martes, 29 de mayo de 2012

CAPITULO 2 LA CRISIS DEL MANAGEMENT Y EL FINAL DE LAS VIEJAS CERTEZAS




¿Cuáles son los desafíos de hoy? En primer lugar son los retos que vienen de los efectos simultáneos del ordenamiento de los mercados, de los sistemas de empresa,  de la división técnica del trabajo y de los roles determinados por la rápida difusión y la incesante innovación de las técnicas productivas y organizativas, basadas en la transmisión de los mensajes e informaciones y la mundialización de todos los intercambios.

Estas tecnologías, y bajo el impulso de su utilización las nuevas formas que asumen los procesos de decisión en todos los campos de la actividad humana, han conferido características y potencialidades absolutamente inéditas en la progresiva internacionalización de los mercados y los movimientos de las mercancías, los servicios, los capitales y las decisiones de los propietarios.  La mundialización de los mercados, que se entrelaza con el diseño de nuevas articulaciones en el interior de las grandes áreas regionales en continua expansión, permite cada vez más –gracias a las tecnologías de la informática y las telecomunicaciones-- transferir en tiempos rapidísimos no sólo mercancías, servicios y capitales sino también innovaciones con unos costes tendencialmente decrecientes; y, sobre todo, informaciones sobre las posibles actividades de los mercados concretos y su reactividad, sobre la evolución de la investigación y del proyecto, sobre la dinámica de los procesos de organización de las empresas y del trabajo. La mundialización de los mercados elimina barreras físicas y políticas, poniendo en cuestión los monopolios nacionales y los monopolios tecnológicos, también  la autonomía decisional de las propias empresas y la soberanía de los estados  en muchos campos de la vida económica revelando brutalmente el origen de la llamada economía de mercado (2).

Las mismas concentraciones empresariales de dimensiones multinacionales acaban registrando, en su interior y en este nuevo contexto, nuevas dislocaciones de los procesos decisionales, acentuándose la complejidad y la articulación de su presencia en los mercados. Con el incremento de las acciones financieras, de las joint venture y de los intercambios de las patentes, las multinacionales ya no son aquellas  terminales ciegas y puramente ejecutivas de antaño. Ahora se multiplican, a escala mundial, los centros de investigación, innovación y decisión; y el poder, antaño absoluto de las “centrales metropolitanas” que constituían el corazón de las multinacionales, tiende a diluirse en parcelas, suministros, contratos y articulaciones autónomas diseminados a escala mundial. Los centros de control de los recursos financieros deben necesariamente pactar con todos ellos (3).

En este nuevo contexto, el factor relativamente menos móvil, a diferencia de como aparecía en los pasados decenios y en el anterior siglo, es el factor humano, la “mercancía que piensa”, la persona y su trabajo. Lo es por motivos de orden cultural: lo accesorio a las propias raíces y al ambiente familiar, la dependencia de una lengua, de una determinada cultura básica y los traumas del desarraigo cuando se convierten en definitivos.

La riqueza se mantuvo bajo el control de las naciones, pero ahora tiende a convertirse, cada vez más, en el “trabajo de las naciones”, tal como sostiene Robert Reicht. Y al mismo tiempo, la cualidad del trabajo, en su más amplia acepción, que proporciona el pueblo, la capacidad de los trabajadores y los mánagers para aprender, “innovar”, resolver problemas, organizar y decidir, se convierten, cada vez más, en los principales recursos sobre los que todavía puede influir la acción responsable de las colectividades nacionales (4).

Por otra parte, en un sistema competitivo, las potencialidades y el uso óptimo de las tecnologías basadas en la informática imponen el uso flexible y cambiante, adaptándolas a las modulaciones y a los cambios (incluso repentinos) de la demanda, a su vez inducidos por la cambiante naturaleza de la oferta. Se trata del ocaso de la producción estandarizada en serie sobre la que creció la ideología fordista (5). La legendaria y displicente divisa de Henry Ford “el consumidor podrá comprar un Ford Modelo T de cualquier color que quiera,
siempre y cuando sea negro
” es ya una reliquia, algo que ha fracasado.

