incluso, con el “fin del
trabajo”.
Por lo demás, también en Italia surge una conclusión
similar en una corriente de la cultura
socio-económica prejuiciosamente orientada a la contestación de la persistencia
de una sociedad dividida en clases
sociales (en el “esquema” marxista) y de la relevancia del conflicto de clase en la interpretación de las
transformaciones de la sociedad civil. También en Italia hubo una abundante
literatura sociológica que asumía como criterio determinante para concretar la
identidad –y la supervivencia-- de una
clase social (y sobre todo, naturalmente, de la “clase obrera) el criterio de
la renta percibida por los diversos grupos de ciudadanos o del máximo de su estatus
formalmente reconocido. Este criterio, como elemento de discriminación, más
allá de negar de raíz la naturaleza del trabajo asalariado --es decir, su
esencia-- ante todo, del trabajo subordinado heterodirecto, puede
conducir a conclusiones, no sólo parciales, sino frecuentemente erróneas y
paradójicas. En Italia se han hecho confluir en la categoría vaporosa de las “capas medias”
emprendedoras, profesionales liberales, empleados, técnicos y obreros
altamente especializados; sin embargo, en Norteamérica se entiende –quizás más
correctamente— como “clase media” incluso el trabajo asalariado (de los
empleados y obreros) establemente ocupado, en contraposición, de un lado, a la upper class de los managers y los
grandes “poseedores”, y de otro lado, a los trabajadores precarios, los
desempleados, los poor workers y los
marginados (12).
Ahora, tal diagnóstico liquidador del principal
referente social de la izquierda, más que cualquier amplia disertación, da
testimonio del definitivo divorcio, desde hace bastante tiempo, de una parte
relevante de la izquierda occidental entre la ingeniería sociológica y una
sistemática investigación de las transformaciones sociales que realmente se están
dando, dee las transformaciones rapidísimas del mundo del trabajo subordinado en todas sus múltiples articulaciones
y los cambios súbitos del concepto mismo
de trabajo.
Con este intento de que la izquierda se “libere” de
la clase obrera y de su originario referente social, de hecho no se corta
solamente un ligamen con el pasado,
todavía rico de enseñanzas y fuertes criterios interpretativos de la sociedad
civil y de sus evoluciones, sino que se evita, sobre todo, cualquier capacidad
de entender el alcance y las implicaciones de las nuevas articulaciones que se
conforman en la composición social y cultural del trabajo asalariado. Un
trabajo asalariado o subordinado –las
clases trabajadoras de nuestros tiempos--
que manifiesta, en estas décadas de crisis y transformaciones, una
continua expansión, también en las economías maduras, que puede estar obnubilado
por la constatación de la reducción del número de los “obreros” de la industria
manufacturera sólo para un observador descuidado, que ya ha se ha liberado del
análisis del conflicto social y de sus implicaciones políticas. De esta manera
se nos evita la comprensión del proceso, desarticulador y unificante al mismo tiempo, injertado desde
hace casi un siglo, haciendo que en el
fordismo y el taylorismo prevalezcan las políticas distributivas o
redistributivas (la explotación del
trabajo) sobre los factores de subordinación, heterodirección y comprensión de
la autonomía decisional del trabajo asalariado en todos los campos de la
actividad social. De esta manera se
pierden, en consecuencia, los instrumentos de análisis e interpretación de la
crisis incipiente de los modelos taylorista y fordista con todas sus
implicaciones. Entre las que están la
tendencial superación –en las fronteras cada vez más movedizas del
trabajo subordinado-- de las históricas
diferencias entre el trabajo, la obra y la actividad que Hanna Arendt distingue
en su Vida activa (13).
Y así, en vez de asumir plena conciencia de las
raíces más profundas de la presente crisis de identidad, una gran parte de la
izquierda occidental –renunciando al principal referente político y
social-- corre el peligro de replegarse
hacia la cooptación de una “clase política” caracterizada, cada vez más, por un
compadreo con la gestión del poder estatal y por una intrínseca relación de solidaridad entre sus componentes
y no de ejercer un papel de representación
de un área tan significativa de la sociedad civil (14).
En efecto, desde hace muchos años –y sobre todo en
algunas realidades nacionales, como la italiana— hay un progresivo divorcio (y
a veces una verdadera cesura en el “sentido común” de la izquierda): de un
lado, entre las culturas del quehacer político y de la reforma del Estado, y de
otro lado, la mutación de la realidad social y los contenidos, los objetivos y
los mensajes, frecuentemente contradictorios que expresa, de vez en cuando, el
conflicto social, en las luchas reivindicativas del mundo del trabajo.
Al menos en Italia es necesario verificar el
fundamento de una afirmación un tanto radical. Y, sobre todo, buscar las causas
más profundas de la “ausencia” cultural y política de la izquierda, de las
fuerzas políticas de tradición democrática o socialista y del mismo movimiento
sindical en la tumultuosa convulsión que afecta a un sistema de organización de
las actividades y de los hombres en las que se identifican, desde hace casi un
siglo, las sociedades industriales del mundo entero.