Sin embargo, para usar todas las potencialidades, en incesante cambio, de las tecnologías --basadas en la informática y en la densidad de las redes telemáticas, en un mercado que, sobre todo con la difusión de la innovación  tiende a alcanzar una dimensión mundial-- es necesario disponer de la aportación del trabajo humano, incluso en sus formas más ejecutoras y subalternas, y una división funcional de tal trabajo, cualitativamente diferente de los que prevalecieron en la gran fábrica, basada en el trabajo parcelado y una producción en serie estandarizada. Un trabajo dotado de capacidades polivalentes, capaz de expresarse libremente y enriquecer un “saber hacer” (y su correspondiente “cómo hacerlo”) que pueda adaptarse a las mutaciones y a los imprevistos, y sobre todo a “resolver problemas”. No es sólo una mercancía que piensa, sino una mercancía que debe pensar. Son estas las connotaciones  de un trabajo investido de una responsabilidad para garantizar la cualidad de la producción y el gobierno de la flexibilidad. Y son estos los factores, hasta ahora en manos de una jerarquía centralizada que ha detentado el monopolio del saber, orientados a definir la cualidad y la profesionalidad del trabajo humano (6).    

De hecho, parece que se hace realidad, sólo en las condiciones creadas por la revolución informática y por la crisis de la organización taylorista del trabajo, la famosa intuición profética de Marx: “Pero si ahora la variación del trabajo se impone sólo como prepotente ley natural y con el efecto ciegamente destructivo de una ley natural que encuentra obstáculos por doquier, la gran industria con sus mismas catástrofes hace que el reconocimiento de las variaciones de los trabajos y de la mayor versatilidad posible del obrero, como ley social general de la producción y adaptación de las circunstancias a la actuación normal de dicha ley, se conviertan en una cuestión de vida o muerte” (7).  

La competencia entre las empresas se mueve, cada vez más por estas razones, en las férreas conexiones del pasado entre cantidad producida y precio hacia el rendimiento del requisito básico de la cualidad del producto, de la cualidad del trabajo que está contenido en él y de la cualidad de los servicios que facilitan su uso.

No obstante, un trabajo capaz de expresar y aumentar mediante el conocimiento y la experiencia su propio “saber hacer”  y su concreto “cómo hacer” es impensable, tanto en las tareas llamadas ejecutoras como en las funciones manageriales sin infringir los dos postulados de la llama “organización científica del trabajo (8): la rígida división técnica de las tareas y de las funciones construida en su extrema parcelización (de hecho no es posible decidir sobre cómo asegurar la máxima cualidad de un producto o servicio sin interferir otras funciones u otros centros de decisión ya se trate de las políticas de mercado o de la proyectación y manutención de un producto, un proceso y de la misma tecnología); y la rígida división jerárquica del trabajo con la requisición de los saberes y de autonomía decisional como obra de los vértices manageriales.  

Así, comenzando por la fábrica mecanizada y automatizada, con la revolución informática y la mundialización de los mercados, la división técnica del trabajo y de las funciones, instaurada por el taylorismo, se contrapone al imperativo competitivo de utilizar todas las que ofrecen las nuevas tecnologías y las que están latentes en el trabajo humano que el uso de tales tecnologías exige como una “cuestión de vida o muerte”. La crisis de la “dirección científica del trabajo”, que ya se dibujaba en Italia a finales de los años sesenta (con el crecimiento del nivel de escolaridad de las nuevas generaciones obreras y con la resistencia cada vez más consistente de media y alta cualificación a la expropiación, por parte de la dirección del management, de sus recursos profesionales y su saber hacer), registra un salto cualitativo, imponiendo a las direcciones de las empresas –y no sólo a los mánagers ilustrados— una nueva forma de pensar los sistemas organizativos y jerárquicos, los modelos de formación profesional y de los mismos procedimientos que gestionan los circuitos informativos, con la “concesión”  formal o de hecho de nuevos espacios de decisión a los trabajadores dependientes y la creación de nuevas sedes interprofesionales e interfuncionales de control, concertación y decisión.

Se inicia, de esta manera, un proceso a menudo caótico y errático de reorganización del trabajo que, partiendo de la industria, parece destinado a cambiar, andando el tiempo, todos los centros de producción de bienes y servicios, todos los lugares donde se presta un trabajo subordinado.  

Se trata, sin embargo, de un proceso inevitablemente marcado por impulsos contradictorios que previenen de la exigencia de superar las segmentaciones y las escalas jerárquicas del taylorismo y de las resistencias de las mismas estructuras del management de ceder espacios de decisión y, sobretodo, para superar idiotismos de oficio, culturas profesionales y prerrogativas que, hasta la presente, han concurrido en el devenir de su identidad (9). Los intentos más conocidos de las estructuras manageriales, ya sometidos a discusión por otros experimentos, de escaparse de la organización taylorista-fordista están ahí: es el caso del llamado “toyotismo”. Con   intención de salvaguardar, mediante una división técnica del trabajo de ejecución más elástica y con una estructura jerárquica más ligera y descentralizada, un poder discrecional (casi absoluto) del manager para determinar la cantidad y cualidad de las informaciones que hay que erogar a los trabajadores, los espacios decisionales que hay que concederles, el número de sujetos involucrados por tales “concesiones”; consolidando, así, una fractura entre un área de “management ampliado” y la gran masa de trabajadores (10). 

Por un lado, la relevante inversión que comportan, no sólo para la colectividad sino para la empresa, la formación profesional y una puesta al día de la polivalencia a lo largo de todo el curso de la vida laboral, tal como exigiría una organización del trabajo basada en la transversalidad de las decisiones y en la pluralidad de las destrezas, tiende a ser marginado o infravalorado por las estrategias del management: ya sea  porque se basa en la inversión de un elevado coste inmediato y con un rendimiento diferido en el tiempo; ya sea porque su “amortización” presupone la salvaguarda de la continuidad de la relación de trabajo, al menos por la duración del proyecto en el que está implicado el trabajador y el mantenimiento, aunque sea en formas cambiantes, de los niveles de empleo incluso en las fases de recesión. Lo que choca contra la filosofía liberal de un management, a menudo anclado en el axioma de la flexibilidad “coyuntural” de la ocupación y la precarización del empleo y al dogma taylorista de la absoluta fungibilidad de las diversas prestaciones laborales (el trabajo “abstracto”), entendido como condición e instrumento de dominio y condicionamiento del trabajador.

Esta contradicción creciente entre la tendencia, inducida por el uso de las tecnologías informatizadas, a aumentar los requisitos profesionales de las prestaciones del trabajo –en términos de control de la calidad del producto o en términos de competentes capacidades de decisión e intervención en las situaciones cada vez más numerosas que deben ser corregidas o variar el flujo productivo o suplir las imperfecciones de las máquinas (o de su programación) y el aumento de la inseguridad en la duración de la relación de trabajo, también ahora en el modelo japonés del empleo de “por vida” para una minoría de trabajadores— acentúa la resistencia motivada  entre los mismos trabajadores a la hora de afrontar el trauma que se deriva de un cambio radical de su modo de trabajar y el coste, incluso psicológico, de tener que reemprender, en edad madura, una nueva experiencia de carácter formativo. 

Esta profunda e inédita contradicción que emerge en todas las formas de organización del trabajo, obligadas como están a ajustar las cuentas con la crisis del sistema taylorista y con la gradual superación del modelo fordista de producción estandarizada, abre ciertamente un espacio nuevo a la iniciativa de los trabajadores organizados, también en el campo de la negociación colectiva  una mayor autonomía de decisión  en la prestación laboral y un poder de codeterminación tanto en los objetivos cuantitativos y cualitativos a conseguir en el proceso productivo como en los instrumentos que deben activarse para realizar similares objetivos, comenzando por la organización del trabajo y los sistemas horarios 

Sin embargo, hay que recelar, también en este caso, de toda forma de determinismo. Los espacios de iniciativa y libertad, que podrían crearse frente al imperativo de las empresas de tener en cuenta una cierta valoración del trabajo humano y de su responsabilidad en el proceso productivo, no nacen y no nacerán nunca de manera espontánea. Incluso, en ausencia de una coherente y calibrada iniciativa sindical capaz de conquistar un consenso duradero entre trabajadores interesados sobre objetivos creíbles, y sin una intervención pública capaz de promover –incluso con recursos de la propia colectividad--  la experimentación de diversas formas, negociadas, de organización del trabajo, es muy probable que la mayoría de las empresas, confrontada con la contradicción que hemos referido, intente hacerle frente acentuando y no atenuando los rasgos autoritarios de la fábrica taylorista.  La reacción espontánea de muchas empresas a la crisis del sistema taylorista será, de hecho, la de construir o consolidar una relación directa de autoridad con el trabajador individualmente, seleccionando algunas minorías intentando cooptarlas en una especie de staff dirigente ampliado”, expulsando al sindicato de la nueva regulación de la relación de trabajo con la idea de salvaguardar la integridad y discrecionalidad del poder de las estructuras de management. De ello hay muchos ejemplos concretos en Europa y los Estados Unidos.   