Notas
(2) Karl Polanyi, La gran transformación, Fondo de
Cultura Económica de España (2007). Ahí se encuentra la más precisa refutación
del papel “derivado” y subalterno de las instituciones estatales y de la
legislación respecto a la formación del mercado en las sociedades capitalistas.
Según Polanyi el papel de las “instituciones” en la determinación de las
“reglas del juego” (incluida la “mano invisible” de Adam Smith) ha sido
ampliamente infravalorado por Marx.
(3)
Robert Reich, The Work of Nations,
Vintage Books (New York, 1992) páginas 136 y siguientes. Hay traducción en
castellano.
(4)
Ibidem. Página 247 y siguientes.
(5) Taylor, al final de su vida, aspiraba a definir
sus propios experimentos como el descubrimiento de una “organización científica
de la dirección (y el mando) de la empresa, como sólo un medio óptimo de organización del trabajo subordinado y como
una ciencia de de la organización,
basada en reglas y leyes bien definidas, capaz de “abrazar todas las formas de
la actividad humana desde las más simples de la acción individual hasta las
iniciativas de las grandes sociedades” (véase Georges Friedmann en La
crisis del progreso [Editorial Laia, 1977]). Así pues, se puede decir que
la ideología reconstruida empíricamente por Henry Ford parte, desde las
primeras intuiciones, de la idea de la racionalización y programación como
encarnaciones del progreso.
Los comienzos de esta ideología se basan en la
experimentación sistemática del trabajo en cadena que partía de la
“simplificación” de los movimientos de Taylor y, así, superar con la
parcelación del trabajo (de los trabajadores y no sólo de sus movimientos) la
noción misma de del trabajo individual,
gestionado mediante una relación jerárquica y con la presdisposición de un
incentivo salarial con el objetivo de conseguir una producción en masa, de bienes en serie rigurosamente
estandarizados. En esta nueva filosofía industrial es ya inherente la
convicción de que, fuera del management,
todo trabajador pueda ser “liberado” del conocimiento profesional e incluso de
las habilidades manuales para ponerse
al servicio, en unas dimensiones inicialmente impensables, de un sistema de
producción en el que la cualidad del producto deja de ser una variable, en el
que la producción crea la demanda (con el monopolio de la innovación por parte
de la empresa más dinámica); así como crea la el consumidor, con la posibilidad (que se deriva de los grandes
beneficios, garantizados por la producción en serie y del monopolio de la
información) de fijar altos salarios, reducir el horario de trabajo, plasmar y
programar en cierto sentido las costumbres de un nuevo tipo de trabajador y de
consumidor: “La demanda no crea, está ahí para ser creada. Si iniciamos una
vasta producción de mercancías y pagamos salarios muy altos, se extenderá en
todo el país un notable poder adquisitivo que absorberá dichas mercancías a
condición de que estén bien hechas y se vendan a un precio justo. El flujo de
los intercambios, sangre de la sociedad, fluirá de nuevo: es la única solución
que tiene el centro de producción” [Henry Ford en Georges Freedmann, La crisis del progreso, ya citada].
(6) Peter Drucker en La classe del XXI secolo: l´operario che sa en Atlantic Monthly, 4
de Julio de 1995, pág. 42.
(7) Karl Marx El Capital. Libro I, Capítulo IV. [No
he sabido encontrar esta cita en la versión castellana de don Wenceslao Roces.
Fondo de Cultura Económica, 1972. JLLB]
(8) Harry Braverman.
(9) De hecho, podemos reconocer que algunos pilares
fundamentales del modelo y la ideología fordistas se han comprometido –de modo
irreversible-- con el impacto conjunto
de la revolución informática (y de los medios de comunicación) y de los
procesos acelerados de mundialización de los mercados y los sistemas de
empresa. El uso flexible de las nuevas tecnologías y, consecuentemente, del
factor humano molesta a un sistema industrial basado sobre la producción en
gran serie debido a la relativa rigidez de
de sus tecnologías y la concentración de de la producción en grandes
unidades empresariales; y permite orientar la competencia entre empresas de
cara a la calidad del producto devolviendo a la demanda un papel radicalmente
nuevo en la misma programación de la producción. Con los procesos de
mundialización la competencia se extiende también a las nuevas tecnologías,
acelerando de manera vertiginosa los tiempos de innovación y reduciendo los
costes.
Estas transformaciones estructurales se traducen en
una crisis de la relación del trabajo fordista, basado en la parcelización de
las funciones, en la estabilidad del empleo y en una total
desresponsabilización del trabajo de ejecución. El empleo deviene cada vez más
flexible y precario; al mismo tiempo se exige más responsabilidad al trabajo y
capacidad de intervención, implicación para conseguir mejores resultados cualitativos. El modelo taylorista de
organización “científica” del trabajo está puesto en entedicho. Pero ello no
implica su superación en el momento en
que el sistema fordista de producción se ve forzado a comenzar una profunda
reconversión. Paradójicamente (pero no tanto) el modelo taylorista, que ha
constituido el corazón de la organización del trabajo en la época fordista,
tenderá inercialmente a sobrevivir, sobre todo en sus aspectos jerárquicos y
disciplinarios (aunque adaptados y “desburocratizados”) a la crisis del
fordismo ya que la conciliación entre la flexibilidad de las prestaciones del
trabajo en la salida de la actividad
productiva pone en cuestión no sólo una división técnica del trabajo sino
también una división de poderes y de su sistema jerárquico.