Incluso el temor a la apertura de estos espacios potenciales de autonomía y “autogobierno” del trabajo subordinado, que incide inmediatamente en la división de los poderes y en la estructura jerárquica de la empresa, puede llevar al manager a anticiparse, radicalizando  su poder de coerción sobre el trabajador. Ya sea expulsando al sindicato de los centros de trabajo, como lo demuestran ahora en los Estados Unidos muchas non union shops, incluso empresas empeñadas en la innovación organizativa para superar los límites macroscópicos del taylorismo; o bien promoviendo la transformación del sindicato, legitimado en la empresa, en un dócil intermediario de las decisiones inmodificables del management tal como ha ocurrido en muchas empresas japonesas. O también, como en el caso italiano, multiplicando los obstáculos de la negociación descentralizada de las condiciones del trabajo contraponiéndolo a la centralización de la negociación colectiva. E, incluso, contrastando la negociación de cuotas de salario ligadas a la consecución de objetivos de producción, productividad y cualidad para establecer improbables vínculos entre la retribución con la “rentabilidad general de la empresa” para erradicar toda posibilidad de negociación entre el sindicato y la empresa sobre los métodos organizativos y las condiciones de trabajo.

En suma, mientras las nuevas tecnologías de la información y la mundialización de los mercados causan golpes mortales a los pilares del modelo fordista, como la producción en serie estandarizada y la fungibilidad de las tareas para la mayor parte de los que prestan la mano de obra, este proceso no determina automáticamente la superación del núcleo duro del fordismo: la organización “científica del trabajo” y una estructura jerárquica centralizadora de los saberes y de las decisiones. Paradójicamente el taylorismo puede sobrevivir al colapso del fordismo con unos costes relevantes, no sólo sociales, y en detrimento de la eficiencia y competitividad de las empresas: el “scientific management”, antes de irse a pique, venderá cara su piel. 

En consecuencia, sin una fuerte intervención de las colectividades locales y los Estados nacionales --que sostenga y oriente tales transformaciones y nuevos experimentos organizativos que ellas presuponen, socializando una parte de los costes que las empresas deben aportar  en la “fase de transición” a un nuevo sistema organizativo y sin una intervención del sindicato, orientado prioritariamente a romper el monopolio de los saberes y las decisiones dentro de los cual se enroca el sistema del management garantizando a los asalariados aquellos derechos individuales y colectivos, aquellos poderes y aquella mínima seguridad en el porvenir, capaz de justificar y motivar su participación activa y responsable en el proyecto de transformación-- la crisis del sistema taylorista corre el riesgo de ser larga y atormentada. Y, sobre todo, estará marcada por continuas oscilaciones y compromisos entre la innovación y el retorno al pasado. Además, los costes sociales y económicos que deben soportar en esta fase de transición, corren el riesgo de ser extremadamente altos: disipando y destruyendo el patrimonio profesional de la colectividad y el llamado “capital humano”, que tendría pocos precedentes en la historia de las sociedades industriales.                    

Ahora sabemos que, ante los imperativos y oportunidades que ofrece la caída del fordismo, las intervenciones de las comunidades nacionales –a través del Estado y las administraciones locales--  han sido hasta hoy  débiles y episódicas, incluso en las sociedades industriales que, inicialmente, han intentado poner en marcha esas nuevas cuestiones, como, por ejemplo, en Suecia y Alemania, en Japón y Estados Unidos, y en cierta medida también en Francia.