De hecho, emerge una contradicción que sólo puede
superarse por un nuevo sistema de relaciones sociales, por un nuevo modelo
organizativo y, en definitiva, por un nuevo modelo de contrato de trabajo. Todo
ello comporta, en todo caso, una
redefinición y una redistribución de los poderes del management o un golpe de tuerca con las características
autoritarias del modelo fordista de coerción del modelo de ejecución. Un
estallido de situaciones más o menos actualizadas de la organización
“científica” del trabajo no es, pues, una eventualidad a infravalorar ni
tampoco las implicaciones de tales contradicciones sobre las salidas de la
crisis del fordismo. Ahí está toda la ambigüedad de las fórmulas expeditivas sobre
el final del fordismo o incluso de la existencia de un modelo
postfordista que ya está consolidado.
(10) Parece fuera de lugar, particularmente en
Italia, una precipitada literatura “apologética” del “toyotismo”. Que está
impregnada por la exaltación de sus contenidos “revolucionarios”. En otros
casos expresa una denuncia sin apelación por sus efectos destructivos para la
“consciencia de clase”, pero basada en todo caso en la asunción del “toyotismo”
como modelo “orgánico” y sin los fallos de la organización “postaylorista, y
como respuesta exitosa del “capital” a la crisis de las sociedades del
management. Esta literatura está marcada, a nuestro juicio, por la aceptación
acrítica del léxico y la filosofía toyotistas y por la escasa atención a las
aporías, las adaptaciones, los compromisos y las regresiones que la puesta en
marcha del modelo toyotista y de la lean
production han registrado en el
útimo decenio, incluso en aquellas empresas donde se han experimentado
originariamente.
Por un lado , quedan a menudo en la sombra, una vez
acabada la operación doblemente errónea de teorizar la definitiva superación de
la crisis del taylorismo y la llegada, ya consolidada, de la era “postfordista”
y de identificar ésta con la hegemonía consolidada de la filosofía toyotista (y
con el modelo de la lean production),
digo que quedan en la sombra muchos y diversos intentos de recorrer, aunque sea
experimentalmente, otros caminos en Europa y en los Estados Unidos, donde el
toyotismo, desde hace algunos años, parece en fuerte retroceso, junto a la
recuperación de la industria automovilística americana en los mercados
mundiales. Y, por otro lado, la supervivencia y radicalización, bajo muchos
aspectos, de “cachos” de taylorismo en la gran mayoría de las empresas
industriales y de servicios.
El mismo toyotismo, por lo demás, podría ser
legítimamente considerado, bajo muchos puntos de vista, una variante del taylorismo
y una señal de su crisis como “sistema”.
11) Ver los ensayos, a cargo de Giancarlo Bosetti, Izquierda punto cero. Es particularmente significativa el
diagnóstico, lapidario y desprpajado, de Richard Rorty (¿Cantaremos nuevas canciones?)
retoma --sin ni siquiera introducir una
duda problemática— lo que afirma Bosetti: “Ya no podemos usar el término clase obrera para significar “a los que reciben menos dinero y menos
garantías en la economía de mercado” y a “la gente que encarna la verdadera
naturaleza de la humanidad”. Estas expresiones ponen en evidencia una confusión
entre trabajo subordinado y “pobreza” como lo atestigua la literatura “pobre” y
sumaria de la investigación de Marx, de la que se nos quiere liberar.
Más matizado y prudente es el juicio de André Gorz (Adios, conflicto central) que fue de los
primeros en investigar fuera del trabajo subordinado las chances de una izquierda “libertaria” y “convivencial” (ver Adieu au proletariat, Editions Galilée, Paris 1980; Adiós al proletariado, Ediciones 2000, Barcelona).
(12) En lo atinente a la clasificación de las clases
sociales en base a la renta (a partir
de un claro forzamiento de la distinción marxiana entre trabajo productivo y
trabajo improductivo (que no tiene nada que ver con la diferencia entre trabajo
subordinado y trabajo autónomo o la actividad empresarial) o en base a la naturaleza de la actividad y a la
distinción entre productores de mercancías y “productores de servicios”, véase
Paolo Sylos Labini en su “Economia e
Lavoro” (1969), Produttori di
ricchezza e produttori di servizi: classe operaia e classe media.
(13)
Hanna Arendt, The Human Condition. [Hay traducciones en
castellano, JLLB]
(14) Ver la introducción de Giancarlo Bosetti a Sinistra punto zero. O Izquierda punto
cero, Paidós Estado y sociedad, 1996.
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