La misma intervención del sindicato ha sido, hasta ahora, discontinua y esporádica cuando no confusa y errónea. Como, por ejemplo, en los numerosos casos en que se ha involucrado en la gestión de una evanescente participación de los asalariados en los “avatares financieros” de las empresas, permitiendo al management neutralizar el impulso sindical e intervenir,  con el control de lo negociado, en la transformación de la organización del trabajo. La existencia de algunas “islas” que le han permitido participar en algunas experiencias –algunas de ellas como  la Volvo en Suecia y el proyecto Saturno, en los Estados Unidos) no puede eliminar el hecho de que, por lo general, el movimiento sindical en los países industrializados, desde hace años, se ha visto forzado –incluso debido al prolongado ataque a los niveles de ocupación de los asalariados— a estar a la defensiva, y cada vez más limitado a una acción en el campo distributivo y cada vez más extrañado del gobierno efectivo de las transformaciones en curso en el sistema de las empresas.

Por lo demás, estas limitaciones ponen en tela de juicio el retraso más general de las culturas que han inspirado gran parte de las fuerzas democráticas y socialistas; e, incluso, como en el caso italiano, su progresivo alejamiento del compromiso con las grandes cuestiones que, originariamente, justificaban su existencia: la emancipación del trabajo y la transformación de la sociedad civil. De hecho, es sintomático que, en una fase de tan profunda y alterada transformación de los procesos productivos, la organización del trabajo subordinado, la composición social de la clase trabajadora y las estructuras de los mercados laborales, muchos intelectuales y hombres políticos de la izquierda hayan cambiado los retos que provienen de tales cambios y busquen sus referentes políticos y sociales fuera de la sociedad civil y fuera del trabajo subordinado.

La operación se basaba en un diagnóstico tan lapidario como miope: la crisis de identidad de la izquierda nace de la desaparición de la “clase obrera” como entidad políticamente relevante. De este modo, los aspectos más llamativos de las transformaciones sociales de los años ochenta y noventa –o sea, la reducción del peso relativo y, en muchos casos, el número absoluto de los obreros industriales en Occidente y las sucesivas oleadas de incremento del desempleo (un dato que, todavía, no es comparable en los países más recientemente industrializados)— se identifican con el ocaso de la “clase obrera”; ergo, también, del proletariado (en el sentido paradigmático que el marxismo da a este término) y con la desaparición del referente social y del principal factor de identidad, ora de los movimientos socialistas, ora del movimiento sindical (11). El ocaso del trabajador “abstracto” de Ford, del “obrero masa” de los años sesenta se transforma, así, en el fin del trabajo asalariado o, incluso, con el “fin del trabajo”.

Por lo demás, también en Italia surge una conclusión  similar en una corriente de la cultura socio-económica prejuiciosamente orientada a la contestación de la persistencia de una sociedad  dividida en clases sociales (en el “esquema” marxista) y de la relevancia del conflicto de clase en la interpretación de las transformaciones de la sociedad civil. También en Italia hubo una abundante literatura sociológica que asumía como criterio determinante para concretar la identidad –y la supervivencia--  de una clase social (y sobre todo, naturalmente, de la “clase obrera) el criterio de la renta percibida por los diversos grupos de ciudadanos o del máximo de su estatus formalmente reconocido. Este criterio, como elemento de discriminación, más allá de negar de raíz la naturaleza del trabajo asalariado --es decir, su esencia--  ante todo, del trabajo subordinado heterodirecto, puede conducir a conclusiones, no sólo parciales, sino frecuentemente erróneas y paradójicas. En Italia se han hecho confluir en la categoría vaporosa de las  “capas medias”  emprendedoras, profesionales liberales, empleados, técnicos y obreros altamente especializados; sin embargo, en Norteamérica se entiende –quizás más correctamente— como “clase media” incluso el trabajo asalariado (de los empleados y obreros) establemente ocupado, en contraposición, de un lado, a la upper class de los managers y los grandes “poseedores”, y de otro lado, a los trabajadores precarios, los desempleados, los poor workers y los marginados (12).     

Ahora, tal diagnóstico liquidador del principal referente social de la izquierda, más que cualquier amplia disertación, da testimonio del definitivo divorcio, desde hace bastante tiempo, de una parte relevante de la izquierda occidental entre la ingeniería sociológica y una sistemática investigación de las transformaciones sociales que realmente se están dando, dee las transformaciones rapidísimas del mundo del trabajo subordinado en todas sus múltiples articulaciones y los cambios  súbitos del concepto mismo de trabajo.

Con este intento de que la izquierda se “libere” de la clase obrera y de su originario referente social, de hecho no se corta solamente un ligamen  con el pasado, todavía rico de enseñanzas y fuertes criterios interpretativos de la sociedad civil y de sus evoluciones, sino que se evita, sobre todo, cualquier capacidad de entender el alcance y las implicaciones de las nuevas articulaciones que se conforman en la composición social y cultural del trabajo asalariado. Un trabajo asalariado o subordinado –las clases trabajadoras de nuestros tiempos--  que manifiesta, en estas décadas de crisis y transformaciones, una continua expansión, también en las economías maduras, que puede estar obnubilado por la constatación de la reducción del número de los “obreros” de la industria manufacturera sólo para un observador descuidado, que ya ha se ha liberado del análisis del conflicto social y de sus implicaciones políticas. De esta manera se nos evita la comprensión del proceso, desarticulador  y unificante al mismo tiempo, injertado desde hace casi un siglo,  haciendo que en el fordismo y el taylorismo prevalezcan las políticas distributivas o redistributivas (la explotación del trabajo) sobre los factores de subordinación, heterodirección y comprensión de la autonomía decisional del trabajo asalariado en todos los campos de la actividad social.  De esta manera se pierden, en consecuencia, los instrumentos de análisis e interpretación de la crisis incipiente de los modelos taylorista y fordista con todas sus implicaciones. Entre las que están la  tendencial superación –en las fronteras cada vez más movedizas del trabajo subordinado--  de las históricas diferencias entre el trabajo, la obra y la actividad que Hanna Arendt distingue en su Vida activa (13). 

Y así, en vez de asumir plena conciencia de las raíces más profundas de la presente crisis de identidad, una gran parte de la izquierda occidental –renunciando al principal referente político y social--  corre el peligro de replegarse hacia la cooptación de una “clase política” caracterizada, cada vez más, por un compadreo con la gestión del poder estatal y por una intrínseca  relación de solidaridad entre sus componentes y no de ejercer un  papel de representación de un área tan significativa de la sociedad civil (14).

En efecto, desde hace muchos años –y sobre todo en algunas realidades nacionales, como la italiana— hay un progresivo divorcio (y a veces una verdadera cesura en el “sentido común” de la izquierda): de un lado, entre las culturas del quehacer político y de la reforma del Estado, y de otro lado, la mutación de la realidad social y los contenidos, los objetivos y los mensajes, frecuentemente contradictorios que expresa, de vez en cuando, el conflicto social, en las luchas reivindicativas del mundo del trabajo. 

Al menos en Italia es necesario verificar el fundamento de una afirmación un tanto radical. Y, sobre todo, buscar las causas más profundas de la “ausencia” cultural y política de la izquierda, de las fuerzas políticas de tradición democrática o socialista y del mismo movimiento sindical en la tumultuosa convulsión que afecta a un sistema de organización de las actividades y de los hombres en las que se identifican, desde hace casi un siglo, las sociedades industriales del mundo entero.      



Notas


(2) Karl Polanyi, La gran transformación, Fondo de Cultura Económica de España (2007). Ahí se encuentra la más precisa refutación del papel “derivado” y subalterno de las instituciones estatales y de la legislación respecto a la formación del mercado en las sociedades capitalistas. Según Polanyi el papel de las “instituciones” en la determinación de las “reglas del juego” (incluida la “mano invisible” de Adam Smith) ha sido ampliamente infravalorado por Marx.  

(3) Robert Reich, The Work of Nations, Vintage Books (New York, 1992) páginas 136 y siguientes. Hay traducción en castellano.

(4) Ibidem. Página 247 y siguientes. 

(5) Taylor, al final de su vida, aspiraba a definir sus propios experimentos como el descubrimiento de una “organización científica de la dirección (y el mando) de la empresa, como sólo un medio óptimo de organización del trabajo subordinado y como una ciencia de de la organización, basada en reglas y leyes bien definidas, capaz de “abrazar todas las formas de la actividad humana desde las más simples de la acción individual hasta las iniciativas de las grandes sociedades” (véase Georges Friedmann en  La crisis del progreso [Editorial Laia, 1977]). Así pues, se puede decir que la ideología reconstruida empíricamente por Henry Ford parte, desde las primeras intuiciones, de la idea de la racionalización y programación como encarnaciones del progreso.

Los comienzos de esta ideología se basan en la experimentación sistemática del trabajo en cadena que partía de la “simplificación” de los movimientos de Taylor y, así, superar con la parcelación del trabajo (de los trabajadores y no sólo de sus movimientos) la noción misma de del trabajo individual, gestionado mediante una relación jerárquica y con la presdisposición de un incentivo salarial con el objetivo de conseguir una producción en masa,  de bienes en serie rigurosamente estandarizados. En esta nueva filosofía industrial es ya inherente la convicción de que, fuera del management, todo trabajador pueda ser “liberado” del conocimiento profesional e incluso de las habilidades manuales para ponerse al servicio, en unas dimensiones inicialmente impensables, de un sistema de producción en el que la cualidad del producto deja de ser una variable, en el que la producción crea la demanda (con el monopolio de la innovación por parte de la empresa más dinámica); así como crea la el consumidor, con la posibilidad (que se deriva de los grandes beneficios, garantizados por la producción en serie y del monopolio de la información) de fijar altos salarios, reducir el horario de trabajo, plasmar y programar en cierto sentido las costumbres de un nuevo tipo de trabajador y de consumidor: “La demanda no crea, está ahí para ser creada. Si iniciamos una vasta producción de mercancías y pagamos salarios muy altos, se extenderá en todo el país un notable poder adquisitivo que absorberá dichas mercancías a condición de que estén bien hechas y se vendan a un precio justo. El flujo de los intercambios, sangre de la sociedad, fluirá de nuevo: es la única solución que tiene el centro de producción” [Henry Ford en Georges Freedmann, La crisis del progreso, ya citada]. 

(6) Peter Drucker en La classe del XXI secolo: l´operario che sa en Atlantic Monthly, 4 de Julio de 1995, pág. 42.                 

(7) Karl Marx El Capital. Libro I, Capítulo IV. [No he sabido encontrar esta cita en la versión castellana de don Wenceslao Roces. Fondo de Cultura Económica, 1972. JLLB]

(8) Harry Braverman.

(9) De hecho, podemos reconocer que algunos pilares fundamentales del modelo y la ideología fordistas se han comprometido –de modo irreversible--  con el impacto conjunto de la revolución informática (y de los medios de comunicación) y de los procesos acelerados de mundialización de los mercados y los sistemas de empresa. El uso flexible de las nuevas tecnologías y, consecuentemente, del factor humano molesta a un sistema industrial basado sobre la producción en gran serie debido a la relativa rigidez de  de sus tecnologías y la concentración de de la producción en grandes unidades empresariales; y permite orientar la competencia entre empresas de cara a la calidad del producto devolviendo a la demanda un papel radicalmente nuevo en la misma programación de la producción. Con los procesos de mundialización la competencia se extiende también a las nuevas tecnologías, acelerando de manera vertiginosa los tiempos de innovación y reduciendo los costes.

Estas transformaciones estructurales se traducen en una crisis de la relación del trabajo fordista, basado en la parcelización de las funciones, en la estabilidad del empleo y en una total desresponsabilización del trabajo de ejecución. El empleo deviene cada vez más flexible y precario; al mismo tiempo se exige más responsabilidad al trabajo y capacidad de intervención, implicación para conseguir mejores resultados cualitativos. El modelo taylorista de organización “científica” del trabajo está puesto en entedicho. Pero ello no implica su superación  en el momento en que el sistema fordista de producción se ve forzado a comenzar una profunda reconversión. Paradójicamente (pero no tanto) el modelo taylorista, que ha constituido el corazón de la organización del trabajo en la época fordista, tenderá inercialmente a sobrevivir, sobre todo en sus aspectos jerárquicos y disciplinarios (aunque adaptados y “desburocratizados”) a la crisis del fordismo ya que la conciliación entre la flexibilidad de las prestaciones del trabajo en la salida de la actividad productiva pone en cuestión no sólo una división técnica del trabajo sino también una división de poderes y de su sistema jerárquico.

De hecho, emerge una contradicción que sólo puede superarse por un nuevo sistema de relaciones sociales, por un nuevo modelo organizativo y, en definitiva, por un nuevo modelo de contrato de trabajo. Todo ello comporta, en todo caso,  una redefinición y una redistribución de los poderes del management o un golpe de tuerca con las características autoritarias del modelo fordista de coerción del modelo de ejecución. Un estallido de situaciones más o menos actualizadas de la organización “científica” del trabajo no es, pues, una eventualidad a infravalorar ni tampoco las implicaciones de tales contradicciones sobre las salidas de la crisis del fordismo. Ahí está toda la ambigüedad de las fórmulas expeditivas sobre el final del fordismo o incluso de la existencia de un  modelo  postfordista que ya está consolidado.

(10) Parece fuera de lugar, particularmente en Italia, una precipitada literatura “apologética” del “toyotismo”. Que está impregnada por la exaltación de sus contenidos “revolucionarios”. En otros casos expresa una denuncia sin apelación por sus efectos destructivos para la “consciencia de clase”, pero basada en todo caso en la asunción del “toyotismo” como modelo “orgánico” y sin los fallos de la organización “postaylorista, y como respuesta exitosa del “capital” a la crisis de las sociedades del management. Esta literatura está marcada, a nuestro juicio, por la aceptación acrítica del léxico y la filosofía toyotistas y por la escasa atención a las aporías, las adaptaciones, los compromisos y las regresiones que la puesta en marcha del modelo toyotista y de la lean production  han registrado en el útimo decenio, incluso en aquellas empresas donde se han experimentado originariamente.
Por un lado , quedan a menudo en la sombra, una vez acabada la operación doblemente errónea de teorizar la definitiva superación de la crisis del taylorismo y la llegada, ya consolidada, de la era “postfordista” y de identificar ésta con la hegemonía consolidada de la filosofía toyotista (y con el modelo de la lean production), digo que quedan en la sombra muchos y diversos intentos de recorrer, aunque sea experimentalmente, otros caminos en Europa y en los Estados Unidos, donde el toyotismo, desde hace algunos años, parece en fuerte retroceso, junto a la recuperación de la industria automovilística americana en los mercados mundiales. Y, por otro lado, la supervivencia y radicalización, bajo muchos aspectos, de “cachos” de taylorismo en la gran mayoría de las empresas industriales y de servicios.
El mismo toyotismo, por lo demás, podría ser legítimamente considerado, bajo muchos puntos de vista, una variante del taylorismo y una señal de su crisis como “sistema”.  

11) Ver los ensayos, a cargo de Giancarlo Bosetti,  Izquierda punto cero.  Es particularmente significativa el diagnóstico, lapidario y desprpajado, de Richard Rorty (¿Cantaremos nuevas canciones?)  retoma --sin ni siquiera introducir una duda problemática— lo que afirma Bosetti: “Ya no podemos usar el término clase obrera para significar  “a los que reciben menos dinero y menos garantías en la economía de mercado” y a “la gente que encarna la verdadera naturaleza de la humanidad”. Estas expresiones ponen en evidencia una confusión entre trabajo subordinado y “pobreza” como lo atestigua la literatura “pobre” y sumaria de la investigación de Marx, de la que se nos quiere liberar.
Más matizado y prudente es el juicio de André Gorz (Adios, conflicto central) que fue de los primeros en investigar fuera del trabajo subordinado las chances de una izquierda “libertaria” y “convivencial” (ver Adieu au proletariat, Editions Galilée, Paris 1980; Adiós al proletariado, Ediciones 2000, Barcelona).  

(12) En lo atinente a la clasificación de las clases sociales en base a la renta (a partir de un claro forzamiento de la distinción marxiana entre trabajo productivo y trabajo improductivo (que no tiene nada que ver con la diferencia entre trabajo subordinado y trabajo autónomo o la actividad empresarial) o en base a la naturaleza de la actividad y a la distinción entre productores de mercancías y “productores de servicios”, véase Paolo Sylos Labini en su “Economia e Lavoro” (1969), Produttori di ricchezza e produttori di servizi: classe operaia e classe media.

(13) Hanna Arendt, The Human Condition. [Hay traducciones en castellano, JLLB]

(14) Ver la introducción de Giancarlo Bosetti  a Sinistra punto zero. O Izquierda punto cero, Paidós Estado y sociedad, 1996.

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